Lleno absoluto
Ese sábado por la noche, como llevaba ocurriendo todas las noches desde el 20 de febrero de 1892, el Teatro Saint James registraba un lleno absoluto. La obra de mi amigo había sido un auténtico triunfo desde la noche de su estreno.
A pesar de que yo debía de haber ido al teatro mil veces a lo largo de mi vida, mentiría si dijera que recuerdo haber vivido una noche más memorable, o más sensacional, que la noche del estreno de El abanico de lady Windermere. Dudo mucho que quienquiera que estuviera allí en esa ocasión haya podido olvidar la experiencia: el humor y la humanidad de la obra, la sorpresa que causó (nadie sabía qué esperar), la relumbrante naturaleza del público (le tout monde estaba allí), y el escándalo —el outrage— provocado por el discurso de Oscar en el escenario. Cuando concluyó la representación y desde los palcos y desde la platea se oyeron gritos de «¡El autor!», Oscar salió de entre bambalinas y se dirigió despreocupadamente al centro del escenario, situándose tras las candilejas y estudiando detenidamente el auditorio. Llevaba un clavel verde en el ojal de la solapa y un cigarrillo encendido en su mano enguantada en malva. El público guardó silencio. Oscar alargó el instante y siguió fumando su cigarrillo lánguidamente hasta que por fin habló.
—Damas y caballeros, quizá no resulte demasiado propio fumar delante de ustedes, pero… ¡quizá tampoco resulte muy propio que me molesten mientras estoy fumando! He disfrutado inmensamente de esta noche. Los actores nos han deleitado con una deliciosa representación de una obra preciosa, y su entendimiento ha resultado de una indudable inteligencia. Les felicito por el gran éxito de su actuación, lo cual me lleva a pensar que tienen la obra casi en tan alta estima como yo mismo.
En esa primera representación, Oscar nos había regalado a varios de nosotros un clavel verde para que lo luciéramos en el ojal de la solapa. Lo dispuso todo para que uno de los miembros del elenco también llevara uno.
—¿Qué significa, Oscar? —le pregunté—. ¿Cuál es el significado del clavel verde?
—No significa nada, Robert. Nada en absoluto. Y eso es justamente lo que nadie imaginará…
Para la representación del 7 de mayo, Oscar había reservado catorce de los palcos privados del teatro para sus invitados especiales. La velada pretendía ser una noche de «agradecimiento» a todos los amigos que habían dado su apoyo a la campaña de recaudación de fondos de Constance para la Asociación para la Racionalidad en el Vestir y para todos aquellos que habían prometido apoyar a Oscar en su campaña de ayuda al Earl’s Court Boys Club. Nuestro anfitrión lo había dispuesto todo para que los caballeros encontraran claveles verdes en cada uno de los palcos (aunque no todos los caballeros se los pusieron. «No es mi estilo, viejo amigo», dijo Conan Doyle). En el último minuto, Oscar me envió al mercado de Covent Garden a comprar pequeños ramilletes de prímulas que había decidido regalar a cada una de las damas en honor del cumpleaños de lord Rosebery. Las señoras estuvieron encantadas y Primrose Rosebery se declaró «sinceramente emocionado por el gesto… Cándidamente, ligeramente abrumado».
Lord Rosebery y lord Drumlanrig se sentaron con Oscar y con Bosie en el palco real. En el palco contiguo estaban sentados Charles y Margaret Brooke, el raja blanco y Ranee de Sarawak, con Constance y el eternamente atento Edward Heron-Allen. («La señora Heron-Allen ha sido también invitada, te lo aseguro —dijo Oscar—. Y también la señora de Conan Doyle. Y la del señor Stoker y la señora de Sickert. Sin embargo, ninguna de ellas ha venido. Están todas indispuestas. Independientemente de lo que decidas llevar a cabo para hacer fortuna, Robert, no intentes jamás inventar una cura para la jaqueca. No encontrarás mercado para ella»). Yo estaba sentado con Wat Sickert y Bram Stoker en el otro extremo del auditorio, en el palco situado directamente delante del de Constance y sus amigos. Nunca la había visto más hermosa que esa noche. Llevaba el vestido que lucía todas las noches que fue a ver El abanico de lady Windermere. Era un talismán. Se lo había puesto esa propicia primera noche y Constance era tan supersticiosa como su marido. Era un vestido de brocado azul, con mangas oblicuas y un largo cuerpo decorado con perlas y seda antigua. El vestido era una pieza magnífica, inspirada, al parecer, en los vestidos de la corte del reinado de Carlos I, aunque Constance lo lucía con gran sencillez. Sickert me sorprendió mirándola anhelantemente y no dudó en atacarme.
