Campana de primavera

Durante la temporada de los cerezos en flor, en Kamakura se celebraba el séptimo centenario de la capital budista. La campana del templo sonaba durante todo el día.

Había momentos en que Shingo no podía oírla. Kikuko sí, incluso mientras estaba atareada o conversando; pero Shingo debía prestar mucha atención.

—Ahora —le avisaba su nuera—. Ahora toca de nuevo.

—¿Sí? —le respondía Shingo, ladeando la cabeza—. ¿Y madre la oye?

Yasuko estaba molesta.

—Claro que puedo oírla. El ruido que hace es ensordecedor.

Ella leía a su ritmo la pila de diarios que tenía delante, acumulados en cinco días.

—Ahora viene, ahora viene —dijo Shingo. Una vez que había captado el sonido, era fácil seguir los toques sucesivos.

—Pareces muy complacido. —Yasuko se quitó las lentes y lo miró—. Los monjes han de estar cansados, tañendo día tras día.

—No, son los peregrinos, que pagan diez yenes por cada campanada —aclaró Kikuko—. No son los monjes.

—Una muy buena idea —dijo Shingo.

—Las llaman «las campanadas por los muertos», o algo por el estilo. La picardía es contar con cientos de miles o un millón de personas que hagan sonar la campana.

—¿La picardía? —A Shingo la elección de la palabra le resultó curiosamente divertida.

—Es un sonido lúgubre —dijo Kikuko—. No me gusta.

—¿Te parece triste?

La verdad es que Shingo pensaba en lo agradablemente calmo y tranquilizador que resultaba, sentado en el comedor ese domingo de abril, mirando los cerezos y con las campanas sonando de fondo.

—De todos modos, ¿qué significa un séptimo centenario? —preguntó Yasuko—. Algunos dicen que tiene que ver con el Gran Buda, y otros con Nichiren.

Shingo no tenía la respuesta.

—¿Tú lo sabes, Kikuko?

—No.

—Es muy extraño. Y nosotros viviendo aquí, en Kamakura.

—¿No dicen nada sus diarios, madre?

—Tal vez. —Yasuko se los pasó a su nuera. Estaban prolijamente doblados y apilados. Yasuko cogió uno para sí—. Creo que vi algo, pero estaba tan conmocionada con el caso de la pareja de ancianos que había abandonado su casa que me olvidé de todo lo demás. Creo que tú lo viste, ¿me equivoco? —le preguntó a Shingo.

—Así es.

—«Un gran benefactor de las carreras de remo. El vicedecano de la Asociación Japonesa de Remo» —empezó a leer el artículo, y luego siguió con sus propias palabras—. Era el presidente de la compañía que fabrica botes y yates. Tenía sesenta y nueve, y ella sesenta y ocho.

—¿Y qué les pasó, para que te impresionara de ese modo?

—Él dejó notas a su hija, a su yerno y a sus nietos. Aquí están, en el diario. —Yasuko empezó a leer—: «¿Pobres criaturas, que vivimos la vida que nos queda olvidados del mundo? No, hemos decidido que no queremos vivir tanto. Nosotros comprendemos los sentimientos del vizconde Takagi[14]. La gente debe morir cuando todavía es amada. Partiremos ahora, todavía rodeados del afecto de nuestra familia, afortunados de tener aún tantos amigos y compañeros de colegio». Esta era para la hija y el yerno. Y esta para los nietos: «El día de la independencia de Japón se aproxima, pero el camino que queda por recorrer es oscuro. Si los jóvenes estudiantes que conocen los horrores de la guerra realmente desean la paz, entonces han de persistir hasta el final con los métodos no violentos de Gandhi. Hemos vivido mucho y ya no tenemos el vigor necesario para conducir y seguir el camino que consideramos correcto. ¿Hemos de vivir melancólicamente “Los años de la provocación”[15], y hacer perder el sentido a los años que hemos vivido hasta ahora? Queremos dejar buenos recuerdos de nosotros como abuelos. No sabemos hacia dónde nos dirigimos, pero nos retiramos con calma».

Yasuko guardó silencio.

Shingo se volvió para mirar los cerezos del jardín.

Su mujer todavía leía el diario:

—«Salieron de su casa en Tokio y desaparecieron después de hacer una visita a su hermana en Osaka. Una hermana de ochenta años».

—¿La mujer dejó alguna nota?

