La cuadrícula de Oscar
A la mañana siguiente, la del martes, 10 de mayo de 1892, cuando, según mi diario, las calles de Londres amanecieron «húmedas y sombrías» y el cielo estaba «nublado y amenazador», me reuní con mi amigo Oscar Wilde en el comedor de paredes revestidas de paneles de roble del Hotel Cadogan poco después de las diez y media. Había acudido al hotel en respuesta a su urgente convocatoria: un telegrama que había llegado a mi habitación de Gower Street a las nueve:
VEN AL CADOGAN DE INMEDIATO.
TRAE CHANCLOS E INSPIRACIÓN. OSCAR.
Encontré a mi amigo sentado solo a una mesa de un rincón, rodeado de los restos del desayuno. Sostenía un lápiz y un cigarrillo en la mano derecha; en la izquierda, una copa de vino portugués Arinto. Tenía delante un pliego de papel densamente abigarrado de líneas, fechas, nombres y rectificaciones.
Cuando me acerqué a la mesa, Oscar levantó los ojos y me miró. Llevaba el pelo perfectamente cepillado y acababa de afeitarse, pero tenía un par de círculos de color ocre bajo sus ojos enrojecidos.
—¿Ha dejado ya de llover? —preguntó, sonriéndome afectuosamente y fumando su cigarrillo sin prisa.
—Por el momento —respondí. Me senté a su lado y recorrí la mesa con los ojos en busca de una taza de café—. ¿Cómo estás esta mañana? —pregunté.
Cerró los ojos y exhaló por la nariz un largo y lento mistral de humo de cigarrillo.
—Estoy exhausto, Robert. Completamente. —Y, sin soltar el cigarrillo ni el lápiz, cogió la cafetera y me sirvió una taza—. Creía que el desayuno me animaría. He pedido arenques ahumados. ¡Menuda locura, Robert! Los arenques en el desayuno son como los adoquines en la callejuela de una catedral: una atractiva perspectiva y un maldito trabajo cuando te toca enfrentarte a ellos. Me he pasado una hora quitándoles las diminutas espinas.
—¿Qué es esto? —pregunté, indicando el pliego de papel.
—Esta es la razón que me ha llevado a convocarte aquí hoy, Robert. Es mi cuadrícula.
—¿Tu cuadrícula? —repetí confundido.
—Una nueva herida infligida al lenguaje, Robert; una deformación derivada de la palabra «cuadro». Desde el siglo catorce el conjunto de cuadros se ha utilizado como una simple parrilla para asar alimentos sobre el fuego. En el siglo diecinueve, el conjunto de cuadros ha derivado en «cuadrícula», que a su vez se ha convertido en una herramienta esencial para los investigadores y estudiosos. Como bien recordarás, Robert, en 1871 inicié mis estudios en el Trinity College de Dublín, donde gané la Medalla de Oro de Berkeley en Griego y fui elegido beneficiario de una de las becas dotadas por la reina. Recordarás también que en 1874 me fui a Oxford, donde se me concedió una beca en el Magdalen College y que en 1876 conseguí una matrícula de honor en Estudios clásicos. Dos años más tarde, logré una nueva distinción en Literae humaniores y, en 1878, mi carrera universitaria alcanzó su clímax cuando leí el poema que me valió el Newdigate Prize en el sagrado recinto del Sheldonian Theatre. —Hizo una pausa mientras el camarero me servía una copa de Arinto y rellenaba la suya. Oscar tomó un sorbo de vino y prosiguió—: Sin duda esos logros escolásticos tuvieron su importancia, Robert, o al menos así lo sintió mi madre, pero no era suficiente, o no del todo… Puedo soñar en hexámetros virgilianos, puedo traducir a Homero de corrido, puedo desenmarañar a Tucídides con un simple parpadeo, pero para llegar a controlar el caso que nos ocupa, amigo, es decir, para empezar a controlarlo…, ¡necesito una cuadrícula!
