14.

El cuadrilátero de la muerte

—¿Por qué diantre vamos al circo, Oscar? —pregunté mientras hacíamos cola en el patio delantero de la estación a la espera de un coche de alquiler.

—Porque el señor Victor Amteim es un boxeador de feria y este verano tiene un contrato con el Circo Astley. Lo sé porque ha tenido la amabilidad de mandarme dos entradas para su próximo combate…, prometedoramente descrito como un «histórico combate de gala». Está programado para el lunes por la noche. Bosie no vendrá. Le horroriza el boxeo. ¿Estás libre?

—Gracias —le dije. Me había acostumbrado a ser el acompañante de Oscar las noches en que Bosie no estaba disponible.

—Me encanta el Astley. Cuando era niño, mi regalo de cumpleaños era siempre ir al circo que «lord» George Sanger tenía en el Astley.

—Sí —murmuró Oscar mientras nos movíamos hacia la cabeza de la fila—. Recuerdo que tuviste una infancia difícil.

Sonreí. Tuve la impresión de que la gente que teníamos detrás estaba atenta a nuestra conversación. Oscar no sentía la menor aversión hacia la atención del público.

—¿Cuál fue tu regalo de cumpleaños en aquel entonces, Oscar? —pregunté.

—Una tarde en el bosque de campanillas del Parque Phoenix leyendo a Eurípides y a Teócrito, seguida de una noche en los claustros de Drumcondra con Platón y John Ruskin. Fui un niño muy sencillo.

Me reí mientras abordábamos nuestro coche.

Se tardaba apenas veinte minutos en llegar en coche desde la estación Victoria al anfiteatro del Circo Astley, situado en la orilla sur del puente de Westminster. Corría el año 1892, un año antes de que el anfiteatro —una de las grandes glorias del Londres Victoriano— fuera demolido.

Hasta que cumplí los dieciocho años —fecha en que empecé a viajar y descubrí la Ópera de París, la Fenice de Venecia, la plaza de toros de Ronda en Andalucía—, el Astley era mi palacio de diversión. Jamás había estado en un edificio tan maravilloso, tan inmenso, tan ornamentado y tan exótico. Estaba iluminado por un candelabro en el que ardían cinco mil velas. El público se sentaba en cuatro gradas curvas y empinadas que alcanzaban una altura de ocho metros sobre el nivel del suelo. Había un escenario convencional para los músicos, los payasos y los acróbatas, y, delante de él, en lugar de la platea que ocupa normalmente la orquesta, una arena inmensa y circular —de trece metros de diámetro— para los caballos del espectáculo y para los perros bailarines.

Philip Astley, a quien mi abuelo conoció, no utilizaba animales salvajes en sus espectáculos. Era jinete y acróbata. Fue él quien inventó la pista redonda del circo para poder así dar mejor muestra de sus habilidades como jinete. Se dio cuenta de que al galopar alrededor de un pequeño círculo, él y sus colegas jinetes podían generar una fuerza centrífuga que les ayudaría a conservar el equilibrio mientras se mantenían de pie sobre el lomo desnudo de sus corceles.

Mientras nuestro coche traqueteaba lentamente por Victoria Street en el tráfico de la hora punta del martes, intenté compartir mi entusiasmo con Oscar. Él, sin embargo, no mostró ningún interés.

—Creo recordar que Sickert me dijo que monsieur Degas también adora el circo —comentó con aspecto cansado.

—Oh, ya lo creo —respondí entusiasmado, haciendo caso omiso de su débil sonrisa y de su ceja educadamente arqueada—. Todos los franceses adoran el circo. En Francia tienen a Astley por un héroe. Le llaman «le roi des cirques». ¿Sabías que murió en París?

—¿Astley ha muerto? —preguntó él, fingiéndose sorprendido.

—Hace mucho. Está enterrado en el Pére Lachaise.

—Eso no quiere decir nada —respondió Oscar despreciativamente—. Ahora entierran allí a cualquiera.

