Trece guineas
—Aprovechando que estoy de pie, Oscar —dijo Conan Doyle con firmeza—, debo irme. No todos podemos dejar que la vida decida por nosotros. Tengo asuntos que atender por la mañana. —Acercó su reloj Hunter a la luz de las velas—. Es casi medianoche. Hace tiempo que debería haberme acostado.
—Quédese hasta las doce, Arthur —dijo Oscar, rodeando la mesa en dirección a su amigo y poniendo una mano a cada lado de los hombros del buen doctor—. Sólo le pido eso. Quédese hasta que el reloj dé la medianoche. Al menos así verá si logro sobrevivir a este día.
—Lo hará, amigo mío —se rió Conan Doyle—. Vivirá usted por siempre.
—Oh, no —exclamó Oscar plantando la palma abierta de su mano ante los ojos de su amigo—. Mi línea de la vida se interrumpe de forma abrupta. La señora Robinson ha visto horrores indecibles en mi triste mano.
Conan Doyle apartó a un lado su mano.
—No debería prestar oídos a los adivinos, Oscar —dijo muy serio. Luego inspiró hondo, arqueó los hombros y miró a los presentes, despidiéndose con una inclinación de cabeza del resto de la compañía—. Buenas noches, caballeros —murmuró.
Salvo los oficiales de policía y Alphonse Byrd, todos los invitados habían vuelto a ocupar sus asientos. Bradford Pearse y Wat Sickert se habían hecho cargo de las bebidas y hacían circular licoreras de oporto, madeira y brandy alrededor de la mesa. Bosie Douglas encendía en ese instante otro de los cigarros de Wat Sickert. Charles Brookfield garabateaba una nota en una pequeña libreta de bolsillo. Junto al aparador, Byrd preparaba platos de fruta fresca y una bandeja de quesos ingleses.
—Nosotros también debemos irnos ya, señor Wilde —anunció el inspector Gilmour—. El deber nos llama. Tenemos que acompañar a Daubeney a su celda.
—Prometió quedarse hasta medianoche, inspector —dijo Oscar—. Lo prometió.
—Creo que está usted a salvo, señor Wilde —respondió el policía riéndose entre dientes—. No me parece que vayan a asesinarle aquí, entre nosotros.
—¿Ah, no? —preguntó él arqueando una ceja—. Yo no estaría tan seguro.
—Buenas noches, señor —respondió categóricamente el inspector Ferris, tendiéndole la mano.
Oscar hizo caso omiso de la mano que le ofrecía el policía y se dirigió hacia la cabecera de la mesa.
—Prometieron quedarse hasta medianoche, caballeros —repitió—. Les agradecería que cumplieran con su palabra.
—¡Y no puede usted marcharse, doctor Doyle! —exclamó lord Alfred Douglas—. ¡De lo contrario volveremos a ser trece a la mesa!
Los dos inspectores de policía volvieron a sus asientos en silencio. Sin dejar de sacudir la cabeza con gesto cansino, Arthur Conan Doyle se guardó el reloj en el bolsillo, se alisó el chaleco y una vez más ocupó su lugar.
Alphonse Byrd sirvió los platos de fruta y queso en la mesa y regresó a la silla que ocupaba entre Charles Brookfield y Archy Gilmour. Cuatro de las velas que ardían sobre la mesa parpadearon al unísono y se apagaron. El salón, hasta entonces lleno de humo, quedó sumido en la oscuridad y se hizo el silencio.
—Les agradezco su indulgencia, caballeros —dijo Oscar con voz queda—. Seré breve. Habré terminado al llegar la medianoche, se lo prometo.
—Me alegra saberlo, Oscar —intervino Conan Doyle, tamborileando suavemente con los dedos sobre la mesa—. ¿Qué más tiene que decirnos?
—La verdad sobre Victor Amteim —respondió Oscar sin más preámbulos.
—Todos conocemos la verdad sobre Victor Amteim, señor Wilde —dijo Archy Gilmour—. Recuerde que era uno de los nuestros.
—Sabe usted mucho sobre Victor Amteim, inspector, aunque sospecho que no todo. —Oscar llamó a Alphonse Byrd, que estaba sentado delante de él—. ¿Lleva usted encima su reloj, señor Byrd? ¿Qué hora tiene… exactamente?
