La casa de los pájaros

Tanto en verano como en invierno, la campana del templo tocaba a las seis; y tanto en verano como en invierno, al oírla, Shingo se decía que se había despertado demasiado temprano.

Eso no significaba que se levantara. Las seis de la mañana no eran lo mismo en verano que en invierno, pues aunque la campana sonara a la misma hora y él supiera que eran las seis, en verano el sol ya había asomado plenamente.

A pesar de que cerca de la almohada había un gran reloj de bolsillo, como tenía que encender la luz y ponerse las gafas, rara vez lo miraba. Y sin gafas le costaba distinguir el minutero.

No le preocupaba seguir durmiendo. El problema era lo contrario, despertarse demasiado temprano.

En invierno, las seis era realmente muy temprano pero, incapaz de permanecer en la cama, Shingo salía a buscar el diario.

Como se habían quedado sin criada, Kikuko ya estaba levantada encargándose de los quehaceres matinales.

—Se ha levantado temprano, padre —le decía ella.

—Dormiré un poco más —respondía él, turbado.

—Sí, vaya. El agua caliente todavía no está lista.

Con Kikuko levantada, Shingo sentía que tenía compañía.

¿A qué edad había empezado a sentirse solo cuando despertaba en invierno antes de que saliera el sol?

En primavera, el despertar era más amable.

Era mediados de mayo; después de la campana oyó el canto del milano.

—Conque otra vez está por aquí —murmuró para sí al oírlo desde la cama.

El milano correteaba a sus anchas por el tejado, y luego voló hacia el mar.

Shingo se levantó.

Paseó la mirada por el cielo y se cepilló los dientes, pero ya no se veía al pájaro.

Era como si una voz de frescura juvenil hubiera partido y dejado en calma la porción de cielo que le correspondía al tejado.

—Kikuko, habrás oído a nuestro milano, me imagino —dijo Shingo, volviéndose hacia la cocina.

—No, me he distraído. —Kikuko estaba pasando el arroz caliente y humeante de la olla al recipiente que iba a la mesa.

—Hace del nuestro su hogar, ¿no te parece?

—Supongo que así es.

—El año pasado también lo oímos a menudo. ¿En qué mes era? ¿Por esta época? Mi memoria ya no es lo que debería ser.

Mientras Shingo la observaba, Kikuko desató el lazo que sostenía su cabello.

Por lo visto, a veces dormía con el cabello recogido.

Dejó el recipiente destapado y se apresuró para prepararle el té a Shingo.

—Si nuestro milano está aquí, entonces nuestros pinzones también han de andar por ahí.

—Sí, y también los cuervos.

—¿Cuervos? —Shingo se rio. Si había un «nuestro milano», entonces también debían de existir «nuestros» cuervos—. Pensamos la casa sólo como propiedad de seres humanos, pero lo cierto es que aquí también viven todo tipo de pájaros.

—Y también vendrán moscas y mosquitos.

—Una observación muy graciosa, pero ellos no viven aquí. Su vida no se prolonga de un año para otro.

—Me parece que la de las moscas sí. También aparecen en invierno.

—No tengo idea de cuánto viven, pero dudo que las moscas de este año sean las mismas del año pasado.

Kikuko lo miró y se rio.

—La serpiente aparecerá uno de estos días.

—¿La aodaisho[19] que tanto te asusta?

—Sí.

—Es la dueña del lugar.

Un día, en el verano anterior, cuando volvía de hacer la compra, Kikuko vio a la serpiente en la puerta de la cocina y entró temblando, aterrorizada.

Ante sus gritos, Teru corrió y comenzó a ladrar como una loca. Agachó la cabeza como para morderle, retrocedió dando saltos y luego se lanzó al ataque de nuevo. La estrategia se repitió una y otra vez.

La serpiente levantó la cabeza, sacó una lengua roja, se volvió y se escurrió por el umbral de la cocina.

De acuerdo con la descripción de Kikuko, era el doble de larga que el ancho de la puerta, o sea, que medía más de dos metros y era más gruesa que su muñeca.