Cuando llegamos al anfiteatro del Astley, Oscar dio instrucciones al cochero de que nos dejara en la puerta de artistas.

—No me extraña que Conan Doyle quiera acabar con Holmes —gruñó mientras descendía del coche—. La vida del detective privado no es nada fácil —añadió con un suspiro—. Y ahora nos tocará lidiar con otro hosco portero de actores. ¿Será acaso una mujer barbuda? ¿O quizás un enano de dos cabezas? Lo más probable es que nos encontremos con un desventurado acróbata que ha sucumbido a la artritis. —Dio dos chelines al cochero—. No puedo soportar la fealdad del mundo —dijo. El hombre se llevó la mano a la gorra y asintió con la cabeza mostrando así su acuerdo.

Sin embargo, por una vez, Oscar se equivocaba. El portero de actores no era en absoluto grotesco, sino un apuesto muchacho africano: un joven de rostro reluciente, ojos enormes y unos brillantes dientes blancos.

—¡Por todos los santos! —exclamó—. Esperaba encontrar a Cerbero custodiando las puertas del Hades y en cambio me encuentro con un viejo amigo. Robert, ¡te presento a Antipholus!

El chiquillo, que debía de tener como mucho quince o dieciséis años, se levantó de un brinco y, saliendo del pequeño cubículo del portero de actores, nos saludó con una profunda reverencia. Oscar estrechó afectuosamente la mano del muchacho y al instante buscó un soberano en el bolsillo de su chaleco para dárselo a modo de saludo.

El chico le dedicó una sonrisa resplandeciente.

—Gracias, señor Wilde. No ha cambiado usted nada.

—Y tú, en cambio, has crecido —respondió él, haciéndole girar sobre sí mismo al tiempo que le inspeccionaba—. Antipholus era limpiabotas en el Savoy cuando nos conocimos —añadió a modo de explicación—. Y ahora parece haber huido al circo. —Estudió ansiosamente el rostro del chico—. ¿Qué estás haciendo aquí, Antipholus?

—Voy a ser payaso, señor Wilde —fue la feliz respuesta del muchacho.

—¡Oh, Santa María, Madre de Dios! —exclamó Oscar—. ¡Payaso! ¡Payaso! —Se tapó los ojos con las manos—. ¿Qué le pasa hoy en día a la juventud? —gimoteó—. Temo por el futuro del imperio.

El chiquillo lo miró y soltó una risilla.

—No ha cambiado nada, señor Wilde —dijo entre risas—. Fue usted quien me dijo que si quería tener éxito en la vida tendría que aprender a caminar por la cuerda floja. Sólo estoy haciendo lo que me dijo.

Oscar tenía los ojos velados por las lágrimas, pero sonreía.

—Que Dios Nuestro Señor me perdone algún día —lloriqueó—. ¡Al parecer es culpa mía!

De pronto, el risueño muchacho pareció ansioso.

—Oh, señor Wilde —dijo—, espero que no haya venido a ver el circo. Se ha trasladado a Blackpool durante el verano.

—No, Antipholus. —Levantó los puños y soltó un par de puñetazos al aire con aire juguetón—. Hemos venido a ver el boxeo. Buscamos al señor Victor Amteim.

—¿Al Gran Amteim, David y Goliath?

—¿Es así como se le conoce?

—Está dentro, señor. Con su señoría.

—¿Con «lord» George Sanger? —intervine, ansioso por fanfarronear de mis conocimientos del circo.

—Creo que no —dijo Oscar, lanzándome una mirada desesperada.

—Oh, no, señor —respondió el chiquillo—. «Lord» George está en Blackpool. Este es un auténtico señor. Les llevaré hasta él. Síganme.

Seguimos al muchacho por una pesada puerta metálica y bajamos luego unos cuantos escalones poco empinados.

—¡Cuidado con la cabeza! —nos gritó agachándose de pronto y conduciéndonos bajo un arco de piedra para adentrarnos después en un pasillo de techo bajo, largo, estrecho, curvo y oscuro. Las paredes eran de ladrillo y el suelo estaba empapado bajo nuestros pies.