El secretario del club replicó:
—No llevo mi reloj encima, señor Wilde, pero desde aquí veo el reloj que está en la pared justo detrás de usted. Exactamente son las doce menos diez.
—Manténgame informado, Byrd, si es tan amable. Hágame saber cuándo está a punto de agotarse el tiempo del que dispongo.
—Como lo desee, señor Wilde —dijo el hombre, uniendo las yemas de los dedos y pegándoselos a los labios. Sus brillantes ojos se entrecerraron y dedicó a Oscar una imperturbable mirada. Dejé pasear la mirada alrededor de la mesa. Cada uno de los hombres allí sentados miraba directa y concentradamente a nuestro anfitrión. Una vez más, Oscar nos tenía a su merced.
—A veces creo que, cuando creó al hombre, Dios sobreestimó en cierta medida sus capacidades —empezó, examinando mientras hablaba el penacho de humo que se elevaba de su cigarrillo—. Victor Amteim poseía muchos de los más elevados dones del Altísimo. Para empezar, nació en Dublín. Tenía una mente despierta y un encanto sin igual, además de fuerza física, valor físico y, en cierto modo, también belleza física. Como personalidad, tenía individualidad, incluso originalidad. Como boxeador, poseía fuerza y talento. Pero, como hombre, tenía una singular carencia. Carecía por completo de emoción. Era un hombre al que lo único que le importaba era él mismo.
»Como sabemos, Victor Amteim era a la vez ayudante de mago, mago, feriante, policía, campeón de boxeo y confidente de la policía. Y era también, por instinto y por naturaleza, un despiadado e indiscriminado chantajista.
Archy Gilmour se movió en la silla.
—¿Está seguro de eso, señor Wilde?
—Oh, ya lo creo —respondió él alegremente, dando una calada al cigarrillo—. No podía evitarlo. Mostró su auténtica naturaleza a mi amigo Robert Sherard la primera vez que se encontraron, repitiéndole una triste y sórdida historia sobre el padre de mi esposa… Intentó asustar a mi amigo lord Drumlanrig invitándole al puente de Westminster para envenenarle el oído…
—¿Con un veneno con esencia de prímula, quizá? —murmuró Charles Brookfield.
—Así es —dijo Oscar—. Cuanto más ultrajante era el rumor, más dispuesto estaba Amteim a divulgarlo. Lo sabía todo de todo el mundo. ¡Pero si hasta sabía más sobre mí que yo mismo! Y utilizaba lo que sabía, primero para encandilar y después para aterrorizar.
»Amteim era un hombre que usaba a otros hombres, que explotaba sus debilidades en beneficio propio… y para su propio placer. Y en su vida no utilizó a otro hombre de modo más cruel que a la infeliz criatura que tengo en estos momentos sentada delante de mí: el director nocturno de este hotel y secretario de nuestro club. El guardián de mi tiempo, el señor Alphonse Byrd.
Los ojos del salón se volvieron para caer sobre la cadavérica figura de Alphonse Byrd, que se había encorvado hacia delante en la cabecera de la mesa con los dedos unidos y firmemente pegados a los labios como si rezara. Siguió como estaba, inmóvil y sin apartar los ojos de Oscar.
—Naturalmente, fue Byrd quien mató a Victor Amteim. Byrd, nacido caballero, aunque jamás haya podido vivir como tal. Byrd, el hábil mago que carecía de lo que John Maskelyne definió como «la chispa inmortal». Byrd, que había sido amigo y socio de Amteim hasta que éste le abandonó para seguir adelante con su propia carrera. Byrd, el «caballero» que, de principio a fin, fue humillado por un «medio caballero».
»Cuando eran jóvenes, Victor Amteim lo utilizó despreocupadamente, sin el menor cuidado ni consideración. Veinte años más tarde, Byrd, director nocturno de un elegante hotel y depositario por tanto de los secretos que llegan a oídos de todos los directores nocturnos, seguía siendo utilizado por Amteim, cuando éste así lo decidía, para que le presentara a personas que pudieran servirle del algún modo o como fuente de habladurías.
