Las alas de la cigarra

Fusako, la hija, llegó a la casa con sus dos niñas.

—¿Hay otra en camino? —preguntó Shingo de pasada, aunque sabía que, con la mayor de cuatro años y la pequeña, con un año apenas cumplido, la diferencia no invitaba a tener otro bebé en lo inmediato.

—Me preguntaste lo mismo el otro día. —Fusako puso a la pequeña boca arriba y empezó a quitarle los pañales—. ¿Y qué pasa con Kikuko?

Su pregunta sonó casual, pero el rostro de Kikuko, mientras observaba a la niña, se puso repentinamente tenso.

—Deja a la criatura tranquila un momento —dijo Shingo.

—Se llama Kuniko. ¿Acaso no elegiste tú mismo el nombre?

Parecía que sólo Shingo se había percatado de la expresión de su nuera, pero no dejó que eso lo preocupara. Estaba muy concentrado en los movimientos de las piernecitas que habían quedado liberadas.

—Sí, déjala —dijo Yasuko—. Se la ve muy feliz. Seguramente tenía calor. —Y le hacía cosquillas o le daba palmaditas en la barriguita o en los muslos—. ¿Por qué no dejas que tu madre y tu hermana se refresquen un poco?

—¿Les traigo unas toallas? —preguntó Kikuko desde la puerta.

—Hemos traído las nuestras —contestó Fusako, y con eso parecía indicar que se quedarían algún tiempo.

Fusako sacó toallas y ropa de un atado. Su hija mayor, Satoko, que estaba de pie detrás de ella, se le agarraba a la cintura, enfurruñada. Satoko no había dicho una sola palabra desde su llegada; su espeso cabello negro le tapaba un ojo.

Shingo reconoció el pañuelo del atado. Todo lo que recordaba era que pertenecía a la casa, pero no podía asegurar desde cuándo.

Fusako había caminado desde la estación con Kuniko a la espalda, con una mano llevando a rastras a Satoko y cargando el atado con la otra. «Todo un espectáculo», se dijo Shingo.

Satoko no era una niña dócil. Tenía un modo de ser particularmente difícil, cuando las cosas ya eran de por sí suficientemente complicadas para su madre.

¿Le fastidiaría a Yasuko —se preguntaba Shingo— que, de las dos mujeres jóvenes, fuese su nuera la que siempre fuera bien arreglada?

Yasuko se sentó y empezó a frotar una zona rojiza que el bebé tenía en la cara interna del muslo. Fusako había ido al baño.

—No sé, pero me parece que es más dócil que Satoko.

—Nació después de que las cosas empezaron a ir mal con su padre —dijo Shingo—. Recuerda que todo empezó después de que Satoko nació, y eso la ha afectado.

—¿Una niña de cuatro años es capaz de comprender?

—Por supuesto que sí, y también de sufrir las consecuencias.

—Yo creo que ya nació así.

Tras unas complejas contorsiones, el bebé se colocó boca abajo, gateó y, agarrándose de la puerta, se puso en pie.

—Vamos a caminar nosotras dos solas —dijo Kikuko, tomándola de las manos y conduciéndola a la otra habitación.

Yasuko se abalanzó con presteza sobre el monedero que estaba junto a las pertenencias de Fusako y lo abrió.

—¿Qué diablos te crees que haces? —Shingo mantuvo un tono de voz bajo, pero casi temblaba de rabia—. Detente, te lo ordeno.

—¿Por qué debería obedecerte? —Yasuko actuaba con calma.

—Te he dicho que te detengas. ¿Qué te crees que estás haciendo? —Sus manos temblaban.

—No pretendo robar nada.

—Es algo peor que robar.

Yasuko dejó el monedero donde estaba, pero se quedó sentada al lado.

—¿Qué tiene de malo que me interese por los asuntos de mi hija? Quizá ha venido sin dinero suficiente para comprarles dulces a las niñas. Quiero saber cómo le van las cosas. Eso es todo.

Shingo la miró fijamente.

Fusako regresó del baño.