No pude reprimir una risilla.
—Y bien, ¿qué es exactamente esta cuadrícula? —pregunté.
—Es una ingeniosa red de líneas perpendiculares y verticales uniformemente espaciadas. Es la suerte de sistema que Miguel Ángel o Galileo deberían haber concebido hace siglos, pero que al parecer no supieron ver. En esencia, es un sistema para ordenar tus pensamientos. Y, en el caso que nos ocupa, los míos han estado claramente revueltos.
—¿Y ahora?
—Ahora, al menos —dijo pasándome el pliego de papel por encima de la mesa—, entiendo la naturaleza del desorden. He dispuesto toda la información de que disponemos en la cuadrícula.
Estudié atentamente el pliego de papel. Era fácil de leer. Oscar era extravagante en sus modales y florido en su discurso, pero su letra era sorprendentemente pulcra.
LA CUADRÍCULA DE OSCAR.
La cuadrícula creada por Oscar Wilde durante el desayuno del Hotel Cadogan el martes, 10 de mayo de 1892
Nombre de la «víctima» | Elegida por | Fecha y acontecimiento |
---|---|---|
Señorita Elizabeth Scott-Rivers | Honorable reverendo George Daubeney | Domingo, 1 de mayo Muerte por fuego |
Lord Abergordon | Lord Drumlanrig | Lunes 2 de mayo. Muerte natural |
Capitán Flint | Lord Alfred Douglas | Martes, 3 de mayo. Psittacicidio |
Sherlock Holmes | Willie Hornung | Miércoles, 4 de mayo |
Bradford Pearse | ¿? | Jueves, 5 de mayo. ¿Asesinato o suicidio? |
Victor Amteim | Robert Sherard | Viernes, 6 de mayo |
Victor Amteim | Walter Sickert | Sábado, 7 de mayo |
Victor Amteim | ¿? | Domingo, 8 de mayo |
Victor Amteim | ¿? | Lunes, 9 de mayo. ¿Asesinato o suicidio? |
El Tiempo, el Viejo Escultor | ¿? | Martes, 10 de mayo |
Eros | Victor Amteim | Miércoles, 11 de mayo |
Papeleta en blanco | ¿OW y Arthur Conan Doyle? | Jueves, 12 de mayo |
Sr. Oscar Wilde | ¿? | Viernes, 13 de mayo |
Señora de Oscar Wilde | ¿? | Sábado, 14 de mayo |
—¿Y qué nos dice todo esto?
—Nos dice lo que no sabemos, que es mucho…, y también nos dice que parte de lo que sabemos carece por completo de sentido.
Le miré confundido.
—Sabemos quién estaba en el condenado encuentro del Club Sócrates la noche del uno de mayo, pero todavía no sabemos con todo detalle qué víctima escogió cada uno de los invitados. Necesitamos averiguarlo. Esta mañana, antes de desayunar, he telefoneado a Arthur Conan Doyle.
—¿Cómo estaba? —pregunté.
—En plena forma. Nunca ha estado mejor. Convencido de que el inspector Gilmour tiene razón y la extraña y sangrienta muerte de Amteim nada tiene que ver con nosotros. Según palabras de Arthur, se trata simplemente de una «desafortunada coincidencia». Todavía no eran las nueve cuando he hecho mi llamada. El buen doctor había completado ya sus ejercicios gimnásticos y había desayunado unas gachas y no arenques, como hombre sensato que es. Me ha dicho que había planeado pasar la mañana en su cabaña, moldeando el barro húmedo mientras pensaba en la forma de librarse de una vez por todas de Sherlock Holmes. Estaba de tan buen humor como un niño de coro en Navidad… hasta que le he hecho una pregunta sobre el uno de mayo…
—Ah —murmuré, inclinándome hacia delante.
Oscar me sonrió.
—Eres un público encantador, Robert. Nunca te faltarán los amigos.
—¿Y bien? —dije—. ¿Qué le preguntaste?