»Y, con el tiempo, el gusano se volvió del revés…, como suele ocurrir.
»Cuando, en este mismo salón, ese fatídico domingo por la noche jugamos a ese estúpido juego de “Asesinato”, Alphonse Byrd eligió como “víctima” a Victor Amteim. Por supuesto que sí.
»Y cuando, en calidad de secretario del club, recogió las papeletas de los miembros de la mesa y descubrió que otras dos personas habían elegido a Amteim como víctima de asesinato, una idea empezó a tomar forma en la mente de Byrd… Si otros despreciaban también a Amteim, si había otros que también deseaban verle muerto…
»Byrd recogió las papeletas de los asistentes a la cena. Las metió en su pequeña bolsa de mago. Al hacerlo, vio que dos de las papeletas estaban en blanco. Sin pensarlo dos veces, casi como un capricho, decidió correr un riesgo. Mientras leía en voz alta los nombres que aparecían en las papeletas a la compañía allí reunida, y no necesariamente en el orden en el que las sacaba de la bolsa, pues los juegos de manos son parte de su oficio, decidió anunciar que la segunda papeleta en blanco era, de hecho, ¡una cuarta! que nominaba a Amteim. Byrd pretendía sugerir que Amteim…, su amigo, era un hombre rodeado de enemigos…
»Esa noche, durante el juego, Alphonse Byrd acariciaba en su mente la idea de asesinar a Victor Amteim. Supongo que el domingo por la noche no fue más que una vaga fantasía, un sueño tan peligroso como delicioso. Pero el lunes por la mañana, cuando se enteró de la muerte de Elizabeth Scott-Rivers, y cuando el martes leyó en los periódicos que lord Abergordon había muerto, vio que su sueño podía hacerse realidad. De pronto sintió que el destino jugaba de su lado. Y aprovechó la ocasión. Se puso manos a la obra. Mató a su cotorra».
—No puede decirse que haya sido una gran pérdida —masculló Bosie Douglas—. Era una criatura repugnante, irritable y repelente.
—Pero Byrd adoraba a esa cotorra —dije, dirigiéndome a Oscar—. Todo el mundo nos lo dijo.
Él me sonrió.
—Precisamente porque Byrd adoraba a su cotorra, y precisamente porque la cotorra le quería y confiaba en él, Byrd pudo tomarla en sus manos y retorcerle el pescuezo sin que el animal dejara escapar un solo sonido, sin el menor aleteo, sin ningún alboroto. —Recorrió la habitación con la mirada, presa de una más que evidente autosatisfacción—. Supe que debía ser Byrd quien mató a la cotorra, porque sólo él podía haberla matado en silencio.
Charles Brookfield se inclinó hacia delante y dejó su libreta encima de la mesa.
—¿Está diciendo que fue el señor Byrd quien mató a la cotorra?
—Así es, Charles —respondió Oscar, dando la última calada a su cigarrillo—. Por eso le he sentado a su derecha esta noche. Me pareció que era lo menos que podía hacer. —Abrió un poco los ojos y apagó el cigarrillo—. A fin de cuentas, el privilegio le va a costar trece guineas.
Brookfield se volvió en su silla, se recostó contra el respaldo y miró fijamente a Alphonse Byrd, inclinando la cabeza primero a un lado y luego al otro, como un hombre que evaluara un lote a la puja en una subasta o que estudiara una escultura desconocida. Byrd ni se inmutó. Sus pétreas facciones nada expresaban. El inspector Gilmour empezó a levantarse de la mesa.
—El guardián de mi tiempo no ha hablado aún. —Oscar miró por encima del hombro al reloj que colgaba sobre la puerta del salón—. Tres minutos más y habré terminado. —Alzó un poco la voz y aceleró el ritmo cuando retomó su relato—. Alphonse Byrd asesinó al Capitán Flint en su oficina el martes, tres de mayo, por la mañana. Mató a la cotorra con sus propias manos, le arrancó las plumas de la espalda y a continuación exprimió la sangre de la pobre criatura en el interior de una petaca de plata…, una como ésta. —Con una mano abrió su chaqueta y con la otra sacó de un bolsillo una elegante petaca de plata—. No olviden, caballeros, que Alphonse Byrd es un mago… adiestrado en el arte de la magia por el propio John Maskelyne. Puede que carezca de la chispa inmortal, pero fue educado por un maestro. Guardó el cuerpo del pájaro, sangre y plumas incluidos, en un cajón de su escritorio hasta el momento en que las necesitara. Poco antes de las tres de la tarde, cuando no hubo moros en la costa, salió sigilosamente de su oficina al vestíbulo de hotel y, en cuestión de segundos, en un simple parpadeo, creó la macabra carnicería que, minutos más tarde, mi esposa y Edward Heron-Allen descubrieron allí.