—He abierto tu monedero para echarle un vistazo, Fusako —dijo Yasuko en el momento en que su hija entraba en la habitación—, y tu padre me ha regañado. Si he hecho mal, te pido disculpas.

—No ha sido correcto —resopló Shingo.

La confesión de su mujer no hizo sino aumentar su irritación.

Shingo se preguntó si sería cierto, tal como el comportamiento de su esposa lo sugería, que incidentes como ese eran algo habitual entre madre e hija. Estaba furioso, y la fatiga de los años lo abrumó.

Fusako lo miró. Probablemente le sorprendía menos la conducta de su madre que la de su padre.

—Por favor, adelante, mira, cerciórate —dijo lanzando las palabras con violencia y sacudiendo el monedero abierto sobre las rodillas de su madre.

Ese gesto no contribuyó a suavizar el enojo de Shingo.

Yasuko no cogió el monedero.

—Aihara pensó que sin dinero no me atrevería a escapar. De modo que no hay nada. Adelante, mira.

El bebé, con sus manos todavía en las de Kikuko, de repente perdió el equilibrio. Su tía la levantó.

Fusako se abrió la blusa y le ofreció su pecho. No era una mujer hermosa, pero tenía una buena figura. Su porte era erguido, y el seno por el que se derramaba la leche, firme.

—¿Incluso siendo domingo Shuichi anda por ahí? —inquirió.

Parecía sentirse obligada a decir algo para aliviar la tensión.

2

Casi a las puertas de su casa, Shingo levantó la vista para admirar los girasoles florecidos de la casa vecina.

Se encontraba justamente debajo de las flores que colgaban sobre la cerca.

La hija de los vecinos se detuvo. Podría haber pasado de largo y entrado en la casa pero, como lo conocía, se quedó junto a él.

—¡Qué flores tan enormes! —exclamó al verlas—. Son unas flores preciosas.

Ella sonrió, un poco intimidada.

—Decidimos dejar sólo una por planta.

—Ah, es por eso por lo que son tan grandes. ¿Dura mucho la floración?

—Sí.

—¿Cuántos días?

La chica —debía de tener doce o trece años— no contestó. Aparentemente absorta en algún cálculo silencioso, observaba a Shingo, y luego, junto con él, nuevamente a las flores. Su cara era redonda y bronceada, pero sus brazos y sus piernas eran delgados.

Con la intención de que la muchacha se sintiera libre de entrar en su casa, Shingo miró hacia la calle. Dos o tres puertas más allá había más girasoles, tres por planta, pero las flores eran de la mitad del tamaño de estas.

Al reiniciar su marcha, levantó otra vez la vista.

Kikuko lo llamaba; estaba a su espalda. Traía una bolsa de la compra de la que asomaban judías verdes.

—¿Admirando los girasoles?

Lo que más debía importarle, sin duda, más que el hecho de que estuviera maravillado con los girasoles, era que hubiera regresado a casa sin Shuichi.

—Son especímenes notables —dijo él—. Como cabezas de personas famosas.

Kikuko asintió con su modo displicente.

Shingo no había meditado sus palabras. La comparación simplemente se le ocurrió; no la había buscado. Sin embargo, con esa observación, sintió en toda su inmediatez la fuerza de las enormes y pesadas cabezas florecidas. Se le hicieron patentes la regularidad y el orden con que estaban dispuestas. Los pétalos como coronas, y el gran disco central ocupado por estambres agrupados perfectamente, que se abrían paso con pujanza, sin dar la impresión de competir, sino de estar tranquilamente organizados. Una fuerza emanaba de ellos. La circunferencia de las flores era mayor que una cabeza. Tal vez fue el arreglo formal del volumen lo que lo llevó a asociarlas con un cerebro. El poder que emanaban lo hizo pensar en un símbolo gigantesco de masculinidad. Ignoraba si eran machos o no, pero de algún modo así las imaginó.

El sol de verano se desvanecía y el aire de la noche era calmo.

Los pétalos eran dorados, femeninos.