Kikuko estaba muy nerviosa, pero Yasuko parecía muy tranquila.

—Es la dueña del lugar —decía—. Está aquí desde muchos años antes de que tú llegaras.

—¿Qué habría pasado si Teru la hubiera mordido?

Teru habría salido perdiendo. La serpiente se hubiera enroscado a su alrededor. La perra lo sabe bien, por eso se limitó a ladrar.

Kikuko aún temblaba. Durante un tiempo evitó la puerta de la cocina, y entró y salió por la puerta delantera.

Le aterraba pensar que debajo del suelo había un monstruo como ese.

Aunque probablemente vivía en la montaña que había detrás de la casa y descendía cada tanto.

El terreno del fondo no pertenecía a Shingo, que ignoraba quién era el propietario.

La montaña se comprimía en una pendiente abrupta sobre la casa de Shingo, y para los animales no había un límite que separara el jardín, en el que las hojas y las flores de la montaña caían con toda libertad.

—Ya está de regreso —se dijo. Y luego, jubiloso—: Kikuko, ha vuelto el milano.

—Sí, y esta vez lo oigo. —Kikuko alzó la vista al cielo.

El canto del milano se prolongó por un rato.

—¿Voló hacia el mar hace unos minutos?

—Eso parece.

—Fue en busca de algo para comer y regresó.

Ahora que Kikuko lo había dicho, se le ocurrió lo que juzgó una posibilidad muy oportuna.

—Supongamos que le dejamos pescado donde pueda verlo.

—Se lo comería Teru.

—En algún lugar alto.

Lo mismo había ocurrido el año pasado y el anterior: a Shingo lo invadía una emoción repentina cuando, al despertar, oía el canto del milano.

Por lo visto no era el único, ya que la expresión «nuestro milano» era la usual en la casa.

Lo que no podía asegurar era si se trataba de uno o de dos pájaros. Le parecía que había visto, un año u otro, dos milanos bailoteando sobre el tejado.

¿Sería el mismo milano cuyo canto oían año tras año? ¿O una nueva generación habría ocupado el lugar de la anterior? ¿Habrían muerto los padres y eran los jóvenes milanos los que llamaban en su lugar? Esa idea se le ocurrió por primera vez a Shingo esa mañana.

Le pareció una ocurrencia sugerente pensar que los viejos milanos hubieran muerto el año anterior y que, ignorantes de ello, medio despiertos, medio dormidos, ese año estuvieran escuchando el canto de un nuevo milano, creyendo que se trataba del suyo.

Y le parecía extraño que, con todas las montañas que había en Kamakura, los milanos eligieran para vivir la que estaba detrás de la casa de Shingo.

«Me he encontrado con lo que es difícil de encontrar. He oído lo que es difícil de oír». Tal vez de eso se trataba con el milano.

Si el milano vivía con ellos, les concedería el placer de su canto.

2

Como Shingo y Kikuko eran los primeros en levantarse, podían decirse todo lo que tenían que decirse por la mañana. Shingo hablaba a solas con su hijo cuando los dos subían al tren.

«Ya casi estamos llegando», diría cuando cruzaran el puente a Tokio, con la arboleda de Ikegami a la vista. Tenía la costumbre de mirar por la ventanilla al pasar por la arboleda.

A pesar de los años que llevaba viajando en el mismo tren, sólo recientemente había descubierto dos pinos en medio de la arboleda.

Los pinos sobresalían, inclinados el uno contra el otro, como si quisieran abrazarse, con las ramas tan próximas que parecía que fueran a hacerlo en cualquier momento.

Al sobresalir, por ser los únicos árboles altos, deberían haber llamado su atención de inmediato. Una vez que hubo reparado en ellos, eran lo primero que veía.

Esa mañana estaban borrosos por el viento y la lluvia.

—Shuichi —preguntó—, ¿cuál es el problema con Kikuko?

—Nada en particular. —Su hijo estaba leyendo un semanario.

