Respuestas, respuestas
Alphonse Byrd regresó al lado de Oscar con una copa limpia y una pequeña garrafa de vino amarillo.
—No ha tocado su vino, señor Wilde —dijo.
Oscar sonrió y apoyó la mano en el brazo del secretario del club.
—Disculpe, Byrd. Se lo he dado a Daubeney. Me ha parecido que lo necesitaba más que yo… habida cuenta de las circunstancias.
—¿Le apetece ahora un poco, señor?
—Gracias, sólo media copa. —Se volvió hacia el camarero que estaba de pie junto al aparador—. Asegúrese de servir a todos los presentes lo que deseen, si es usted tan amable. Y después únase a nosotros en la mesa.
—¿Que el camarero se siente con nosotros a la mesa? —preguntó Heron-Allen con una mirada divertida en su pálido rostro—. Admiro su democrática iniciativa, Oscar.
—¡Todo ocurre esta noche! —exclamó Bosie Douglas alzando su copa hacia nuestro anfitrión.
Charles Brookfield se inclinó hacia mí y murmuró:
—¿Me equivoco u Oscar siempre ha sentido cierta debilidad por la servidumbre?
—No es una cuestión de democracia —dijo Oscar bondadosamente mientras volvía a sentarse y alzaba luego su copa de vino hacia la luz de las velas—, sino de superstición. —Miró entonces la silla vacía de George Daubeney—. La cena aún no ha concluido y no podemos ser trece a la mesa.
—Se hace tarde, Oscar —dijo Conan Doyle—. ¿Aún no hemos terminado?
Él dejó la copa encima de la mesa y dedicó al médico su sonrisa infantil y torpe.
—Muy pronto estará de camino a South Norwood, Arthur, se lo prometo. Nos quedan tan sólo unos cuantos cabos sueltos.
Conan Doyle se guardó el reloj.
—Me descubro ante usted, mi viejo amigo. Ha descubierto a su hombre con una efectividad realmente admirable.
Oscar inclinó la cabeza hacia el médico.
—Sin embargo, podría haberlo logrado antes de haberle hecho caso, Arthur. En cuanto puso usted los ojos en Daubeney desconfió de él. Me dijo que no era un tipo de fiar.
—¿Eso dije?
—Así es… Aunque, como soy un romántico, ¡me dejé embelesar por su relación con el circo! Vi payasos allí donde debería haber olido corrupción. Daubeney era capellán de la Cámara de los Comunes y padre del circo. Lo improbable de todo ello me deleitó de tal modo que llegó a desarmarme.
En el extremo opuesto de la mesa, Archy Gilmour tomaba notas.
—¿Cuándo empezó a sospechar de él, señor Wilde?
—Durante la cena me desconcertó su interés por parecer ebrio… cuando yo sabía perfectamente que estaba sobrio. También me desconcertaron los gemelos. Supuse que debían de ser alguna suerte de señal, un símbolo, como puede serlo la corbata de un club, pero di por supuesto que su interés se centraba en las mujeres, no en las niñas. Mis sospechas no despertaron del todo hasta que le vi en compañía de una niña, una pequeña, la hermana de un chiquillo que trabaja en el circo. Me turbó el modo en que la tocaba. Y me preocupó cuando vi cómo veneraba una foto que tenía de ella… vestida de Cenicienta y al parecer llorando.
El inspector Ferris regresó al comedor henchido de energía. Tenía el rostro enrojecido y brillante, aunque trajo con él una bocanada del aire frío de la noche. La luz de las velas de la mesa menguó y las llamas parpadearon. Cuando el joven inspector volvió a ocupar su sitio, entre Charles Brookfield y yo, Oscar, con un gesto de la mano, le indicó al camarero, que seguía en la sombra, que se uniera a nosotros. El camarero, un hombre corpulento, perfectamente afeitado y carente de cualquier pretensión, ocupó con discreción el asiento de Daubeney a la derecha de Oscar. En cuanto el inspector Ferris acercó ruidosamente su silla a la mesa, se frotó las manos y asintió hacia Archy Gilmour con expresión satisfecha.
—Ya está en el furgón… esposado. Tres hombres le custodian. No tiene escapatoria… y se muestra totalmente dócil. Se queja de que se encuentra enfermo.
—Es un enfermo de los pies a la cabeza —dijo Charles Brookfield.
—El deseo termina convertido en enfermedad, o en locura, o en ambas cosas —observó Oscar.
—La pena para quienes abusan de los menores son los latigazos, ¿no es así? —preguntó Brookfield.