»Byrd es, como Amteim, un showman. Sin embargo, a diferencia del fallecido boxeador, a Byrd, como él mismo ha reconocido, le falta valor. Empezó a pergeñar el asesinato cuando mató al Capitán Flint, pero no se decidió a cometerlo hasta más adelante, esa misma semana, cuando se enteró de la desaparición y presunta muerte de Bradford Pearse. Fue entonces, y sólo entonces, cuando decidió que los dioses estaban de su lado. Aunque, naturalmente, sólo cuando los dioses desean castigarnos responden a nuestras plegarias…
Oscar cogió la petaca de plata de la mesa y la hizo girar despacio entre las manos.
—Puede que Alphonse Byrd carezca de valor y de donaire, pero eso no quiere decir necesariamente que le falte ingenio. Asesinó a Victor Amteim de un modo realmente ingenioso. Podría haberle matado durante el espectáculo de magia que ambos ofrecieron en Tite Street, aunque habría resultado demasiado obvio y también demasiado peligroso. El propio Byrd habría estado presente en la escena del crimen y habría sido el primer sospechoso. No, nuestro hombre maquinó matar a Amteim desde la distancia: rodeado de admiradores, en el Cuadrilátero de la Muerte del Circo Astley, mientras él estaba aquí, en el Hotel Cadogan, rodeado de testigos, a más de un kilómetro de la escena del crimen. Como ocurre con los mejores efectos de magia, el asesinato de Victor Amteim se logró con hermosa simplicidad. El concepto lo era todo. La ejecución, lo de menos. Byrd sólo tuvo que manipular los guantes de boxeo de Amteim y enviar a su víctima al encuentro con su destino…
—¿Rellenó los guantes con espolones de gallo como yo sospechaba? —preguntó Edward Heron-Allen.
—No —respondió Oscar—. Con pequeños fragmentos de cuchilla de la guillotina casera de un mago.
El reloj que colgaba encima de la puerta empezó a dar la hora. Archy Gilmour y Roger Ferris se levantaron y se colocaron a ambos lados de Alphonse Byrd. Oscar miró a la mesa y sonrió.
—Es medianoche —dijo el inspector Gilmour.
—Sí —respondió Oscar con voz queda—. Medianoche… y, al parecer, sigo vivo.
Arthur Conan Doyle retiró la silla de la mesa.
—¿Y le sorprende?
Oscar se rió.
—No mucho, Arthur, aunque quizás al señor Byrd sí. —Gilmour y Ferris tomaron al impasible Byrd de los brazos y le obligaron a ponerse en pie. El secretario del club no opuso resistencia. Su rostro no demostraba la menor emoción.
—Creo que el señor Byrd esperaba que a estas alturas también yo estuviera muerto o al menos me estuviera muriendo —dijo Oscar—. Aunque no me eligió como su víctima de asesinato, en cuanto tuvo a Amteim satisfactoriamente despachado, creo que no vio ninguna razón para que yo no fuera el siguiente.
Los policías tiraron bruscamente de los brazos de Byrd, poniéndoselos detrás de la espalda. Ferris sacó del bolsillo de la chaqueta un par de esposas y las deslizó alrededor de las muñecas del prisionero.
