Una pulsera con dijes
—Estoy plenamente convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las que están aún por venir, ni la altura, ni la profundidad, ni nada que forme parte de la creación podrá separarnos del amor de Dios en Jesucristo nuestro Señor, Amen.
El honorable reverendo George Daubeney, arrodillado junto al cuerpo de Victor Amteim, se persignó con dedos ensangrentados y temblorosos y se volvió a mirarnos. Había lágrimas en sus ojos. Daubeney y el árbitro habían arrastrado el cuerpo de Amteim desde el auditorio al camerino y lo habían colocado encima de un abrigo en el suelo.
—¿Está muerto? —preguntó Oscar.
—No ha habido tiempo para administrarle la extremaunción —dijo Daubeney.
—¿Está muerto? —repitió Oscar.
Arthur Conan Doyle se había acuclillado junto a la cabeza de Amteim y en ese momento le tomaba el pulso del cuello.
—Me temo que sí, viejo amigo. No hay duda.
—Eso me había parecido —dijo Oscar con voz queda—. Es fácil saberlo. Cuando un hombre muere, su espíritu se desvanece. Nunca se queda con él, sino que desaparece al instante.
—¿Qué es lo que ha ocurrido, en el nombre de Dios? —El marqués de Queensberry irrumpió en el camerino como un toro en plena desbandada. Llevaba un látigo en la mano. Lo hizo restallar una y otra vez contra el taburete de tres patas que Antipholus había utilizado un par de horas antes para cubrir de aceite al boxeador y rugió—. En el nombre de Dios, ¿va a decirme alguien qué es lo que ha ocurrido?
—Algo que no estaba contemplado en las Reglas de Queensberry —murmuró Oscar—. Su campeón ha muerto, señoría.
—¡Eso es imposible! —chilló Queensberry, girando en círculos látigo en mano como un derviche para mantenernos a todos a distancia.
—Tal parece, lord Queensberry —dijo el inspector Gilmour. Se puso en posición de firmes al hablar—. Lo siento mucho.
—¿Que lo siente, dice? —rugió Queensberry—. ¿Que lo siente? Jamás había oído semejante incompetencia.
—¿Tenemos a un hombre muerto delante de nosotros y habla usted de «incompetencia»? —dijo Oscar con un hilo de voz.
—¿Y qué otra cosa podría ser? —rugió el marqués—. Gilmour dijo que tenía el edificio lleno hasta la bandera de oficiales de policía de paisano. ¿Cómo ha podido ocurrir esto?
—No lo sé —respondió el inspector, muy serio—. No lo sé, pero tengo intención de averiguarlo. Amteim era uno de nuestros hombres.
—Sí —gruñó Queensberry—, eso me había dicho. —Apuntó con el látigo al cuerpo estirado en el suelo del boxeador—. Todos podemos ver cómo cuidan ustedes de sus hombres. —Recorrió la habitación con la mirada sin ocultar en ningún momento su enojo—. ¿Dónde se ha metido el árbitro?
—Ha ido a ver a Diego y a sus segundos —explicó Daubeney, poniéndose en pie y retrocediendo para alejarse del cuerpo que seguía tumbado en el suelo—. Le ha parecido que era su deber.
—Dos de mis hombres están con Diego —dijo el inspector Gilmour—. Le interrogaré en cuanto se haya recuperado.
Oscar negó con la cabeza.
—Alfred Diego nada tiene que ver con este penoso asunto.
Conan Doyle se había movido hasta el costado del cuerpo de Amteim y se había arrodillado sobre el borde del abrigo para inspeccionar sus muñecas y sus brazos.
—Esto es obra del diablo —masculló.
—No lo dudo —dijo Oscar, obligándose a acercarse un poco más al cadáver.
—Es absolutamente grotesco —prosiguió Doyle, desatando despacio los cordones empapados en sangre que habían sujetado los guantes de boxeo a las muñecas de Amteim.
—Endiabladamente ingenioso por lo que puedo ver —dijo Oscar lúgubremente. Se inclinó sobre el cadáver y examinó atentamente con los ojos entrecerrados los brazos sin vida de Amteim—. Son como las heridas de un mártir… Que Dios tenga piedad de quien haya cometido esta atrocidad.
—Es absolutamente terrible —dijo Conan Doyle, negando con la cabeza—. En todos mis años de experiencia, jamás había visto algo parecido.
Queensberry se había calmado por fin y seguía en pie, látigo en mano y con los brazos en jarras, mirando fijamente el cuerpo bañado en sangre que estaba estirado en el suelo.
—Admiraba a este hombre. Era casi como un hijo para mí. Era mejor que mis propios hijos. Estaba dotado de una nobleza natural y era además un buen boxeador, fuerte y en forma. Y era también inteligente y astuto. Sabía dosificarse…, cosa harto infrecuente. Y encima era un hombre decente y de conducta intachable, algo más infrecuente todavía.