—Se comporta usted como un auténtico estúpido, Sherard —dijo—. Cuanto más suspire por ella, más infeliz será. Constance sólo tiene ojos para Oscar. Ese idiota de Heron-Allen revolotea alrededor de ella día y noche y lo máximo que ella hace es dejar que el dorso de su mano roce la de él. Mire hacia otro lado, hombre… mientras todavía conserva la cordura. —Me dio sus gemelos y me invitó a que escudriñara con ellos el teatro—. Dígame sí hay alguien que le guste y yo le informaré de sus posibilidades.
Herido por su reprobación, tomé los gemelos de Wat y los utilicé para echar una mirada al recinto. Indudablemente, había algunas mujeres hermosas a la vista. Y también alguna que otra rareza. En uno de los palcos más pequeños situados en el piso superior estaban las dos amigas de Oscar, la señorita Bradley y la señorita Cooper, las poetas sáficas que escribían juntas bajo el seudónimo de Michael Field.
—¿De qué diantre han venido disfrazadas? —pregunté a Sickert, devolviéndole los gemelos.
El pintor apuntó con los gemelos a las excéntricas damas.
—Lamento decir que de cabreras tirolesas… y todo parece indicar que están provocando un efecto perjudicial en el vecindario. Aunque el teatro está abarrotado y no queda una sola entrada a la venta, el palco contiguo al de ellas está vacío.
El palco vacío era el que Oscar había reservado para Victor Amteim.
Cuando las luces del teatro se apagaron y la orquesta inició la obertura (era la de Il Seraglio de Mozart), Walter Sickert me murmuró:
—¿No hemos tenido noticias de Bradford Pearse?
—No, que yo sepa.
—Entonces, ¿es cierto? —susurró Stoker desde la parte posterior del palco—. Corre el rumor de que se ha suicidado… saltando al vacío desde Beachy Head. Empujado por sus acreedores. Cuando le vieron en Eastbourne, ¿cómo estaba?
—Vimos la representación. No vimos a Pearse. Desapareció antes de que pudiéramos verle.
—No puedo creer que se haya suicidado —susurró Stoker—. Es algo totalmente impensable en un hombre como él. ¿Creen que quizás hayan asesinado al pobre diablo?
El telón del Teatro Saint James se levantó para mostrar el soleado salón matutino del establecimiento de lord Windermere en Carlton House Terrace. El decorado era elegante (obra de un inspiradísimo señor H. P Hall) y provocó una oleada de encantados aplausos.
Durante el intermedio, se pidió a los invitados de Oscar que se reunieran con él para disfrutar de un refrigerio en un extremo del vestíbulo situado en la parte trasera del anfiteatro. La multitud era considerable. Me abrí paso a codazos y empujones para reunirme con mi amigo. Deseaba alertarle de la ausencia de Amteim, pero cuando por fin llegué hasta él, antes de que pudiera hablar, él me hizo callar.
—Soy plenamente consciente de la situación —dijo, dándome una copa de champán—. Tranquilízate, Robert. Permite que te presente al barón de Rosebery. Como sabrás, hoy es el cumpleaños de su señoría.
Saludé con una inclinación de cabeza al gran hombre que me sonrió con unos ojos de párpados enormes. Era un avezado político: de inmediato me hizo sentir como si fuéramos íntimos amigos.
—¿No le parece una obra deliciosa? —dijo—. Todo el mundo está encantado. Aun así, lord Drumlanrig me informa de que los críticos están divididos.