Se apartó de los girasoles, cavilando si no habría sido la llegada de su nuera lo que lo había conducido a extraños pensamientos.

—Mi cabeza no ha estado muy clara estos últimos días. Supongo que por eso los girasoles me hicieron pensar en cabezas. Me gustaría que la mía estuviera tan clara como lo son ellos. En el tren venía pensando si habría un modo de clarificar y dar un nuevo brillo a la cabeza. O cortarla, aunque esto podría ser un poco violento. O desprenderla y llevarla a algún hospital universitario como si se tratara de un atado para la lavandería. «Les traigo esto», diría. Y el resto del cuerpo se mantendría dormido durante tres o cuatro días, o incluso durante una semana, mientras el hospital se ocupa diligentemente de limpiarla y se hace cargo de los desechos. Y uno sin insomnio ni sueños.

—Creo que está algo cansado —dijo Kikuko, y su expresión se ensombreció.

—Lo estoy. Hoy ha venido alguien a la oficina. Le di una calada a un cigarrillo y lo dejé, y encendí otro y también lo dejé, y entonces vi que había tres, encendidos y casi sin fumar. Fue muy embarazoso.

En el tren se le había ocurrido lo de mandar su cabeza a la lavandería, era cierto, pero se había sentido atraído no tanto por la idea de la cabeza lavada como por la del cuerpo en descanso. Un sueño muy reparador, con la cabeza separada. No había duda: estaba muy cansado.

Había tenido dos sueños al amanecer y en ambos aparecía un muerto.

—¿No va a tomarse vacaciones este verano?

—Había pensado en ir a Kamikochi. Pero no hay nadie a quien pueda dejarle mi cabeza, así que me parece que iré a ver montañas.

—Debe hacerlo como sea —dijo Kikuko con cierta zalamería.

—Pero tenemos a Fusako con nosotros. Ella ha venido a descansar también. ¿Qué te parece? ¿Será mejor para ella tenerme en casa, o lejos?

—La envidio por tener un padre tan bueno.

Las palabras de Kikuko sonaron a compromiso.

Al llegar a casa sin su hijo, ¿su intención era fastidiarla, despistarla, distraerla de su figura solitaria? No se lo había propuesto conscientemente pero, sin embargo, dudaba.

—¿Lo dices con sarcasmo? —le preguntó.

No quiso poner énfasis en su réplica, pero a Kikuko le provocó un sobresalto.

—Mira a Fusako y luego dime si he sido un buen padre.

Ella se sonrojó hasta las orejas.

—Lo de Fusako no es culpa suya —repuso.

Él encontró consuelo en su voz.

3

A Shingo le desagradaban las bebidas frías, incluso en los días calurosos. Yasuko no se las ofrecía y la costumbre de no tomarlas se había consolidado a lo largo de los años.

Por la mañana, al levantarse, y al atardecer, cuando regresaba, tomaba una taza de té llena hasta el borde. Siempre era Kikuko quien se la servía.

Al entrar en la casa después de contemplar los girasoles, ella se apresuró a preparársela. Él tomó la mitad, se puso un quimono de algodón y salió con su taza a la galería, sorbiendo el contenido mientras caminaba. Su nuera, que lo seguía con una toalla fría y cigarrillos, le sirvió más té. Luego fue en busca de sus gafas y del diario vespertino.

Shingo miraba el jardín. Enjugarse el rostro para colocarse los anteojos pareció demandarle un esfuerzo enorme. El césped hirsuto y descuidado, una mata de tréboles y, más lejos, cortaderas tan altas que tenían un aspecto salvaje.

Más allá había mariposas revoloteando entre las hojas. Shingo las observaba a la espera de que se posaran sobre el trébol o pasaran volando sobre él, pero estas siguieron de largo a través de las hojas.

Presintió que, más allá de los arbustos, existía un pequeño mundo aparte y especial. Una vez que traspasaban los tréboles, las alas de las mariposas adquirían para él una belleza extraordinaria.

Entonces se acordó de las estrellas que había visto hacía un mes entre los árboles de la cima de la colina, aquella noche con una luna casi llena.