Archy Gilmour se agachó junto a Conan Doyle. Aunque el policía le llevaba al médico unos cuantos años, nadie lo habría dicho. Con su pelo rojo y su rostro ansioso, de tez clara y cubierta de pecas, parecía un joven actor representando por primera vez en su carrera el papel de un inspector de policía. Intentó expresarse con autoridad, pero sonó simplemente desconcertado.
—¿Y bien, doctor? —preguntó.
—Es tan espantoso como parece, inspector —respondió Doyle, dando la vuelta con cuidado a la muñequera de cuero de uno de los guantes de boxeo de Amteim y dejando a la vista una dentada cuchilla de cuatro centímetros de longitud. Tiró de la muñequera con los dedos y desgarró el cuero empapado, revelando una segunda cuchilla, ésta más pequeña que la primera, y luego una tercera y una cuarta—. ¿Lo ve?
—No lo entiendo —gruñó Queensberry—. ¿Qué significa todo esto?
—Es muy sencillo —dijo Oscar—. Alguien ha cosido una serie de diminutas cuchillas afiladas, dentadas y letales al relleno de cuero de las muñequeras de los guantes de Amteim. Durante el combate, a medida que él empezaba a sudar y los cordones se iban aflojando, con el movimiento de las muñecas las cuchillas han ido cortando el relleno… Cuanto más golpeaba y más fuerte lo hacía, más facilitaba que las cuchillas alcanzaran la carne, y al final terminaron por cortarle las venas de las muñecas.
—No sólo las venas —dijo Conan Doyle—. Amteim podría haber sobrevivido a eso. También le han cortado las arterias, o, para ser más exactos, se las han rebanado. —El doctor indicó con el índice cada lado de las muñecas ensangrentadas del boxeador—. En ambas manos, le han cortado la arteria radial y la ulnar.
—¿Explica eso que haya tanta sangre? —preguntó el policía pelirrojo, contemplando los brazos, el pecho y las piernas cubiertas de sangre de Amteim.
—Sí —fue la respuesta de Conan Doyle—. Es la cantidad de sangre que ha perdido y la velocidad con que la ha perdido lo que le ha matado.
—El pobre desgraciado chorreaba sangre —dijo Oscar—. Miren a Daubeney. Está cubierto de ella.
Todos nos volvimos a mirar al reverendo George, que había llevado a Amteim desde el cuadrilátero al camerino. En ese momento estaba de pie delante de nosotros como el asesino de Banquo, con las manos y el pecho de la camisa relucientes con la sangre del hombre que acababa de fallecer.
Edward Heron-Allen estaba situado justo detrás de Daubeney, junto a la lámpara de gas colocada en el rincón de la habitación.
—Disculpen mi intervención —dijo, elevando quizás un poco demasiado la voz—, pero mi tío era cirujano y siempre he tenido entendido que un corte en una arteria sana no reviste peligro porque, a diferencia de las venas, las arterias disponen de un músculo inherente que se contrae para impedir el paso de la sangre.
—Y así es, en efecto —dijo Conan Doyle, estudiando a Heron-Allen con un interés más que evidente—. Eso es correcto. Por sí solo, un único corte limpio en una muñeca puede no ser fatal…, como muchos suicidas poco entusiastas saben ya.
—Y quienquiera que haya hecho esto lo sabía también —apuntó Oscar, arrodillándose no sin cierta dificultad y examinando con ojos entrecerrados las muñequeras de los guantes de boxeo de Amteim—. De ahí la multiplicidad de cuchillas… y la variedad de ángulos.
—Sí —dijo Conan Doyle con tono formal y eficiente a la vez, recostándose contra el respaldo de la silla y rascándose el bigote—. En este caso, los vasos sanguíneos han sufrido repetidos cortes y, para ser más exactos, observo que los cortes han sido infligidos tanto verticalmente como en diagonal.
—¿Existe la posibilidad de que Amteim no haya sentido el dolor? —pregunté.
—Así es —respondió el doctor, negando con la cabeza—. Especialmente en el fragor del combate.
—Un hombre puede perder una pierna en el fragor del combate y no darse cuenta de ello —intervino cortante lord Queensberry.
—Con su permiso, inspector… —Oscar, que seguía aún de rodillas, se inclinó sobre el cuerpo de Amteim y cogió con el pulgar y el índice derechos una de las diminutas cuchillas y la sostuvo en alto. No tendría más de un centímetro y medio de longitud y una anchura de medio centímetro. Cuando la separó del borde del guante, vimos que estaba sujeta a una segunda cuchilla por un fino hilo. La segunda cuchilla estaba sujeta a la tercera, la tercera a la cuarta, y así sucesivamente. Oscar sostuvo en el aire la cadena de pequeñas cuchillas. En total eran siete.
