Preguntas, preguntas
A las once de esa misma noche, con una jaqueca provocada por el exceso de vino argelino, entré al salón de fumadores del Club Albemarle, en el número 36 de Albemarle Street, Picadilly. Para mi sorpresa, Oscar ya estaba allí. Le encontré de pie junto a la chimenea, con el codo derecho suavemente apoyado en la repisa de roble y la mano derecha acunando una gran copa de brandy. No estaba solo. Sentados en los sillones de cuero situados a ambos lados de la chimenea, estaban los hermanos Douglas. Bosie, que parecía ir vestido con ropa de tenis, estaba lánguidamente repantigado, con los brazos desplomados sobre el suelo, la cabeza inclinada a un lado y los ojos cerrados. Francis, lord Drumlanrig, en cambio, iba vestido de noche y estaba sentado muy erguido en el borde del sillón, con el rostro encendido y expresión alerta. Miraba a Oscar con expresión resoluta.
—No te has olvidado de nosotros —exclamó mi amigo al verme llegar—. Creíamos que quizá lo habías hecho. —Enseguida me di cuenta de que estaba de ánimo burlón.
—¿Cómo ha ido en Oxford? —pregunté acercándome al aparador y sirviéndome un vaso de brandy con soda muy poco cargado—. ¿Algún progreso?
—Oxford —dijo Oscar, que parecía extraordinariamente fresco a pesar de la hora y de que había tenido un largo día— ha sido exactamente lo que esperábamos, ni más ni menos. Me enorgullece decirte, Robert, que nuestro ensayo ha sido considerado material Alpha. Sócrates, Spinoza, Saint-Simon, Safo…, los hemos invocado a todos y el tutor de Bosie se ha quedado claramente sorprendido. Al parecer, el anciano caballero no ha reparado en que nuestras referencias han sido elegidas únicamente en base a su encanto aliterativo. No ha dejado de masticar felizmente su pañuelo durante nuestra exposición y al final nos ha ofrecido a cada uno una copa de jerez.
—¿Has leído el ensayo de Bosie en voz alta en su lugar?
—Lo he escrito y también lo he leído. Bosie se lleva los honores. Es extraordinario lo que somos capaces de conseguir cuando nos lo proponemos. Estoy seguro de que Sickert habrá compartido contigo la máxima de Whistler: «En el arte, nada importa siempre que seas sincero». Según mí experiencia, eso también es aplicable a la vida.
Lord Drumlanrig seguía mirando fijamente a Oscar. Tenía veinticinco años y no era tan apuesto como su hermano menor. Francis Drumlanrig tenía lo que Oscar llamaba «una belleza útil: de las que sirven aunque no inspiran». El joven aristócrata se adelantó aún más en el sillón.
—Si eso es todo, Oscar —dijo torpemente—, tengo que irme. Debo reunirme con lord Rosebery antes de medianoche. Me espera. Gracias por la copa.
Se levantó y tendió la mano a Oscar, que la estrechó al tiempo que se volvía a mirarme.
—Francis ha tenido la amabilidad de unirse a nosotros después de cenar —explicó—. Tenía que hacerle unas preguntas y él las ha respondido todas… y ha sido de una gran ayuda. Debo decir que se ha sometido a mí interrogatorio con una elegancia extraordinaria. —Oscar soltó por fin la mano del joven—. Se sonroja. Está avergonzado. No tiene por qué. He preguntado a lord Drumlanrig si había conocido a Victor Amteim antes de la cena celebrada en el Club Sócrates el uno de mayo. Ha reconocido que sí, aunque sólo lo había visto en una ocasión. Fue un encuentro secreto y breve, una cita a escondidas en el puente de Westminster… concertada por Amteim a petición propia.
El joven par se cuadró, con los brazos a los costados, las mejillas encendidas y los ojos firmemente clavados en la rejilla de la chimenea vacía.
Oscar prosiguió:
—Amteim le dijo a lord Drumlanrig que circulaban ciertos rumores: rumores de desagradable naturaleza que apuntaban que el mayor de los dos hombres ejercía una influencia perniciosa sobre el más joven. Como sabes, lord Drumlanrig es el secretario político de lord Rosebery. Amteim le advirtió que ciertas personas, entre ellas el propio marqués de Queensberry, decían que lord Drumlanrig y lord Rosebery eran amantes.
—Negué cualquier acción deshonesta —dijo Drumlanrig con voz ronca, sin apartar la mirada de la rejilla—. Lo negué rotundamente.
—Lo negó rotundamente —repitió Oscar con amabilidad—. Le dijo a Amteim que no se entrometiera en temas que no le concernían. Y que se ocupara de sus propios asuntos. Y lo hizo sin demasiados rodeos.
