24.

Preguntas

Al final de la tarde, Edward Heron-Allen se marchó por fin. La familia se reunió en la puerta del número 16 de Tite Street para despedirle. Oscar abrazó calurosamente a su joven amigo y los dos niños se abrazaron a sus piernas, intentando impedirle que se fuera. Vi cómo Constance le acariciaba afectuosamente la oreja y la mejilla mientras la daba un beso de despedida.

—Yo también debo irme —dije, cuando Constance se llevó a los niños arriba para bañarles y contarles sus cuentos.

—¿Una copa de champán antes de marcharte? —sugirió Oscar. Fue hasta el fondo del pasillo y gritó hacia la cocina—. ¡Arthur! —Me llevó entonces a su estudio, decorado en rojo y amarillo, de la planta baja. El suelo estaba sembrado de un batiburrillo de montones de papeles y de tambaleantes pilas de libros. Oscar se abrió paso por la habitación hacia su célebre escritorio (el mismo en el que Thomas Carlyle había escrito su Historia de la Revolución Francesa) como un sapo obeso saltando entre hojas de loto—. Mira esto —dijo.

—¿Qué es?

Sostuvo entre el índice y el pulgar un diminuto objeto curvo parecido a una uña engastada en plata.

—Es un espolón de gallo mexicano…, según Heron-Allen.

Al parecer, es el orgullo de su colección. Lo ha traído esta mañana. Le ha parecido que me interesaría verlo. —Me dio la hoja en miniatura—. Cuidado. Está afilada como una cuchilla.

Examiné atentamente el reluciente espolón —estaba tan pulimentado que llegaba a brillar— y se lo devolví a Oscar, que lo dejó encima del escritorio.

—Demasiadas preguntas, Robert —murmuró—. Demasiadas preguntas y muy poco tiempo.

—Si ésta es una carrera contra el tiempo, Oscar —dije, bajando la voz—. Si realmente crees que tu vida puede verse amenazada el viernes, ¿crees que tu visita a Oxford de mañana es esencial?

—Lo es —respondió sin mirarme, pero cogiendo un libro de lo alto de uno de los montones y hojeándolo—. Y no lo digo pensando en Bosie.

—¿Quién mató a la cotorra, Oscar? —pregunté. No dijo nada, sino que siguió leyendo—. ¿Quién mató a la cotorra? —siseé.

Apartó los ojos del libro para mirarme.

—Estás empezando a hablar como Charles Brookfield, Robert.

—Pero si lo sabes debes decírmelo, Oscar.

Se rió.

—Y ahora estás empezando a hablar como Bosie. Debes escribir tu propio ensayo, Robert… Comprueba la evidencia por ti mismo; llega a tus propias deducciones; saca tus propias conclusiones.

—Ah… —dije con una sonrisa, recostándome sobre el respaldo de la silla y cruzándome de brazos—. No lo sabes con seguridad, ¿es eso?

Cerró el libro de golpe.

—Tienes razón, Robert. Creo saberlo, pero no estoy seguro. No estoy nada seguro. Como bien nos recuerda Sócrates, el verdadero conocimiento radica en saber que no sabemos nada. El rompecabezas sigue siendo un auténtico revoltijo. Todavía quedan secretos por desvelar.

Arthur, el mayordomo, llegó con el Perrier Jouët. Dejó la bandeja con el champán en la mesita que estaba colocada junto a la puerta del estudio y saludó a su señor con una inclinación de cabeza. Oscar le devolvió el gesto.

—Sirve el champán, Robert. Necesitamos vaciar la botella y despejar nuestras cabezas. ¿Tienes a mano tu libreta y el lápiz?

Mientras tomábamos el burbujeante champán —estaba maravillosamente frío; «puro y amarillo como un rayo de luna de mayo», dijo Oscar— fui tomando nota de las instrucciones de mi amigo. Mientras él estaba en Oxford, yo me quedaría en Londres. Volvería a visitar a Byrd al Hotel Cadogan y reservaría allí un salón privado para celebrar una cena el viernes por la noche. Oscar me pidió que diera instrucciones a Byrd para que invitara a todos los que habían estado presentes en el encuentro del Club Sócrates celebrado el domingo, 1 de mayo, a que volvieran al Cadogan con motivo de una cena especial —«una cena conmemorativa»— la noche del día 13.