—Es como una pulsera con dijes —dijo Heron-Allen.
Oscar miró al amigo de su esposa sin la indulgente sonrisa que era habitual en él.
—Más o menos, Edward —dijo fríamente.
—¿Le han… asesinado? —preguntó el marqués de Queensberry vacilante, como si justo en ese instante acabara de entender la verdad de lo ocurrido.
—O quizá se haya quitado la vida —sugirió Oscar.
El inspector de policía alzó una mirada incrédula hacia él. Tendió la mano por encima del cadáver ensangrentado del boxeador.
—¿Así? —preguntó.
—Usted estaba en la habitación cuando Amteim se puso los guantes, inspector. Si mal no recuerdo, uno de sus hombres le ayudó a atárselos… con la ulterior asistencia de Wat Sickert. Recuerdo perfectamente que Amteim le pidió que le ajustara más los cordones. Insistió especialmente en ello. Quizás el señor Heron-Allen esté en lo cierto: quizá para Victor Amteim éstas fueran una suerte de pulseras con dijes. Quizá buscara una muerte pública…
—¿Como una forma de absolución? —preguntó el reverendo George.
—Exacto —respondió Oscar—. Un suicidio en público… encima de un escenario, en una arena, dentro del Cuadrilátero de la Muerte…
—Eso es del todo absurdo, amigo —apuntó Conan Doyle.
—Amteim no era un hombre con tendencias suicidas —protestó lord Queensberry.
—¿No le parece el suicidio permisible en ciertas circunstancias, señoría? —preguntó Oscar al marqués—. No sólo permisible, sino loable… e, incluso, según las circunstancias, ¿hasta heroico? —Guardó silencio y recorrió el camerino con la mirada—. Hay algo de heroico en esta escena sangrienta, ¿no les parece?
—No —respondió secamente Conan Doyle—. A veces va usted demasiado lejos, Oscar.
Él empezó a levantarse, no sin esfuerzo. Parecía casi estar riéndose para sus adentros. Cuando le ayudé a ponerse en pie, me apretó el brazo.
—Estoy de acuerdo con el doctor Doyle —dijo el inspector Gilmour—. El suicidio queda totalmente descartado. Estuvimos todos con Amteim antes del combate y no hay duda de que estaba de un humor excelente. No era el de un hombre que está a punto de quitarse la vida.
—Lo mismo podría decirse de Bradford Pearse —apuntó Oscar.
—¿Y por qué iba Amteim a quitarse la vida, señor Wilde?
—¿Y por qué iba a hacerlo Bradford Pearse, inspector?
—¿Quién es Bradford Pearse? —exigió saber lord Queensberry—. ¿Qué tiene que ver con todo esto? ¿Cuál es su implicación en este asunto?
—Ninguna, señoría —se apresuró a responder el inspector de policía—. Es un amigo del señor Wilde. No tiene nada que ver con este asunto.
—¿Está usted seguro? —preguntó Oscar, arqueando una ceja.
—Del todo, señor Wilde. Estoy convencido de que Victor Amteim ha sido asesinado… y de que su trágica y prematura muerte nada tiene que ver con usted ni con ninguno de sus amigos; nada que ver con su cena ni con su estúpido juego.
—¿Qué diantre es todo esto? —gruñó lord Queensberry impacientemente, golpeándose el costado del muslo con el látigo.
—Nada, señoría —respondió el inspector de policía—. Simplemente deseo que el señor Wilde comprenda que Victor Amteim ha sido asesinado porque era uno de los nuestros…, porque estaba del lado de la ley y del orden. Era un confidente de la policía. Esa clase de hombres son necesarios, y también valientes. Arriesgan sus vidas y a veces pagan un alto precio por ello. Amteim tenía enemigos, criminales habituales, hombres viles que deseaban acabar con su vida por lo que era y también por lo que sabía.
—Esos criminales habituales suyos están dotados de una imaginación maravillosamente dramática, inspector —declaró Oscar con tono burlón—. Uno espera que un confidente de la policía muera a golpes de porra, o acuchillado en un callejón oscuro, o incluso de un tiro mientras baja a la calle de un coche…, pero verle morir, como ha sido el caso de Amteim, víctima de un par de pulseras mortales cosidas al relleno de sus guantes de boxeo le lleva a uno a pensar en una banda de criminales un poco fuera de lo común, por así decirlo.