—¿Le amenazó? —pregunté.
—Sí —dijo Francis Drumlanrig, volviéndose a mirarme con unos ojos oscuros y desconcertados—. Le amenacé… por así decirlo. Le amenacé, pero no le asesiné. —Se agachó y cogió un periódico del suelo—. Ahora debo irme, Oscar. Discúlpenme. Buenas noches, Oscar. Buenas noches, Sherard.
—Vaya… —dije con un suspiro en cuanto Drumlanrig se marchó—. Vaya, vaya…
—No hay duda de que hay mucho que meditar —dijo Oscar—. Y supongo que también habrá mucho de lo que informar, Robert.
Ambos hemos tenido unos días muy ocupados. —Se terminó el vino y dejó la copa en la repisa de la chimenea—. Ahora vamonos a dormir. Pasaré la noche en el club. Te recogeré en Gower Street a mediodía. —Me rodeó la espalda con el brazo y me condujo hacia la puerta—. Vamos, salgamos de puntillas. Dejaremos a Bosie durmiendo aquí. Su triunfo en Oxford le ha dejado exhausto.
También yo estaba exhausto, y atontado. Llegué a mi habitación de Gower Street justo cuando el reloj daba la medianoche y aun así no apagué la luz hasta pasadas las tres de la madrugada. Primero, me permití distraerme releyendo e intentando esbozar una respuesta a otra inoportuna carta del abogado de mi esposa, de la que acababa de separarme. Luego decidí escribir mí diario mientras seguía teniendo frescos en la cabeza los acontecimientos del día. Y, finalmente (y también fatalmente), empecé a leer un licencioso ejemplar que George Daubeney me había recomendado durante una de nuestras visitas a la Librería Francesa. Por fin, saciado de las absurdas payasadas de las libidinosas monjas y novicias del Couvent de la Concupiscence, dejé el libro a un lado y cerré los ojos. Me quedé dormido casi al acto y desaparecí del mundo durante nueve horas. Fue Oscar quien me despertó, repicando en la puerta de la calle con su bastón.
Miré por la ventana y le saludé con la mano. Iba inmaculadamente vestido, con un chaquetón de color gris paloma y unos guantes de un tono amarillo limón (tenía ropa en un surtido de clubes y de hoteles de Londres). Él me saludó a su vez levantándose el sombrero de copa de seda negro y señaló al carruaje que nos esperaba junto a la acera. Me vestí a toda prisa (¡con la misma ropa del día anterior!) y bajé corriendo las escaleras para reunirme con él.
—No he tenido tiempo de afeitarme —me disculpé al subir al coche.
—No importa —dijo—. Vamos a un pub. Tu aspecto es exactamente comme il faut.
—Debo de parecer un espantapájaros —dije, consciente de que ni siquiera me había peinado—. Tú, en cambio, pareces muy… civilizado.
Se rió entre dientes.
—Con sombrero de copa y un chaquetón de buen corte cualquiera, hasta un contable, puede parecer civilizado. —Se retocó el capullo de rosa que llevaba prendido en el ojal de la chaqueta—. En cualquier caso, estoy encantado con mi ojal. Esta rosa recibió su nombre en honor de santa Juana de Arco. Mañana es día trece, el día de su santo. Hoy, esta rosa es blanca. Mañana, el capullo se abrirá y podrás ver unos pétalos rojos como el fuego.
—Sí —dije—. Mañana es día trece. Viernes, trece.
—Eso es —concedió Oscar—. Día de mala suerte para algunos.
Me volví a mirarle: allí estaba, ese hombre extraordinario, supremamente inteligente, superlativamente culto y profundamente civilizado.
—Eres muy supersticioso, ¿verdad?
—Digamos que me lo tomo con filosofía y lo aderezo como puedo —dijo.
Me reí.
Me miró muy serio.
—La verdad es que adoro las supersticiones, Robert. Son lo que da color al pensamiento y a la imaginación. Lo opuesto al sentido común. El sentido común es a su vez el enemigo del romance. Disfrutemos pues de cierta dosis de irrealidad y no caigamos en la tentación de volvernos ofensivamente cuerdos.
El carruaje giró hacia el sur y se adentró por Charing Cross Road.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Desgraciadamente, a ningún lugar demasiado romántico. A tomar una cerveza y unos sándwiches a un pub de Wellington Street con Bram Stoker y Charles Brookfield. Son nuestros últimos «testigos».
—¿Y qué hay de George Daubeney? —pregunté—. ¿Has interrogado al honorable reverendo?