—Huele a ratas —dijo Oscar.

—Vuelven en cuanto se van los perros —explicó Antipholus. Luego se rió—. Esto es peor que las cocinas del Savoy. No se detengan a menos que yo se lo diga. Pisen lo que pisen, sigan caminando.

—¿Es que no hay lámparas de gas? —grité. El chiquillo y Oscar iban un poco por delante de mí. Apenas pude discernir sus figuras en la penumbra.

—«Lord» George gobierna el barco con mano dura —dijo el muchacho soltando una nueva risilla—. No se preocupen. Ya casi hemos llegado.

—El hedor es insoportable —dijo Oscar.

Una criatura pasó deslizándose junto a mis pies.

—Esto es espantoso, Oscar —siseé.

—Esto es el circo, Robert.

—¡Alto! —gritó el chiquillo—. ¡Ya hemos llegado! —Pude ver en la penumbra la silueta de su cabeza—. Vengan —gritó, empujando una puerta situada al final del túnel. Inmediatamente después de la puerta había unas pesadas cortinas negras. Eran de tela tosca y olían a manzanas podridas y a serrín. Antipholus las retiró y nos liberó de nuestro agujero, dándonos salida a la inmensa arena del anfiteatro del Astley.

Yo había esperado encontrarme con un resplandor de luz…, el deslumbrante palacio que recordaba de mis días de infancia. Sin embargo, lo que tenía ante mis ojos era una catedral desierta, oscura y cavernosa como la Cueva de Fingal[12]. Nos costó unos instantes adaptar los ojos a la penumbra. Al parecer, habíamos entrado a la arena desde detrás del escenario: estábamos al nivel del suelo, de cara al auditorio y en el borde más externo del anillo del circo, en cuyo centro vimos lo que, por un breve instante, confundí por un altar.

Ni que decir tiene que no era un altar, sino una gran tarima cuadrada, elevada a un metro y medio del suelo. Y, de pie sobre la tarima, apoyado contra las cuerdas de lo que en ese momento identifiqué como un cuadrilátero de boxeo, estaba la arrebatadora figura de Victor Amteim. Estaba semidesnudo. Sus poderosos brazos, sus anchos hombros, su fornido pecho —moreno y lampiño— brillaban bañados en sudor.

—Señor Wilde, señor Sherard —dijo con voz áspera y estridente—. ¡Bienvenidos al Cuadrilátero de la Muerte!

Me volví a mirar las cortinas situadas tras el escenario. Antipholus había desaparecido.

—Hemos interrumpido el ensayo —dijo Oscar con tono de disculpa al tiempo que se quitaba el sombrero, ligeramente confundido, y saludaba con una incómoda inclinación de cabeza.

Amteim murmuró:

—Soy boxeador, no actor, señor Wilde. —Cogió un batín de color ciruela que estaba en una de las esquinas del cuadrilátero y se lo puso sin el menor asomo de prisa—. No ensayo. Entreno. Practico. He estado entrenándome con lord Queensberry. Estoy seguro de que se conocen ustedes.

De la penumbra del extremo más alejado del cuadrilátero emergió la achaparrada y simiesca figura de John Sholto, el octavo marqués de Queensberry. Con sus pequeñas manos se metía los faldones de la camisa en los pantalones de franela de cuadros grises. Llevaba los puños de la camisa sueltos e iba descalzo. Sorbió desdeñosamente y frunció sus pobladas cejas negras. Luego, sin tan siquiera reparar en mi presencia, miró a Oscar y gruñó su nombre:

—Wilde.

Él se adelantó y volvió a inclinar la cabeza, esta vez menos incómodo.

—Su señoría —murmuró—. Qué inesperado placer. Acabo de ver a lord Drumlanrig… en Eastbourne.

Queensberry volvió a sorber y se limpió la nariz con el dorso de la mano.

—Al parecer, ve usted a mis hijos más que yo, señor Wilde. Sin duda es porque dispone de tiempo para ello.