—Le pregunté al doctor Doyle si me había elegido a mí como su «víctima» particular la noche en que jugamos a ese estúpido juego de «Asesinato». Pareció horrorizado por la pregunta… De hecho, incluso conmocionado ante semejante sugerencia. «¿Por qué iba a elegirle, Oscar?», preguntó. «¿Y por qué no?», fue mi respuesta. «Willie Hornung eligió como víctima a Sherlock Holmes», le recordé, «y Willie es amigo suyo». «Willie no es más que un idiota», dijo Arthur. «¿Fue usted quien me eligió, Arthur?», insistí. «Por supuesto que no», respondió, y lo dijo realmente indignado. «Entonces, ¿a quién eligió?», le pregunté. —Oscar tomó otro sorbo de vino. Lo tragó despacio y cerró los ojos.
—¿Y bien? —le apremié impaciente.
Abrió los ojos y me miró fijamente.
—«A nadie», dijo Arthur. «No he elegido a nadie».
—¿Qué diantre ha querido decir con eso?
—«¿Qué quiere decir, Arthur?», le pregunté. «¿No eligió a nadie?». «Eso es», repitió él. «No deseaba participar en el juego, de modo que no elegí a nadie. La papeleta en blanco que sacamos de la bolsa era la mía».
—Vaya… —dije.
—Bien puedes decirlo, Robert —dijo Oscar con una sonrisa—. Le dije entonces a Arthur por teléfono: «No puede ser suyo el papel en blanco que sacamos de la bolsa, amigo mío». «¿Y por qué no?», preguntó. «Porque, Arthur, la papeleta en blanco que sacamos de la bolsa… era mía», le expliqué.
—Pero, Oscar —dije con suma cautela—, yo estaba en la cena. Te estuve observando durante el juego y estoy seguro de que te vi escribir un nombre en tu papeleta… Estoy convencido.
—El ojo puede ser engañoso, Robert. Sin duda me viste apoyar la punta de la pluma en un trozo de papel, pero la punta estaba seca. Moví la pluma sobre el papel, pero no dejé en él marca alguna.
—Santo cielo —murmuré, dejando la copa sobre la mesa—. Eso significa que…
—Sí… —musitó Oscar, encendiendo otro cigarrillo—. De la bolsa sólo se extrajo una papeleta en blanco, pero hay dos personas que afirman ser propietarias de la misma… y dos personas en las que uno en principio confía. El cristal se oscurece, Robert. La trama se espesa. El misterio se enturbia. A pesar de mi cuadrícula, estoy perdido. Quizá como el pobre y condenado Holmes, debería buscar la inspiración en las drogas o en el violín. ¿Tienes cocaína en tus habitaciones, amigo? ¿O un Stradivarius que puedas prestarme?
—No —respondí entre risas—. El único instrumento musical que tengo es un triángulo. Si lo quieres, estaré encantado de prestártelo.
—¿Un triángulo? Qué sabio de tu parte, Robert. Y qué fácil de llevar.
Sonreí y volví a mirar la cuadrícula.
—¿Qué quiere decir «Psittaricidio»? —pregunté.
—«Asesinato de cotorras» —respondió—. Me preocupa tu educación clásica, Robert. ¡Eres el biznieto de William Wordsworth!
Decidí pasar por alto el comentario.
—Las muertes de este caso son ciertamente muy inusuales —apunté.
—¿Verdad? —dijo inclinándose hacia delante—. Elizabeth Scott-Rivers consumida por el fuego; Bradford Pearse desaparecido entre las olas; en cuanto a Victor Amteim, estamos ante una muerte provocada por cientos de cortes…, un homicidio de dimensiones apocalípticas.
—Lord Abergordon muerto mientras dormía —dije devolviéndole el pliego de papel.
—O al menos eso es lo que nos han dicho. —Se bebió el vino de su copa y apagó vigorosamente el cigarrillo. Luego indicó con la mano al camarero que nos trajera la cuenta—. ¿Cómo crees que planea matarme el asesino? —preguntó con una sonrisa.