—¿Y qué entendemos por «menor» hoy en día? —preguntó Bram Stoker.
—De quince años para abajo —fue la respuesta de lord Drumlanrig—. La edad legal pasó de los trece a los quince gracias a la Ley de Enmienda del Código Penal de 1885.
—Le veo muy bien informado, señor mío —dijo Brookfield arqueando una ceja—. ¿La Ley de 1885? ¿No es ésa la misma que condena a los sarasas a trabajos forzados?
—La ley se formuló para proteger a los jóvenes y a los vulnerables —dijo Drumlanrig muy serio—. Lord Rosebery ha tenido mucho que ver en ella.
—¡Buen trabajo, Primrose! —dijo Brookfield alzando su copa hacia Drumlanrig.
—Creo que verá colgado a George Daubeney antes de verle sometido al látigo, señor Brookfield, siempre que sea considerado culpable de asesinato, cosa que sospecho harto probable. El señor Wilde ha sido muy convincente en su exposición del caso. —Gilmour miró a Oscar desde su extremo de la mesa—. Necesitaremos que nos facilite una declaración completa por la mañana, señor Wilde.
Oscar asintió.
—Por supuesto, inspector. El señor Sherard ha estado tomando notas. Confío en que le serán de gran ayuda.
—La cuestión es la siguiente —empezó Willie Hornung, inclinándose hacia delante y encendiendo su cigarrillo con el de Oscar—: ¿Cometió George Daubeney el segundo asesinato de la lista? ¿Mató Daubeney a lord Abergordon? Si Daubeney era el capellán de la Cámara de los Comunes sin duda debe de haber tenido acceso a la Cámara de los Lores.
Oscar se rió entre dientes y puso su mano sobre la de Hornung.
—No, Willie. Por una vez, creo que los médicos han estado acertados. Lord Abergordon era un hombre ya mayor que murió mientras dormía… por causas naturales. No fue asesinado.
—Pero a Amteim le asesinaron —dijo rotundamente Heron-Allen estampando el puño contra la mesa—. No hay duda de eso. Estábamos allí. Daubeney también. ¿Mató George Daubeney a Victor Amteim?
—¡No! —exclamó el inspector Gilmour, partiendo en dos el lápiz que tenía en la mano—. No —repitió, esta vez más calmado—. Creo que sobre eso no hay la menor duda.
—El inspector está en lo cierto —dijo Oscar con ánimo conciliador—. Daubeney no mató a Amteim. Quizá no le faltaran motivos. Es posible que ese hombre supiera cosas sobre la vida secreta de Daubeney. Amteim se empeñaba en intentar saber todo lo que podía sobre la vida secreta de los demás. Y es cierto que el reverendo fue el último que estuvo con él. Como bien dice Edward, le vimos allí, en el camerino, con las manos bañadas en la sangre del boxeador. Daubeney quizás hundiera un poco más las cuchillas en las muñecas del pobre hombre, pero no fue él quien las puso allí. Él no fue el asesino de Amteim.
Willie Hornung dio una calada a su cigarrillo.
—¿Mató al menos a Bradford Pearse? —preguntó.
—No —respondió el camarero sentado a la derecha de Oscar—. No, George Daubeney no mató a Bradford Pearse. —El hombre tenía una voz profunda y grave; suave, amigable y curiosamente familiar—. Me alegra poder decir que nadie me ha matado.
—¡Santo Dios! —exclamó Bram Stoker.
—¡Por todos los santos! —gritó Wat Sickert, soltando el cigarro y levantándose. Rodeó la mesa con los brazos extendidos—. ¡Amigo mío! —exclamó—. ¡Mi Lázaro!
Bradford Pearse se levantó a su vez y saludó a los presentes ante el aplauso que recorrió la mesa. Abrazó a Wat Sickert como si tuviera a su lado a un hermano perdido tiempo ha.
—Y ha estado aquí toda la noche —rugió Bram Stoker—. Nos ha servido la sopa, ha trinchado el asado, nos ha servido el vino…
Bradford Pearse se liberó del abrazo de Sickert y recorrió la mesa con la mirada.
—Es cierto eso que dicen, Bram, de que ¡nadie repara jamás en el maldito camarero!
—Vaya, vaya —murmuró Conan Doyle, volviendo a guardar su reloj en el bolsillo del chaleco—. South Norwood tendrá que esperar. Cuéntenos su historia, Brad. ¿Qué ocurrió? Vamos, cuéntenos.
