Cuando su hijo le hizo notar que su cabello estaba encaneciendo, Shingo le contestó que, a su edad, las canas aumentaban día a día, y que hasta podía ver cómo aparecían ante sus propios ojos. Entonces se acordó de Kitamoto.
Sus compañeros de estudios andaban por los sesenta. Entre ellos había muchos que, desde mediados de la guerra hasta la derrota, no habían tenido mucha suerte. Como ya se encontraban en los últimos años de su cincuentena, la caída había sido cruel, y la recuperación muy difícil. Además, por la edad que tenían, muchos veían morir a sus hijos en la guerra.
Kitamoto había perdido a tres de ellos. Cuando su compañía se volcó en la producción bélica, él fue uno de los técnicos cuyos servicios resultaron prescindibles.
—Cuentan que sucedió cuando estaba sentado frente a un espejo, arrancándose las canas —dijo un viejo amigo que, de visita en la oficina de Shingo, le hablaba de Kitamoto—. Estaba en la casa sin nada que hacer, y al principio la familia no lo tomaba muy en serio. Pensaron que se arrancaba las canas para mantenerse ocupado, que no había de qué preocuparse. Pero todos los días se acuclillaba ante el espejo. Cuando creía que ya se las había quitado todas, volvía a encontrarse con otras nuevas. Me imagino que, en realidad, ya eran demasiadas para que él diera cuenta de todas. Cada día era mayor el tiempo que pasaba ante el espejo. Si se preguntaban dónde encontrarlo, seguro que estaba ante el espejo arrancándose el cabello. Si se apartaba de él, aunque fuera un minuto, se ponía nervioso y aprensivo, y regresaba de inmediato. Hasta que al final pasaba todo el tiempo allí.
—Es un milagro que no se quedara calvo. —Shingo estaba tentado de echarse a reír.
—No es para reírse. Eso pasó en realidad. Se arrancó hasta el último cabello.
Esta vez Shingo soltó una carcajada.
—Y no estoy mintiendo —dijo su amigo, mirándolo a los ojos—. Dicen que, cuantas más canas se arrancaba, más blanco se ponía su cabello. Cuando se arrancaba una, en seguida dos o tres cabellos encanecían. Se miraba al espejo con expresión desesperada, y a medida que iba quitándose canas, otras nuevas aparecían. Su cabello fue debilitándose poco a poco.
Shingo contuvo la risa.
—¿Su mujer le permitía hacer eso?
Pero el amigo siguió como si su pregunta no mereciera respuesta.
—Al final no le quedaba ni un cabello bueno, y lo único que tenía eran canas.
—Debía de ser doloroso.
—¿Cuando se las arrancaba? No, no le dolía. Como no quería perder ni un cabello negro, era muy cuidadoso al quitar las canas una a una. Lo cierto es que, al terminar, la piel le quedaba irritada y reseca; dolía si se pasaba la mano, explicó el doctor. Pero si bien no sangraba, tenía la calva en carne viva y enrojecida. Finalmente lo internaron en un manicomio. Y dicen que fue en el hospital donde se arrancó los pocos pelos que le quedaban. Piensa en la voluntad y la concentración; es algo que espanta. No quería envejecer, quería ser joven de nuevo. Nadie tiene la respuesta: ¿empezó a arrancarse las canas porque estaba loco, o se volvió loco porque se había arrancado demasiadas?
—Me imagino que se recuperó.
—Sí, y ocurrió un milagro. Le creció un pequeño mechón de cabello negro en la calva.
—¡No me digas! —Shingo volvió a reírse.
—Es cierto —dijo su amigo, muy serio—. Hay lunáticos de todas las edades. Si nosotros estuviéramos locos, tú y yo, rejuveneceríamos muchísimo. —Observó el pelo de Shingo—. Tú todavía tienes esperanzas. Para mí es demasiado tarde.
El amigo había perdido casi todo su cabello.
—¿Podré arrancarme una cana? —murmuró Shingo.