—¿Cómo? —Yasuko levantó la vista, sorprendida.

—¿No dejó ninguna nota la mujer?

—¿La esposa? ¿La anciana?

—Claro. Si iban a partir juntos, era lógico que también ella dejara una nota. Supongamos que tú y yo tenemos intención de suicidarnos. Tú tendrías algo que quisieras decir y yo lo transcribiría.

—No sería necesario —dijo Yasuko bruscamente—. Son los jóvenes que se suicidan los que dejan notas. Quieren hablar sobre la tragedia de sentirse marginados. ¿Qué iba a decir yo? Siendo marido y mujer, basta con que el marido deje una nota.

—¿De verdad piensas eso?

—Sería diferente si me suicidara yo sola.

—Supongo que tendrás un montón de penas y arrepentimientos.

—No me importarían. No a mi edad.

Shingo se rio.

—Observaciones cómodas de una anciana que no planea quitarse la vida y que tampoco está a punto de morir. ¿Y tú, Kikuko?

—¿Yo? —Hablaba en voz baja, insegura.

—Supongamos que fueras a suicidarte junto con Shuichi. ¿Dejarías una nota?

Shingo se dio cuenta en seguida de que había dicho algo inapropiado.

—No lo sé. Me pregunto cómo sería. —Miró a su suegro. Tenía el dedo índice de su mano derecha dentro de su cinto, como si quisiera aflojarlo—. Tengo la sensación de que querría decirle algo, padre.

Sus ojos estaban velados por la humedad, y a ellos pronto asomaron unas lágrimas.

Yasuko no tenía sugerencias que hacer sobre la muerte, pensó Shingo, pero Kikuko sí.

Su nuera se inclinó hacia adelante. Parecía que iba a deshacerse en llanto, pero se puso de pie.

Yasuko la observó cuando salía.

—Qué cosa tan rara. No tiene motivos para llorar. Es histeria, eso es, pura histeria.

Shingo se desabotonó la camisa y se puso la mano sobre el pecho.

—¿Tienes palpitaciones?

—No, es que me pica el pezón. Se ha puesto duro y me pica.

—Como el de una quinceañera.

Shingo se rascó el pezón izquierdo con su dedo índice.

Cuando un matrimonio se suicida, el marido deja una nota y la mujer no. ¿Acaso la mujer deja que el marido la sustituya o actúan de común acuerdo? El asunto despertó el interés de Shingo; Yasuko seguía con el diario.

¿Al vivir juntos durante tantos años, se habían convertido en uno solo? ¿La anciana esposa había perdido su identidad y ya no tenía un testimonio que legar?

¿La mujer, sin deseo alguno de morir, iba servicial tras el marido, y renunciaba a su parte en el testamento de él, sin amargura, lamentos o dudas? A Shingo todo eso le parecía muy extraño.

Pero, de hecho, hasta su propia esposa aseguraba que si fueran a suicidarse ella no necesitaría dejar ninguna nota, que sería suficiente con que él lo hiciera.

Una mujer que había acompañado a su marido a la muerte sin rechistar; había habido casos en que había sucedido lo contrario, pero lo usual era que la mujer siguiera al hombre. A Shingo le impresionaba que una mujer anciana estuviera allí, a su lado.

Kikuko y Shuichi no habían estado juntos durante tanto tiempo y ya tenían problemas.

Tal vez había sido cruel por su parte haberle preguntado a su nuera si dejaría una nota; tal vez la había herido. Sabía que ella estaba al filo de algo peligroso.

—La consientes demasiado. Por eso llora por tonterías —dijo Yasuko—. La mimas y no haces nada en relación con el problema principal. Con Fusako te comportas del mismo modo.

Shingo observaba el cerezo cargado de flores. Debajo había una gran cantidad de yatsude[16]. Como no le gustaban, había pensado en cortarlos antes de que floreciera el cerezo, pero había nevado mucho en marzo y las flores ya se habían abierto.

A pesar de que tres años antes los había cortado, habían vuelto a crecer esplendorosamente. Se dio cuenta de que, para que la acción resultara efectiva, debería haberlos extirpado de raíz.

Las observaciones de su esposa le hicieron sentir un gran disgusto por el verde intenso de las hojas. Sin los yatsude, el cerezo se erguiría solo, extendiendo sus ramas en todas direcciones. Bastante se había expandido a pesar de que el yatsude lo asfixiaba.