—El tiempo… —empezó Oscar, pero su aforismo fue abortado en el acto.

—El tiempo no espera a ningún hombre —gruñó Queensberry, recogiendo sus medias, las botas y la chaqueta del lateral del cuadrilátero. Se deslizó con agilidad entre las cuerdas y saltó desde allí a la arena. Luego, echándose la chaqueta al hombro, y sin volverse a mirarnos, subió con paso ligero por una de las pasarelas y salió del auditorio, gritándole a Amteim—: Que tenga un buen día, amigo mío. Estamos progresando. El lunes haremos historia.

Cuando el marqués por fin desapareció, Amteim se quedó donde estaba, siguiéndole con la mirada.

—Es un gran hombre —dijo con el curioso graznido que tenía por voz—, aunque le falta encanto. —Se volvió entonces y miró a Oscar desde arriba—. En cambio usted, señor Wilde…, usted siempre tiene algo encantador que decir.

—Cuando los hombres renuncian a decir lo que es encantador —respondió Oscar—, renuncian también a pensar en lo que es encantador. Espero que eso nunca me ocurra.

Yo seguía reflexionando sobre la falta absoluta de encanto del recién desaparecido marqués.

—¿De verdad es tan gran hombre? —pregunté.

—Para cualquier boxeador, sin duda, señor Sherard. Las Reglas de Queensberry han transformado por completo el juego, que ha pasado de la gresca sin apenas normas a algo que se aproxima mucho a un deporte. —Amteim extendió los brazos y miró a su alrededor—. Llamamos a esto «El Cuadrilátero de la Muerte» porque es precisamente eso lo que solía ser. Los hombres luchaban a muerte como perros, sin prohibiciones. La multitud les animaba. Los árbitros no hacían nada. Era la fuerza bruta y el poder de mantenerse en pie los que se alzaban con la victoria. Ahora, gracias a Queensberry, la habilidad desempeña también su papel. Y también la estrategia. Incluso la psicología. Los combates profesionales no eran más que una barbaridad autorizada hasta que apareció su señoría. Le ha llevado más de veinte años hacer valer las reglas, pero el lunes celebraremos aquí nuestro combate y, si todo sale bien, después del verano, por primera vez el campeonato del mundo en la categoría de pesos pesados se adscribirá a las Reglas de Queensberry. Que no les quepa duda: mientras los hombres boxeen, el marqués de Queensberry será recordado.

—En ese caso, debo entender que ha pasado a formar parte de las filas de los inmortales —dijo Oscar alegremente.

Amteim había cogido dos pares de guantes de boxeo. Se quedó en el borde del cuadrilátero sosteniéndolos en alto ante nosotros.

—¿Les apetecen unos cuantos golpes entre amigos, caballeros? No se permite morder, arrancar los ojos, ni el cuerpo a cuerpo, siguiendo estrictamente las Reglas de Queensberry.

—No, gracias —protestó Oscar, agitando con cierta ansiedad las manos en el aire—. No me chiflan las artes marciales.

—Pero tiene usted complexión de boxeador, señor Wilde —dijo Amteim, agachándose y pasando entre las cuerdas. Saltó luego al suelo delante de nosotros—. Y una gran reputación a sus espaldas.

—No estoy muy seguro de eso, la verdad —dijo él entre risas. Percibí que mi amigo se sentía intimidado por la presencia física de Amteim. Además, estaba también desconcertado porque se había quedado sin cigarrillos.

—He oído las historias que se cuentan por ahí —dijo el boxeador, clavando en Oscar la mirada.

—¿Las historias? —repitió mi amigo.

—Sí, cuando en el Trinity College de Dublín, el matón de la clase se burló de su poema y usted le abofeteó…, y cómo, cuando tuvo que defender su honor con los puños a cielo abierto, no tardó usted en tumbarle. Y también he oído que, en el Magdalen College de Oxford, cuando una patrulla de ignorantes estudiantes entraron en masa dispuestos hacer pedazos su habitación, usted les echó sin miramientos escaleras abajo… a todos y cada uno de ellos.