—Dile a Byrd que, como la vez anterior, seremos catorce para la cena. Dile también que quiero que nos sirvan el mismo menú… y los mismos vinos.

—¿Y la misma disposición de asientos? —pregunté.

—No exactamente —dijo—. Puedes decirle que yo mismo me encargaré del placement. Y, Robert, podrías ponerte en contacto con el inspector Gilmour de Scotland Yard y preguntarle si estará libre para unirse a nosotros. Pídele que venga acompañado de algún oficial como invitado.

—¿Quieres tener a la policía en la cena?

—Sí —respondió lanzando una mirada soñadora a su champán—. Sin Victor Amteim y el pobre Bradford Pearse, nos faltará gente a la mesa.

Sorteó con cuidado las hojas de loto de libros y de papeles y se quedó de pie mirando por la ventana que daba a Tite Street.

—Y mientras estés con Gilmour, intenta descubrir cuáles son sus progresos sobre la identificación de los «notables villanos» que, según sus sospechas, son los culpables del asesinato de Amteim. Y entérate de si ha recibido alguna noticia de Eastbourne…, ya sea de la policía o de los guardacostas.

Vacié mi copa y volví a depositarla en la bandeja.

—Sin duda voy a estar ocupado —dije guardándome el lápiz y la libreta en el bolsillo.

—Eso espero —respondió, y se volvió hacia mí con una sonrisa—. Y, si tienes tiempo, quizá podrías visitar a alguno de nuestros testigos. No hemos interrogado al joven Willie Hornung. Y tampoco hemos oído lo que Wat Sickert tiene que decir.

—¿Crees que pueden tener algún «secreto», Oscar?

—Tendrán secretos, Robert, no te quepa duda. Lo realmente importante es saber si sus secretos son relevantes para el caso que nos ocupa. —Se volvió a mirar por la ventana—. Y ahí tienes tu coche —anunció—. Justo a tiempo.

—Yo no he pedido ningún coche —dije sorprendido.

—Lo sé —respondió dedicándome otra resplandeciente sonrisa—. Lo he pedido yo. Es mi regalo.

—¿Cuándo lo has pedido, Oscar? —pregunté receloso.

—Ahora mismo.

—¿Ahora mismo? —repetí divertido.

—Sí —fue su respuesta—. Ahora mismo.

Le miré. El vino había dado color a sus mejillas. De pronto, parecía exultante.

—Cuando Arthur nos ha traído el champán —explicó—, le he dado la señal. Es un arreglo que tenemos nosotros. Yo junto las manos a modo de salaam. Si junto los cuatro dedos de cada mano, eso significa que le estoy pidiendo que salga a la calle y que me pida un carruaje de cuatro ruedas. Si lo que necesito es uno de dos, en mi salaam simplemente junto las yemas de dos de los dedos de cada mano. —Me dedicó una inclinación de cabeza y juntó las manos a modo de demostración—. Sabía que tenías que volver a casa después de nuestra copa. Se me ha ocurrido que te iría bien tomar un coche, eso es todo.

—Eres extraordinario, Oscar.

—Me gusta pensar que eso es cierto —dijo feliz—. Y tú eres un buen amigo, Robert…, aunque tienes que aprender a ser más observador. —Sacó del bolsillo de la chaqueta su cartera de piel de serpiente verde (era su favorita) y extrajo de ella tres billetes de una libra que enseguida me ofreció—. Para tus gastos de mañana, amigo mío. Y no admito protestas. Tú tienes muy poco dinero y yo mucho. Si no lo reparto ahora, seguro que con el tiempo terminarán robándomelo.

—Gracias —dije—. Anotaré todos mis gastos.

