Viernes 13
En el suroeste de Londres, el viernes, 13 de mayo de 1892, fue lo que bien podía haber sido un domingo, 1 de mayo: un día frío y vigorizante aunque el sol brillaba claro y luminoso en el cielo. Hice lo que Oscar me había pedido. Llegué al número 16 de Tite Street, en Chelsea, un minuto antes de la diez. Aunque Arthur, el mayordomo, parecía estar esperándome, no así Constance. Cuando Arthur me llevó al salón del primer piso, encontré a la señora Wilde sentada a la mesa junto a la ventana, leyendo un libro.
Alzó la mirada y, en cuanto me vio, exclamó:
—¡Robert! ¡Qué maravillosa sorpresa! Oscar acaba de salir. Se ha ido a Eastbourne. ¿Te quedarás y me harás a mí una visita? Estoy encantada de verte. La mujer de Edward ha vuelto a casa y él ha regresado al nido. Ya no tengo a nadie con quien jugar. Me he quedado sola.
Cerró el libro, se levantó, corrió a mí encuentro y me besó levemente en la boca. No me cabe duda de que para ella el gesto no tuvo ninguna importancia. Era simplemente su forma de ser. La estreché entre mis brazos y, al sentir el calor de su cuerpo contra el mío, disfruté de la suavidad de su piel. Oscar me había dicho no hacía mucho (una noche, en el Club Albemarle, después de habernos tomado dos botellas de champán) que ya no podía amar a su esposa como debía hacerlo un marido. «No la culpo, pobre criatura. Culpo a la naturaleza —dijo—. La naturaleza es asquerosa. Toma la belleza y la marchita. Marchita con las cicatrices de la maternidad el cuerpo de marfileña blancura que hemos adorado. Es odiosa. Contamina el altar del alma».
Hacía ocho años que yo conocía a Constance, desde la época de su compromiso con Oscar, y, a mis ojos, con el paso del tiempo su belleza no sólo no había menguado, sino que había aumentado. En ese momento tenía treinta y cuatro años y su figura era ligeramente más rellena de lo que lo había sido en los días de su virginidad, pero el tiempo y la maternidad le habían dado un resplandor (una luminosidad) que no había tenido cuando era una muchacha. Cuando la conocí, su hermosura natural estaba enmascarada por su reticencia también natural. Era hermosa, pero era también tan tímida que resultaba casi torpe. Con el tiempo seguía siendo hermosa y, aunque a veces se mostraba incómoda entre desconocidos, como norma general mantenía una compostura (una discreta seguridad en sí misma) que a mí me resultaba absolutamente irresistible. Oscar era mi mejor amigo. Estar con él resultaba siempre estimulante, pero, para ser sincero, yo no siempre me encontraba cómodo. En compañía de Oscar, me sentía tenso. En la de Constance, en cambio, estaba siempre relajado.
Cuando por fin la solté de entre mis brazos, ella no se separó de mí. Me miró a los ojos y sonrió. Aunque deseé volver a besarla, me limité simplemente a mirar a la mesa situada junto a la ventana y dije:
—¿Qué estás leyendo?
Se sonrojó.
—¡Me avergüenza decir que estoy leyendo mi propio libro! —Se separó de mí y, entre risas, se cubrió el rostro con las manos—. ¡He estado leyendo mis propios relatos, Robert!
—¿Es éste tu nuevo libro? —pregunté moviéndome con ella hacia la mesa—. Ya sabes que me encantó el primero.
—Eran cuentos de hadas para niños, Robert —replicó burlona—. ¡Es imposible que te hayan «encantado»!
—Pues así es —insistí—. ¿Cómo se titula el nuevo?
Cogió el fino ejemplar, encuadernado en cuero azul, y me lo dio.
—Hace mucho tiempo —fue su respuesta—. Más cuentos de hadas. Oscar se ha mostrado muy halagador con ellos.
—¡También yo lo haré! —declaré—. Léeme uno, ¿quieres, Constance? —le pedí poniéndole el libro en las manos—. ¡Léemelos todos!
—No seas ridículo, Robert —dijo, pero hizo lo que le pedí.