Oscar dio un paso atrás y observó a Amteim perplejo. El boxeador, que seguía sosteniendo los guantes en las manos, se volvió hacia mí.

—Su amigo, el señor Wilde, se las da de esteta, señor Sherard, y finge ser una delicada violeta, pero no es nada de eso. Me consta que sabe hacer buen uso de los puños. Y también de un arma. Es un gran tirador.

—¿Nos conocemos, señor Amteim? —preguntó Oscar en voz baja.

—Ciertamente, señor Wilde. Nos conocimos en una jornada de caza en Connemara. Fue en noviembre del año 79, con los Hicks-Beach. Una gran jornada, por cierto.

Oscar pareció visiblemente aturullado.

—Me temo que no lo recuerdo —dijo—. Le ruego que me perdone.

—No hay nada que perdonar —respondió cordialmente Amteim—. Éramos un grupo muy numeroso y, según me dice la experiencia, cuando eres caballero a medias, sólo logras granjearte a medias la atención de quienes te rodean.

Oscar parecía haberse quedado mudo de asombro.

—¿Es usted de Connemara? —pregunté, sintiendo que, de algún modo, mi amigo necesitaba que acudiera en su rescate. Resultaba extraño verle perder el control de una conversación.

—No —respondió Amteim—, soy de Dublín, como el señor Wilde. Me crié en Clare Street, a un tiro de piedra de Merrion Square. Soy tres años mayor que el señor Wilde. Conozco a la familia Wilde de toda la vida. De hecho, el señor Wilde y yo tuvimos en una época una novia en común.

Oscar parecía recuperarse poco a poco.

—¿Ah, sí? —sonrió—. ¿Y quién podría ser?

—Florrie Balcombe, naturalmente. —Amteim se volvió hacia mí—. Era la chica más hermosa de todo Dublín.

—Ya lo creo —dijo Oscar—. No tenía ni idea de que la conociera.

—No todo lo bien que me habría gustado. Sólo la besé una vez. No la conocí tan bien como usted, señor Wilde. Ni tanto como el señor Stoker.

Oscar se rió.

—Bram se llevó la mejor parte de los dos. Se casó con ella.

Se hizo el silencio entre nosotros.

—Por casualidad no llevará encima un cigarrillo, ¿verdad? —preguntó Oscar.

Victor Amteim, que estaba desnudo salvo por el batín, dejó caer al suelo el par de pesados guantes de boxeo que tenía en las manos y, con el puño firmemente cerrado, acercó su mano derecha a la oreja derecha de Oscar. Éste dio un respingo. El boxeador se rió, apartó el puño y lo sostuvo delante de Oscar antes de abrirlo despacio. Allí, en la palma de su mano, tenía un cigarrillo.

—Un Player’s Navy Cut, señor Wilde. No es un cigarrillo propio de un caballero, pero es lo mejor que tengo.

Oscar aplaudió, visiblemente encantado, cogió el cigarrillo y lo encendió al instante, aspirando el humo con gran satisfacción.

—Estoy en deuda con usted, señor Amteim —dijo—. Es usted todo un fenómeno, señor. Había venido a ofrecerle mi consejo, pero está claro que no necesita mi ayuda. No me cabe duda de que nada de lo que yo pueda decirle le resultará novedoso.

Amteim se agachó para recoger los guantes.

—¿Tiene su consejo alguna relación con su juego? —preguntó.

—Sí —respondió Oscar—. Mi estúpido juego de «asesinato».

—No se lo tome en serio, señor Wilde. Yo no lo hago.

—Quizá debería —me aventuré a decir.

—«La seriedad es el único refugio de los superficiales». ¿No es así, señor Wilde?

Oscar lo miró sin ocultar su admiración.

—¿Ha leído usted mis Frases y filosofías para uso de la juventud?

—Así es —respondió el boxeador—. Me interesa la filosofía moderna.