—Sí —intervino Oscar complacientemente—. Cuando los críticos dividen, el público une.
—Cierto, señor Wilde —prosiguió lord Rosebery, riéndose entre dientes y observando a la multitud congregada a su alrededor—. Es un aforo maravilloso. Eso es lo que más me asombra. El foso y el gallinero están tan llenos como los palcos y la platea. ¿Quién es toda esta gente?
—Una pregunta de fácil respuesta —dijo Oscar—. Son sirvientes.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Rosebery.
—Exactamente lo que acabo de decir. Los criados escuchan las conversaciones que tienen lugar en los salones y en los comedores. Oyen a la gente hablar de mi obra y sienten curiosidad. Por eso llenan el teatro. No hay más que observar la perfección de sus modales para darse cuenta de que son sirvientes.
—Es usted un hombre muy peculiar, señor Wilde —dijo lord Rosebery—. Espero que la obra se publique.
—A su debido tiempo. Mi edición ideal es de quinientos ejemplares que utilizaría como regalo de cumpleaños para amigos particulares, seiscientos más para el público en general y cien para el mercado norteamericano.
En ese momento sonó el timbre que anunciaba el comienzo del segundo acto. Volví a saludar a su señoría con una inclinación de cabeza y él volvió a ofrecerme su sonrisa de político. Cuando ya me iba, le susurré a Oscar lo más discretamente que pude:
—¿Sabes que Amteim no ha venido?
Él respondió con una sonrisa y no se molestó en bajar un ápice la voz:
—En cualquier caso, no le pierdo de vista. Disfruta de la obra, Robert. Encontrémonos después de la representación en la puerta de actores.
Cuando regresé a mi palco, encontré a Sickert y a Stoker que todavía seguían lamentando el destino del pobre Bradford Pearse, sin dejar de repetir (¡de nuevo!) que, de entre todos los hombres, Pearse carecía de un solo enemigo en el mundo.
—¿Dónde ha estado? —preguntó Sickert—. Espero que no persiguiendo a la señora Wilde. —Me hizo entrega de sus gemelos—. Eche una mirada al gallinero, al fondo a la izquierda: la joven mulata con las lentejuelas en el pelo. ¿No es justo su tipo?
Tomé los gemelos de Sickert y, sólo por complacerle, inspeccioné con ellos a la muchacha. Era, sin duda, extremadamente atractiva; el pintor tenía buen ojo.
—Y, mire —añadió—, las cabreras tirolesas ya no están solas. El palco contiguo está lleno.
Apunté con los gemelos hacia lo que hasta entonces había sido el palco vacío y vi a un hombre alto vestido de noche que estaba de pie a un lado, desde donde observaba el auditorio. No era Amteim.
—Le conozco —dije.
Sickert y Stoker entrecerraron los ojos y estudiaron el gallinero con la mirada.
—Todos le conocemos —dijo Bram Stoker, saludando con la mano a la distante figura—. Es Charles Brookfield.
—No asiste como invitado de Oscar.
—Quizá no —dijo Stoker—. Aun así, le tenemos aquí. Está obsesionado con Oscar y con esta obra. Como bien saben, está preparando su propia parodia sobre El abanico. Se estrena dentro de dos semanas y supongo que estaremos todos invitados.
—La verdad es que no me sorprendería nada que alguien asesinara a Charles Brookfield —dijo Wat Sickert justo cuando las luces del teatro empezaban a apagarse.
Al término de la representación, la ovación fue extraordinaria. No había duda de que Oscar había escrito una obra que hacía las delicias de las multitudes. Aunque en esa ocasión el autor se resistió a la tentación de responder a la llamada a escena, mientras el público le aclamaba, Oscar se quedó de pie en la parte delantera del palco real y, con un regio gesto de la mano y la cabeza echada hacia atrás, acusó recibo de la aprobación de su público. Y, mientras los espectadores abandonaban la sala, siguió de pie en lo alto de la escalera principal del teatro, apoyado contra la barandilla de bronce, recibiendo, como era de rigor, los aplausos de desconocidos y los agradecimientos de sus amigos.