—Aún no. Él y yo tendremos un tête-à-tête esta tarde… a instancia suya. Tiene algo que enseñarme. Algo que, según me ha dicho, hará mis delicias.
—¿También yo estoy invitado?
—No, Robert. Al parecer, lo que desea ofrecer es sólo apto para mis ojos.
—Es un clérigo curioso, ¿no te parece?
—En absoluto —exclamó—. Según me dice la experiencia, todos los clérigos están obsesionados con la carnalidad y con la corrupción. Creo que las consideran su especialidad.
Yo empezaba ya a despertarme. Las bromas de Oscar estaban reavivándome… y sus rarezas, su fino humor y la facilidad con la que aceptaba las debilidades de los demás me ayudaban a recordar por qué le consideraba la mejor compañía del mundo.
Mientras nuestro carruaje traqueteaba por Charing Cross Road hacia el Strand, y a petición de Oscar, le di un breve informe de mis encuentros del día anterior. Cuando terminé, me vi obligado a añadir:
—Me temo que no he hecho demasiados progresos, Oscar. Desgraciadamente, no estoy a tu altura. Ni tampoco a la de Sherlock Holmes.
—Olvídate de Holmes —replicó él en un alarde de cordialidad—. Has cubierto el terreno, y lo has hecho bien. Te estoy sumamente agradecido —añadió dándome una palmada en la rodilla a modo de felicitación.
—¿Y tú? —pregunté.
—Creo que algún progreso he hecho —respondió, mirando por la ventanilla del carruaje. El coche se había detenido momentáneamente: nuestro caballo parecía haberse distraído por un abrevadero situado a un lado de la calzada. Oscar se volvió a mirarme—. ¿Qué te ha parecido lord Drumlanrig? —preguntó.
Vacilé.
—¿Puedo seguir el consejo de Whistler? —pregunté a mi vez—. ¿Puedo ser sincero?
Se rió.
—¿Vas a decirme que lord Drumlanrig es nuestro asesino?
—Es muy posible, ¿no crees? —dije—. Los Douglas son una extraña familia… Irritables, testarudos, tocados por cierta sombra de locura…
—Cierto. Douglas significa «agua oscura» en gaélico. Y mi filosofía, como bien sabes, es «Nomen est omen». Pero, de todos los miembros de la familia que he conocido hasta la fecha, Francis Drumlanrig me parece el menos tocado por la locura, el más cuerdo.
—Pero Francis Drumlanrig eligió a su padrino, lord Abergordon, como víctima… y lord Abergordon está muerto. Él mismo ha reconocido que amenazó a Victor Amteim… y Victor Amteim está muerto…
El carruaje volvió a moverse. Oscar encendió un cigarrillo y asintió con la cabeza hacia mí como diciendo: «Sigue».
Y así lo hice, sin saber exactamente si debía o no hacerlo.
—Francis Drumlanrig —dije despacio— es el heredero del marqués de Queensberry, ¿no?
—Sí.
—Pero Francis no tiene buena relación con su padre porque al marqués no le gustan las compañías que frecuenta el muchacho. Lord Queensberry no siente especial simpatía por los gustos de lord Rosebery ni por los de… —vacilé.
—¿Oscar Wilde?
—Sí —dije—. El marqués de Queensberry no aprueba la íntima amistad de su hijo con Oscar Wilde. Si Francis Drumlanrig limpiara el mundo de todos los Wilde, ¿no haría eso ganar puntos al joven barón a ojos del monstruo de su padre?
—Tan ingenioso como sincero, Robert —dijo Oscar sondándome benévolamente.
Proseguí, animado por sus palabras:
—Dejando a la cotorra a un lado, había seis personas en la lista de víctimas. ¿Quién más tenía motivos para matar al menos a cuatro de ellas?
El carruaje se detenía ya. Oscar tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó con el pie.
—Oh, Robert —exclamó empujando la portezuela del coche—. ¡Ten cuidado con llegar a peligrosas conclusiones!
—¿A qué te refieres?
—A que no deberías dar por hecho que alguien tiene motivos para matar a más de una de las víctimas…
Ayudé a mi amigo a bajar del carruaje.
—No te sigo —dije.
—¿No podría nuestro asesino simplemente haber tenido a una víctima en mente… y ocuparse de matar al resto simplemente para cubrir sus movimientos, causando así la confusión para lanzarnos arena a los ojos?
Descendí del carruaje con Oscar en la esquina de Wellington Street y el Strand y, perplejo, alcé la mirada hacia el cielo despejado.
Oscar pagó al cochero y nos dirigimos al pub Duke of Wellington.