—Y creo que también la psicología moderna —dijo Oscar, sosteniendo en el aire el cigarrillo de Amteim y haciéndolo girar entre los dedos—. A usted le interesan los impulsos que mueven a los hombres. Le gusta saber qué es lo que les mueve.

—Soy boxeador de profesión, señor Wilde. Busco las debilidades de los hombres… y también sus puntos fuertes. A diferencia de usted, yo no fui a la universidad, pero sé leer. Leo a los psicólogos modernos. Tengo en la mesita de noche Los principios de la psicología de William James.

Oscar se rió.

—Y yo tengo uno de los voluminosos tomos de su hermano en la mía. ¿Quién necesita en Inglaterra un somnífero mientras los hermanos James sigan garabateando sus tratados?

Servicial, Amteim soltó a su vez una risilla. Luego sacó otro cigarrillo del bolsillo del batín y se lo dio a Oscar.

—Es usted un hombre extraordinario, señor Amteim —dijo mi amigo, dándole las gracias con una inclinación de cabeza y encendiendo de inmediato el segundo cigarrillo con los restos del primero—. Púgil, psicólogo, filósofo…, aunque ni siquiera usted es invulnerable.

—¿Le parece que corro peligro? —preguntó el boxeador con voz áspera y ronca, evidentemente divertido.

—Me preocupa su seguridad, señor Amteim —respondió Oscar con tono solemne.

—Pues no debería.

—Me siento responsable. El domingo pasado vino usted a la cena de nuestro club en calidad de invitado y dando muestras de su buena fe…

—Y me marché encantado. Y, como puede comprobar, sigo sano y salvo.

—Pero, señor Amteim —insistió Oscar—, cada día que ha pasado desde el domingo algo desafortunado le ha ocurrido a cada una de las sucesivas «víctimas» de la lista.

—Entonces, ¿el actor barbudo está muerto? —preguntó el boxeador.

—Bradford Pearse ha desaparecido —fue la respuesta de Oscar.

—Nos tememos lo peor —añadí.

—Lamento oír eso —dijo Amteim—. Me cayó bien el hombre.

—¿Le conocía? —preguntó Oscar.

—Nuestros caminos se habían cruzado antes —respondió el boxeador—. Conozco a mucha gente.

—La cuestión es que —dijo Oscar, dándole una última calada de deleite al primer cigarrillo antes de hacerlo de inmediato con el segundo—, si esto es una serie de asesinatos y éstos guardan un orden cronológico, usted es el siguiente, señor Amteim. Mañana es su turno…

—Mañana —dijo el boxeador con una sonrisa—. O el sábado, o el domingo, o el lunes…, ¿no le parece? A fin de cuentas, mi nombre apareció cuatro veces.

—Cierto —dijo Oscar—. ¿A qué cree usted que se debe eso?

—No tengo la menor idea.

—¿Quién puede haberle elegido a usted como víctima?

—No sabría decirle, señor Wilde. No tengo ni la más remota idea. —Se volvió de espaldas y echó a caminar hacia la pasarela, indicándonos que le siguiéramos con la mano—. Puede que el señor Charles Brookfield fuera uno de los que incluyeron mi nombre —sugirió sin mostrarse demasiado convencido—. Esa noche el humor de Brookfield no me pareció demasiado equilibrado. Me parece que no le hizo mucha gracia tener al secretario del club, que no es del todo un caballero, sentado a su derecha. No creo que le gustara tenerme sentado delante. Sé que le irritó mi clavel verde.

—Cuando jugamos, señor Amteim —preguntó Oscar—, ¿a quién eligió usted como víctima?

—Oh, preferí no arriesgar. Seguí las Reglas de Queensberry. No golpeo por debajo de la cintura. Elegí a Eros, el dios del amor.

—¿A Eros? —inquirió Oscar—. Eros es sin duda una curiosa elección para un boxeador profesional.

—Oh, vamos, señor Wilde. No sólo los discípulos de la estética saben que el amor es un diablo.

Llegamos a lo alto de la pasarela. Amteim sostuvo abierta una lustrosa puerta de roble cubierta por un espejo que comunicaba con el vestíbulo de entrada tapizado de espejos del anfiteatro.