—¡Gracias! ¡Gracias, señor Wilde! Debo celebrar mi cumpleaños más a menudo —exclamó lord Rosebery cuando los Douglas y él pasaron junto a Oscar.
—¡Bravo, Oscar! Me voy corriendo a tomar el tren —chilló Conan Doyle, apretando el paso—. No sabe cuánto lamento que Touie no haya podido venir. Nos vemos mañana, viejo amigo.
Fueron pocos los que se quedaron, básicamente porque ya era tarde y porque, en cualquier caso, la mayoría de los amigos de Oscar que habían sido invitados esa noche estaban también invitados a la fiesta de recaudación de fondos de la tarde siguiente.
—Es imposible llevar a escena una obra de cuatro actos de estructura libre —se rió con satisfacción Charles Brooke, apretando el hombro de Oscar al pasar.
—¡Este es nuestro fin de semana totalmente dedicado a los Wilde! —corearon la señorita Bradley y la señorita Cooper, enviándole besos a su anfitrión desde el otro extremo de la multitud.
—Realmente han venido disfrazadas de cabreras tirolesas —le susurré a Sickert.
—Al menos nos han ahorrado los Lederhosen —fue su susurrada respuesta.
Cuando la muchedumbre por fin se evaporó y pude despedirme de Sickert y de Stoker, fui a reunirme con Oscar en la escalera. Mientras me acercaba a él, pude ver a Charles Brookfield al otro lado de la escalera. Estaba de pie hablando con un hombrecillo que no vestía traje de noche, sino un traje de sargo marrón. Oscar también reparó en su presencia.
—¡Charles! ¡Charles! —le gritó. Brookfield empezó a bajar silenciosamente los escalones de mármol con la mirada al frente—. ¡Charles! —le gritó Oscar—. No huya.
El actor se detuvo y miró a su alrededor, fingiendo no reconocer la dirección desde la que le llamaban.
—¡Charles! —volvió a gritarle Oscar—. ¡Buenas noches!
—¡Ah, Oscar! —Brookfield se acercó a donde estábamos mi amigo y yo—. No le había visto. Me dirigía al guardarropa.
—No puede ser —dijo Oscar—. Es una noche demasiado cálida para llevar abrigo.
—Siempre jugando a los detectives, ¿eh, Oscar? —dijo Brookfield arqueando una ceja—. ¿Quién mató a la cotorra del Hotel Cadogan el martes por la noche? Eso es lo que quiero saber.
—¿Le ha gustado la obra que ha visto en el Teatro Saint James este sábado por la noche? —respondió Oscar—. Eso es lo que yo quiero saber.
—Venga a ver El poeta y las marionetas y lo descubrirá. Venga al estreno… el día diecinueve. Le mandaré entradas. Creo que se divertirá. Y no habrá ningún discurso por parte del autor al final de la representación… se lo garantizo.
—¿No aprueba usted el discurso que di la noche del estreno de Lady Windermere?
—No he sido el único —respondió secamente Brookfield.
—¿Fue el tono o el contenido lo que le provocó su desagrado? —preguntó Oscar—. ¿O quizá mi cigarrillo?
—Las tres cosas.
—Es usted un anticuado, Brookfield. Se cree el colmo de la modernidad, pero lo cierto es que se ha quedado totalmente anclado en el ayer. Sí, el concepto anticuado es sin duda que el dramaturgo debería aparecer al término de la obra y limitarse a dar las gracias a sus amigos por su apoyo y su presencia. Me alegra decir que he alterado eso. El artista no puede degradarse hasta el punto de convertirse en el sirviente de su público. Aunque siempre he reconocido el aprecio cultural que los actores y que el público han demostrado hacía mi obra, también he reconocido que la humildad está hecha para el hipócrita y la modestia para el incompetente. La asertividad es a la vez el deber y el privilegio del artista.
—Gracias por sus palabras, Oscar —dijo Brookfield, asintiendo con la cabeza—. Han sido tremendamente iluminadoras.
—De nada, Charles.