Pasamos toda la mañana sentados juntos a la mesa situada junto a la ventana delantera de Tite Street. Los relatos eran deliciosos, tan encantadores y fantásticos como los cuentos de hadas del propio Oscar, aunque ni tan melancólicos ni tan barrocos en su estilo. En cuanto Constance terminaba de leer uno de sus cuentos, yo la animaba a que leyera otro. Ella protestaba cada vez, y cada vez accedía. Y mientras leía y pasaba las páginas del libro con la mano derecha, yo sostenía su mano izquierda en la mía. De vez en cuando, durante su lectura, ella levantaba los ojos de la página y me sonreía. En una ocasión, cuando yo había puesto su mano boca arriba sobre la mesa y la acariciaba lentamente con las yemas de los dedos, ella preguntó:
—¿Qué haces, Robert?
—Estudio las líneas de tu mano —dije—. Quiero saber lo que te depara el futuro.
Constance cerró los dedos sobre los míos.
—No mires con demasiada atención —dijo—. Hasta la señora Robinson se niega a decirme lo que ve en ella.
Poco después de mediodía, Gertrude Simmonds, la institutriz de los niños, llamó a la puerta del salón. Llevaba de la mano al pequeño Vyvyan. Venía a preguntar si la señora Wilde deseaba almorzar en compañía de sus hijos y si yo me uniría también al grupo.
—Oh, sí —exclamó Constance, levantándose y yendo hacia la puerta—. El señor Sherard desea sin duda ver a los niños.
Mientras hablaba con la institutriz y besaba a su hijo menor, yo me quedé mirando por la ventana que daba a Tite Street. En la acera de enfrente, de pie bajo una farola y mirando hacia la casa, reconocí dos figuras que me resultaron familiares: Antipholus, el chiquillo negro del Circo Astley, y su hermana Bertha. El muchacho le había dado la mano a la niña, que a su vez sostenía en la suya el aro de madera que George Daubeney le había regalado. Cuando me vieron mirarles, Antipholus levantó el brazo y me saludó amigablemente con la mano. Yo le devolví el saludo.
—¿A quién estás saludando? —preguntó Constance.
—A nadie —mentí volviéndome a mirarla—. Alguien a quien he creído reconocer —añadí—, pero me he equivocado. —Cuando volví a mirar por la ventana, Antipholus y Bertha habían desaparecido.
Almorzamos con los pequeños en la habitación de los niños. Eran una pareja encantadora, de modales perfectos y más maduros de lo que correspondía a su edad. Cuando Cyril dijo: «Papá nos está enseñando latín, pero a mí me suena todo a griego» y yo me reí, él añadió orgulloso: «Es un chiste mío, no de papá». En cuanto terminamos de almorzar, dejamos que los niños se echaran su siesta y regresamos al salón.
Mientras tomábamos el café, Constance me dijo lo mucho que amaba a Oscar y el padre y marido perfecto que era a sus ojos.
Protestó cuando dije:
—Temo que a veces te tenga un poco abandonada.
—¡Nunca! Siempre nos lleva en el pensamiento…, siempre. Espero recibir en cualquier momento un telegrama de Eastbourne. Me manda mensajes encantadores desde allí adonde va.
—¿Qué hace en Eastbourne? —pregunté—. ¿Lo sabes?
—Supongo que debe de tratarse de algún asunto literario —dijo con su voz dulce—, o quizá sea simplemente que Bosie necesita tomar un poco de aire marino. Oscar necesita más estímulos de los que le podemos dar aquí. Soy consciente de ello. —Me sonrió—. Y no me causa ningún problema. Estoy casada con Oscar Wilde, el hombre más inteligente de Europa. Y uno de los más dulces. No puedo pedirle más a la vida, Robert.
Se produjo un silencio entre nosotros. Miré hacia la ventana.
—Antes del almuerzo —dijo—, cuando saludabas a alguien que estaba en la calle, ¿se trataba por casualidad de un muchacho negro y una niña?
Clavé la mirada en mi taza de café y murmuré que, en efecto, así era.
—Están a menudo ahí fuera —dijo Constance—. Creo que Oscar les envía para que me vigilen.
Esa tarde en Tite Street me dio algo que ninguno de mis tres matrimonios me ha dado: una muestra de satisfacción doméstica. Constance y yo jugamos al piquet; tomamos el té al caer la tarde (con los mejores panecillos de la señora Ryan, mermelada casera de ciruelas y crema amarilla de Cornualles) y ayudamos juntos a Gertrude Simmonds a bañar a los niños. Yo les leí luego uno de los cuentos de hadas de Constance como pequeño regalo antes de acostarse. A las seis, Arthur encendió la chimenea del salón y Constance y yo nos quedamos de pie delante del hogar y brindamos con una copa de jerez. Fue todo muy fácil y relajado, extremadamente confortable y reconfortante. Era, según pude entender, lo que yo más deseaba tener en la vida.