—Si me disculpan, caballeros, debo ir a cambiarme. —Evidentemente la audiencia había tocado a su fin—. Gracias por haber venido. Y también por la advertencia.

—Gracias a usted por los cigarrillos —respondió Oscar con una sonrisa—. Y por las entradas para la noche del lunes…, el combate de gala.

—¿Vendrá?

—¿Con un asiento de primera fila esperándome? ¿Cómo iba a resistirme? Y, para corresponder a su regalo, señor Amteim, si le apetece ver mi obra, asistiré con un grupo al Teatro Saint James el sábado por la noche. Sería un honor para mí que se uniera a nosotros.

El boxeador respondió con una inclinación de cabeza.

—Será un placer, señor Wilde, gracias. —Con una mano sostenía abierta la puerta para nosotros; con la otra, nos indicaba el camino que debíamos seguir por el vestíbulo hacia la salida que daba a la calle.

—Excelente —dijo Oscar, ajustándose el sombrero, aunque sin cruzar todavía el umbral—. Dejaré una entrada a su nombre en la taquilla.

—Excelente —repitió Amteim—. Discúlpenme, pero ahora tengo que marcharme.

—Oh —dijo Oscar, tendiendo la mano y tocando con ella el brazo del boxeador—. Una cosa más, si no le importa. La cotorra. La cotorra del Hotel Cadogan. ¿Quién cree que la mató?

—Oh, señor Wilde. No tengo ni idea.

—Valoraría mucho su opinión. Por favor.

—Bien —repuso Amteim con un suspiro—. Dicen, si no ando muy errado, que los primeros sospechosos son los que primero llegan a la escena del crimen, ¿no es así? En ese caso, supongo que podrían ser usted o el señor Sherard, o Alphonse Byrd o yo, o incluso la señora Wilde o su amigo, el señor Heron-Allen… Pero lo más probable es que el autor haya sido algún desaprensivo miembro del servicio del hotel o algún huésped airado enfurecido por el constante griterío y escándalo que formaba la criatura.

—¿Le parece que el señor Byrd pudo haber matado a la cotorra? —preguntó Oscar.

—No, no puede haber sido él. Adoraba a la pobre criatura.

—Entonces, ¿quién?

—No sé quién podría desear hacer algo semejante… y de un modo tan brutal.

—Le interesa la psicología, señor Amteim. ¿Qué nos diría un psicólogo moderno?

—Toda suerte de tonterías. Probablemente, le diría que el señor Heron-Allen mató a la cotorra porque está enamorado de su esposa. Heron-Allen es abogado. Como no se atreve a matarle a usted, mata a una criatura indefensa cuyo exótico plumaje rivaliza con el suyo…

—Una noción harto divertida —concedió Oscar—. No sabía que Heron-Allen hubiera hecho tan evidentes los sentimientos que alberga hacia mi esposa.

—Heron-Allen podría sugerir que la señora Wilde fue la culpable del crimen porque su bisabuelo tenía una colección de ochenta pájaros disecados y cuando era una niña la opresiva presencia de los pájaros le provocaba pesadillas…

Oscar entrecerró los ojos.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Hasta podría sugerir que tiene usted parte de culpa en el crimen, señor Wilde.

—¿Yo? —dijo Oscar, echándose a reír.

—¿Acaso no se llamaba Parrot[13] el organista del Magdalen College? ¿No era acaso amigo suyo? ¿No se alojó con usted en Dublín en el año 74? ¿No tuvieron ustedes dos una célebre pelea?

—¡Santo cielo, hombre de Dios! Lo sabe todo sobre mí.

Amteim se rió al tiempo que volvía a extender la mano para indicarnos la salida.

—No todo, señor Wilde. Nada más lejos de la verdad. Ojalá fuera así… Pero mantengo los oídos y los ojos bien abiertos. Es algo que llevo en la sangre. Mi padre era lacayo, como usted bien sabe.