20.

Las Reglas de Queensberry

Para sorpresa nuestra, cuando cinco minutos antes de las ocho, esa noche llegamos al anfiteatro del Circo Astley, descubrimos que las limaduras de acero de la ciudad de Londres no habían sido presa de una irresistible atracción hacia el imán del Cuadrilátero de la Muerte. Las gradas superiores del anfiteatro estaban cerradas y, en la planta baja del auditorio, los asientos situados alrededor del cuadrilátero registraban un cuarto de entrada.

Buscamos algún rostro conocido, aunque en vano. Al final, mientras buscábamos el consuelo de una copa, encontramos a un puñado de amigos agrupados en un extremo del bar situado tras la platea. Oscar, con un traje de noche de color azul oscuro y una simple rosa roja en el ojal de la solapa, se quedó de pie en el centro del salón casi desierto con los brazos extendidos.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó.

—Viendo su obra, Oscar —respondió amablemente Charles Brookfield—, o probablemente haciendo cola en Shaftesbury Avenue con la esperanza de comprar entradas para la mía. Lo que se ofrece aquí esta noche no es más que una simple charada, un «combate de demostración». No vale nada.

—En ese caso, ¿por qué hemos venido? —preguntó Oscar, aceptando agradecido una de las tazas de champán barato que en ese momento nos ofrecía Bram Stoker.

—Estamos aquí en honor de Queensberry —respondió Brookfield—. El marqués es un buen hombre. Hemos venido a darle nuestro apoyo, así de simple. —Aceptó uno de los cigarrillos de Oscar—. Dentro de unas semanas, el Caballero Jim Corbett se enfrentará a John L. Sullivan, el Muchachote de Boston, en el campeonato del mundo de boxeo de los pesos pesados, el primer combate de competición oficial que se celebra con guantes almohadillados siguiendo las Reglas de Queensberry. Ese día hará historia. Esto no es más que el aperitivo, la oportunidad para que aquellos que no conozcan las Reglas de Queensberry o tengan todavía sus dudas acerca de ellas puedan verlas llevadas a la práctica. —Miró su reloj de bolsillo—. Esta noche, a juzgar por lo que veo un poco más tarde de lo que reza el anuncio, su amigo Amteim se enfrentará contra otro abuelo en un combate «amistoso» para dar una muestra de «combate limpio según el estilo Queensberry». Amteim afirma que no escatimará ningún golpe, pero les garantizo que tampoco se verterá una gota de sangre. —Brookfield recorrió con los ojos el bar desierto. De reojo, hizo un guiño a Oscar—. Sin sangre, no hay público.

—¿Alguien ha visto a Amteim? —pregunté.

—Todos nosotros —respondió Edward Heron-Allen—. Está en su camerino, dejándose cortejar. Su amigo, el reverendo Daubeney, le atiende, rociándole con agua bendita.

—Sickert está también allí, retratando al gran hombre mientras se prepara para el combate —añadió Bram Stoker, sin duda divertido ante la idea mientras nos servía el champán.

—¿Y lord Queensberry? —preguntó Oscar.

—También está allí —dijo Brookfield, sonriendo para sus adentros mientras estudiaba el penacho de humo que se elevaba desde su cigarrillo—. Como no podía ser de otro modo.

Stoker se rió entre dientes.

—Su señoría es ciertamente obsesivo. No deja de susurrar su mantra al oído de Amteim: «Nada de lucha libre, nada de abrazar, ningún golpe por debajo de la cintura».

Todos nos reímos.

—Como bien sabe, Oscar —dijo Brookfield, alzando la mirada—, las Reglas de Queensberry son muy claras respecto a los abrazos y a los golpes por debajo de la cintura.

Oscar sonrió y tomó un sorbo de champán.

—¿Boxeó usted en la universidad, Charles? —preguntó.

—No. Prefería el criquet. Me veía mejor vestido de blanco.