Había comprado dos en la estación Kamakura y le había dado uno a su padre. Shingo lo sostenía sin leerlo.

—¿Cuál es el problema con ella? —repitió Shingo con calma.

—Últimamente siempre tiene dolor de cabeza.

—¿Sí? Tu madre sospecha que es porque ayer estuvo en Tokio y se acostó al regresar. No es lo usual. Ella dice que algo le sucedió en Tokio. Anoche no cenó, y cuando tú llegaste y fuiste a tu habitación, a eso de las nueve, la oímos llorar. Ella intentaba sofocar el llanto, pero pudimos oírla.

—Estará bien dentro de unos días. No hay por qué preocuparse.

—No habría llorado por un simple dolor de cabeza. ¿No ha vuelto a llorar esta mañana temprano?

—Sí.

—Fusako dice que, cuando entró con el desayuno, Kikuko evitó mirarla, y tu hermana se sintió herida por eso. Creo que debo preguntarte qué está pasando.

—Todos los ojos de la familia parecen puestos en Kikuko. —Shuichi clavó la mirada en su padre—. A veces enferma, como todo el mundo.

—¿Y cuál es su dolencia? —le preguntó Shingo, molesto.

—Un aborto —le espetó Shuichi.

Shingo se quedó estupefacto. Miró el asiento que tenía delante, que estaba ocupado por dos soldados norteamericanos. Había iniciado la conversación suponiendo que no los entenderían. Bajó la voz.

—¿Fue a ver a un médico?

—Sí.

—¿Ayer? —preguntó en un susurro sordo.

Shuichi había abandonado la lectura de su revista.

—Sí.

—¿Y volvió ayer mismo?

—Sí.

—Tú la obligaste.

—Ella quería hacerlo y no me escuchó.

—¿Kikuko quería? Estás mintiendo.

—Es la verdad.

—Pero ¿por qué? ¿Qué podría haber hecho que se comportase así?

Shuichi guardaba silencio.

—¿No crees que es culpa tuya?

—Supongo que sí. Pero ella decía que no lo deseaba ahora y así fue.

—Podrías haberla detenido.

—No esta vez, me dije.

—¿Qué quieres decir con «esta vez»?

—Ya sabes lo que quiero decir. Ella no quiere tener un hijo conmigo de este modo.

—Es decir, mientras tengas otra mujer…

—Algo así.

—¡Algo así! —El pecho de Shingo estaba colmado de ira—. Es casi un suicidio. ¿No te parece? Más que vengarse de ti, Kikuko se está matando a sí misma. —Shuichi se retrajo ante el asalto—. Has destruido su espíritu y el daño no puede repararse.

—Yo diría que su espíritu todavía resiste.

—Pero ¿acaso no es una mujer? ¿No es tu esposa? Si hubieras hecho algo para alentarla, ella habría estado encantada de tener ese bebé. Completamente apartada de la otra mujer.

—Pero no lo está.

—Kikuko sabe cuánto desea Yasuko tener nietos. Hasta el punto de que se siente culpable de estar demorándolo tanto. No tuvo el bebé que quería porque tú la has matado espiritualmente.

—No es así. Ella tiene sus propios prejuicios.

—¿Prejuicios?

—Estaba resentida.

—¿Cómo? —Era un asunto entre marido y mujer. Shingo se preguntó si realmente su hijo había hecho que Kikuko se sintiera tan ofendida e insultada—. No lo creo. Tal vez habló y actuó como si estuviera resentida, pero dudo que en verdad fuera así. Que un hombre asigne tanta importancia a los humores de su mujer es una prueba de que él es incapaz de dar cariño. ¿Un marido tiene que tomarse en serio un momento de enfado? —De algún modo, a Shingo se le estaba escapando la oportunidad—. Me pregunto qué diría Yasuko si supiera que ha perdido un nieto.

—Creo que se sentiría aliviada. Sabría que Kikuko puede tener niños.

—¿Cómo dices? ¿Acaso puedes garantizar que ella tendrá hijos más adelante?