Estaba tan cargado de flores que uno se preguntaba cómo podía sostenerlas; estas flotaban en medio de la luz del atardecer. Ni la silueta del árbol ni su color eran particularmente definidos, pero uno sentía que colmaban el cielo. Las flores estaban en todo su esplendor. Dolía pensar que iban a caer.

Pero, de dos en dos o de tres en tres, los pétalos caían sin cesar, y el suelo se tapizaba con ellos.

—Cuando leo que un joven ha sido asesinado o se ha suicidado, simplemente pienso: «Otra vez» —murmuró Yasuko—. Pero si se trata de ancianos, el tema me llega mucho más: «La gente debería partir cuando todavía es amada». —Era evidente que había leído el artículo unas cuantas veces—. El otro día publicaron la historia de un hombre de sesenta y un años que llevó a su nieto desde Tochigi hasta el hospital de San Lucas. El muchacho tenía diecisiete y padecía una parálisis infantil. El abuelo lo cargó sobre sus espaldas y dio vueltas con él para mostrarle Tokio. Pero el chico se negó rotundamente a ir al hospital y al final el abuelo lo estranguló con una toalla. Salió en el diario.

—¿Sí? No lo leí. —Su respuesta sonó indiferente, pero Shingo recordaba cuánto le había impresionado el artículo sobre las jóvenes que abortaban, tanto que hasta había soñado con ello.

Las diferencias entre él y su anciana esposa eran considerables.

2

—Kikuko —llamó Fusako—. Esta máquina de coser corta el hilo todo el tiempo. ¿Hay algo que funciona mal? Ven a echarle una ojeada. Es una Singer y se supone que es buena. ¿O será que he perdido práctica? Me pregunto si me estaré volviendo un poco histérica.

—Tal vez esté a punto de estropearse, la tengo desde que iba a la escuela. —Kikuko entró en la habitación—. Pero te hace caso si le hablas. Déjame ver.

—Me pongo tan nerviosa con Satoko colgada de mí todo el día… Le estoy cosiendo la mano a cada momento. Es un decir, pero es que ella la pone por delante, así, y cuando intento mirar la costura todo se vuelve borroso, y ella y la tela corren juntas.

—Estás cansada.

—Como te he dicho: histérica. Tú también estás cansada. Los únicos que no están cansados en esta casa son el abuelo y la abuela. El abuelo tiene sesenta años y se queja de un pezón que se le endurece. Ridículo.

En su camino de vuelta de la visita a su amiga enferma en Tokio, Kikuko había comprado tela para las dos niñas.

Fusako trabajaba en los vestidos, con buena predisposición hacia su cuñada. Sin embargo, el disgusto se manifestó en la cara de Satoko cuando Kikuko ocupó el lugar de su madre.

—La tía Kikuko compró las telas, ¿y ahora también la obligas a coserlas?

—No le hagas caso, Kikuko. Es igual que Aihara. —Las disculpas no eran algo que Fusako pudiera expresar con espontaneidad.

Kikuko puso su mano sobre el hombro de Satoko.

—Pídele al abuelo que te lleve a ver el Buda. Habrá una procesión con princesitas y todo lo demás. Y hasta danzas.

Apremiado por Fusako, Shingo salió con su hija y su nieta.

Mientras caminaban por la calle principal del distrito Hase, la mirada de Shingo recayó en una camelia enana que había delante de un estanco. Entró a comprar un paquete de cigarrillos Hikari e hizo un comentario elogiando las flores. Estas, que eran cinco o seis, tenían una doble corola de pétalos crujientes.

Pero el estanquero lo contradijo. Le explicó que las corolas dobles no condecían con los árboles enanos, y lo condujo al jardín trasero. Los bonsáis en macetas estaban alineados en un rectángulo verde de unos cuarenta metros cuadrados. La camelia silvestre era un viejo ejemplar con un tronco poderoso.

—Le quité los brotes —dijo el hombre—. No es conveniente agotar al árbol.

—¿Tenía brotes?

—Muchos, pero sólo le dejé unos pocos. El que está delante debe de tener unos veinte o treinta.

El hombre le explicó las técnicas de cultivo y le comentó lo aficionados que eran los habitantes de Kamakura a los bonsáis. Shingo solía ver los escaparates adornados con ellos.

—Muchas gracias —le dijo al salir de la tienda—. Lo envidio.