—¡Ni hablar! ¡Ni se te ocurra, por el amor de Dios! —gritó, visiblemente alarmado ante semejante posibilidad. Me rodeó la espalda con el brazo y me acompañó a la puerta—. No eres un empleado bancario, Robert. Ni tampoco un contable. Eres un poeta publicado y biznieto de un laureado. Alguien como tú debería saber que las riquezas materiales poca importancia tienen. A todo hombre pueden robarle sus riquezas materiales, cosa que jamás puede ocurrir con las riquezas auténticas. En el arcón del tesoro de tu alma hay infinidad de cosas preciosas que nadie podrá arrebatarte jamás.

Miré su rostro sonrojado y sonreí.

—¿He oído eso antes en algún sitio, Oscar?

—¿Acaso hemos tomado el champán demasiado deprisa? —preguntó. Me besó en la frente—. Adiós, Robert. —Se despidió de mí con la mano—. Si mañana por la noche llego a tiempo, nos tomaremos una última copa en el Albemarle. Pongamos a las diez… ¿A las once como muy tarde? Hasta entonces, bonne chance, mon brave! —Cuando subía al coche, le oí decir—: No me parece que Heron-Allen sea nuestro hombre, ¿estás de acuerdo conmigo?

No supe qué pensar. No sabía por dónde empezar a hacerlo. Oscar era un excelente detective porque, a pesar de ser poeta, era también un estudioso de la cultura clásica. Aunque su modo de emplear las palabras era elaborado y adornado, florido y plagado de extravagantes giros, pensaba con una precisión absoluta. No era simplemente un hilador de frases perfectas: tenía una profunda comprensión de la gramática y de la sintaxis, la imaginación de un poeta y una gran capacidad de análisis exhaustivo. A la mañana siguiente, la del miércoles, 11 de mayo de 1892, agradecí haber tomado al menos nota de sus instrucciones.

Hice exactamente lo que me había pedido. Empecé el día tomando un coche al Hotel Cadogan, en Sloane Street. Allí vi a Byrd y le pedí que hiciera las disposiciones oportunas para la cena del Club Sócrates del viernes por la noche. Me aseguró que estaría encantado de satisfacer los deseos de Oscar. Desde el hotel llamé por teléfono a Arthur Conan Doyle y fue él quien me dio los detalles sobre dónde podía encontrar a su joven amigo Willie Hornung. Desde Sloane Street tomé otro coche a Fleet Street y encontré allí a Hornung en mangas de camisa y con su pince-nez, sentado en el rincón más oscuro de las pobremente iluminadas oficinas del sótano de una «conocida publicación» de la que yo jamás había oído hablar.

Resultó que Hornung había sido nombrado recientemente ayudante de dirección del Gentlewoman: An Illustrated Weekly Journal for Gentlewomen. El pobre hombre, sentado en un taburete alto, pluma en mano, lograba parecer consternado y desesperado a la vez.

—No tengo tiempo para hablar —dijo dejando la pluma sobre la mesa y mesándose ansiosamente los densos y rubios cabellos—. Tengo que terminar un artículo sobre la goma de mascar antes del almuerzo. ¡La goma de mascar! ¿Se imagina? Dicen que es la última moda en Norteamérica y que, para Navidad, toda dama que se precie estará mascando la dulce goma del señor Wrigley. Yo no me lo creo…, pero el editor insiste. Es un ogro. Ojalá hubiera aceptado el puesto que me ofrecieron en el Forget-Me-Not. Es otro semanario femenino, aunque compuesto básicamente de ilustraciones. Me habría limitado simplemente a escribir los pies de foto. Arthur me aconsejó que optara por este puesto… y así lo he hecho, aunque no lo estoy disfrutando en absoluto, se lo aseguro. Ni un ápice.

Me quedé unos minutos con el infeliz joven en su anodino rincón, consolándole con la premisa de que Oscar había sido en su día editor de una revista femenina mientras formulaba al pobre muchacho unas preguntas sobre la noche del 1 de mayo y le apremiaba para que me revelara sus «secretos». Según me dijo, recordaba muy poco de la cena del Club Sócrates. Se había sentido muy «abrumado» por la ocasión. Sí recordaba que Bradford Pearse, que estaba sentado a su lado durante la cena, parecía haber bebido considerablemente y también lo que describió como «una desagradable conversación» entre Charles Brookfield y Arthur Conan Doyle.