Cuando el reloj de la repisa de la chimenea dio las siete, oímos el repiqueteo de cascos de caballo y el traqueteo de ruedas en la calle. Constance corrió a la ventana.
—Ése debe de ser Oscar —exclamó.
Miramos a la calle al tiempo que un carruaje se detenía delante de la puerta principal. Esperábamos ver bajar a alguien del coche, pero no fue así. En vez de eso, un muchacho saltó a la acera desde el pescante. Era Nat, el pecoso botones del Hotel Cadogan. Llevaba un sobre en la mano.
Un instante más tarde, Arthur entró al salón con el sobre en una pequeña bandeja de plata.
—Para el señor Sherard, señora.
—Es de Oscar —dije. Abrí el sobre y leí la nota:
Doblé la nota cuidadosamente y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta.
—Tengo que irme —dije.
—¿Te requiere Oscar? —preguntó—. ¿Es él quien te llama?
—Sí.
No preguntó nada más. Ni dónde estaba ni tampoco con quién o por qué.
—Dice que estará en casa justo después de medianoche —añadí.
—Oh, bien —dijo acompañándome a la puerta al tiempo que entrelazaba su brazo con el mío—. Me alegra saberlo. Dile que le mando todo mi amor. Le estoy muy agradecida por haberte enviado aquí hoy. —Alzó su luminoso rostro hacia el mío—. Ha sido una ocasión deliciosa, ¿verdad?
—Ha sido perfecta —dije, y la besé en los labios. Veinte minutos más tarde, cuando llegué al comedor privado del Cadogan, encontré, para mi asombro, la estancia en fête. Las risas, las conversaciones a viva voz y el tintineo de las copas llenaba el caluroso y humeante aire del comedor.
—Todo el mundo parece encantado —le comenté a Walter Sickert, al que encontré de pie y solo junto a la puerta con un buen vaso de whisky con soda en la mano.
—Encantadísimo —repitió—. ¿Has oído alguna vez hablar del condenado que antes de morir pidió disfrutar de un buen banquete? Creo que el principio es el mismo. Están todos aquí… y todos parecen estar exacerbadamente animados. ¡Fúmate un cigarro! —Me ofreció uno de sus Manilas favoritos. Lo acepté, recordando colocármelo en la boca del revés.
—¿Celebramos algo?
—Así es —respondió encendiendo una cerilla y sosteniéndola en alto ante mí—. Ese cuadro que esperaba vender… ¡por fin lo he vendido! Se acabaron para mí las exposiciones y las galerías. Ya no creo en eso de vomitar todo tu pasado, tu presente y tu futuro en la habitación de un tratante durante tres semanas, barriendo con ello la virginidad de los cuadros… No, como toda madre astuta, ahora caso a mis hijas una a una, discretamente, a algunas bien, a otras mal. A ésta… ¡la he casado bien! Toma otro cigarro… para después. —Me metió otro Manila en el bolsillo delantero de la chaqueta.
No cabía duda de que Wat ya estaba borracho. Eran apenas las siete y media y sin embargo tuve la sensación de que no era él el único que había bebido demasiado. El ambiente reinante en la sala parecía rozar la histeria. A nuestra derecha pude ver al reverendo George Daubeney con el rostro encendido por el vino. Su mano derecha reposaba sobre la cabeza de Willie Hornung, al parecer ofreciendo al muchacho algún tipo de absolución. Justo delante de nosotros estaban Conan Doyle y Bram Stoker, hablando a voz en grito.
—Novedades sobre la rata gigante de Sumatra —exclamó Arthur—. ¡Ése es un relato para el que el mundo aún no está preparado!
—Cuéntelo, hombre —tronó Bram golpeando amistosamente al doctor con el puño cerrado—. Cuéntelo… y aterrorice con él a sus lectores. Es lo que desean. Es lo que tengo planeado hacer con mis vampiros.
—Y lo hará, Stoker, lo hará —intervino Charles Brookfield.
—Será mejor que me acerque a saludar a Oscar —murmuré a Wat Sickert.
—No hace falta —dijo él antes de terminarse el vino de su copa—. Le habrá visto ya, sin duda. No se le escapa nada.
Oscar estaba de pie con lord Alfred Douglas y con Francis, lord Drumlanrig, en el extremo opuesto del salón, junto a la cabecera de la mesa del comedor. Sickert estaba en lo cierto. Ya me había visto. Cuando yo me abría paso entre la multitud, él golpeó su copa de champán con un cuchillo de pescado y pidió silencio.