—No tengo ninguno realmente bueno, aunque la camelia tiene sus méritos. Si tienes un árbol, debes ser responsable de cuidar que no muera o pierda su forma. Es un buen remedio contra la holgazanería.

Shingo encendió uno de los cigarrillos que había comprado.

—Mira, hay un Buda dibujado —dijo, pasándole el paquete a Fusako—. Especialmente pensado para Kamakura.

—Déjame ver. —Satoko se abalanzó sobre los cigarrillos.

—¿Te acuerdas de la última vez, cuando te escapaste de casa y fuiste a Shinano?

—Yo no me escapé de casa.

—¿Había bonsáis en la vieja casona?

—Yo no vi nada.

—Tal vez ya no estén. Han pasado como cuarenta años. El viejo era adicto a los bonsáis. El padre de Yasuko. Pero ya sabes cómo es tu madre, él prefería a su hermana. Ella lo ayudaba con los árboles. Era tan hermosa que no podía concebirse que fueran hermanas. Aún ahora puedo verla, con su quimono rojo y el flequillo sobre la frente, una mañana con nieve amontonada sobre los estantes, limpiando las ramas. La veo con claridad aquí, delante de mí, fresca y pulcra. Shinano es un lugar frío, y su aliento era blanco.

Un aliento blanco que se perfumaba con la suavidad de la joven. Perdido en sus recuerdos, Shingo aventajaba a Fusako, ya que ella, que pertenecía a otra generación muy distinta de la suya, no tenía el menor interés en lo que decía.

—Supongo que esa camelia lleva ahí más de cuarenta años.

Parecía de una edad considerable. ¿Cuántos años tardaban los troncos de esos bonsáis en llegar a tener el aspecto de bíceps trabajados?

¿Qué manos se estarían ocupando del arce que brillaba, rojo, en el altar funerario de la hermana de Yasuko?

3

Para cuando llegaron al recinto del templo, la «procesión de las princesas» avanzaba por el camino de piedras situado delante del Gran Buda. Según parecía, los niños ya habían caminado un buen trecho. A algunos se los veía exhaustos.

Fusako alzó a su hija para que viera por encima del gentío. Satoko observaba a los niños con sus quimonos floreados.

Como les habían contado que en el recinto había una roca con un poema de Yosano Akiko, se dirigieron hacia la estatua para verla. Parecía la caligrafía de la propia Akiko, extendida y esculpida en la piedra.

—Veo que dice Sakyamuni —dijo Shingo.

Estaba sorprendido de que Fusako no conociera el más famoso de sus poemas. Akiko había escrito: «Un bosquecillo en verano, Kamakura. Aunque sea un Buda, también es un hombre apuesto, Sakyamuni».

—Pero resulta que el Gran Buda no es un Sakyamuni; en realidad, es un Amitabha. Al ver que había cometido un error, Akiko reescribió el poema, pero para entonces la versión con Sakyamuni ya era muy popular, y cambiarla por «Gran Buda» o algo por el estilo habría estropeado el ritmo, obligando a repetir dos veces «Buda». Así que, si bien no es exacto, el poema con el error quedó esculpido en la piedra, precisamente aquí, delante de nuestros ojos.

La ceremonia del té se estaba celebrando en un espacio protegido por cortinas, cerca de la piedra. Kikuko le había dado entradas a Fusako.

El té al aire libre, a la luz del sol, tiene su color particular. Shingo se preguntó si Satoko lo tomaría. La niña sostenía la taza por el borde con una sola mano. Era una taza de lo más ordinaria, pero Shingo decidió ayudarla.

—Es amargo.

—¿Amargo?

Aun antes de probarlo, la expresión de Satoko anticipaba esa conclusión.

Las pequeñas bailarinas entraron al lugar resguardado con cortinas. La mitad de ellas se sentaron en pequeños bancos cerca de la puerta. Las otras se amontonaron delante, cada una con su madre. Iban todas muy maquilladas y vestían los quimonos festivos de manga larga.

A sus espaldas había dos o tres cerezos jóvenes en el esplendor de su floración pero, vencidos por los rutilantes colores de los trajes de las niñas, parecían pálidos y descoloridos. El sol resplandecía sobre el verdor de la alta arboleda que enmarcaba el fondo.

—Agua, mamá, agua —pidió Satoko, mirando con fastidio a las bailarinas.