—Inténtalo, pero dudo que tengas fuerza de voluntad para arrancártelas todas.
—Yo también lo dudo. Además, las canas no me preocupan. No tengo un loco deseo de volver a tener el cabello negro.
—Tienes seguridad en ti mismo. Lo sobrellevas con calma, mientras todos los demás se hunden.
—Tal como lo dices, parece que todo sea muy fácil. Deberías haberle dicho a Kitamoto que podía evitarse problemas tiñéndose el cabello.
—Teñirse es una trampa. Si todos nos tiñéramos el pelo, milagros como el de Kitamoto pasarían desapercibidos.
—Pero Kitamoto murió, ¿no? Por más milagros que cites, como el del cabello que se vuelve negro…
—¿Fuiste a su funeral?
—No me enteré en su momento. No supe nada hasta que la guerra terminó y las cosas se calmaron un poco. De todos modos, dudo que hubiera ido a Tokio. Fue durante los ataques aéreos.
—No puedes aferrarte a los milagros durante demasiado tiempo. Kitamoto podía seguir arrancándose canas y luchando contra el paso de los años, pero la vida siguió su curso. Uno no va a vivir más porque su cabello se vuelva negro otra vez. Al contrario. Diría que gastó toda su energía haciendo crecer ese mechón de cabello negro, mientras su vida en realidad ya se había acortado. Aunque no debes creer que su lucha no significa nada para ti y para mí. —Y asintió para enfatizar su conclusión. Llevaba el cabello peinado cruzando su coronilla calva, como las lamas de una celosía.
—Todos los hombres de mi edad que veo últimamente tienen el pelo blanco —dijo Shingo—. No estaba tan mal durante la guerra, pero desde entonces me he vuelto cada vez más canoso.
Shingo no creía todos los detalles de la historia que le había contado su amigo; sospechaba que había exagerado bastante.
Que Kitamoto había muerto, sin embargo, era un hecho. Se había enterado de eso a través de alguien.
A medida que Shingo repasaba la historia, sus pensamientos tomaron un giro extraño. Si era cierto que Kitamoto estaba muerto, luego, debía de ser verdad que su pelo blanco había recuperado el color negro. Si era verdad que había perdido la razón, entonces también debía de serlo que se había arrancado todo el cabello. Y si había hecho eso, entonces, también debía de ser cierto que había encanecido mientras estaba sentado ante el espejo. Así pues, ¿no era cierta toda la historia? Shingo estaba desconcertado ante su propia deducción.
«Olvidé preguntar si el cabello de Kitamoto era blanco o negro cuando murió», pensó, riendo para sus adentros.
Incluso si la historia que acababa de oír era cierta y sin exageraciones, había un elemento paródico en el modo en que se la habían contado. Un hombre viejo había hablado de la muerte de otro viejo, burlándose, y no sin cierta crueldad. El sabor que el encuentro le dejó no fue grato.
Entre sus amigos de los tiempos de estudiante, Kitamoto y Mizuta habían tenido muertes extrañas. Mizuta había fallecido súbitamente en un balneario al que había ido con una muchacha. Hacía un año, Shingo había sido instado a comprar sus máscaras de Noh. Por Kitamoto había contratado a Tanizaki Eiko.
Como Mizuta había muerto después de la guerra, Shingo había podido asistir a su funeral. Se enteró mucho después de la muerte de Kitamoto, acontecida durante los ataques aéreos; y justo cuando Tanizaki Eiko se presentó con una carta de recomendación de la hija de Kitamoto, se enteró de que su esposa y sus hijos estaban todavía en la prefectura de Gifu, refugiándose de los ataques.
Eiko era compañera de estudios de la hija de Kitamoto. A Shingo no le pareció correcto que la hija le pidiera ese favor. Él no la conocía, y Eiko le dijo que no la había visto después de la guerra. Parecía algo demasiado precipitado por parte de ambas jóvenes. Si la viuda de Kitamoto, impulsada por su hija, se había acordado de Shingo, entonces debería haber escrito la carta ella misma.