—Siempre me ha parecido que las posturas que adoptan los jugadores de criquet son en cierto modo indecentes —dijo Oscar alegremente, dejando caer la colilla del cigarrillo en los restos de su champán. Luego me tocó el brazo—. Vayamos a desearle suerte a Amteim, Robert. —Miró a Edward Heron-Allen—. ¿Dónde ha encontrado el cortejo del gran hombre?

—Justo ahí, detrás de nosotros —respondió Heron-Allen, señalando una puerta pintada de marrón situada a un lado del bar en la que se leía el letrero de PRIVADO—. Los camerinos están en el pasillo de la izquierda. El de Amteim es el primero.

Dimos con él sin problema. Y dentro, de pie en el centro de la habitación, encontramos al boxeador muy animado, rodeado de un numeroso y peculiar séquito. El inspector Gilmour de Scotland Yard era uno de sus miembros; también lo eran Arthur Conan Doyle y su joven amigo Willie Hornung. El honorable reverendo George Daubeney estaba allí. Se había afeitado y se había cambiado de ropa desde la última vez que le habíamos visto y no estaba rociando a Amteim con agua bendita, como nos habían dicho, sino que al parecer ayudaba al joven Antipholus, que estaba de pie en un taburete de tres patas detrás de Amteim, aplicando una especie de aceite sobre los hombros y la espalda desnuda del boxeador. Amteim tenía en las manos unos grandes y aparatosos guantes de boxeo de cuero almohadillados, firmemente atados a las muñecas con cordones de cuero. No se encargaba personalmente de atarse los cordones. Tampoco lo hacían dos criadas, sino que, de la mano izquierda se encargaba un joven agente de policía, uno de los hombres de Gilmour que iba vestido con el uniforme oficial de la Policía Metropolitana, y de la derecha el propio Walter Sickert, que llevaba lo que parecía ser su propia versión del uniforme de la guardia nacional de Transilvania.

—Más fuerte, caballeros, por favor. ¡Más fuerte! —ordenó Amteim, riéndose mientras daba la orden.

Agachado a los pies del boxeador estaba la simiesca figura de John Sholto Douglas, octavo marqués de Queensberry. Iba vestido de noche, aunque su aspecto distaba mucho de ser soigné. Tenía la cara roja y bañada en sudor y las manos negras. Estaba de cuclillas, incómodamente instalado sobre sus asentaderas con el pie derecho de Amteim sobre las rodillas, examinando la bota del boxeador como un herrero que inspeccionara la herradura de un caballo.

—No están permitidas las botas con muelles —masculló—. Ni las patadas, arañazos, mordiscos o topetazos. Los abrazos tampoco. Ni los golpes por debajo de la cintura.

Cuando entramos al camerino y vimos la escena, Amteim nos gritó:

—Bienvenidos, caballeros. Como ven, sigo vivo.

Conan Doyle, Hornung, Gilmour y Sickert nos saludaron a su vez. Lord Queensberry alzó la mirada hacia Oscar.

—¿Están mis hijos con usted?

—Lord Alfred no, su señoría —respondió él en son de broma—. Según tengo entendido, están cenando con mi madre. No obstante, tengo constancia de que lord Drumlanrig espera venir. Es un ferviente creyente en los beneficios del boxeo… y en las Reglas de Queensberry. —Saludó al semirreclinado marqués con una inclinación de cabeza—. Me han dicho que Drumlanrig ha estado reuniendo importantes sumas de dinero para el Earl’s Court Boys Club.

—¿Está con él Primrose?

—Creo que lord Rosebery espera también poder venir, sí.

—Bien —gruñó el marqués, centrando su atención en la otra bota de Amteim—. Ahora podrán ver cómo combaten los hombres de verdad.

Detrás de nosotros, en la puerta del camerino, apareció un hombre bajo con un sombrero alto. Llevaba en la mano una enorme campanilla de mano que hizo sonar tres veces.

—El combate dará comienzo dentro de diez minutos, caballeros. Les ruego que abandonen la habitación. Sólo pueden permanecer aquí los entrenadores y asistentes. El combate dará comienzo en diez minutos. Les ruego que abandonen la habitación.