—No hay agua. Espera a que regresemos a casa.

De pronto, también Shingo tuvo ganas de beber agua.

Un día de marzo, desde el tren, Shingo había visto a una niña de la edad de Satoko bebiendo agua de una fuente en la estación de Shinagawa. Reía sorprendida, porque, al abrir el grifo, el agua había salido disparada, a chorro. Su cara sonriente era deliciosa. La madre reguló el caudal. Al verla beber como si se tratara del agua más exquisita del mundo, Shingo comprobó que también ese año la primavera se había hecho presente. Ahora la escena volvía a él.

Se preguntó por qué el conjunto de las niñas vestidas para bailar les había provocado sed tanto a él como a su nieta. Otra vez la oía rezongar.

—Cómprame un quimono, madre, cómprame un quimono.

Fusako se puso en pie.

Entre las niñas había una, que sería uno o dos años mayor que Satoko, y que era la más atractiva. Sus cejas estaban delineadas con trazos gruesos, cortos y ascendentes, y en las comisuras de los ojos, redondos como campanas, había un toque de carmín.

Satoko le clavó la mirada mientras Fusako la conducía a la salida. En el momento en que se disponían a cruzar la cortina, hizo un intento de abalanzarse sobre ella.

—Un quimono —repetía—. Un quimono.

—El abuelo dice que te comprará uno para el día de tu presentación, el 15 de noviembre —le contestó Fusako en tono intencionado, y agregó, dirigiéndose a su padre—: Esta niña nunca ha llevado un quimono. Sólo viejos retazos de algodón, de ropa ordinaria.

Entraron en una casa de té y Shingo pidió agua. Satoko se tomó dos vasos con avidez.

Habían abandonado el recinto del Gran Buda e iban camino de casa cuando una pequeña vestida con sus galas de bailarina pasó apresurada de la mano de su madre, aparentemente también de regreso a casa. «Que no lo haga», pensó Shingo, intentando retener a Satoko por el hombro, pero fue demasiado tarde.

—Un quimono —dijo Satoko, agarrando a la niña por la manga.

—No lo hagas. —La pequeña se enredó con la larga manga y cayó al suelo.

Shingo se quedó sin aliento y se cubrió la cara con las manos.

La iban a atropellar. Shingo oyó su propio jadeo, y cómo muchas otras personas ya lanzaban gritos.

Un automóvil chirrió al frenar. Tres o cuatro de entre los horrorizados testigos salieron corriendo.

La niña se puso en pie de un salto, se colgó de la falda de su madre y empezó a gritar como si se estuviera quemando.

—Bueno, bueno —dijo alguien—. Los frenos han funcionado. Por lo visto es un buen automóvil.

—Si hubiera sido un cascajo desvencijado, no estaría viva.

Satoko estaba aterrada. Sus ojos daban vueltas como si estuviera teniendo convulsiones.

Fusako preguntaba atropelladamente si la pequeña se había hecho daño, y se disculpaba con la madre, mientras esta permanecía con la mirada ausente.

Cuando dejó de llorar, el espeso maquillaje de la niña estaba corrido, pero sus ojos tenían un brillo límpido.

Shingo casi no habló durante lo que quedaba de camino.

Oyó los gemidos del bebé.

Kikuko salió a recibirlos cantando una canción de cuna.

—Lo siento —le dijo a Fusako—. Se ha pasado todo el tiempo llorando. Soy un desastre.

Tal vez contagiada por su hermana, tal vez para descargarse, ahora que estaba a salvo en casa, también Satoko empezó a lloriquear.

Sin hacerle caso, Fusako se bajó el quimono y cogió al bebé de brazos de Kikuko.

—Mira, me corre un sudor frío entre los pechos.

Shingo levantó la vista hacia una caligrafía enmarcada que se atribuía a Ryokan[17]: «En los cielos, un gran viento». La había adquirido cuando todavía las obras de Ryokan estaban a un precio asequible, aunque tal como un amigo le advertiría y él después comprobaría, resultó ser una falsificación.

—Vimos la piedra de Akiko —le contó a Kikuko—. Está escrita de su propia mano, y reza «Sakyamuni».

—¿De verdad?

4

Después de cenar, Shingo salió solo a recorrer las tiendas de quimonos nuevos y usados pero no encontró nada apropiado para Satoko.