—¿Realmente crees que tu vida corre peligro, Oscar?
—Ya has visto al feo hombrecillo de piel cetrina y ojos de hurón. Me sigue por alguna razón, Robert…, y no creo que sea benigna. Sin duda mi vida corre peligro… y también la de Constance. La he amado y le debo mucho. Me casé con ella y ahora debo protegerla.
—Quizá deberías pedirle a Gilmour que pusiera vigilancia policial en Tite Street —sugerí.
—Aún no. Constance no sabe todavía nada de todo esto. No quiero alarmarla antes de que sea estrictamente necesario. Según la lógica de la cuadrícula, ambos deberíamos estar a salvo hasta el viernes. Las muertes ocurren secuencialmente y en el día señalado. —Bajó la vista hacia la cuadrícula—. No me sorprende que sea el viernes trece el día fijado para mi condena. —Con una sonrisa en los labios, dobló la hoja de papel y se la guardó con cuidado en el bolsillo de la chaqueta—. Tenemos tres días para resolver el misterio, Robert. Tres días para dar por fin con nuestro asesino. —Se guardó el lápiz y la pitillera, se limpió los labios con la servilleta y la dejó suavemente encima de la mesa.
—¿Crees que lo conseguiremos? —pregunté confundido al verle tan optimista a pesar de las circunstancias.
Se levantó y se alisó el chaleco con un gesto muy profesional.
—Cuando pienso en todo lo que nuestro Señor pudo hacer en tres días al término de la Semana Santa, me lleno de esperanza, Robert. Con tu ayuda, amigo mío, y con la de nuestra cuadrícula, todo es posible. Vamos.
También yo me levanté.
—¿Adónde vamos? —quise saber.
—A encontrarnos con los sospechosos, uno a uno. A entrevistar por turno a cada uno de los hombres que asistió a la cena del Club Sócrates… y a conocer su secreto. Debemos empezar por aquí. ¿Has traído tu libreta?
Encontramos a Nat, el pecoso botones amigo de Oscar, en la puerta del Hotel Cadogan.
—Buscamos al señor Byrd, Nat —dijo Oscar, dando al chico una moneda de seis peniques—. ¿Está por aquí?
El muchacho alzó los ojos hacia el viejo reloj situado al pie de la escalera.
—Estará en su habitación, señor Wilde, aunque debe de estar despierto. ¿Les acompaño?
Nat nos condujo por una serie de puertas cubiertas de tapetes, a través de un laberinto de oscuros pasillos que desembocaban en una estrecha escalera de piedra ubicada en la parte trasera del edificio.
—Son setenta escalones, señor Wilde —dijo el muchacho, solícito—. ¿Podrá usted?
—¡No tengo la menor idea! —exclamó él—. Nunca he intentado hazaña semejante.
Lo cierto es que Oscar subió los escalones dando muestras de una gran agilidad. Se detuvo en cada uno de los descansillos para hacer al muchacho una pregunta distinta. ¿Qué opinaba Nat del señor Byrd? Le caía bien: Byrd era mago y a Nat eso le gustaba. ¿Tenía el señor Byrd muchos amigos? Aparte del señor Amteim, ninguno, al menos que Nat supiera. El señor Byrd pasaba la mayor parte del tiempo solo. ¿Cómo se había tomado el director nocturno del hotel la muerte del Capitán Flint? Según Nat, la cotorra lo era todo para el señor Byrd. «Adoraba a esa cotorra, señor Wilde… Simplemente la adoraba». ¿Había visto el muchacho al señor Byrd la noche anterior? Sí, el señor Byrd había estado en el hotel toda la noche, como siempre. «Estuvo la mayor parte del tiempo en su oficina o en el vestíbulo. Mi turno acabó a las diez, señor Wilde, como es habitual. Estoy seguro de que el señor Byrd no salió del hotel en toda la noche». Cuando llegamos al ático, Nat nos condujo por un estrecho pasillo alfombrado de techo tan bajo que Oscar tuvo que agachar la cabeza. A ambos lados del pasillo había puertas de pino sin pintar ni barnizar y la única luz provenía de una ventana redonda situada en el extremo más alejado.