Shingo no sentía ninguna obligación hacia la hija ni hacia la carta de recomendación. En cuanto a Eiko, que la presentaba, le pareció insignificante de figura y frívola de cabeza.
Sin embargo, la contrató para su propio despacho. Y ya llevaba trabajando allí tres años.
Esos tres años habían pasado muy rápidamente, pero ahora le parecía extraño que Eiko se hubiera quedado tanto tiempo. Tal vez no debería sorprenderle que en el curso de esos años hubiera ido a bailar con Shuichi, pero es que incluso había llegado a estar en la casa de la amante de su hijo. Y él mismo, acompañado por ella, había ido a conocer el lugar.
Eiko parecía intimidada por estos acontecimientos, y había empezado a sentirse a disgusto en el trabajo.
Shingo no le contó nada a Eiko de Kitamoto. Probablemente ella no sabía que se había vuelto loco. Quizá ella y la hija no fueran tan amigas como para frecuentar la una la casa de la otra.
La había juzgado frívola, pero ahora que dejaba el trabajo, percibió ciertos rasgos de conciencia y benevolencia que le impresionaban como puros, pues no estaba casada todavía.
2
—Se ha levantado temprano, padre.
Kikuko vertió parte del agua con la que iba a lavarse la cara y se la ofreció. Unas gotas de sangre cayeron en ella, se extendieron y se diluyeron. Al recordar cómo había escupido sangre al toser, y sabiendo cuán delicada era su nuera, Shingo temió que también ella estuviera escupiendo sangre; pero no, resultó ser de la nariz.
Kikuko se la presionó con un pañuelo. La sangre trazó una línea de su muñeca hasta el codo.
—Levanta la cabeza, levanta la cabeza. —Shingo le pasó el brazo por los hombros. Ella se inclinó hacia adelante, como evitándolo. Él la echó hacia atrás tomándola de los hombros y, sosteniéndola por la frente, la hizo mirar hacia arriba.
—Ya estoy bien, padre. Lo siento.
—Quédate quieta y arrodíllate. Vamos, túmbate.
Sostenida por Shingo, Kikuko se recostó contra la pared.
—Túmbate —insistió él.
Pero ella seguía en la misma posición, con los ojos cerrados. En su cara, blanca como si hubiera palidecido, había una cualidad inocente, como de niña que hubiera desistido de algo. Él vio la pequeña cicatriz en su frente.
—¿Ya ha parado? Si es así, ve y acuéstate.
—Sí, ya estoy bien. —Se limpió la nariz con una toalla—. La palangana está sucia. La enjuagaré para usted.
—Por favor, no te molestes.
Shingo la vació con cierta prisa. Apenas visibles, diluidos, había rastros de sangre en el fondo. El anciano no la usó, sino que se lavó la cara directamente con el agua que salía del grifo. Pensó por un momento en despertar a Yasuko y enviarla en su ayuda, pero decidió que no. Kikuko no querría mostrar su incomodidad ante su suegra.
La sangre había manado como de una vaina que estallara. A Shingo le pareció que era la pena misma la que explotaba.
Su nuera pasó mientras él se peinaba.
—Kikuko.
—¿Sí?
Ella lo miró por encima del hombro y entró en la cocina. Volvió con carbón en una sartén. Shingo vio cómo este despedía chispas. Había encendido carbón para el brasero en la cocina de gas.
Y entonces tuvo un sobresalto. Casi se había olvidado de que su propia hija, Fusako, había vuelto a casa. El comedor estaba a oscuras porque Fusako y las niñas estaban dormidas en la habitación contigua. Aún no habían abierto los postigos.
En lugar de a su vieja esposa, podría haber despertado a su hija para que ayudara a Kikuko. Era extraño que Fusako no le hubiera venido a la mente cuando pensó en recurrir a Yasuko.
En el brasero, Kikuko le servía un té.
—¿Estás mareada?