Yasuko salió y se sentó a su lado.

—¿Shuichi llegará tarde otra vez? —preguntó, abanicándose.

Shingo asintió y siguió mirando el jardín.

—Hay mariposas más allá de los arbustos.

Pero, como si prefirieran evitar que Yasuko las viera, tres mariposas levantaron el vuelo por encima de los tréboles.

—Macaones.

Para ser de esa especie, eran demasiado pequeñas y de un color un tanto apagado.

Describieron una diagonal cruzando el seto y volvieron a aparecer en el pino de la casa vecina. Avanzaban en formación vertical, sin romper la fila o alterar la distancia que las separaba, ascendiendo desde la mitad del árbol hasta la copa. Este había crecido muy erguido, no tenía el aspecto domesticado de los árboles de jardín.

Instantes después, otra cola de macaón surgió desde un rincón inesperado y, trazando una línea horizontal, pasó rozando los tréboles.

—Esta mañana he soñado con dos muertos. El viejo del Tatsumiya me invitaba a fideos.

—No los habrás comido, ¿no?

—¿No debía hacerlo? —Shingo se preguntó si comer los fideos que un difunto le ofrecía en un sueño anunciaba la muerte—. No lo recuerdo. Me parece que no. Lo que sí recuerdo es que estaban fríos.

Creía haberse despertado antes de comerlos.

Se acordaba hasta del color de los fideos, dispuestos sobre una esterilla de bambú, en un recipiente lacado en negro por fuera y rojo por dentro.

Sin embargo, no podía asegurar si había visto el color en sueños o si lo había añadido una vez despierto. En cualquier caso, los fideos aparecían con claridad en su mente, aunque todo lo demás estuviera borroso.

Él estaba de pie cerca de una porción de fideos que había sido colocada sobre la moqueta del suelo. El hombre de la tienda y su familia estaban sentados sobre la moqueta, pero ninguno sobre un almohadón. Lo raro era que el único que permanecía de pie era él. Eso era todo lo que podía recordar, aunque muy vagamente.

Al despertar del sueño, lo recordaba con claridad. Y después de volver a dormirse y levantarse por la mañana, las imágenes regresaron más claramente todavía. Ahora, sin embargo, se habían apagado. La imagen centrada en los fideos había permanecido en su mente, pero era incapaz de reconstruir la historia: qué había sucedido antes y qué había ocurrido después.

El hombre del sueño era un ebanista que había muerto a los setenta, unos tres o cuatro años antes. Como era un artesano de la vieja escuela, a Shingo le gustaba y solía hacerle algunos encargos. Aunque no había sido un amigo tan íntimo como para aparecer en un sueño tanto tiempo después de muerto.

Shingo creía que los fideos estaban en las habitaciones de la familia, en el fondo de la tienda. Si bien ocasionalmente se había quedado charlando con el viejo, no recordaba haber entrado en las habitaciones del fondo. Ese sueño de los fideos lo dejaba atónito.

El viejo tenía seis hijas.

Shingo recordaba haber dormido con una muchacha en el sueño, pero ahora, por la tarde, no sabía si era una de las hijas o no.

Recordaba muy bien haber tocado a alguien, pero no tenía idea de quién podría haber sido. No había nada que pudiera servirle de indicio.

Le parecía que lo sabía al despertar, y también al volver a dormirse y despertar por segunda vez, pero ahora, por la tarde, ya no podía acordarse de nada.

Como ese sueño era la continuación del que había tenido con el ebanista, intentó aclarar si la muchacha con la que había dormido era una de sus hijas, pero no llegó a ninguna conclusión clara. Ni siquiera podía recordar el rostro de las hijas de Tatsumi.

Era una continuación, y mucho más nítida; pero no sabía qué había sucedido antes y qué había pasado después de los fideos. Y ahora resultaba que estos eran la imagen más clara que había en su mente al despertar. Pero ¿no habría respondido a las leyes de los sueños ese despertar sobresaltado por el contacto con la muchacha?