—Si me disculpa, señor Wilde —dijo el inspector de policía—, tenemos trabajo que hacer. —Recorrió la estancia con la mirada, abriendo aún más los ojos y aclarándose la garganta, y tendió las manos con las palmas abiertas, como barriéndonos de la habitación—. Agradecería al doctor Doyle que se quedara hasta que llegue el cirujano de la policía. En cuanto al resto de ustedes, caballeros, pueden irse. Gracias por su ayuda.
—¿Me necesita aquí, inspector? —gruñó lord Queensberry, frotándose la nuca con el látigo y echando una última mirada al cuerpo de Amteim estirado en el suelo.
—No, gracias, señoría. Puede marcharse.
—Pero, inspector —intervino Oscar—, ¿no desea preguntarle a lord Queensberry acerca de los guantes?
—¿Qué pasa con los guantes? —preguntó Gilmour visiblemente irritado.
—¿Quién dio a Amteim los guantes de boxeo que llevaba puestos?
—Yo —respondió lord Queensberry—. Hace una semana. Eran nuevos…, como bien lo especifican las Reglas de Queensberry.
—¿Los examinó antes de dárselos a Amteim?
—Así es —respondió el marqués—. Estaban en perfecto estado. Confeccionados por los señores Sims y Pittam. Son los mejores guantes de boxeo que pueden comprarse en el mercado.
—¿Y los trajo usted personalmente el lunes pasado? —El inspector de policía escuchó impacientemente mientras Oscar proseguía con su interrogatorio.
—Así es —respondió lord Queensberry—. En esa caja. —El marqués señaló con el látigo una caja de cartón vacía que estaba abierta en el suelo, en un rincón de la habitación.
—¿Amteim inspeccionó los guantes?
—Sí. Se los probó. Y se manifestó perfectamente satisfecho con ellos.
—¿Se los puso durante las sesiones de preparación?
—No. Eso habría ido en contra de las reglas. Por lo que yo sé, los dejó aquí, en la caja, hasta hoy.
Gilmour estaba a punto de intervenir, pero Conan Doyle puso la mano sobre el brazo del policía para interrumpirle.
—Y, entre el lunes pasado y esta noche —prosiguió Oscar—, ¿quién, según usted, lord Queensberry, podría haber tenido acceso a esta habitación y a esa caja?
—Cualquiera. Al menos, cualquiera que tuviera algún modo de acceder al edificio. Los camerinos carecen de cerradura.
Oscar sonrió.
—¿Se había fijado en eso?
—Yo me fijo en muchas cosas, señor Wilde. Debería usted saber que no soy tan simple como suponen algunos.
—No lo pongo en duda, señoría —respondió Oscar elegantemente. Se dirigió hacia la puerta del camerino y se quedó justo en el umbral. Se volvió y miró al pasillo de izquierda a derecha antes de volverse de espaldas y estudiar la habitación con atención—. No hay cerraduras en las puertas de los camerinos y las entradas al anfiteatro del Circo Astley son muchas y variadas.
—Hemos estado vigilándolas —dijo secamente el inspector Gilmour.
—Estoy seguro de ello, inspector. A fin de cuentas, Amteim era uno de ustedes. Permita que le haga una pregunta: ¿cuántos hombres tenía vigilando el edificio?
Gilmour vaciló.
—¿Y bien? —dijo Oscar.
—Dos.
—El edificio cuenta con seis puertas de acceso, inspector. Cinco de ellas están cerradas, salvo los días en que hay función. Una de ellas está abierta a diario cuando abre la taquilla. Hay, además, tres entradas para comerciantes. Y una puerta de entrada de artistas que lleva a un interesante pasadizo que comunica el embarcadero del Támesis directamente con la arena del circo. Imaginemos que Antipholus, el muchacho que vigila la puerta de acceso de artistas no es parte de la conspiración y que ninguno de sus dos agentes son corruptos. Eso dejaría aún una multitud de entradas y de oportunidades para cualquiera que deseara deslizarse al interior del edificio y manipular los guantes. Todo ello asumiendo, claro está, que no haya sido el propio Amteim quien lo hiciera… Estoy de acuerdo con usted, inspector. Tiene trabajo que hacer. No le entretendremos. Nos marchamos ya.
Nos despedimos con una inclinación de cabeza y nos fuimos enseguida del circo. Fuera, en la calle oscura, mientras esperábamos en la acera, pudimos ver debajo de una farola, justo delante de nosotros, al otro lado de la calle, apoyada contra el parapeto del embarcadero, una figura menuda y familiar vestida con un traje andrajoso. La luz brillaba sobre su rostro amarillo. Mientras esperábamos para cruzar la calle, pasó un furgón de policía y el hombrecillo se ocultó en la oscuridad.
—¿Nos está vigilando? —pregunté.
—Nos vigila —dijo Oscar lúgubremente—, o quizás espera… espera el momento para saltar.