Sin mayor dilación hicimos lo que se nos pedía, no sin antes desear suerte a Amteim.

—¿No está Byrd entre los miembros de su equipo? —preguntó Oscar cuando ya nos marchábamos.

—No —respondió el boxeador, corriendo por la habitación y lanzando al aire golpes con ambos puños—. Byrd tiene turno de noche hoy en el Cadogan, aunque no importa. Me ha visto combatir ya muchas veces. Lord Queensberry y el inspector Gilmour han tenido la amabilidad de velar por mis intereses. Estoy en buenas manos.

El séquito se marchó. Oscar y yo fuimos los últimos visitantes que abandonaron el camerino. Amteim paró de correr y se quedó de pie solo entre el inspector de policía y el marqués, elevándose sobre ellos con la cabeza erecta, los brazos extendidos y reluciente como un gladiador romano.

—Buena suerte, amigo mío. No me cabe duda de que esta noche vencerá el mejor.

—Gracias —respondió el boxeador con su voz rasposa—. Y a la hora del desayuno, Oscar, todas sus preocupaciones habrán terminado. Yo habré sobrevivido y usted tendrá la certeza de que esto no ha sido más que un juego.

Nos reunimos de inmediato con el resto de grupo y regresamos al auditorio cruzando el bar situado detrás de la platea. Francis Drumlanrig y lord Rosebery habían llegado ya y estaban sentados juntos y solos en el centro de una de las filas que Amteim había reservado para sus invitados. Oscar se unió a ellos enseguida, acompañado de Conan Doyle y de Willie Hornung. Yo tomé asiento en la fila situada inmediatamente detrás de ellos con George Daubeney, Walter Sickert y Edward Heron-Allen.

Este último no me inspiraba ninguna simpatía. Era demasiado encantador, demasiado inteligente, demasiado culto y demasiado leído. Fuera cual fuera el tema de conversación, Heron-Allen siempre tenía que dar su opinión o compartir alguna experiencia. Cuando, en la fila de delante, lord Rosebery hizo en el curso de su conversación con Conan Doyle una referencia casual al querido Stradivarius de Sherlock Holmes, Heron-Allen se inclinó hacia delante para ofrecer su propio parecer sobre la historia de la elaboración italiana de violines, recordándonos que él mismo había sido aprendiz de George Charnot, «el más grande creador de violines de nuestro tiempo», y que su tratado (el de Heron-Allen) titulado Pasado y presente de la manufactura de violines había alcanzado su quinta edición. Cuando Wat Sickert apuntó despreocupadamente que, viendo lo que se retrasaba el comienzo del combate de boxeo, habría hecho bien en llevarse el libro que había tomado prestado de la biblioteca, Heron-Allen inmediatamente se embarcó en un relato sobre las horas que había pasado en la Bodleian Library de Oxford preparando su traducción literal de Los Rubaiyat de Ornar Khayyam. Cultura persa medieval, biología marina, meteorología, prostitución, boxeo… Edward Heron-Allen siempre tenía algo que decir acerca de cualquier tema. Lo que más me enfurecía era el modo en que su manera de apropiarse de cualquier tema parecía divertir a quien le escuchaba. Había también quien lo encontraba inmensamente atractivo…, eso era innegable, como también lo era que algunas de las cosas que decía no estaban exentas de cierta fascinación.

En los instantes anteriores al inicio del combate, la conversación se centró en las peleas de gallos. Inevitablemente, Heron-Allen era una autoridad en la materia. Al parecer, había convivido en el norte de África con tribus que criaban aves de pelea: gallos, aves de presa y también cotorras. Había aprendido allí a cortar la cresta y el zarzo a los gallos, a cubrirle la cabeza a la criatura para mantenerla en calma antes de una pelea y a afilar las espuelas naturales de sus patas. En algunas culturas, en partes de la India y África, las aves se enfrentaban a «talón desnudo», empleando sólo sus garras innatas a modo de armas. En otros países de Europa y de América, las aves disponían de «arpones» o «espolones» hechos a mano: puntas curvas y afiladas, a veces de hasta cinco centímetros de longitud, que llevaban atadas a las patas con brazaletes de cuero. Según nos dijo el propio Heron-Allen, en su casa de Chelsea tenía una valiosa colección de espolones de plata procedentes de varios países.