—Todos los empleados masculinos internos del hotel duermen aquí —explicó el muchacho—. Yo comparto cuarto con Billy, el otro botones, y con Dan y Jonty, los dos pinches de cocina. Nuestra habitación está justo delante de la del señor Byrd. Es aquí. —Habíamos llegado a la última puerta del pasillo.
—Gracias, Nat —dijo Oscar, sacando otra moneda para el muchacho—. Nos has traído a la cumbre. Nos las arreglaremos para encontrar el modo de bajar.
El chico cogió la moneda con la mano izquierda y con la derecha nos presentó un saludo militar. Luego, con una sonrisa, abrió la mano izquierda para dejar a la vista la moneda que había desaparecido. A continuación, se pasó suavemente la mano derecha por encima de la cabeza y extendió la palma para mostrar en ella la moneda de Oscar.
—¡Bravo! —dije.
—¿Qué edad tienes, muchacho? —preguntó Oscar.
—Quince años, señor —respondió el chiquillo—. Casi dieciséis.
—La edad de Romeo…, una edad perfecta. Sigue así, Nat. El secreto de permanecer joven es no experimentar ninguna emoción poco favorecedora. Me has entendido, ¿verdad?
—No entiendo una sola palabra de lo que dice, señor Wilde, aunque sé que es buena cosa.
El muchacho se alejó por el pasillo y Oscar llamó sonriente a la puerta del dormitorio de Byrd.
—¡Pase! —gritó una voz desde dentro.
Entramos a la habitación, un cuarto oscuro e incómodamente caldeado. Un olor desagradable impregnaba el aire: el olor a sudor y a leche rancia.
—¿No cierra usted su puerta con llave, señor Byrd? —preguntó Oscar.
—Confío en no tener nada que temer —respondió él. Estaba sentado en el borde de la cama, vestido aunque sin afeitar. No se movió cuando entramos a la habitación, sino que siguió sentado tal cual estaba, con los estrechos hombros hacia delante, y la cadavérica cabeza gacha. Sobre la mesita de noche, una lámpara de gas daba una luz deprimente.
—¿Se ha enterado de la noticia? —preguntó Oscar.
Byrd asintió. Tenía las manos entrelazadas sobre las rodillas. Entre ellas asomaba un pequeño retazo de tela que apretaba y hacía girar entre su cerrado puño derecho y la palma ahuecada de su mano izquierda.
—Sí —dijo prácticamente en un susurro—. Me he enterado. El señor Sickert y el señor Brookfield vinieron anoche al hotel. No a verme a mí, por supuesto. Vinieron a tomarse una última copa, eso es todo. Pero cuando se marchaban me crucé con ellos en el vestíbulo. Me contaron lo ocurrido.
—Lo siento —dijo Oscar.
—Amteim era mi amigo —dijo Byrd levantando la mirada hacia nosotros por primera vez. La triste luz de la habitación me mostró la angustia que teñía sus ojos.
—Le conocía hace mucho, ¿verdad? —preguntó Oscar.
—Veinte años. Media vida. Nos conocimos en el cruce de caminos. —Giró despacio la cabeza y recorrió la habitación con los ojos, como si la viera por primera vez. Seguí su mirada. La habitación estaba abarrotada de cajas, baúles y maletas: el material y los elementos que formaban parte de su espectáculo de magia. Se hizo el silencio.
—¿En el cruce de caminos? —repitió Oscar por fin.
—Así es —respondió Byrd duramente—, el cruce en el que Amteim, mitad caballero, tomó el camino hacia la fama y la fortuna y yo el que me ha llevado hasta el lugar en el que ustedes me ven ahora.