—¿Recuerda lo que se dijo en esa conversación? —pregunté.

—Arthur decía que creía que Oscar había errado en su vocación, y que, de haberlo elegido, podría haberse convertido en un detective privado tan brillante y perceptivo como el propio Sherlock Holmes. Brookfield se burló de sus palabras y respondió: «La idea de que Oscar Wilde pueda ser detective es del todo absurda. Aunque, bien pensado, también lo es la figura de Oscar Wilde como persona. Oscar Wilde es un charlatán».

—¿Eso dijo en la cena?

—Después de la cena, cuando nos preparábamos para marcharnos. Supongo que estaba borracho.

—¿Y Conan Doyle le reprendió por sus palabras?

—Arthur se mostró muy calmado, muy digno. Simplemente dijo: «Señor Brookfield, la historia le demostrará que los llamados charlatanes son siempre los pioneros. Del astrólogo vino el astrónomo; del alquimista, el químico; del hipnotizador, el psicólogo experimentado. El matasanos de ayer es el profesor de mañana. El señor Wilde nada tiene de absurdo. Simplemente vive muy por delante de su tiempo».

—¿Y qué respondió a eso Brookfield?

—«Un hermoso discurso, sin duda, señor, pero no pienso cambiar la opinión que tengo de Oscar Wilde».

Mientras hablaba, Hornung no dejó de mirar por encima del hombro como si temiera la inminente llegada del monstruoso editor que le había empleado como asistente.

—Perdóneme, Robert —dijo—. Debo volver a mi goma de mascar.

—¿Y qué hay de su «secreto»? —pregunté—. Oscar dice que todo el mundo tiene su «secreto». ¿Cuál es el suyo?

Hornung soltó una risilla nerviosa y se empujó el pince-nez sobre el puente de la nariz.

—Oscar ya conoce el mío. Es mi nombre…

—¿Su nombre?

—Me hago llamar William. De hecho, aunque todo el mundo me conoce como Willie, ése no es mi nombre de pila.

—¿Y ése es su secreto?

—Sí —respondió, volviendo a mesarse los cabellos.

—¿Y cuál es su nombre de pila? —pregunté.

—Ernesto —dijo—. Mi nombre es Ernesto. A Oscar pareció resultarle muy divertido.

Dejé a Hornung y caminé bajo la primaveral luz del sol desde Fleet Street al Strand, bajando por Savoy Hill a la orilla del río, pasando por delante del Gatti’s de las Arcadas (el teatro de variedades favorito de George Daubeney y de Wat Sickert) y de la estación de Charing Cross hacia Scotland Yard. El inspector Gilmour no estaba en su oficina y no se le esperaba hasta antes del anochecer. Había salido a resolver un caso («en el East End», siguiendo el rastro de un puñado de «conocidos villanos») y su ayudante y el ayudante de su ayudante habían salido con él. Según me dijo el sargento que estaba en recepción, un amable oficial ya entrado en años, podía esperar «noticias sobre el asesinato de Amteim en cualquier momento. Desde luego, a lo largo de la semana». Dejé una nota a Gilmour, firmada en nombre de Oscar, en la que le invitaba a cenar al Hotel Cadogan el viernes por la noche a las siete y media, conminándole a que llevara con él a uno de sus ayudantes.

Desde Scotland Yard me dirigí al puente de Westminster, donde tomé otro coche a King’s Road, con destino al Chelsea Arts Club. Encontré a Walter Sickert en la sala común del club, el gran estudio situado en la parte trasera del edificio, sentado a solas con un plato de jamón y de cebollas en vinagre y una botella de vino argelino. Cuando llegué, estaba leyendo una carta. Levantó hacia mí la mirada con lágrimas en sus ojos color verde esmeralda.

—Sírvase una copa —dijo, empujando la botella de vino hacia mí—. Estoy leyendo una carta de un amigo que vive en París. Conocía a Van Gogh, el pintor holandés que se suicidó.

Me serví una copa de vino.