Claro que no, a menos que se hubiera tratado de una sensación lo suficientemente aguda como para despertarlo.

En este caso, tampoco nada había quedado definido. La figura se había borrado y no podía recuperarla; lo único que persistió fue una sensación de desigualdad física, de fallo en el contacto de los cuerpos.

Shingo nunca había tenido una experiencia como esa con una mujer. No la había reconocido pero, por tratarse de una muchacha, el encuentro nunca habría sucedido en la vida real.

A los sesenta y dos, la ausencia de sueños eróticos no era extraña, pero lo que ahora le provocaba sorpresa era la absoluta insustancialidad de todo eso.

Rápidamente volvió a dormirse y tuvo otro sueño.

Aida, viejo y gordo, se acercaba con una botella de sake en la mano. Se notaba que ya había bebido bastante. Los poros de su cara enrojecida estaban muy dilatados.

Shingo no podía recordar nada más del sueño. No podía asegurar si la casa era la actual o una donde había vivido antes.

Aida había sido, hasta hacía unos diez años, uno de los directores de la empresa de Shingo. Había muerto de un derrame cerebral a finales del año anterior. En sus últimos años había adelgazado.

—Y luego tuve otro sueño. Esta vez era Aida el que venía a casa con una botella.

—¿El señor Aida? Pero qué raro. Él no bebía.

—Es cierto. Tenía asma, y cuando tuvo el ataque fue la flema lo que lo mató. Pero no bebía. Andaba siempre con una botella con medicina en la mano.

Sin embargo, había irrumpido en el sueño como un fanfarrón. Su imagen flotaba vívidamente en la mente de Shingo.

—¿Y Aida y tú os emborrachasteis?

—Yo no probé una sola gota. Aida venía caminando hacia mí, pero me desperté antes de que tuviera oportunidad de sentarse.

—No es muy agradable soñar con muertos.

—Tal vez vengan a por mí.

Shingo había alcanzado una edad en la que la mayoría de sus amigos habían fallecido. Quizá era natural que soñara con difuntos.

Pero ni el ebanista ni Aida se le habían aparecido como muertos. Habían entrado en sus sueños como personas vivas.

Y ambas figuras, tal como habían aparecido en los sueños, estaban todavía claras en su memoria. Mucho más que en el recuerdo usual que tenía de ellos. La cara de Aida, roja por el alcohol, tenía una intensidad que él nunca había tenido en vida; y Shingo hasta había retenido un detalle como el de sus poros dilatados.

Entonces, ¿por qué, si recordaba con tal claridad a esos dos hombres, no podía definir el rostro de la muchacha que lo había tocado ni tampoco identificarla?

Se preguntó si habría intentado olvidar por un sentimiento de culpabilidad, pero no parecía ser el caso. Lo único que le había quedado era un desengaño sensual.

Y no sabía por qué le había sucedido en un sueño.

No le contó esta parte a su esposa.

Kikuko y Fusako estaban cenando, podía oírlas en la cocina. Sus voces le sonaban un tanto ruidosas.

4

Todas las noches las cigarras acudían volando desde el cerezo.

Shingo se acercó hasta el tronco.

Envuelto en el sonido de las alas que zumbaban, levantó la vista. Quedó asombrado por la cantidad, y también por el ruido de su aleteo, que era como el de una bandada de gorriones sobresaltados.

Las cigarras empezaron a dispersarse cuando se puso a atisbar la copa.

Las nubes corrían hacia el este. El pronóstico del tiempo había anunciado que el más ominoso de los días, el número doscientos diez tras el comienzo de la primavera, transcurriría sin incidentes, pero Shingo sospechaba que habría vientos y chaparrones que harían bajar la temperatura.

—¿Ha sucedido algo? —Kikuko apareció detrás de él—. Oí las cigarras y quedé intrigada.

—Te han hecho pensar que había pasado algo, ¿verdad? El aleteo de las aves acuáticas impresiona, pero a mí me resulta igualmente impresionante el de las cigarras.

Kikuko tenía en las manos una aguja e hilo rojo.