—Vaya —dijo Oscar—. De modo que usted era un caballero… No me había dado cuenta.
—¿Ah, no? —dijo Byrd, mirándole directamente a los ojos—. Mi padre era un caballero, un comerciante de Liverpool, y mi madre, una dama. Mi padre murió el día que cumplí dieciocho años. Se pegó un tiro. Era dueño de un barco y lo perdió en los mares de China. Cuando su barco naufragó, su fortuna se hundió con él. Un comerciante sin medios deja de ser un caballero.
En esa época yo estaba en la universidad, señor Wilde…, en su universidad, la misma en la que usted ganó todos esos premios.
—No lo sabía —dijo Oscar—. ¿En qué colegio estudió? Yo fui al Magdalen.
—Lo sé —respondió Byrd mirándose de nuevo las manos—. Yo fui al New.
—Ah —intervino Oscar amigablemente antes de volverse hacia mí—. ¿A qué facultad fuiste tú, Robert?
—También al New College —respondí.
—Eso me parecía.
—Y tampoco yo terminé mi licenciatura —añadí.
—Yo ni siquiera terminé mi primer trimestre —dijo Byrd—. Me marché de Oxford quince días después de la muerte de mi padre. Me dediqué entonces a viajar. Decidí seguir los pasos de mis héroes de infancia: Maskelyne y Cooke, los grandes ilusionistas. Mi padre me había llevado a verles al Egyptian Hall de Picadilly. Me quedé maravillado al ver todo lo que hacían. Quería ser como ellos y me fui a trabajar para ellos. Fui su aprendiz durante dos años. Ellos me enseñaron mi oficio.
—Lo aprendió usted bien —dije.
—Aprendí el oficio, sí, y aprendí a dominar los trucos. Aunque mi técnica era impresionante, según el propio John Maskelyne, carecía de la «chispa inmortal». No lograba «cautivar» al público.
—Porque no les miraba a los ojos —sugirió Oscar.
—Exactamente —respondió Byrd mirándole fijamente—. Eso es. Me faltaba valor. Según John Maskelyne, para ser un gran ilusionista hay que ser atrevido y tener lo que él llamaba «donaire». Yo no era lo uno ni tenía lo otro.
—Pero Victor Amteim tenía ambas cosas… ¿Bastaba eso para los dos?
Byrd dejó escapar una risa hueca.
—Parece usted conocer bien mi historia, señor Wilde.
—Simplemente la intuyo —respondió amablemente Oscar.
—Amteim también vino a trabajar con Maskelyne y Cooke. Éramos de la misma edad, pero él era todo lo que yo no era; fuerte y apuesto, podía encandilar al público. Yo era mejor mago, pero su presencia era inigualable. Completamos nuestro aprendizaje con Maskelyne y Cooke y decidimos empezar juntos.
—¿Cómo «Amteim y Byrd»?
—Así es.
—¿Y les fue bien? —preguntó Oscar.
—Podríamos haberlo conseguido. Gracias al señor Maskelyne, teníamos algunos contactos. Conseguimos unos cuantos contratos. Ni que decir tiene que éramos los últimos de la fila porque éramos jóvenes y nadie nos conocía, pero las perspectivas eran buenas. Con el tiempo habríamos salido adelante, pero Amteim era impaciente… y se distraía con facilidad. Empezó a boxear. Vio en el boxeo una vía más segura hacia la gloria. Y entonces, de pronto, casi por capricho, entró en el cuerpo de la Policía Metropolitana. Allí le dieron la oportunidad de boxear y también un sueldo fijo.
—¿Y le abandonó?
—Siguió su camino, pero no perdimos el contacto. Nunca lo perdimos.
—Pero ¿abandonó usted el escenario? —preguntó Oscar.