—A pesar de que los cuadros de Van Gogh están llenos de vida, de sol y de color, el pobre hombre fue tan desgraciado en este mundo que se suicidó. —Agitó hacia mí la carta que estaba leyendo—. ¿Sabe cuáles fueron las últimas palabras de Van Gogh antes de morir? «La tristesse durera toujours».

—La tristeza durará por siempre —traduje.

—No —dijo Sickert, llevándose la copa a los labios—. «La tristeza jamás desaparecerá». No es lo mismo… —Ensartó una cebolla en vinagre con el tenedor—. ¿Cree usted que era así como se sentía Bradford Pearse?

—¿Ha tenido noticias de él? —pregunté.

—Ninguna —dijo—. ¿La ha tenido Oscar?

—No lo creo.

Sickert se sonó la nariz con un enorme pañuelo azul y asintió con la cabeza hacia el sobre pequeño y abierto de color de ante que estaba junto a la carta sobre la mesa.

—Oscar me ha enviado un telegrama. Me ha dicho que pasaría usted a verme. Es un buen hombre…, un poco absurdo, naturalmente, pero básicamente bueno.

Sonreí. Me resultó divertido oír a Wat Sickert, con su desproporcionada pajarita, sus polainas amarillas y el bigote encerado, describir a Oscar como «un poco absurdo».

Sickert prosiguió:

—Conozco a Oscar desde que era niño. Como ya debe de saber, solía venir a pasar las vacaciones con mi familia. Fue maravilloso con mi madre cuando mi padre murió. No había forma de consolar a mamá… hasta que llamábamos a Oscar. Le hablaba de mi padre con una inmensa dulzura y con un humor muy tierno. Con él, mamá volvió a aprender a reír. —Se enjugó más lágrimas de los ojos y agitó la botella vacía en el aire con la esperanza de captar la atención del camarero—. Naturalmente, hay gente que no soporta a Oscar… y que le tiene por un espantoso aburrido. ¿No fue usted quien me dijo que Victor Hugo se quedó dormido durante una de las piezas más ingeniosas de Oscar?

Me reí.

—Así fue. —El camarero llegó con una nueva botella—. Claro que en esa época monsieur Hugo ya era muy anciano —añadí.

Sickert volvió a llenar nuestras copas.

—Brindemos a la salud de Oscar —dijo—. Es un gran hombre, y un encanto. Y también un gran amigo. No tardará en desvelar el secreto de estas misteriosas muertes, acuérdese de lo que le digo. ¿Quién mató a la cotorra? ¿Quién empujó al pobre Bradford Pearse a su desgracia? ¿Quién acuchilló las muñecas del boxeador? Yo no tengo la menor idea, pero sé que Oscar descubrirá la verdad. Es un genio para este tipo de cosas.

Cogí una de las cebollas en vinagre del plato de Sickert.

—Gilmour de Scotland Yard también está a cargo del caso —dije.

El pintor dejó la copa sobre la mesa con un gesto dramático, salpicando la mesa de vino.

—Olvídese de Gilmour de Scotland Yard —exclamó con tono reprobador—. Oscar lo hará, y lo hará él solo, sin la ayuda de nadie. Dos pintores se sientan juntos pintando el mismo objeto, pero sólo uno de los cuadros vale. Whistler me enseñó eso. Whistler decía a menudo que «el secreto del éxito está sólo en una paleta». Oscar resolverá este caso sin ayuda. —Se rió y volvió a llenarse de vino la copa—. Y eso es una gran suerte porque, desgraciadamente, yo no tengo ayuda que ofrecerle. Ni un solo recuerdo que pueda serle de utilidad, ni tampoco ningún útil aperçu. Debo terminarme el vino y volver a mi estudio. ¿Qué planes tiene para esta tarde, Robert? Yo estaré descubriendo los encantos de una nueva modelo. Pasaré el resto del día en compañía de una piel inmaculada, dotada de unos diminutos tobillos, gráciles muslos, una fina cintura y unos pechos tan pequeños y firmes que bien podrían ser los de un muchacho… ¿Alguna vez ha pintado una virgen, Robert?

—No —respondí—. No soy pintor.

—¿Y se ha acostado con alguna? —añadió agitando la copa en el aire—. Es prácticamente lo mismo.