—No es más que una auténtica estupidez —dijo Pearse, todavía con el brazo alrededor del hombro de Wat Sickert—. He sido un estúpido, Arthur, un maldito estúpido. —Se separó del pintor y de nuevo recorrió la mesa con la mirada al tiempo que nos dedicaba una avergonzada inclinación de cabeza—. Lo reconozco, caballeros. He sido un idiota conmigo mismo… y con mis amigos.
Wat Sickert cogió una silla de un extremo del salón y se instaló en ella entre Oscar y Bradford Pearse.
—No te disculpes, Brad —dijo afectuosamente—. Estamos encantados de verte… incluso sin barba.
—Me disculpo, sí —dijo Pearse volviendo a sentarse—. He provocado en mis amigos una ansiedad del todo innecesaria.
—¿Qué ha pasado, hombre? —repitió Conan Doyle, inclinándose hacia delante y mirando al actor directamente a los ojos.
—Mi historia es muy sencilla —respondió Pearse. Se sentó en la silla con la espalda recta y los hombros echados hacia atrás—. La noche en que jugamos el juego de Oscar, me elegí como mi propia víctima. Lo hice en parte por mera diversión… y en parte porque esa noche, al menos, deseaba desaparecer y dejar de ser de una vez Bradford Pearse. Estaba totalmente apabullado por preocupaciones financieras, caballeros… Apabullado, sí. Ya sé que las deudas forman parte del destino del actor. Estoy acostumbrado a eso y, como norma general, me lo tomo con calma, pues tengo buenos amigos y el señor Ashman es un prestamista compasivo. Sin embargo, esa noche me sentía del todo abrumado. —Miró primero a Wat Sickert y después a Oscar y les tomó la mano a ambos—. Quienes hayan tenido preocupaciones económicas me entenderán perfectamente. —Miró con afecto a los hermanos Douglas y sonrió—. Quienes no hayan pasado por ello, no lo entenderán en absoluto. —Inspiró hondo y se frotó las manos con sus dedos gruesos. Sin la barba parecía mucho más joven.
»La mañana siguiente a nuestra cena me fui a Eastbourne para actuar en la obra Asesinato a bordo, un absurdo popurrí también conocido en la profesión como Cómo matar al público de aburrimiento. Estrenamos en Eastbourne la noche del lunes ante un público limitado y profundamente desagradecido. El martes por la noche me vi sentado en mi camerino del Devonshire Park Theatre, desesperado por mi vida anodina y plagada de deudas mientras leía un ejemplar prestado de un periódico de la tarde. En el periódico, la Gazette de Eastbourne, leí varias páginas sobre la muerte de la heredera señorita Elizabeth Scott-Rivers y del ministro del gobierno lord Abergordon. ¡De pronto urdí mi plan! Les seguiría a la tumba. También yo sería una de las “víctimas” del Club Sócrates. Si Bradford Pearse moría, ¿no morirían también con él sus deudas? Todo me pareció de lo más obvio. Y tan fácil. Desaparecería de la noche a la mañana… ¡en Beachy Head! —Señaló dramáticamente a Conan Doyle—. Beachy Head fue idea suya, Arthur… ¡Le debo Beachy Head!».
Conan Doyle se rió y se atusó el bigote.
—Así que es culpa mía, ¿no es eso?
—No —tronó Bradford Pearse pegando las palmas de las manos a la mesa—. La estupidez fue mía y sólo mía. Creí que podía ser libre de un salto, que podía deshacerme de Bradford Pearse… ¡y empezar de nuevo en Norteamérica! Mi plan era empezar una nueva vida… con un nuevo nombre… en un Nuevo Mundo. —Volvió a recorrer la mesa con la mirada. Le brillaban los ojos—. Es algo con lo que todos hemos soñado, ¿no es así, caballeros?
Oscar daba suaves golpecitos en la tapa de su pitillera con un Player’s Navy Cut.
—Sólo los que están realmente desesperados cruzan el océano Atlántico —dijo con un sorbido—. Desde luego, si alguien tiene bastante dinero como para ir a Norteamérica, no debería ir.
Bradford Pearse miró a Oscar y estalló en carcajadas.
—Inevitablemente, mi plan fracasó, frustrado, como debería haber supuesto que lo sería, por el caballero que tengo esta noche sentado a mi izquierda.
Oscar sonrió y encendió el cigarrillo.