—Estoy preparado para garantizar eso.

—Actúas como alguien que es capaz de afirmar que no teme al cielo y que no tiene emociones humanas.

—Un modo harto difícil de plantearlo. ¿Acaso no es más simple que todo eso?

—No lo es de ninguna manera. Piensa en ello un minuto. Recuerda el modo en que ella lloraba.

—No es que yo no desee tener hijos. Pero tal y como están las cosas entre nosotros ahora, dudo de que fuera un buen niño.

—No sé qué pasa contigo, pero a Kikuko no le ocurre nada malo. El único problema lo tienes tú. Ella no es así. No hiciste nada para ayudarla a dominar sus celos, por eso perdió a su bebé. Y tal vez algo más que el bebé.

Shuichi lo miraba sorprendido.

—A ver qué pasa la próxima vez que, tras una borrachera con esa mujer, ya de vuelta en casa con los zapatos sucios, intentes apoyarlos sobre las rodillas de Kikuko para que te descalce.

3

Shingo fue al banco esa mañana por un asunto de negocios y almorzó con un amigo que trabajaba por allí cerca. Charlaron hasta las dos y media. Después de telefonear desde el restaurante a la oficina, emprendió el regreso a su casa.

Kikuko estaba sentada en la galería con Kuniko sobre su regazo.

Se puso de pie precipitadamente, sorprendida al ver que regresaba tan temprano.

—No te molestes. —Él salió a la galería—. ¿No deberías estar acostada?

—Iba a cambiarle los pañales.

—¿Y Fusako?

—Ha ido a la oficina de Correos con Satoko.

—¿Qué asunto la lleva a Correos, que deja aquí a su bebé?

—Un minuto —dijo Kikuko a la pequeña—. Iré a buscar el quimono del abuelo primero.

—No, cámbiala antes, por favor.

Kikuko levantó la vista sonriente. Sus pequeños dientes se veían entre los labios.

—Me dicen que te cambie primero. —Llevaba ropa de cama, un quimono de seda brillante atado con un cinturón estrecho—. ¿Ha dejado de llover en Tokio?

—¿Llover? Llovía cuando subí al tren, pero paró cuando bajé. No me di cuenta de dónde dejó de llover.

—Aquí ha estado lloviendo hasta hace unos pocos minutos. Fusako salió cuando paró.

—Colina arriba todavía está lloviznando.

Tumbada boca arriba en la galería, la pequeña levantaba los piececitos y se tocaba los dedos gordos con ambas manos. Los pies se movían más libremente que las manos.

—Levanta la vista a la montaña —dijo Kikuko mientras le limpiaba las nalgas a la niña.

Dos aviones militares norteamericanos pasaron en vuelo rasante sobre sus cabezas. Asustada por el ruido, la criatura volvió la cabeza hacia la montaña. No llegaron a ver los aviones, pero sí las grandes sombras que se deslizaron sobre la colina. Quizá también las había visto el bebé.

A Shingo le impresionó el destello de susto en sus ojos inocentes.

—No sabe nada de ataques aéreos. Hay muchos niños que no saben de la guerra. —Bajó la mirada hacia la pequeña. El destello se había apagado—. Me gustaría haber tomado una foto de sus ojos en el preciso momento en que la sombra de los aviones se reflejaba en ellos. Y la siguiente foto…

«De un bebé muerto, alcanzado por un disparo desde el avión», estuvo a punto de decir, pero se contuvo al recordar que el día anterior Kikuko se había sometido a un aborto.

De todos modos, abundaban fotos de bebés como esas dos que él habría tomado.

Con la criatura en brazos y un pañal enrollado en una mano, Kikuko se dirigió al baño.

Inquieto por su nuera, Shingo había vuelto a casa temprano. Entró en el comedor.

—¿Por qué has vuelto tan temprano? —le preguntó Yasuko al verlo.

—¿Dónde estabas?