—El señor Sherard ha llegado. Pueden servir la cena. À table, caballeros, à table.
La compañía se congregó y se desplazó alrededor de la mesa, estudiando las tarjetas con los nombres de cada uno para encontrar su sitio.
—El menú y los vinos son los mismos que servimos la última vez que nos conocimos —gritó Oscar—, pero el placement ha cambiado en algunos casos. —Con el índice indicó a George Daubeney y a Willie Hornung que se acercaran a él—. He sentado a mi derecha y a mi izquierda, al padre y al amigo del Gentlewoman.
—Ya veo que, como de costumbre, me he llevado la peor parte —apuntó Charles Brookfield—. Sentado entre el policía y el secretario del club. —Preguntó entonces desde su extremo de la mesa—: ¿Acaso soy yo su principal sospechoso, Oscar?
—Está sentado entre hombres de alto rango, Charles —respondió Oscar dando muestras de su habitual amabilidad—. Creía que le gustaría.
Cuando todos hubimos encontrado nuestros asientos, Oscar volvió a hacer tintinear su copa de champán con el cuchillo.
—Silencio, caballeros, se lo ruego. —Ocupamos nuestros lugares detrás de las sillas y miramos a nuestro anfitrión. Él bajó la copa y volvió a dejar el cuchillo de pescado encima de la mesa. Cuando el salón guardó silencio, mantuvo durante unos segundos la tensión del momento. Iluminado desde abajo por la parpadeante luz de las velas, parecía una de las figuras de los dramáticos cuadros de Wat Sickert: el actor principal de pie ante las candilejas, a punto de declamar el prólogo de la obra. Y es que, en realidad, eso es exactamente lo que Oscar era en ese instante.
Sus ojos escudriñaron los nuestros sin prisa.
—Gracias por haber tenido la amabilidad de estar aquí esta noche, caballeros —dijo por fin—. Les estoy inmensamente agradecido por haber mostrado su disponibilidad con tan poco tiempo de antelación. Cuando hayamos cenado, explicaré exactamente por qué les he convocado hoy aquí… y por qué he pedido al inspector Gilmour y al inspector Ferris de Scotland Yard que se unan a nuestro grupo. Les damos calurosamente la bienvenida a esta reunión extraordinaria del Club Sócrates. —Asintió en dirección a los oficiales de policía al tiempo que un suave murmullo recorría la mesa—. No han venido solos —añadió, dirigiendo una mirada hacia la puerta del comedor—. Según tengo entendido, hay ocho policías dentro y alrededor del hotel esta noche…, uno de los cuales reconocerás, Robert. —Bajó la voz y se inclinó sobre la mesa hacia mí—. El feo hombrecillo del baño turco resulta no ser un asesino, sino un espía de la policía. Y no es a nosotros a quien ha estado vigilando, amigo, sino a lord Rosebery. Al parecer, el exsecretario de Asuntos Exteriores y sus socios están sometidos a una permanente vigilancia policial…
Lord Alfred Douglas chasqueó la lengua, impaciente.
—Creía haberte oído decir que estaban a punto de servir la cena, Oscar.
—Y así es, Bosie. —Oscar sonrió a su joven amigo y asintió con la cabeza hacia la mesa en un gesto de disculpa—. Demos gracias al Señor y, mientras lo hacemos, detengámonos un instante a recordar a aquellos que hemos perdido desde la última vez que nos vimos en esta habitación hace una docena de noches.
Bajó la cabeza, cerró los ojos y con sus dedos largos y elegantes se agarró con fuerza al respaldo de la silla. Nos quedamos en silencio durante al menos un minuto —o quizá más— y luego, sin que nadie le animara a ello, George Daubeney bendijo la mesa.
—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Benedic, Domine, nos et haec tua dona, quae de tua largitate sumus sumpturi, per Christum Dominum nostrum.
Al unísono, vigorosamente y a viva voz, respondimos:
—Amén.
Cuando nos sentamos a cenar, el ambiente exageradamente festivo que me había recibido al llegar al salón se transformó de inmediato. Mientras el camarero del hotel —nuestro único servicio— nos servía los hors d’oeuvres, Alphonse Byrd, el único de los presentes que vestía de noche, se movía alrededor de la mesa sirviendo el primero de varios vinos exquisitos. Era un extraordinario crémant de Alsacia, burbujeante y chispeante, que complementaba a la perfección el caviar, la langosta y atún en escabeche. Yo estaba sentado delante de Wat Sickert, que alzó su copa hacia mí y susurró:
—El condenado disfrutó de un copioso banquete.