—Cerveza y sándwiches —murmuró sin ocultar su desgana en cuanto entramos al abarrotado salón lleno de humo. Enseguida vimos a Bram Stoker. Estaba en la barra, mirando hacia la puerta y esperándonos. No había ni rastro de Charles Brookfield.
—Les manda sus disculpas —dijo Stoker, dándonos a cada uno una pinta de cerveza caliente y oscura.
—¿Ah, sí? —preguntó Oscar, mirando la cerveza con ojos de una más que evidente desconfianza.
Stoker se rió. Era un hombre de constitución osuna. Tendría la misma altura que Oscar, como poco un metro ochenta y cinco, y era tan voluminoso como él. Sin embargo, mientras que Oscar parecía gordo y fofo, Stoker era fuerte y corpulento. Cuando se reía, todo su cuerpo se agitaba.
—No, Oscar. Tiene razón —rugió entre risas al tiempo que se rascaba su desaliñada barba pelirroja—. Charles Brookfield no les manda sus disculpas. Simplemente ha decidido no unirse a nosotros.
Stoker tomó su jarra y nos llevó hacia un reservado situado en un oscuro rincón al fondo de la habitación. Dispuestos en una mesa del reservado, había cuchillos, tenedores, platos, copas de vino, servilletas, una bandeja rebosante de trozos de carne fría, otra de cangrejo en salsa y dos botellas abiertas de vino de Alsacia.
—Acomódense, caballeros —dijo Stoker amigablemente—. Nunca creí que a Oscar le atrajeran demasiado los sándwiches.
—Por todas las maravillas del mundo —ronroneó él agradecido, al tiempo que acomodaba su corpulencia en uno de los bancos del reservado—. Mi felicidad ha remontado el vuelo. Gracias, Bram.
Stoker encendió una cerilla y prendió dos velas colocadas en el centro de la mesa. Tenía unos brillantes ojos azules y unas coloradas mejillas de granjero. Me sonrió.
—Oscar y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Sus padres se portaron muy bien conmigo en Dublín cuando era niño. Sir William Wilde era un héroe para mí.
—Además de médico, mi padre era escritor y anticuario —añadió Oscar a modo de explicación.
—Era un gran hombre, un buen hombre y un hombre fuerte —dijo Stoker, llenando nuestras copas—, hasta que el caso le partió la vida.
—¿«El caso»? —pregunté—. ¿Acaso sir William era también detective aficionado?
—No —respondió Oscar con una sonrisa—. Sir William era más bien un galán profesional. «El caso» fue una desafortunada calumnia. Mi padre fue acusado de haber anestesiado a una paciente con cloroformo y de haberla violado después. Naturalmente, no era cierto, pero sí lo era que la dama en cuestión y él habían mantenido una relación ilícita, aunque consentida. El caso supuso su ruina. Bram está en lo cierto. Le «partió» la vida.
—He ahí una lección para todos nosotros, caballeros —dijo Stoker, sonriéndonos desde el otro lado de la mesa—. Mantengámonos lejos de los tribunales a toda costa. ¡Salud!
Alzamos y entrechocamos nuestras copas.
—Ahora —dijo Oscar mientras se servía una porción de cangrejo en salsa— explíqueme por qué Brookfield no está aquí.
—Siente una especial aversión hacia usted, Oscar. Así de simple. Está obsesionado con usted, pero al mismo tiempo no puede ni verle. Imagino que en el Club Sócrates, durante ese infernal juego suyo, usted fue la víctima elegida por él. Está enloquecidamente celoso de usted. De hecho, todos lo estamos. —Stoker me miró y me guiñó el ojo—. Yo lo estoy desde que era jovencito.
—Bobadas, Bram —dijo Oscar encantado, volviendo a servirse otra porción de cangrejo—. Memeces. —Me miró—. Soy yo el que estaba enloquecidamente celoso. Stoker me robó al amor de mi vida. La vio, me la robó, y no volvimos a verla.
—Contaba con la ventaja de la edad, Oscar —dijo Stoker.
—Sí —respondió, oliendo el vino con evidente satisfacción—. Por lo menos me queda ese consuelo. —Tomó un sorbo del vino de Alsacia y volvió a dejar la copa en la mesa. Luego se inclinó hacia mí confidencialmente—. Florrie Balcombe, la señora Stoker, es muy hermosa.
—Lo sé —dije—. He asistido a algunos estrenos en el Liceo. He visto cómo los caballeros se levantaban en los palcos y en platea para poder verla mejor.
—Constance Lloyd, la señora Wilde, también es muy hermosa —dijo Bram Stoker sin la menor afectación.