—No han sido las alas, sino un chillido repentino, como si algo las estuviera amenazando.

—Yo no lo percibí así.

Miró en el interior de la habitación de la que ella había salido. Diversas partes de un vestido de niña, cuya tela era de una vieja camisa de Yasuko, estaban desparramadas allí.

—¿Satoko todavía juega con cigarras?

Kikuko asintió. Un tenue movimiento de sus labios pareció dar forma a un «sí».

Las cigarras le resultaban extrañas e interesantes criaturas a Satoko, una niña de ciudad. Había algo en su naturaleza que le proponía una suerte de entretenimiento. Quedó impresionada la primera vez que su madre le dio una para jugar. Después Fusako le había quitado las alas y, desde entonces, cada vez que la niña capturaba una cigarra corría hasta quien fuera, Kikuko o Yasuko o cualquier otra persona, para pedir que le cortaran las alas.

Yasuko odiaba esa práctica. Rezongaba diciendo que Fusako no era así de pequeña, que su marido la había echado a perder. Y una vez hasta se había puesto blanca al ver cómo un batallón de hormigas coloradas se llevaba a rastras a una cigarra sin alas.

Y eso que no era una persona que se conmoviera por ese tipo de cosas. A Shingo esto lo divertía y lo inquietaba al mismo tiempo.

La repugnancia que ella sentía, como por un vapor ponzoñoso, era tal vez señal de algún presagio demoníaco. Shingo sospechaba que el problema no eran las cigarras.

Satoko era una niña obstinada y, cuando el adulto en cuestión ya había capitulado y había arrancado las alas, ella todavía seguía demorándose, y luego, con ojos tristes y sombríos, arrojaba al jardín el insecto con las alas recién cortadas, como para ocultarlo, consciente de que los adultos estarían observándola.

Supuestamente, Fusako destilaba todos los días sus quejas en los oídos de su madre, pero el hecho de que no tocara nunca la cuestión de cuándo se iría daba a entender que todavía no había llegado al meollo del asunto.

Una vez acostados, Yasuko le contaba los lamentos del día a Shingo. Si bien él no prestaba demasiada atención, percibía que había algo que estaba siendo omitido.

Sabía que, como padre, debía dar el primer paso y aconsejar a Fusako, pero ella ya tenía treinta años y estaba casada, así que el asunto no era simple. No sería fácil acomodar a una mujer con dos niñas. La decisión se iba postergando día a día, como si los protagonistas esperaran que la naturaleza siguiera su curso.

—Papá es muy amable con Kikuko, ¿no? —observó Fusako durante la cena.

Kikuko y Shuichi estaban sentados a la mesa.

—Sí, claro —admitió Yasuko—. También yo trato de ser buena con ella.

Los modos de Fusako no sugerían que esperara una respuesta. Había risa en el tono de la espontánea respuesta de Yasuko, pero, a la vez, la intención de reprimir a su hija.

—Después de todo, ella es muy buena con nosotros.

Kikuko enrojeció.

Esta segunda observación de Yasuko, aparentemente simple, representaba una especie de estocada hacia la hija. Casi insinuaba que le gustaba su agradable nuera y le desagradaba su infeliz hija. Incluso se podía sospechar crueldad y malicia. Shingo experimentó algo cercano a la aversión, y detectó una vena similar en sí mismo. Sin embargo, le extrañó que Yasuko, mujer y madre entrada en años, le hubiera dado curso en presencia de su hija.

—No estoy de acuerdo con ese juicio —dijo Shuichi—. No lo es con su marido.

La broma no tuvo eco.

Era evidente para todos —tanto para Shuichi como para Yasuko y para la propia Kikuko— que Shingo era especialmente amable con su nuera. Era un hecho tan notorio que ni siquiera merecía ser mencionado y que se destacase entristeció a Shingo.

Kikuko era para él una ventana que permitía la entrada de la luz en una lóbrega casa. Sus lazos sanguíneos no eran como él habría deseado, y tampoco los miembros de la familia eran capaces de vivir según sus deseos personales, así que el efecto de esas relaciones de sangre era de opresión y pesadez. Su nuera era un desahogo para él.