—Según él —prosiguió Oscar—, la vida no se ha portado bien con Alphonse Byrd. Yo no me he portado bien con él. Hay una belleza en mi vida que hace fea la suya. Le he humillado, menospreciándole, y le he tratado como a un criado cuando, de hecho, es un erudito y un caballero…
»Pero es que Alphonse Byrd no es un caballero. Nat, el botones del hotel, sí lo es. Antipholus, el muchacho negro del circo, él sí es un caballero. Brian Fletcher, el joven actor a quien conocimos de camino a Beachy Head, ¡he ahí a un auténtico caballero! Pero Alphonse Byrd… ¿qué es? Es lo que son la mayoría de asesinos y de rufianes: un hombrecillo curioso, un don nadie de rostro lechoso y anodino, preñado de resentimientos y víctima de un millón de imaginarias ofensas. No es un caballero y menos aún un erudito.
—Nos lo llevamos, señor Wilde —dijo Archy Gilmour, alejando a Byrd de la mesa y empujándole hacia la puerta.
Oscar siguió hablando. Nada parecía poder silenciarle.
—Byrd me dijo que había pasado un trimestre en Oxford, pero enseguida supe que mentía. Le pregunté en qué facultad había estudiado… y él se limitó a responder: «En el New». Ningún hombre que haya estudiado en el New College lo llama «el New».
Gilmour y Ferris se detuvieron con Alphonse Byrd junto a la puerta del comedor.
—Buenas noches, caballeros —gruñó Gilmour—. Estaremos en contacto con aquellos de ustedes de quienes necesitemos una declaración.
—Creo que necesitará esto —dijo Oscar agitando la petaca de plata hacia el inspector.
—¿Qué es?
—Supongo que una prueba —respondió Oscar alegremente—. Contiene el vino que el señor Byrd me ha servido esta noche. La segunda copa de vino, para ser más preciso. Dejé que Daubeney se tomara la primera antes de entender que había sido adulterado.
—¿Qué está diciendo, señor Wilde? —preguntó impacientemente el inspector Gilmour.
—Simplemente que, aunque Byrd quizá no sea un estudioso, no hay duda de que sabe apreciar la alusión a los clásicos. Dado que soy el fundador del Club Sócrates y que él es su secretario, le ha parecido apropiado que yo muriera como murió el filósofo. El señor Byrd ha intentando matarme esta noche con el jugo de una planta que cultiva en su pequeño huerto, la Conium maculatum: cicuta. En cualquier caso, no tengo intención de presentar cargos. Sólo he tomado un sorbo.
—¿Y qué pasa con Daubeney? —preguntó Conan Doyle, levantándose y yendo hacia la puerta—. Será mejor que vaya a ver cómo está.
—Sí, doctor —dijo Oscar—. Quizá sea una buena idea, aunque dudo mucho que su vida corra peligro. He probado el vino… y no había en él la cantidad de veneno suficiente como para matar a un hombre. El secretario de nuestro club es una de esas tristes criaturas que nunca hacen nada bien. Es incluso posible que Amteim hubiera sobrevivido a su pesadilla en el Cuadrilátero de la Muerte si no hubiera tenido a mano a Daubeney para que hundiera aún más las cuchillas en las malheridas muñecas del boxeador. Pobre y patético Alphonse Byrd. Llévenselo. Carece por completo de la chispa de la inmortalidad.
Gilmour y Ferris se llevaron al detenido de la estancia. Conan Doyle les siguió, no sin antes pedirle a Willie Hornung que le acompañara.
—Mejor será que haga lo que me dicen —dijo el joven empujándose los anteojos sobre el puente de la nariz y despidiéndose con la mano de los presentes al marcharse—. ¡Menuda noche, Oscar! No la olvidaré. ¡Gracias!
Oscar se quedó solo y de pie en la cabecera de la mesa con los brazos colgando sobre los costados. Aunque tan sólo tenía treinta y siete años, de pronto parecía mucho mayor: agotado, acabado. Su rostro, tan vivo y lleno de color cuando instantes antes había contado su relato, estaba ceniciento. Al recorrer el salón con la mirada pareció confundido: pestañeó y sus párpados se cerraron. Vi que le temblaban los dedos cuando fue a sacar un cigarrillo de la pitillera.
—Menuda noche —se rió entre dientes Edward Heron-Allen, acercándose y estrechando afectuosamente la mano de Oscar—. Es usted extraordinario, amigo mío. Un fenómeno…
—También escribe teatro, por si no lo sabían —dijo Bosie Douglas, retocando la corbata de Oscar con un gesto de indudable propiedad—. Para ser un prerrafaelita, ¡es todo un hombre del Renacimiento!