El asunto le pesaba en la conciencia, y tenía un oscuro presentimiento. ¿Era normal que una niña codiciara el brillante quimono de otra? ¿Simplemente la envidia y la avidez de Satoko eran un tanto más notorias que lo conveniente? ¿O eran acaso demasiado intensas? Sea como fuere, su reacción había impresionado profundamente a Shingo.

¿Qué habría sucedido si la niña hubiera sido atropellada y hubiera muerto? El diseño de su quimono se le hacía vívidamente presente. No creía que hubiera algo tan vistoso en los escaparates de las tiendas. Pero la idea de volver a casa con las manos vacías le hacía sentir que la calle se entenebrecía. ¿Yasuko le había dado tan sólo a Satoko quimonos de algodón para convertirlos en pañales? ¿O Fusako mentía? Había cierta ponzoña en su observación. ¿La abuela no le había dado a la niña un quimono con faja, o uno para su primera visita al templo? ¿Le habría pedido Fusako vestidos occidentales?

—Lo ignoro —se dijo a sí mismo.

No recordaba si su esposa había consultado el tema con él o no, pero seguro que si ellos hubieran prestado más atención a Fusako, habrían sido bendecidos con una nieta hermosa, incluso por parte de una hija tan desagradable. Un sentimiento de culpa inexorable lo embargaba.

«Si lo hubiera sabido todo antes del nacimiento, si lo hubiera sabido todo antes del nacimiento, no tendría padres a quienes amar, ni un hijo por quien ser amado».

Un pasaje de una obra de Noh vino a su memoria, pero difícilmente eso le concedería la iluminación del sabio del manto negro.

«El anterior Buda ha partido, el último no ha llegado todavía. He nacido en un sueño, ¿qué debo considerar real? Se me ha concedido recibir este cuerpo de carne, tan difícil de ser aceptado».

¿Al tirar de la bailarina, habría heredado Satoko la violencia y la malicia de Fusako? ¿O las tendría por Aihara? Y si las había recibido de su madre, ¿eso significaba que ella las había heredado de Yasuko o de Shingo?

Si Shingo se hubiera casado con la hermana de Yasuko, probablemente no habría tenido una hija como Fusako ni una nieta como Satoko.

Difícilmente era la situación ideal para atizar su intenso anhelo por una persona fallecida hacía ya tanto tiempo y, sin embargo, deseaba correr a refugiarse en sus brazos. Aunque ya él tenía sesenta y tres años, la muchacha que había muerto en la veintena seguía siendo mayor que él.

Cuando regresó, Fusako estaba acostada con el bebé entre sus brazos. La puerta entre su habitación y el comedor estaba abierta.

—Está dormida —dijo Yasuko—. Su corazón latía con fuerza, así que Fusako le dio un somnífero. Cayó dormida de inmediato.

Shingo ladeó la cabeza.

—¿Qué te parece si cerramos la puerta?

—Claro. —Kikuko se levantó.

Satoko estaba apretada contra la espalda de su madre, pero sus ojos parecían abiertos. Tenía un modo particular de fijar la mirada en una persona, silenciosa y duramente.

Shingo no hizo ningún comentario sobre su salida para comprar un quimono. Aparentemente, Fusako no le había contado nada a su madre sobre la crisis que había sobrevenido del deseo de Satoko por un quimono.

Fue a su habitación y su nuera le llevó carbón.

—Toma asiento —le dijo Shingo.

—Dentro de un segundo. —Ella salió y regresó con una jarra sobre una bandeja. No parecía necesaria la bandeja, pero traía también unas flores.

—¿Qué son? —Shingo tomó una flor en sus manos—. ¿Campanillas, tal vez?

—Lirios negros, me dijeron.

—¿Lirios negros?

—Sí, una amiga con quien di clases de ceremonia del té me las dio. —Abrió el armario que estaba detrás de Shingo y sacó un pequeño florero.

—Así que lirios…

—Ella me contó que este año, para el aniversario de la muerte de Rikyu[18], el jefe de la escuela Enshu dispuso una ceremonia del té en la cabaña museo. En el tokonoma había un viejo florero de bronce de cuello estrecho con lirios negros y jacintos blancos. Una combinación sumamente interesante, según me dijo.

Shingo observó los lirios negros; eran dos, con dos flores en cada tallo.

—Debe de haber nevado diez o doce veces durante la primavera.