—Espero que ninguno sea de Inglaterra —dijo el doctor Conan Doyle.

—Hay uno de Escocia —respondió Heron-Allen, sin ocultar su orgullo—. Las peleas de gallos siguen siendo legales al norte de la frontera.

—Lamento oírlo —respondió el buen médico—. Cuando lord Rosebery y su partido vuelvan al gobierno, confío en que pongan freno a semejante barbaridad.

Rosebery le sonrió.

—No lo ponga usted en duda, doctor.

Por fin, quizá treinta minutos después de que tomáramos asiento, empezó el combate humano. El retraso, como supimos más tarde, había sido provocado por algo tan poco siniestro como era la llegada tardía del rival de Amteim. Alfred Diego (concebido en Lisboa y nacido en Merseyside) había llegado para el combate desde Liverpool. A pesar de que allí Diego tenía una reputación, en Londres era prácticamente un desconocido. Lord Queensberry, que conocía tan bien el boxeo inglés como cualquiera, había elegido a Diego como el oponente adecuado para Amteim en base a un principio de «justicia». Los dos hombres eran de edad, peso y corpulencia semejantes. Ambos tenían fama de «boxeadores limpios», los dos tenían experiencia en el combate con guantes y se decía de ellos (cosa que ellos mismos defendían) que jamás habían sufrido una derrota en un combate profesional. Aunque ni que decir tiene que el combate que iba a celebrarse en el Cuadrilátero de la Muerte no era, técnicamente hablando, un enfrentamiento profesional, sí conllevaba cierta gratificación económica. Queensberry pagaba a cada uno de los hombres diez libras por sus esfuerzos, con un plus de diez libras adicionales para el vencedor, con la condición de que durante el combate no se transgrediera ninguna de las Reglas de Queensberry.

Cuando los contrincantes aparecieron juntos por primera vez en el cuadrilátero, un rugido sordo recorrió el auditorio del anfiteatro del Astley. En cuanto sonó la campanilla y dio comienzo el primer asalto, todos los hombres que poblaban el lugar se pusieron instintivamente de pie.

—A uno se le acelera la sangre en las venas, ¿no les parece? —comentó Rosebery.

—Son un par de contrincantes muy desiguales —apuntó Oscar—. Son la Bella y la Bestia.

Estaba en lo cierto. Los dos boxeadores estaban igualados en lo que tocaba a su altura y corpulencia, pero sus fisonomías no podían haber sido más distintas. Los rasgos de Amteim eran sorprendentemente proporcionados; tenía unos ojos claros y redondos y la piel suave e inmaculada como la de una niña. Diego, en cambio, tenía una piel áspera y mugrienta como la de un jabalí verrugoso, y un rostro feo, magullado y abollado que parecía haber sufrido los golpes de una pala. A pesar de eso, cuando dio comienzo el combate, pareció ser el que estaba más en forma y el más rápido de los dos.

Durante los primeros cinco asaltos, Amteim apenas se movió mientras Diego bailaba ágilmente a su alrededor. Aunque conservó su posición sin demasiados problemas, mantuvo los guantes pegados defensivamente a la cara y en ninguna de las escasas ocasiones en que lanzó un golpe, siempre con la derecha, dio en el blanco.

Entre cada uno de los asaltos de tres minutos de duración, los púgiles se retiraban a sus rincones durante un intervalo de sesenta segundos. Mientras Gilmour pasaba una esponja por el rostro de Amteim y Queensberry le susurraba instrucciones al oído, Edward Heron-Allen nos concedió el beneficio de su sabiduría.