—Enhorabuena, Oscar —dijo lord Drumlanrig—. Un tour de force. Debería haber estudiado derecho. ¿Por qué no lo hizo? ¿Alguna vez se ha planteado dedicarse a la política? Hablo en serio. Rosebery necesita a hombres como usted.
Él le dedicó una vana sonrisa.
—Político… —empezó, pero enseguida se interrumpió—. Y no me fío de los abogados —dijo. Durante un instante vi el temor en sus ojos. Le vi buscar un aforismo que no encontró.
—Esta noche nos quedaremos en casa de nuestra madre —dijo Bosie, inclinándose hacia delante y besando a Oscar con suavidad en la mejilla—. Te veré mañana. ¿Almorzamos en el Café Royal como habíamos dicho?
—Por supuesto —fue la respuesta de Oscar—. A la una.
—Buenas noches, Oscar —dijo lord Drumlanrig.
—Y si ves a papá —añadió Bosie, mientras tiraba de su hermano hacia la puerta—, pégale un tiro por mí, ¿lo harás? Creo que no me atrevo a matarle yo mismo teniéndote a ti en el caso.
Oscar sonrió y vio marcharse a los dos jóvenes del brazo.
—Muy brillante, amigo mío —tronó Bram Stoker, poniendo una relajada mano en su hombro—. Drumlanrig no ha podido estar más acertado. Ha sido sin duda un gran tour de force. Ha superado usted incluso al propio Irving. —Lo miró a los ojos y sonrió—. No me extraña que esté exhausto. Váyase a casa, dese un buen baño caliente y disfrute de un buen licor de hierbas. Eso es lo que hace el Jefe. Y siempre funciona.
Charles Brookfield se quedó de pie al lado de Bram Stoker. Llevaba en la mano un cheque por la cantidad de trece guineas.
—Aquí tiene, Oscar —dijo—. Creo que esto es lo que le debo.
—Gracias —dijo él, inclinando la cabeza hacia Brookfield. Tomó el cheque, lo examinó, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Luego lo miró a los ojos—. ¿Y qué le ha parecido, Charles?
—¿A qué se refiere? —preguntó Brookfield.
—¿Qué le ha parecido? —repitió Oscar.
—¿Se refiere a usted a lo que acaba de ocurrir?
—A mi actuación…, a lo que acaba de ver.
—Ya que lo pregunta, Oscar —empezó Brookfield despacio, midiendo sus palabras—. Ya que lo pregunta, me ha parecido muy semejante al discurso que dio durante el estreno de Lady Windermere: brillante a su manera, pero equivocado, imprudente, ligeramente pagado de sí mismo y sin duda exagerado en extremo. Su arrogancia será su perdición.
—No escuche a Brookie, Oscar —intervino Bram Stoker—. No es irlandés. Por eso no entiende las cosas. Ha estado usted brillante, amigo mío…, mucho. No hay palabra que defina mejor lo que ha ocurrido aquí esta noche. ¡Y nos ha devuelto a Pearse! ¿Qué me dice de eso?
Bradford Pearse y Wat Sickert estaban de pie junto a la entrada. El pintor llevaba un cigarro en la mano y apoyaba un elegante codo en el ancho hombro izquierdo de Pearse.
—Nos vamos al Arts Club ahora —anunció—, para celebrar el regreso del hijo pródigo.
Bradford Pearse le asestó un suave puñetazo en son de broma.
—¿Te parece que encontraremos allí distracción, Wat? ¿Se unirán a nosotros algunas de tus modelos? —El actor de ancho pecho rugió encantado ante la idea y soltó un puñetazo al aire—. Gracias, Oscar —exclamó exuberante—. Gracias, mi querido amigo. No sabe cuánto me alegra haber vuelto. El faro era una delicia, pero las distracciones bastante limitadas.
—¿Volverá a dejarse la barba, Brad? —pregunto Bram Stoker, yendo hacia la puerta y llevándose con él a Charles Brookfield—. Esas mejillas tan sonrojadas resultan cuando menos desconcertantes.