—Sólo un poco.
—Es temprano. ¿Por qué no descansas esta mañana?
—Es hora de estar en pie y activa. —Kikuko hablaba sin darle importancia al asunto—. El aire fresco me sienta bien cuando voy a buscar el diario. Además, he oído que no es preocupante que las mujeres tengan pérdidas de sangre por la nariz. ¿Por qué se ha levantado tan temprano? Hace frío.
—Eso me pregunto yo. Me desperté antes de que sonara la campana del templo. Toca a las seis durante todo el año, en verano y en invierno.
Shingo se levantaba siempre más temprano que su hijo, pero se presentaba más tarde en la oficina. Esa era la rutina de invierno.
Llevó a Shuichi a almorzar a un restaurante occidental cercano.
—¿Te has fijado en la cicatriz que Kikuko tiene en la frente? —preguntó.
—Sí.
—Es una marca de los fórceps, supongo. Tuvo un nacimiento difícil. Podríamos decir que esa cicatriz son los restos de su sufrimiento en el parto. Y cuando no se siente bien, se le marca todavía más.
—¿Te refieres a lo de esta mañana?
—Sí.
—Probablemente fue por el sangrado de la nariz. Resalta mucho cuando tiene mal color.
Shingo sintió que se estaba adelantando. ¿Cuándo se lo habría contado Kikuko a su hijo?
—No durmió bien anoche.
Shuichi frunció el entrecejo. Tras un momento de silencio, dijo:
—No es necesario que demuestres tanta preocupación por una extraña.
—¿Una extraña? ¿Acaso no es tu esposa?
—Eso es lo que intento decirte. No es necesario que te comportes con tanta amabilidad con la mujer de tu hijo.
—¿Qué quieres decir?
Shuichi no respondió.
3
Cuando Shingo regresó a la oficina, Eiko estaba sentada en la recepción. Había otra mujer de pie a su lado.
Eiko se levantó. Saludó como de costumbre, hizo algunos comentarios sobre el tiempo y expresó unas disculpas.
—Ha pasado mucho tiempo. Dos meses.
Eiko había aumentado un poco de peso, e iba más maquillada que antes. Shingo recordaba cómo, la vez que habían ido a bailar, percibió que sus pequeños pechos apenas podrían llenar sus manos.
—Le presento a la señora Ikeda. Seguramente recordará que le hablé de ella.
La mirada de Eiko era intensa, casi estaba al borde del llanto. Siempre le sucedía lo mismo en momentos solemnes.
—¿Cómo está usted?
Shingo no se decidía a dar las gracias a la señora Ikeda, como el decoro exigía, por su mediación.
—Tuve que arrastrarla hasta aquí. La señora Ikeda no quería venir; decía que no tenía sentido.
—¿Vamos a hablar aquí, o mejor salimos?
Eiko miró inquisitivamente a la otra.
—Para mí está bien aquí —dijo la mujer fríamente.
Shingo estaba confundido. Según creía recordar, Eiko había dicho que le presentaría a la mujer que vivía con la amante de Shuichi. Y él no había insistido en el tema. Le parecía muy raro que, dos meses después de haber dejado de trabajar, Eiko se hubiera decidido a cumplir con su promesa.
¿Shuichi y la mujer habrían acordado una separación? Shingo aguardó a que Eiko o la señora Ikeda hablaran.
—Eiko insistió en que viniera, pero no es algo fácil para mí.
Sus modales eran agresivos.
—Le estoy diciendo a Kinu que debe dejar a Shuichi. Pensé que si venía podría contar con su ayuda.
—Comprendo.
—Eiko está de su parte, y simpatiza con su esposa.
—Es una mujer muy hermosa —señaló Eiko.