—Sin Amteim poca elección me quedaba. John Maskelyne tenía razón, señor Wilde. Yo no tenía ni arrestos ni donaire. Ni tampoco era lo bastante alto como para que me aceptaran en la Policía Metropolitana. —Alzó los ojos para mirarnos, hizo una mueca y separó los dedos para dejar caer revoloteando al suelo un puñado de plumas verdes.
—Pobre Capitán Flint —dijo Oscar.
Byrd se inclinó hacia delante y recogió cada una de las diminutas plumas. En total, había trece.
—¿Dónde está ahora su cotorra? —preguntó Oscar.
—Descansa en paz —respondió Byrd.
Recorrí la habitación con los ojos al tiempo que me preguntaba en qué caja, baúl o armario el infeliz director de hotel había depositado los restos mortales de su emplumado amigo.
—No está aquí —dijo con una carcajada seca—. Está en mi jardín…, junto al cementerio de Brompton.
Oscar pareció sorprendido.
—¿Tiene usted un jardín, señor Byrd?
—Es una pequeña propiedad. Ahora la jardinería es mi única diversión. Trabajo de noche en el hotel para poder cultivar mi pequeña parcela durante el día. Llevo una vida sencilla, señor Wilde. «No hay como necesitar poco para estar más cerca de los dioses».
Oscar sonrió.
—Reconozco el verso. —Bajó la mirada hacia Alphonse Byrd y cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro—. Y, hablando de Sócrates, señor Byrd, permítame que vaya al grano y después el señor Sherard y yo dejaremos de molestarle. Durante la cena de nuestro club celebrada el domingo pasado, en el curso de mi estúpido juego, ¿recuerda que fue lord Alfred Douglas quien nombró al Capitán Flint como la víctima de su elección? —Byrd asintió, pero no dijo nada. Oscar prosiguió—: Estoy seguro de que lord Alfred no tenía la menor intención de hacer daño al pájaro. Fue simplemente uno de sus chistes menos afortunados… y por ello, y en su nombre, desearía presentarle mis disculpas. Pero la pregunta sigue en pie: ¿quién cree usted que mató a la cotorra, señor Byrd?
Él bajó la cabeza y perdió la mirada en las plumas que tenía en la mano.
—¿Quién haría algo así? —murmuró—. No tengo la menor idea. Un monstruo, sin duda.
Oscar insistió.
—¿No tiene la menor idea, señor Byrd?
—No. No sé quién pudo hacerlo.
—¿Y quién cree que pudo matar a Victor Amteim? —preguntó Oscar.
—Oh —respondió Byrd, sin vacilar—. Estoy seguro de que la policía podrá responderle a eso.
—¿Habla usted en serio? —replicó Oscar.
—Victor Amteim trabajaba para ellos. Era confidente de la policía. Le habrá asesinado algún miembro de la fraternidad criminal en un acto de venganza. Su vida pendió siempre de un hilo y él lo sabía.
—¿Explica eso que durante la cena del Club Sócrates, cuando jugamos al «Asesinato», usted eligiera a su amigo como víctima?
Byrd levantó los ojos y se rió al tiempo que miraba a Oscar. La suya fue una risa fácil.
—¿Cómo lo ha sabido, señor Wilde?
—No lo sabía, señor Byrd.
—Fue una broma, nada más, una broma que él supo apreciar. Se lo dije después. Victor bromeaba a menudo sobre la posibilidad de morir asesinado. No parecía preocuparle.
—Tenía arrestos y donaire —dijo Oscar.
—«Nada puede dañar a un buen hombre, ni en vida ni después de muerto» —dijo Byrd, suspirando profundamente y cerrando las manos sobre las plumas de su cotorra.
—Ah —dijo Oscar—. De nuevo Sócrates. —Se volvió hacia mí y asintió con la cabeza, indicando que había llegado el momento de irnos.
—Fui un estudioso de los clásicos en su día, señor Wilde —dijo Alphonse Byrd, sin moverse de la cama.
—Sin duda —dijo Oscar, saludándole con una inclinación de cabeza—. Y también un caballero.