—Buenas noches, Oscar. —Brookfield se volvió de espaldas y descendió la escalera desierta, agitando una mano en el aire al bajar—. Pero no olvide nuestro desafío… ¿Quién mató a la cotorra? Ésa es la cuestión. Y, si mal no recuerdo, hay trece guineas en juego.
—Buenas noches, Charles —se despidió Oscar—. Espero que no encuentre el guardarropa cerrado.
Sin volver la vista atrás, Brookfield cruzó las puertas giratorias del teatro y salió a Saint James Street. Le seguimos con la mirada.
—¿Por qué te empeñas en hacer de él tu enemigo, Oscar? —pregunté.
—Porque no puedo tenerle como amigo, Robert.
El vestíbulo del teatro se había quedado vacío. Un pálido joven vestido de noche (el ayudante de dirección del teatro) subía en ese momento la escalera al tiempo que iba apagando las lámparas de gas una a una. De pronto aparecieron por detrás de nosotros dos mujeres que llevaban un par de andrajosos abrigos. Por un momento, creí que se trataba de la señorita Bradley y de la señorita Cooper que habían vuelto con un nuevo disfraz. De hecho, eran un par de limpiadoras. Una, equipada con una fregona y un cubo, se puso manos a la obra de inmediato y empezó a limpiar el suelo de mármol de Siena. La otra, cargada con una pesada escoba, comenzó a barrer vigorosamente cada uno de los tramos de alfombra hindú de la escalera.
—Míralas —susurró Oscar—. ¡Qué sencillez la suya! ¡Y cuánta fealdad! Y, sin embargo, qué jóvenes son. La industria es la raíz de toda la fealdad.
—Vamos, Oscar —dije tomando a mi amigo del brazo—. Tenemos que irnos.
—¿Para qué? —exclamó—. ¿Para tomar champán mientras ellas siguen aquí trabajando sin descanso? —Se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sacó dos billetes nuevos de cinco libras. Acto seguido los desdobló.
—No seas absurdo, Oscar —le siseé—. Esto equivale al sueldo de tres meses.
—Lo absurdo es que nosotros nos podamos permitir cualquier cosa, Robert, y que lo único que ellas puedan permitirse sea la abnegación. —Se acercó a las dos mujeres y le dio a cada una un billete de cinco libras. Las dos limpiadoras le miraron, totalmente perplejas—. Con los saludos de lady Windermere —dijo—. Buenas noches, señoras. Gracias.
La acera del Teatro Saint James estaba desierta. Vimos a Charles Brookfield al otro lado de la calle, solo y de espaldas a nosotros, con la mirada en el escaparate de la tienda de vinos Demery & Holland.
—¿Has podido ver quién era su «amigo»? —preguntó Oscar.
—¿El que estaba con él en la escalera hace apenas unos instantes? ¿El hombre del traje marrón?
—Sí…, un feo hombrecillo de rostro cetrino y ojos de hurón.
—Creo que es uno de los empleados del baño turco de Baker Street —respondí.
—¿En serio? —dijo él—. Me sorprendes. —Vimos a Brookfield alejarse por Saint James en dirección a Picadilly—. Quienquiera que sea, parece una curiosa compañía para un hombre tan refinado como Brookfield.
Un par de coches pasaron traqueteando por delante de nosotros.
—¿Constance se ha ido a casa? —pregunté.
—Sí, con los Brooke y con Heron-Allen. —Me miró y sonrió—. Esta noche también yo me iré a casa —dijo.
Sonreí a mi vez.
—Me alegra oírlo, Oscar.
—Creo que es necesario.
—¿Estás muy preocupado por su seguridad?
—No, aún no…, al menos no mientras Amteim siga con vida. No, Robert, seguro que te divertirá saberlo… Esta noche me voy a casa por algo que he oído decir a mis hijos.
Encontré una cerilla con la que encenderle el cigarrillo.
—De boca de los niños…
—Cierto. Anoche, sin ir más lejos, les estaba contando cuentos sobre unos niños que se portaban mal y que hacían llorar a su madre, y sobre las cosas tan terribles que les ocurrirían a menos que se portaran mejor. ¿Y qué crees tú que respondió uno de ellos? ¡Cyril me preguntó que cuál era el castigo reservado para los papás que se portan mal y no vuelven a casa hasta altas horas de la madrugada y hacen llorar aún más a sus madres!