—Eiko le ha dicho eso mismo a Kinu. Pero en estos días, ¡quién se aparta de un hombre sólo porque este tenga una esposa hermosa! Kinu dice que, si debe renunciar a un hombre, que le devuelvan entonces a su esposo. Lo mataron en la guerra. «Sólo quiero que me lo devuelvan vivo», dice, «y le permitiré hacer lo que él quiera. Puede tener todas las aventuras que quiera con otras mujeres y cuantas amantes desee». Me pregunta si yo no estoy de acuerdo. Cualquiera que haya perdido a su marido en la guerra está de acuerdo con ella. ¿Acaso no los enviamos a la guerra? ¿Y qué hacemos ahora que están muertos? «No corre peligro de muerte cuando viene a verme», me dice ella. «Y lo mando de vuelta ileso».
Shingo sonrió con amargura.
—No importa lo buena esposa que ella sea, no es una viuda de guerra.
—Ese es un modo brutal de plantearlo.
—Sí, pero es lo que ella dice cuando ha bebido. Kinu y Shuichi se ponen desagradables cuando beben. Ella le dice que su esposa nunca habrá de esperar que alguien vuelva a casa de la guerra, sino que espera a alguien que sabe con seguridad que volverá. «Bien», le grita él, «se lo diré». Yo también soy una viuda de guerra. Cuando una viuda de guerra se enamora, ¿acaso las cosas no salen siempre mal?
—¿Qué quiere decir?
—Hasta con Shuichi. Es un mal bebedor. No se porta nada bien con ella. Le ordenó que cantara para él. A Kinu no le gusta, por lo que no tuve más remedio que hacerlo yo en su lugar. Canté en voz muy baja. Si no hubiera hecho algo para calmarlo, habríamos sido el escándalo del vecindario. Me sentía tan ofendida que apenas podía seguir. Pero me pregunto si realmente será por la bebida. ¿No podría ser por la guerra? ¿No imagina usted que él ha tenido este tipo de experiencias con mujeres en algún lugar? Cuando lo veía fuera de sí, me imaginaba a mi propio marido durante la guerra. Me sentía mareada y apenas podía respirar; me parecía que yo era la mujer que él estaba poseyendo. Lloraba y entonaba canciones impropias. Le decía a Kinu que quería imaginar que mi marido era una excepción; pero supongo que a Shuichi le habrá pasado lo mismo. Después de todo, cuando me obligó a cantar, Kinu no pudo evitar llorar conmigo.
El rostro de Shingo se ensombreció. Era una historia morbosa.
—Lo mejor será ponerle fin a todo esto cuanto antes.
—Estoy de acuerdo. Después de que él se va, ella repite que ese tipo de cosas nos conducen al desastre. Si es así como se siente, desde luego debería abandonarlo lo antes posible. Pero sospecho que su temor es que lo que venga después sea realmente el desastre. Una mujer…
—Ella no necesita preocuparse —señaló Eiko.
—Tal vez tengas razón. Kinu tiene su trabajo. Ya has visto cómo es.
—Sí.
—Ella me hizo esto. —La señora Ikeda señaló su ropa—. Creo que es la más importante después del sastre jefe. Sienten un gran aprecio por ella. Han cogido a Eiko para el puesto gracias a su recomendación.
—¿Estás trabajando en la misma tienda? —Shingo miró a Eiko, sorprendido.
—Sí. —Ella asintió y se ruborizó ligeramente.
Le resultaba difícil entenderla. Primero había permitido que la amante de Shuichi le consiguiera un empleo en la misma tienda, y ahora había llevado a la señora Ikeda a su despacho.
—Por eso dudo que ella represente un gasto muy grande para Shuichi —dijo la mujer.
—No se trata de dinero. —Shingo estaba molesto pero se controló.
—Hay algo que siempre le repito después de que él se comporte tan mal. —Estaba sentada con la cabeza inclinada y las manos enlazadas sobre las rodillas—. También ha regresado a su casa herido, le digo. Ha vuelto a casa como un soldado herido. —Levantó la vista—. ¿No pueden él y su esposa vivir aparte? Muchas veces he pensado que, si vivieran solos, él dejaría a Kinu.