—Cierto —dije, y noté que me sonrojaba.
—Robert está un poco enamorado de mi esposa —murmuró Oscar dándome unas cariñosas palmaditas en el dorso de la mano.
—No me sorprende —dijo Bram Stoker—. Supongo que eso debe de ocurrirle a la mayoría de los hombres.
—Y aun así —dijo Oscar inclinándose hacia atrás en el banco y encendiendo su primer cigarrillo desde que habíamos ocupado nuestros asientos— hay un hombre que quiere matarla.
—No es posible —dijo Stoker—. No puedo creerlo.
—Pues es cierto —replicó Oscar con voz queda. Se inclinó hacia delante para acercarse más a nuestro anfitrión—. ¿A quién eligió como «víctima» cuando jugamos a mi condenado juego?
—Al Tiempo, el Viejo Escultor —respondió Stoker con una sonrisa. Se tiró de la barba con gesto contrito—. Cumpliré cuarenta y cinco años en noviembre.
—¿Y cuál es su «secreto», amigo mío?
—¿Mi secreto? Mi secreto es una tontería. Mi secreto es que en el fondo de mi corazón sigo teniendo veinticinco.
—Vaya —dijo Oscar, terminándose el vino de su copa—. En el fondo de mi corazón yo ni siquiera he cumplido los diecinueve.
Nos tomamos las dos botellas de vino de Alsacia y pedimos una tercera. Hablamos de la juventud y de la belleza, del buen vino y de la buena comida. Bram amonestó a Oscar cuando éste fue a servirse una tercera porción de cangrejo. Cangrejo en salsa. Según dijo, el cangrejo en salsa le había llevado a soñar con vampiros. Hablamos de la sátira sobre El abanico de lady Windermere de Charles Brookfield, y de los retratos de actrices en deshabillée de Walter Sickert; de George Daubeney, de casas en llamas y de ropa interior femenina (el abuelo de Bram había sido fabricante de enaguas). Hablamos de cotorras, de monos y de asesinatos: Bram había regalado un mono como mascota a W. S. Gilbert y nos habló de un conocido suyo[20] que reconocía haber asesinado en una ocasión a un desconocido «casualmente y sin motivo alguno». Fue un almuerzo maravillosamente amistoso y, aunque tocamos muchos temas periféricos a nuestro «caso», no estuve muy seguro de hasta qué punto habíamos hecho algún progreso realmente sólido.
A las tres, no obstante, una vez más en la esquina de Wellington Street y del Strand, Oscar se declaró claramente satisfecho. Bram Stoker había regresado al Liceo (para asistir a los ensayos del King Lear del señor Irving) después de insistir en pagar el almuerzo («Yo me llevé a la chica, Oscar. Puede quedarse con el cangrejo en salsa») y tras haber consentido en asistir al Hotel Cadogan la noche siguiente, lo que, según sus propias palabras, sería «el extraordinario encuentro adicional del Club Sócrates».
—Espero que sepa lo que hace, Oscar —exclamó Bram alegremente mientras se alejaba calle arriba en dirección al teatro—. Y no tema…, llevaré a Brookfield a su cena, se lo prometo.
—¿Y ahora qué, Oscar? —pregunté.
—¡Quedas en libertad, mi Ariel! Al menos por esta tarde… Vuelve a Gower Street y pon fin al problema con el abogado de tu esposa. Yo pasaré a hacerle una breve visita al inspector Gilmour. Necesito asegurarme de que mañana por la noche se unirá a nosotros. Después tengo mi cita con el honorable reverendo George Daubeney… en Beak Street, en la trastienda. Según me ha dicho, no me decepcionará… Y más tarde, Robert, lo creas o no, me iré a casa. Vuelvo al calor de la familia. Esta noche ceno con mi esposa.
—Me alegra oírlo —dije estrechando calurosamente de pronto la mano de mi amigo—. Como debe ser, Oscar. ¿Y mañana?
—Mañana es día trece —dijo—. Mañana será otro día.
—¿Desayunamos juntos? —pregunté.
—No, mañana no —respondió agitando su bastón hacia un coche que pasaba en ese momento—. Mañana pasaré el día en Eastbourne, Robert. Tomaré el primer tren. Y tú, si eres tan amable y encuentras el momento, pasarás el día en Tite Street. El señor Heron-Allen no te molestará. La señora Heron-Allen ha regresado a la ciudad, así que también el señor Heron-Allen debe regresar al calor del hogar… Mañana necesito que seas el ángel guardián de Constance, amigo. Ve a Tite Street a las diez de la mañana, Robert. Y, hasta que yo te lo diga, no pierdas a mi esposa de vista.