Mientras tomaba mi vino, recorrí la mesa con la mirada. Estudié, uno a uno, los rostros de los invitados. No supe ver a ningún asesino entre nosotros. Ninguno de mis compañeros de mesa me pareció poseedor de la marca de Caín. Hasta Edward Heron-Allen (que hablaba a voz en grito con lord Alfred Douglas sobre la fornicación entre monos machos en la selva peruana) daba la impresión de ser un hombre con la conciencia perfectamente tranquila. En cada esquina de la mesa vi a tipos libres de culpa enfrascados en cómodas conversaciones. En la cabecera, Charles Brookfield charlaba amigablemente con los dos inspectores de policía; y, sentado a la cabecera opuesta, Oscar, sonriente, tenía a George Daubeney y a Willie Hornung tomados del brazo. Se inclinó sobre ellos y le preguntó a Conan Doyle:
—¿Cómo va la escultura, Arthur? Imagino que ya debe de estar casi terminada.
—Pues sí, así es. ¿Se lo ha dicho Tuie?
—No, pero le he visto tan profundamente concentrado en ella que entiendo que ha debido de estar trabajando con una fecha de entrega. Intuyo que se trata entonces de un regalo… ¿de cumpleaños?
—Acertó de nuevo, Oscar. Pero ¿el cumpleaños de quién? ¿Llegan a tanto sus poderes de deducción?
—Tiene que tratarse de una dama —dijo Oscar—. A ningún hombre se le ocurre hacer un regalo de cumpleaños a otro.
—¡Salvo cuando me regalas pitilleras para el mío! —exclamó Bosie—. Hermosas pitilleras, elegantemente inscritas. —Sacó una del bolsillo y la agitó en el aire.
Oscar ignoró a su joven amigo y siguió mirando con ojos pequeños y brillantes a Conan Doyle:
—No es para su esposa, Arthur. Su cumpleaños es en agosto, lo recuerdo bien. Tampoco para su querida, pues le conozco, amigo mío: es usted todo un caballero y jamás tendrá una. De modo que debe de ser para alguna mujer de su familia… Su madre, su tía…, ¿quizá su hermana? —Soltó la manga de Daubeney y con la mano derecha dio un palmetazo triunfal sobre la mesa—. ¿Tiene usted una hermana, Arthur? ¡Yo creo que sí!
—La tiene —exclamó Willie Hornung—, y es muy hermosa. Muy, muy hermosa.
Oscar se volvió en la silla y miró al joven amigo de Conan Doyle. Vi brillar las lágrimas en los ojos de ambos.
—Habla usted totalmente en serio, Willie. No me cabe duda. Está usted enamorado de la hermana de Arthur. Decláresele, muchacho, ¡el día de su cumpleaños!
Willie Hornung enrojeció y Arthur Conan Doyle se rió y repiqueteó con los dedos en la mesa a modo de aplauso. Oscar llamó a Alphonse Byrd, que acababa de tomar asiento entre Charles Brookfield y el inspector Gilmour.
—¡Byrd! —exclamó—. ¡Byrd! ¿Qué dice Sócrates sobre el matrimonio? Es usted un gran estudioso de los clásicos, un hombre del New College, debería saberlo…
De pronto, la mesa se quedó en silencio y todas las miradas se fijaron en Alphonse Byrd. El secretario del club vaciló durante un instante y luego se levantó despacio y miró a Willie Hornung.
—«Mi consejo es que te cases. Si encuentras una buena esposa, serás feliz. Si no, te convertirás en filósofo».
—¡Sí! —exclamó Oscar entusiasmado, despertando un coro de aplausos y de risas en la mesa.
Mientras disfrutábamos de la cena, el ambiente que reinaba en el salón se mantuvo tranquilo, pero a medida que un plato seguía al otro —y que Byrd y el camarero llenaban y rellenaban nuestras copas con exquisitos vinos—, las bromas fueron remitiendo. La conversación siguió siendo fluida alrededor de la mesa, pero el punto de histeria empezó a disiparse. A las diez —yo estaba sentado al lado de Conan Doyle, que miraba regularmente su reloj Hunter—, cuando las carnes habían sido ya retiradas, aunque antes de haber servido los postres y las delicias saladas, vi cómo Oscar llamaba al camarero y le susurraba algunas instrucciones al oído. Luego dijo en voz alta, aunque sin dirigirse a nadie en particular:
—Y ahora que estamos más calmados, creo que ha llegado el momento de empezar.