—Se anuncia un largo combate. Algo me dice que nuestro hombre se está paseando de un lado al otro del cuadrilátero deliberadamente. Podríamos llegar a los veinte asaltos.

—En la vida real —dijo Wat Sickert— no hay más que un asalto. Los combates más espontáneos apenas duran diez segundos. Se propina el golpe, la hoja del cuchillo penetra en la carne, se dispara el tiro… y todo ha terminado.

—Pero esto es un deporte —dijo Conan Doyle.

—No —replicó Sickert—, esto es una pantomima. Un guiñol para adultos.

Los siguientes cinco asaltos resultaron tan anodinos como los primeros. Diego mantuvo en todo momento una actitud ofensiva y no parecía cansarse. Daba vueltas una y otra vez alrededor de su rival, intentando golpearle y no paraba de lanzar golpes a la cabeza, luego abajo y de nuevo a la cabeza en rápida sucesión, obligando a Amteim a retroceder, pero sin conseguir impactarle con el guante.

—Ya veo cómo la Belleza conserva su preciosidad —dijo Oscar—. Se mantiene apartada del sol. Se oculta entre las sombras, lejos del hálito del dolor.

—No creo que al público le guste demasiado —murmuró Heron-Allen.

—Paciencia —dijo George Daubeney—. La paciencia será recompensada. Siempre lo es.

En el decimoquinto asalto la predicción de Heron-Allen se hizo realidad. El ruido de descontento se inició al fondo del anfiteatro con un enojado chillido:

—¡Por el amor de Dios, Amteim! ¡Empieza a pelear de una vez!

Otras voces cercanas se unieron enseguida a ésa y los gritos se propagaron como el trueno por el recinto. Instantes después, doscientos hombres gritaban al unísono:

—¡Pelea, pelea, pelea!

Curiosamente, fue Diego —quien durante casi una hora había sufrido todo el desgaste— el que pareció espoleado por los gritos de la multitud. Se acercó a Amteim y en vez de golpear a su rival frontalmente empezó a lanzar primero un derechazo y luego un gancho de izquierda a la cabeza de su enemigo. Amteim se vio obligado a agacharse y a balancearse para evitar los golpes. Aunque mantuvo la guardia alta en todo momento, empezó a moverse por el cuadrilátero más enérgicamente, desplazándose a derecha y a izquierda, adelante y atrás, incitando a un Diego cada vez más frenético a que le siguiera.

Pero fue en el decimonoveno asalto cuando la naturaleza del encuentro dio un cambio de ciento noventa grados. En el momento en que el árbitro gritó «Decimonoveno asalto» y sonó la campanilla, Victor Amteim, como si de pronto se hubiera convertido en un hombre totalmente poseído, saltó sobre su rival. Salió disparado hacia él y le soltó un poderoso derechazo. Pillado con la guardia baja, Diego se tambaleó hacia atrás y cayó torpemente contra las cuerdas, desgarrándose la oreja al caer. Aunque parezca increíble, en vez de ir a rematarlo, Amteim pareció retroceder, saltando hacia atrás y propinando pequeños golpes al aire vacío mientras parecía esperar a que su rival recobrara fuerzas y volviera al combate. Diego mordió el anzuelo y se abalanzó sobre su asaltante con los puños insuficientemente alzados. Cuando estuvo a una distancia adecuada, la escena se congeló durante una fracción de segundo y en el recinto se hizo el silencio al tiempo que Amteim echaba atrás el brazo derecho y, con una fuerza asombrosa, soltaba un solo golpe en el centro exacto del rostro deforme de Diego. La cabeza del hombre se inclinó violentamente hacia atrás, salpicando con su sangre, y se le doblaron las rodillas. Luego cayó despacio al suelo como una torre al derrumbarse.

Y quedó tendido en el suelo.

—Diez, nueve, ocho… —gritó el árbitro.

—Siete, seis, cinco… —rugió la muchedumbre.

—¡Esperen! —chilló George Daubeney.