—Creo que esta vez será un bigote, como el de Sickert. ¿Qué le parece? Llevo demasiado tiempo con el personaje de viejo lobo de mar. Creo que voy a probar suerte como macho cabrío en la ciudad.
—No le aconsejo que vuelva a representar el papel de camarero —intervino secamente Charles Brookfield—. No se ganaría la vida con ello.
—Soy actor —respondió Pearse alegremente—. Represento los papeles que me tocan.
—¿Vienes con nosotros, Oscar? —preguntó Sickert al tiempo que el grupo se congregaba junto a la puerta del comedor—. ¿Te apetece una última copa?
—No. Voy a seguir el consejo de Bram. Es tarde y tengo ganas de acostarme. Robert me acompañará a casa.
—Buen chico —dijo Bram Stoker, dedicándole una pequeña inclinación de cabeza.
—Buenas noches, caballeros —dijo Oscar alzando la mano para despedirse de sus amigos.
—Buenas noches, Oscar.
—Buenas noches, Oscar.
—Buenas noches, Robert.
—Buenas noches, Oscar. ¡Buen trabajo!
Cuando el cuarteto por fin salió del comedor, saludando con la mano y gritando mientras se marchaban, Wat Sickert se quedó rezagado. Se volvió durante un instante y miró a Oscar con ojos suplicantes.
—No temas, Wat —dijo Oscar afectuosamente—. No hay nada de lo que preocuparse. Ve. Sé que no tocaste a la chiquilla.
Oscar y yo regresamos a Tite Street del brazo dando un paseo. Apenas soplaba viento esa noche y el cielo estaba despejado. En el negro techo del mundo brillaban las estrellas. Mientras caminábamos, Oscar recuperó gran parte de su energía. Cuando cruzábamos Sloane Square para entrar por King’s Road y un carruaje tirado por un solo caballo emergió de la oscuridad, casi rozándonos al pasar, él se echó a reír como no lo había hecho desde hacía un mes o quizá más. Fue una risa relajada, feliz y tranquila.
—He sobrevivido —dijo riéndose entre dientes—. He sobrevivido al viernes trece, Robert, ¡y no me han asesinado después de todo!
En el lado opuesto de la plaza, cuando por fin accedimos a la seguridad de la acera, le pregunté:
—¿Quién te eligió como víctima de asesinato, Oscar? ¿Lo sabes?
—Fue Edward Heron-Allen —respondió sin dejar de reírse por lo bajo—. Lo confesó cuando me trajo su valioso espolón. Me dijo que podría casarse con Constance si yo moría. Le contesté que si yo moría, ¡tú te casarías con Constance!
Me reí.
—¿De verdad le dijiste eso, Oscar? —A pesar de que era una idea completamente absurda, oírla en voz alta me encantó.
—Sí…, aunque no estoy muerto, por lo tanto no lo harás. Y la señora Heron-Allen está viva y goza de perfecta salud, y sin duda estará ofreciéndole consuelos maritales a Edward en estos momentos.
Nos habíamos parado bajo una farola. Bajo la pálida y amarilla luz del farol de gas vi sonreír a Oscar. Parecía feliz de nuevo. Encendió un cigarrillo, el último de sus Player’s Navy Cut.
—¿Sabes una cosa? —apunté—, durante un tiempo pensé que el asesino era Heron-Allen.
Oscar lanzó la cerilla a la alcantarilla.
—Creía que estabas convencido de que era lord Drumlanrig.
—Y así fue…, aunque después. Estaba totalmente convencido.
Retomamos satisfechos nuestro paseo del brazo.
—Las cosas de las que estamos totalmente seguros no son nunca ciertas —dijo.
Cuando giramos a la izquierda y nos adentramos por el primero de los estrechos callejones que desembocaban en Tite Street, me detuve durante un instante y pregunté:
—Si fue Heron-Allen quien te eligió como víctima, ¿quién eligió entonces a Constance?
—¿No lo adivinas? —preguntó sin detenerse—. Me temo que fue Charles Brookfield.
—¿Brookfield?
—El mismo.
—¿Te lo dijo él?
—No, me lo dijo mi cuadrícula. Por simple eliminación. Sólo pudo ser él.