—Tuvimos mucha nieve.

—Mi amiga me comentó que hubo entre diez y trece centímetros de nieve en el aniversario de la muerte de Rikyu. Fue a comienzos de la primavera y los lirios negros eran raros todavía. Como usted sabrá, son flores de montaña.

—Su color se asemeja al de la camelia negra.

—Sí. —Kikuko vertió agua en el florero—. Me contó que el testamento de Rikyu estaba expuesto; la daga con la que se suicidó también.

—¿Tu amiga imparte clases de ceremonia del té?

—Sí, es una viuda de guerra. Ha trabajado mucho y ahora llegan las recompensas.

—¿A qué escuela pertenece?

—Kankyuan. La familia Mushanokoji.

Esto no significaba nada para Shingo, que sabía muy poco sobre té.

Kikuko esperaba, lista para colocar las flores en el florero, pero Shingo seguía con una de ellas en la mano.

—Me parece que se dobla un poco. Espero que no estén mustias.

—No, las puse en agua.

—¿Las campanillas también se inclinan?

—¿Cómo dice?

—Que parecen más pequeñas que las campanillas.

—Yo también lo creo.

—Al principio parecen negras, pero no lo son. Es como un púrpura oscuro pero con un toque carmesí. Tengo que volver a verlas mañana con la luz del sol.

—Al sol es un violeta transparente con un toque de rojo.

Las flores, completamente abiertas, tenían poco más de dos centímetros de diámetro y seis pétalos. Las puntas de los pistilos se abrían en tres direcciones y había cuatro o cinco estambres. Las hojas apuntaban en todas direcciones con una separación de centímetros. Para ser hojas de lirios parecían pequeñas, pues no llegaban a los cuatro centímetros.

Finalmente Shingo olió la flor.

—Huele como una mujer sucia.

Fue una observación de mal gusto.

No había querido sugerir nada lascivo, pero Kikuko bajó la vista y se ruborizó ligeramente alrededor de los ojos.

—El perfume decepciona —dijo Shingo, corrigiéndose—. Mira, prueba tú.

—Creo que no las estudiaré con tanto detenimiento como usted, padre. —Comenzó a colocar las flores en el florero—. Cuatro es demasiado para una ceremonia del té. Pero voy a dejarlas como están.

—Sí, hazlo.

Kikuko colocó el florero en el tokonoma.

—Las máscaras están en el armario del que has sacado el florero. ¿Te importaría traerlas?

Se había acordado de ellas cuando el fragmento de una obra de Noh se le hizo presente.

Levantó la jido.

—Es un hada, un símbolo de la eterna juventud. ¿Te lo dije cuando las compré?

—No.

—Tanizaki, la muchacha que estaba en la oficina, se la puso porque se lo pedí. Quedaba encantadora. Fue una sorpresa increíble.

Kikuko se cubrió la cara con la máscara.

—¿Hay que atarla por atrás?

Sin duda, desde lo más profundo de la máscara, los ojos de Kikuko estaban fijos en él.

—Sólo cobra expresión si te mueves.

El día que la había llevado a casa, Shingo había estado a punto de besarle los labios escarlata, alterado por un chispazo semejante al de un amor celestial adverso.

«Aunque me convierta en un árbol seco, mientras todavía tenga la flor del corazón…».

También estas parecían palabras de una obra de Noh.

Shingo no se atrevía a mirar a Kikuko mientras se movía de acá para allá con la radiante máscara juvenil.

Tenía un rostro pequeño y la punta de su mentón estaba casi oculta. Las lágrimas corrían por el mentón apenas visible y seguían bañando su cuello. Corrían trazando dos líneas, y luego tres.

—Kikuko —dijo Shingo—. Kikuko, ¿estás pensando en que si dejas a Shuichi podrías dedicarte a dar clases y por eso has ido a ver a tu amiga?

Con su rostro jido, Kikuko asintió.

—Aunque me separase, me gustaría permanecer con ustedes, dedicándome a la ceremonia del té.

Las palabras sonaban nítidas desde el interior de la máscara.

Entonces Satoko inició un llanto muy agudo.

Teru ladró escandalosamente en el jardín.

Shingo percibió en todo eso algo ominoso, pero Kikuko parecía estar atenta a alguna señal en la entrada que indicara que Shuichi —que, como era evidente, había ido a ver a su amante incluso ese domingo— había regresado a casa.