—Estaba lavándome el pelo. Cuando dejó de llover y volvió a brillar el sol, empecé a sentir picores en la cabeza. La cabeza de los viejos empieza a picar sin ningún motivo.

—La mía no.

—Probablemente porque es de calidad —se rio—. Oí que estabas de vuelta, pero temí que, si aparecía con el cabello como lo llevaba, iba a recibir una regañina.

—El cabello despeinado de una anciana. ¿Por qué no te lo cortas y haces con él una escobilla para el té?

—No es una mala idea. También los hombres las llevan. Como sabes, yo estaba acostumbrada a los hombres y las mujeres con el cabello corto y atado a modo de escobillas, tal como se ve en el teatro kabuki.

—No me refería a atarlo. Hablaba de cortarlo.

—No me molestaría. Los dos lo tenemos abundante.

—¿Cómo es que Kikuko está levantada trabajando? —preguntó él en voz baja.

—Lo está sobrellevando, aunque aún no tiene muy buen aspecto. No debería ocuparse de la pequeña. «Cuídamela un minuto, por favor», le pidió Fusako, y se la dejó al lado de la cama. La criatura parecía dormida.

—¿Por qué no te ofreciste tú?

—Me estaba lavando el pelo cuando empezó a llorar. —Yasuko fue a buscar el quimono de su marido—. Me pregunto si te habrá sucedido algo, también a ti, que has regresado tan temprano.

Shingo llamó a Kikuko, que iba del baño a su habitación.

—¿Sí?

—Trae a Kuniko aquí.

—En seguida.

Cogida de la mano de su tía, la pequeña daba unos pasos. Kikuko se había puesto un cinturón más formal.

La pequeña se agarró a la espalda de su abuela. Yasuko, que estaba cepillando los pantalones de Shingo, la colocó sobre su regazo.

Kikuko salió con el traje de su suegro, lo guardó en la habitación contigua y cerró con lentitud las puertas del ropero.

Por el rostro que se reflejaba en el espejo del armario, se la veía abatida, y se tambaleó cuando vacilaba entre volver a su habitación o regresar al comedor.

—¿No sería preferible que descansaras? —dijo Shingo.

—Sí.

Un espasmo sacudió los hombros de Kikuko, que se retiró a su habitación sin volverse.

—¿No la ves rara? —refunfuñó Yasuko.

Shingo guardó silencio.

—Y no resulta claro el problema. Se levanta, camina un poco, y luego decae nuevamente. Estoy muy preocupada.

—Yo también.

—¿Ya has hecho algo al respecto de Shuichi y su aventura?

Shingo asintió.

—¿Por qué no hablas con Kikuko? Yo me encargo de la pequeña, la saco a pasear y así aprovecho para hacer algunas compras para la cena. Y Fusako… ese sí que es otro tema.

Yasuko se puso en pie con el bebé en brazos.

—¿Qué tenía que hacer en la oficina de Correos?

Yasuko se volvió para contestarle.

—Yo me hago la misma pregunta. ¿Crees que le estará escribiendo a Aihara? Han estado separados durante medio año… Ya casi hace seis meses que volvió a casa. Fue la víspera de Año Nuevo.

—Si era una carta, bien podría haberla echado en cualquier buzón de la calle.

—Imagino que habrá pensado que desde la oficina de Correos sería más rápido y seguro. Tal vez el recuerdo de Aihara se le metió en la cabeza y no pudo quedarse sentada ni un minuto más.

Shingo sonrió amargamente. Veía optimismo en Yasuko. Parecía como si su actitud hubiera echado profundas raíces en una mujer que seguía al frente de la casa aun a una edad avanzada.

Tomó la pila de diarios acumulados que Yasuko había estado leyendo. Y aunque no estaba realmente interesado en ellos, su vista quedó atrapada por un sorprendente titular: «Loto de dos mil años en flor».