—Tal vez sea así. Lo tendré en cuenta.
A Shingo le pareció que era una impertinente, pero tuvo que admitir que tenía razón.
4
A Shingo no le apetecía preguntarle nada a la señora apellidada Ikeda, y nada tenía tampoco para decirle. Se limitó a dejarla hablar.
A ella la visita debió de parecerle inútil. Sin llegar a mostrarse suplicante, Shingo podría haber discutido ingenuamente el asunto con la mujer. Ella había hecho bien en decir todo lo que había dicho. Era como si hubiera estado disculpándose en nombre de Kinu mientras, sin embargo, hacía algo más.
Shingo sintió que debía estar agradecido tanto con Eiko como con Ikeda.
La visita no había despertado ni dudas ni sospechas en él. Pero, quizá porque su amor propio había quedado herido, respondió con irritación cuando, al asistir a una cena de negocios, una geisha le susurró algo al oído.
—¿Cómo? Soy sordo, maldición. No puedo oírte.
Y la cogió por los hombros. Retiró su mano de inmediato, pero la geisha frunció el entrecejo de dolor y se frotó el hombro.
—Sal un momento —le propuso ella, al ver el enojo en su cara. Rozó con su hombro el suyo y lo condujo a la galería.
A las once ya estaba de regreso en Kamakura. Su hijo no había llegado aún.
En su habitación, contigua al comedor, Fusako, que estaba apoyada sobre un codo, levantó la vista. Estaba dando de mamar al bebé.
—¿Satoko se ha dormido?
—Acaba de dormirse. «Mamá», me preguntaba, «¿qué es más, mil yenes o un millón? ¿Qué es más?». Y reíamos, y reíamos. «Pregúntale al abuelo cuando vuelva», le dije. Se quedó dormida esperándote.
—Si la pregunta era por mil antes de la guerra y un millón de ahora, entonces sí que era una buena —rio Shingo—. ¿Puedo tomar un vaso de agua, Kikuko?
—¿Agua? ¿Un vaso de agua?
Kikuko se puso en pie, pero por su tono se notaba que la petición le causaba extrañeza.
—Del pozo. No me gustan todos esos añadidos químicos.
—Sí.
—Satoko no había nacido antes de la guerra —dijo Fusako, todavía en la cama—. Y yo no estaba casada.
—Habría sido mejor que no te hubieras casado, ni antes ni después de la guerra —replicó Yasuko. Oían cómo Kikuko sacaba agua del pozo—. Ahora la bomba ya no me provoca frío. En invierno, cuando Kikuko sale temprano a por el agua para el té y yo estoy calentita en la cama, ese chirrido me hace tiritar.
—He pensado que tal vez sea mejor que vivan aparte —dijo Shingo en voz baja.
—¿Lejos de nosotros?
—¿No te parece bien?
—Quizá, si Fusako va a quedarse.
—Yo me voy, madre. Si el asunto es que viva lejos de vosotros —Fusako se incorporó—, me iré. ¿No es acaso lo que debo hacer?
—No estoy hablando de ti —gruñó Shingo.
—Tiene que ver conmigo. Y mucho, de hecho. Cuando Aihara me dijo que soy como soy porque vosotros no me queríais, sentí que me faltaba el aire. Nunca en la vida me he sentido tan herida.
—Contrólate, contrólate. Ya tienes treinta años.
—No puedo dominarme porque no tengo un lugar para hacerlo.
Fusako se ciñó el quimono de dormir sobre sus pesados pechos.
Shingo se puso en pie con aire abatido.
—Vamos a dormir, abuela.
Kikuko le alcanzó el vaso de agua. En la otra mano llevaba una hoja grande.
—¿Qué es eso? —preguntó él, tomándose el agua de un sorbo.
—Es una hoja de níspero. Hay luna llena y vi una mancha en el pozo. Me pregunté qué podría ser. Y era una hoja de níspero fresca, y de este tamaño.
—Qué buena alumna —dijo Fusako con sorna.