Me reí.
—Chico listo. ¿Quieres que pare un coche, Oscar?
—Todavía no —respondió, tomándome del brazo y alejándome con él del Saint James hasta doblar por King Street—. Tenemos una cita en la puerta de actores.
—¿Ahora? —pregunté—. ¿No se habrán marchado ya a casa los actores?
—Probablemente. Pero no hemos quedado con ninguno de ellos.
—¡Soy yo! —siseó una voz en la oscuridad.
Aunque había una farola cerca y un farol de gas encendido en la pared junto a la puerta de actores, no logré ver a nadie.
—¡Soy yo! —volvió a sisear la voz—. Aquí abajo.
Miré hacia el lugar de donde procedía la voz y vi brillar sus ojos en la oscuridad. Era Antipholus, el muchacho negro del Circo Astley. Estaba oculto en la entrada, agachado en el suelo. Cuando nos acercamos, se levantó de un salto y saludó a Oscar.
—¿Cómo estás, mi pequeño funambulista? ¿Qué noticias nos traes del Rialto? ¿Dónde ha estado Amteim desde tu último informe?
El muchacho se puso al instante en posición de firmes.
—En el Cuadrilátero de la Muerte toda la tarde, señor, entrenando, entrenando duro, y sudando aún más. Lord Queensberry vino y se quedó media hora. Luego el señor Amteim se dio un baño, se vistió y tomó un coche para ir al Hotel Cadogan.
—¿Le seguiste?
—Le seguí.
—¿Cómo? —pregunté—. Supongo que no lo hiciste en coche.
El muchacho soltó una risilla.
—¡No, señor! En mi bicicleta. Me agarré a la parte trasera del coche del señor Amteim y dejé que tirara de mí durante todo el camino, de puerta a puerta.
—¿Te vio alguien?
—Desde luego el señor Amteim no, señor. Creo conocer bien mi oficio.
—¿Qué ocurrió en el Cadogan? —preguntó Oscar.
—Entró con un surtido de cajas de colores.
—Espero que fuera material de escena —dijo mi amigo— para el espectáculo de mañana.
—Luego volvió a salir y regresó al Astley en el mismo coche. El viaje de ida y vuelta le costó dos chelines.
—¿Y después? —preguntó Oscar.
—Y después, cuando debería haberse cambiado y haber venido al teatro como usted me había avanzado, señor Wilde, se encontró con el reverendo George.
—¿Así es como le llamas? —pregunté—. ¿Te cae bien el reverendo George?
—Bastante bien, señor. Es nuestro padre[17]. Puede que sea un poco demasiado dulce con Bertha, pero ya sabe cómo son los curas. De todos modos, sus propinas son propias de un caballero.
—¿Y qué es lo que hicieron el señor Amteim y el reverendo caballero?
—Se marcharon juntos… a The Bucket of Blood[18].
—¿A The Bucket of Blood? —pregunté.
Oscar se rió.
—Se refiere a The Lamb and Flag de Rose Street, Robert. Cómo se nota que no frecuentas demasiado la calle.
—¿Por qué le llaman The Bucket of Blood? —pregunté.
Mi amigo me dedicó una mirada compasiva.
—Por las peleas a puño descubierto que tienen lugar en el local. Son combates profesionales, por dinero, pero siempre evitando estrictamente el código que marcan las Reglas de Queensberry. —Se volvió entonces hacia el muchacho—. ¿Cuánto tiempo pasaron allí?
—Toda la noche. Hasta ahora. Vi marcharse al reverendo George y luego seguí al señor Amteim de regreso a su alojamiento situado en la parte trasera del circo. Oí girar la llave en su cerradura. Luego estuve observando la ventana hasta que vi apagarse las velas. Debería estar a salvo hasta mañana por la mañana, señor Wilde, a menos, claro, que le asesinen mientras duerme.
—Gracias, Antipholus —dijo Oscar, dándole una moneda—. Aquí tienes tu reluciente chelín.