—Santo Dios, se está levantando —jadeó lord Rosebery.

—Un pequeño toque de Lázaro esta noche —murmuró Oscar.

Aunque Alfred Diego estaba tumbado en el suelo, no había perdido la conciencia. Nada más lejos. Mientras el árbitro seguía contando «tres, dos, uno…», el hombre, ensangrentado aunque resistente, logró ponerse de rodillas y, echando la cabeza hacia atrás, se levantó con un movimiento firme y pareció reírse, como desafiando a Amteim a emplearse a fondo con él. En todo caso, el expolicía apenas se limitó a moverse a su alrededor. Durante los sesenta segundos siguientes, y hasta que sonó la campanilla, los dos boxeadores se movieron en recelosos círculos, lanzándose y eludiendo golpes sin demasiada convicción, como si simplemente estuvieran entrenándose a la espera de que pasara el tiempo.

—Veinte asaltos —dijo Heron-Allen cuando llegó el descanso—. ¿Qué les había dicho?

—¿Cree usted que la suerte del combate se decidirá en éste? —pregunté.

—¿Usted no?

Miré a lord Queensberry y al inspector Gilmour y les vi concentrados en su labor en el rincón de Amteim. El policía secaba el torso del boxeador con una toalla y estrujaba una esponja húmeda alrededor de su boca. El marqués estaba de cuclillas, susurrando urgentemente al oído de su campeón.

—Mi padre estará imposible esta noche —masculló lord Drumlanrig—. Cuando triunfa, se pone insoportable.

—¡Fin del descanso! ¡Vigésimo asalto! —gritó el árbitro.

El asalto no duró mucho. Esta vez, Diego se anticipó al golpe de Amteim y lo esquivó limpiamente, fintando a la izquierda antes de saltar a la derecha, atrayendo a Amteim hacia él. Sin embargo, mantuvo la ventaja tan sólo durante un instante. Enseguida se hizo evidente que había dado todo lo que podía dar; ya nada le quedaba: las piernas no le aguantaban. El público sintió que el clímax era inminente.

—¡A muerte, a muerte, a muerte! —tronaban los espectadores, pateando el suelo y agitando sus puños cerrados en el aire cuando Amteim se desplazó ligeramente hacia delante y empezó casi metódicamente a martillear a su rival en la cabeza con golpes alternos.

—Le va a dejar inconsciente como siga golpeándole así —exclamó Oscar—. Hay que poner fin a esto.

—No tardará —gritó Heron-Allen—. Mire la sangre.

De pronto había sangre por todos los rincones del cuadrilátero. Los dos boxeadores estaban bañados en ella, que caía sobre sus cuerpos hasta la lona del suelo. Y, aun así, el público seguía pidiendo más:

—¡A muerte, a muerte, a muerte!

Cuando el árbitro corrió hacia los dos púgiles gritando «¡Alto! ¡Alto!», Victor Amteim propinaba ya sus últimos golpes: un golpe de izquierda, un derechazo y un formidable gancho de izquierda. Alfred Diego se desplomó al suelo.

—¡Se acabo! —exclamó Oscar.

—A Dios gracias —masculló Conan Doyle.

George Daubeney se separó de nosotros y bajó corriendo por la pasarela hacia el cuadrilátero.

En su esquina del ring, vi al marqués de Queensberry con las manos sobre las orejas, celebrando la victoria entre brincos.

En el interior del cuadrilátero, Victor Amteim se apartó dando tumbos del cuerpo de Diego y se volvió hacia el público con un gesto triunfal. Estaba pálido, pero le ardían los ojos. Levantó los brazos a modo de saludo y en cuanto lo hizo pudimos presenciar el horror de lo que teníamos ante nuestros ojos. La sangre manaba libremente de sus muñecas, deslizándose por sus brazos desnudos. Cuando George Daubeney y el árbitro llegaron a su lado, los ojos de Amteim se cerraron y cayó muerto en brazos de los dos hombres.