—Quizás, olvidó que también yo soy un hombre del teatro, Brad. Escribo obras. El melodrama es lo mío y la farsa me es muy familiar. Su plan tenía elementos de ambos. Me temo que resultaba demasiado teatral para ser mínimamente convincente. Como actor que es, necesita a un público. Quería que le vieran desaparecer, así que nos atrajo a Eastbourne empleando una carta deliberadamente ambigua. Luego, en escena, durante la caída del telón, decidió desaparecer ante nuestros propios ojos. Nos dejó un mensaje en el camerino: ¡ese «CONDIOS» garabateado con maquillaje en un espejo! Para cargar más aún las tintas, sugería que había desaparecido apresuradamente, dejando incompleta la palabra…, pero no había duda de que no se había marchado apresuradamente. Había hecho las maletas y se había llevado con usted sus pertenencias más valiosas.
—Dejé mi bolsa Gladstone en el borde del acantilado —protestó Pearse.
—Sí —dijo Oscar agitando el dedo hacia él en un gesto de fingida reprimenda—. Dejó la bolsa para que la encontráramos y metió en ella el material suficiente para que supiéramos que era suya. Estaba su libreto, un puñado de facturas sin importancia, correspondencia de nulo valor, nada más que un puro efecto dramático, un simple «accesorio» escenográfico. La bolsa no contenía nada que usted quisiera realmente: ni correspondencia personal, ni su diario o algún recibo importante de sus acreedores, ni siquiera una lata de maquillaje. Para cualquier actor de gira, su lata de maquillaje es su posesión más valiosa, y usted no había abandonado la suya. Supe enseguida que no había muerto, Brad. Entendí que simplemente había decidido desaparecer.
—¡Es usted brillante, Oscar! ¡Fabuloso! —exclamó Bradford Pearse con los ojos encendidos.
—Brillante —dijo Oscar—, aunque no valiente. ¿Fabuloso? Quizás…, aunque también imperfecto. Como bien saben, caballeros, siento debilidad por la belleza… y la fealdad despierta en mí un espanto más allá de lo irracional. Y fueron precisamente esas dos cosas las que me impidieron descubrirle en su escondite cuando debería haberlo hecho por primera vez, Brad.
—¡Estás perdiéndolas, Oscar! —exclamó lord Alfred Douglas, recostándose contra el respaldo de la silla y pasándose el cigarrillo con la lengua de un lado a otro de la boca.
—No todos estamos aquí al corriente de las peculiaridades del código estético de Wilde —añadió mordaz Charles Brookfield.
Oscar se inclinó hacia delante y apagó el cigarrillo.
—Bradford se refugió en el faro de Belle Tout, en el cabo de Siete Hermanas, situado a unos dos kilómetros de Beachy Head. Se trata de un feo edificio cuyo guardián, sin duda un hombre de gran corazón, es un farero poseedor de un aspecto peculiarmente repugnante. El día que Bradford desapareció, visité el faro en compañía de Wat Sickert y de Robert Sherard. Ahora me doy cuenta de que la figura que vimos en una ventana superior era la de Bradford Pearse… recién afeitado. En ese momento preferí no seguir más tiempo en el faro. El farero era tan feo (de hecho, era un hombre grotesco: menudo, tuerto, deforme) que me separé de él en cuanto pude. Y me equivoqué. En esa ocasión el estúpido fui yo. Hoy he vuelto al faro de Belle Tout. Como esperaba, encontré allí a Brad y le he traído de vuelta conmigo.
—Me alegro de haber vuelto —dijo Bradford Pearse afectuosamente, estirando el brazo izquierdo y posando una mano grande en el hombro de Oscar.
—¿Y qué ha sido de sus preocupaciones financieras? —preguntó Bram Stoker frunciendo el ceño.
—¡Dejemos que sea la vida la que decida! —exclamó Wat Sickert, tomando su copa de vino—. Por qué deber si pagar no puedo… ¡y la muerte al rico y al pobre hermana!
Bradford Pearse miró a Bram Stoker, que estaba sentado enfrente de él.
—Han sido solucionadas por un generoso benefactor —dijo.
—Tampoco eran tan cuantiosas —dijo Oscar—. Sólo lo parecían.
—Oscar ha pagado mis deudas —declaró Bradford Pearse—. Me ha dado un cheque de trece guineas.
—Estoy esperando un modesto dinerillo con el que no contaba —intervino Oscar con una sonrisa.
Sickert se había levantado.
—Alegrémonos, amigos míos —exclamó—. Bebamos a la salud del regreso del hijo pródigo, caballeros. De pie. ¿Están sus copas llenas? ¡Brindo por ti, Bradford Pearse!
Nos levantamos y alzamos nuestras copas en honor del actor de poderoso pecho que estaba de pie ante nosotros con los ojos brillantes.
—A su salud, Bradford —dijo Oscar antes de tomar el vino de su copa.
—Y a la suya, Oscar, mi querido amigo.