La delicadeza con que lo trataba era una tabla de salvación para su aislamiento. Un modo de consentirse, de darle un toque de suavidad a su vida.

Por su parte, Kikuko no se entregaba a negras conjeturas sobre la psicología de los ancianos, ni parecía tener preocupaciones por su causa.

El comentario de su hija, así lo sintió Shingo, rozaba su secreto.

Lo había hecho durante la cena, hacía tres o cuatro noches.

Bajo el cerezo, Shingo se acordó de eso, y de Satoko y las alas de las cigarras.

—¿Fusako está echando la siesta?

—Sí. —Kikuko lo miró—. Trata de dormir a Kuniko.

—Qué niña tan extraña es Satoko. Cada vez que Fusako quiere dormir a su hermanita, ella va y se cuelga de la espalda de su madre. Siempre hace lo mismo.

—Conmovedora, realmente.

—Yasuko no la soporta. Pero cuando la nieta tenga catorce o quince años, roncará: la viva imagen de su abuela.

Kikuko pareció no entender, pero, en el momento en que cada uno iba a regresar a sus ocupaciones, le preguntó:

—¿Así que fue a bailar?

—¿Cómo? —Shingo miró a un lado y a otro—. ¿Ya te has enterado?

Dos noches antes había ido a un salón de baile con la muchacha que trabajaba en su oficina.

Era domingo y, por lo visto, ella, Tanizaki Eiko, se lo había contado a Shuichi el día anterior, y este a su vez se lo habría comentado a Kikuko.

Hacía siglos que Shingo no iba a bailar. Su invitación sorprendió a la joven. Ella le dijo que si salían juntos empezarían los rumores en la oficina, y él le contestó que lo único que tenía que hacer era quedarse callada. Pero, evidentemente, ya se lo había contado todo a Shuichi.

Por su parte, ni ese día ni el anterior, su hijo había dado muestras de saber algo.

Era evidente que Eiko ya había ido con Shuichi a bailar alguna que otra vez. Y la invitación de Shingo respondía a su deseo de ver a la amante de su hijo en el salón que ambos frecuentaban.

Sin embargo, no había visto a la supuesta amante, y tampoco se había animado a pedirle a Eiko que se la mostrara.

Aparentemente, la sorpresa había dejado algo aturdida a la joven, y esa nota discordante impresionó a Shingo como algo peligroso y patético al mismo tiempo.

Tenía veinte años, pero sus pechos eran diminutos, apenas suficientes para llenar la palma ahuecada de una mano. A la mente de Shingo acudieron los grabados eróticos de Harunobu[4]. En medio del entorno ruidoso, la asociación de ideas lo divirtió.

—La próxima déjame llevarte a ti —le dijo a su nuera.

—Con mucho gusto.

Kikuko se había ruborizado desde el momento en que lo había retenido con su pregunta.

¿Habría adivinado que él había acudido allí con la esperanza de ver a la amante de Shuichi?

No veía por qué debía mantener el episodio en secreto, pero el recuerdo de las otras mujeres le provocaba una ligera inquietud.

Se encaminó de la puerta de entrada hacia la habitación de su hijo.

—¿Tanizaki te lo contó? —preguntó sin tomar asiento.

—Sí, lo hizo. Novedades en relación con nuestra familia.

—No me parece que haya nada que destacar en todo esto. Eso sí, la próxima vez que la lleves a bailar, cómprale un vestido de verano decente.

—Te avergonzabas de ella, ¿no?

—La blusa y la falda no combinaban.

—Tiene mucha ropa. Es culpa tuya por no haberla avisado con tiempo. Simplemente prepara tus citas con antelación y ella se vestirá como corresponde —repuso Shuichi, y se volvió de espaldas a él.

Shingo pasó por el cuarto donde Fusako y las dos niñas dormían. Al entrar en la sala, miró el reloj.

—Las cinco —murmuró como confirmando un hecho importante.