La primavera anterior, durante una excavación en un túmulo de la era Yayoi en el distrito de Kemigawa, en Chiba, se habían hallado tres semillas de loto dentro de una canoa. Se les atribuyó dos mil años de antigüedad. Un doctor experto en lotos tuvo éxito y logró que germinaran. En abril de ese año los retoños fueron plantados en tres lugares de Chiba: la estación experimental, el estanque del parque y la casa de un fabricante de sake en Hatake-machi. Aparentemente, este último habría sido uno de los patrocinadores de la excavación. El retoño que había colocado en un caldero con agua ubicado en el jardín fue el primero en florecer. Al enterarse de las noticias, el experto en lotos corrió al lugar. «Ha florecido, ha florecido», anunciaba, acariciando la bella flor. Pero esta fue mutando de forma: vaso, taza, tazón, según informaban los periódicos, hasta finalmente adoptar la forma de una bandeja y luego perder los pétalos. Contaron veinticuatro pétalos, de acuerdo con los sucesivos registros.

Debajo del artículo había una foto del especialista, con gafas, aparentemente canoso, que sostenía por el tallo el loto abierto. Al echarle otra ojeada al artículo, Shingo vio que el especialista tenía sesenta y nueve años.

Se quedó mirando la fotografía del loto por un momento, y luego se dirigió a la habitación de Kikuko con el diario.

Era la habitación que ella compartía con su hijo. Encima del escritorio, que era parte de su dote, estaba el sombrero de fieltro de Shuichi. A su lado había artículos de escritorio: tal vez Kikuko iba a escribirle a alguien. Un trozo de brocado colgaba de un cajón.

Shingo pareció aspirar el perfume.

—¿Cómo te encuentras? No deberías levantarte de la cama a cada momento. —Se sentó cerca del escritorio.

Su nuera abrió los ojos y lo miró. Parecía avergonzada de que le hubiera ordenado que se quedase acostada. Sus mejillas habían adquirido un tono ligeramente rosado. Sin embargo, su frente estaba pálida y sus cejas se destacaban límpidamente.

—¿Leíste en el periódico que floreció un loto de dos mil años?

—Sí.

—Oh, ya lo sabes… —murmuró—. Deberías habérnoslo contado. —Al cabo de unos instantes añadió—: Así no tendrías por qué haber vuelto el mismo día.

Kikuko levantó la vista, sorprendida.

—El mes pasado, cuando hablamos de tener un bebé. Supongo que ya lo sabías, ¿no?

Kikuko negó con la cabeza.

—No. Si lo hubiera sabido, habría estado demasiado avergonzada para hablar de eso.

—Shuichi dijo que lo hiciste para preservar tu pureza.

Al ver lágrimas en sus ojos, Shingo cambió de tema.

—¿No deberías ir a ver al doctor otra vez?

—Lo consultaré mañana.

Al día siguiente, cuando regresó del trabajo, Yasuko lo estaba esperando, impaciente.

—Kikuko ha vuelto con su familia. Dicen que está en cama. Hubo una llamada de los Sagawa, a eso de las dos. Fusako la atendió. Dijeron que Kikuko había aparecido por allí y que no se sentía bien, que se había acostado, y preguntaron si podía quedarse para descansar durante dos o tres días.

—¿De veras?

—Le dije a Fusako que les dijera que enviaríamos a Shuichi a verla mañana. La madre de Kikuko la está cuidando. ¿Por qué crees que ha ido a su casa? ¿Qué le pasa?

Shingo se había quitado el abrigo y, alzando el mentón, se desataba la corbata con lentitud.

—Se ha sometido a un aborto.

—¡Cómo! —Yasuko estaba atónita—. ¿Sin decirnos nada? ¿Cómo ha podido hacer eso? De verdad que no entiendo a los jóvenes de hoy en día.

—Eres muy poco observadora, madre —dijo Fusako, entrando en el comedor con Kuniko en brazos—. Yo lo sabía todo.

—¿Y cómo lo sabías? —La pregunta salió espontánea.

—No puedo decírtelo. Pero, como bien sabes, existe algo que se llama borrar las huellas.

A Shingo ya no se le ocurrió nada más que decir.