—¿Brookfield deseaba matar a Constance? —pregunté horrorizado.
—No era más que un juego, Robert —dijo Oscar—. Sin duda, Brookfield deseaba evitarle a mi esposa el suplicio de seguir casada conmigo. —Habló sin rencor. Casi me pareció que la idea le divertía—. El señor Brookfield es todo un personaje…
—Desde luego —concedí agriamente.
—¿Te parece que tiene razón en lo que ha dicho sobre mi actuación de esta noche? —preguntó alzando los ojos hacia el cielo al hablar. No espero a oír mi respuesta—. Creo que quizá la tenga —dijo.
De pronto, cuando llegamos a la esquina de Tite Street, estalló una vez más en carcajadas.
—Como bien sabes, al principio creí que Brookfield era nuestro asesino. Fue la señora Robinson la que me puso sobre esa pista. Cuando examinó las líneas de mi mano, me dijo: «Donde este arroyo linda con este campo, señor Wilde, veo un remolino, y me preocupa…»[21]. ¡Di por sentado que mi mano le estaba diciendo que «Brookfield» me traería la ruina!
—¿Y no fue así?
—No lo creo —dijo Oscar con una risa queda—. La señora Robinson cobra una guinea por cada una de sus lecturas y está obligada a decir algo. En nuestra fiesta conoció al señor y a la señora Brooke, al rajá y Ranee de Sarawak y a las señoritas Bradley y Cooper, las excéntricas poetisas conocidas como Michael Field. Nuestra pitonisa introdujo sus nombres en la lectura de mi mano… y yo oí lo que quise oír, no lo que ella me estaba diciendo.
—¿Estás seguro? —pregunté—. Creía que habías depositado tu confianza en la señora Robinson.
—Y así es. Y, sin duda, volveré a hacerlo. Pero no debo olvidar que la adivinación está aliada con el mundo del espectáculo. A veces resulta difícil distinguir la verdad del mero engaño… Al menos, Brookfield no era nuestro asesino.
—Pero te desprecia, Oscar.
—¿Y acaso le falta razón? Yo le humillo. Le llamo la atención por llevar guantes en una velada puertas adentro. Y le he dado uno de los peores asientos en la cena.
—Brookfield te desprecia y aun así no puede mantenerse alejado de ti. Es como la polilla que revolotea alrededor de la llama. Te desprecia no porque le humilles, sino porque te envidia.
—Vaya —dijo Oscar—. ¿Así que es eso?
—Sí, es eso —respondí con rotundidad.
Habíamos llegado al número 16 de Tite Street. Oscar había metido ya la llave en la cerradura.
—Protégete de la envidia, Robert —dijo, mirándome muy serio—. Mira lo que la envidia hizo con Byrd… y lo que ha hecho con Brookfield. La envidia es la úlcera del alma.
—La envidia es la úlcera del alma —repetí—. Eso es brillante, Oscar, una de tus mejores frases. No temas, la he anotado en mi diario.
—Pero ¿la has atribuido a quien realmente deberías? Fue Sócrates quien la dijo primero. Sócrates, conocido solamente por ese nombre… Creo que estaremos de acuerdo en que Sócrates ha pasado a engrosar el olimpo de los inmortales. —Hizo girar la llave en la cerradura—. Me pregunto qué será de nosotros, Robert. ¿Alcanzaremos el olimpo de los inmortales? ¿Qué nos depara el destino?
Suspiró y abrió la puerta de entrada. Aunque la casa estaba en silencio, se respiraba un ambiente acogedor. Allí, sobre la mesita del vestíbulo, bajo una parpadeante lámpara de gas, había una bandeja de ratán china, y en la bandeja, dos copas de champán, una cubitera de hielo, una botella helada de Perrier Jouët y una nota escrita con la letra firme y redonda de Constance: «Bravo, Oscar. El mejor de los maridos, el mejor de los hombres».
A Oscar se le llenaron los ojos de lágrimas. Me miró y sonrió.
—Lo cierto es que, si he de serte sincero, no me apetece demasiado un licor caliente. Pero una copa de champán antes de acostarme, Robert… ¿Qué mejor manera de terminar el día?