12.

Beachy Head

Llegamos a la lengua de tierra en poco más de una hora.

Yo había estado allí en una ocasión con mi madre cuando apenas era un niño. Ella era nieta del poeta William Wordsworth (¡cosa que tenía siempre presente!), y me había llevado a Beachy Head cuando era pequeño porque mi bisabuelo la había llevado allí a ella cuando era niña. En esa época ella tenía once años y él setenta. Según me dijo mi madre, mi bisabuelo le había dicho que, con su «magnífica pradera verde, sus altos acantilados blancos y el cielo azul de Dios encima, no hay en Inglaterra paisaje más majestuoso que el que ofrece Beachy Head».

Sin duda habría hecho falta echar mano de un poeta dotado de las facultades de mi bisabuelo para hacer justicia a la impresionante belleza que ofrecía el lugar ese jueves por la mañana cuando Oscar Wilde, Walter Sickert y yo accedimos al promontorio en busca de Bradford Pearse. Nuestro pequeño carruaje abierto subió a trompicones por el largo, empinado y desierto sendero, deteniéndose aproximadamente cada cincuenta metros para que el poni recuperara fuerzas y para que nosotros pudiéramos disfrutar de las vistas. Oscar iba sentado muy erguido en el asiento del pasaje, envuelto en su capa carmesí y observando atentamente la escena.

—El nombre «Beachy» procede de la palabra utilizada en francés antiguo para «hermoso» —anunció, como si fuera un guía turístico acompañándonos en una visita por las callejuelas de Florencia—. Esta hermosa lengua de tierra ha sido llamada así durante casi mil años. La belleza es ajena al tiempo. Como bien nos enseña la vida, el arte y la naturaleza, todas las cosas hermosas (estos blancos acantilados, el cielo azul, los frescos de Giotto, la música de Mozart, el perfil del joven que nos guía esta mañana con tanta destreza) pertenecen a la misma era…

Nuestro joven cochero, que resultó ser el sobrino de la señora Fletcher, se volvió a mirar a Oscar y se rió. Acto seguido detuvo el pequeño carruaje.

Rosie no puede seguir más adelante —dijo—. Si desean subir a la cima del acantilado, tendrán que hacerlo caminando.

—¿Caminando? —exclamó Oscar, fingiendo un desmayo—. Si el caballo no es capaz de subir hasta ahí con sus cuatro patas, ¿imaginas acaso que yo podré hacerlo con sólo la mitad?

—No queda lejos —respondió el muchacho, volviendo a reírse—. Ya prácticamente han llegado. —Tenía una risa amable. Era evidente que encontraba a Oscar maravillosamente cómico—. No se preocupe. Esperaré aquí para volver a llevarles abajo.

Wat Sickert se había puesto de pie y se había protegido los ojos con las manos al tiempo que escudriñaba el horizonte.

—Aquí no hay nadie —dijo—. No veo a nadie. No tiene sentido seguir subiendo.

Oscar descendía en ese momento del coche ayudado por el joven cochero y jadeando trabajosamente.

—Por supuesto que tiene sentido —masculló—. Dicen que si el día está despejado, desde la cumbre puede verse la isla de Wight. Con toda probabilidad Su Majestad estará en la galería de Osborne House, saludando en nuestra dirección con la mano. Sería tremendamente grosero, por no decir antipatriótico, no corresponder a su saludo.

El muchacho se tapó la cara y se rió entre dientes, dando muestras de un alegre descrédito al tiempo que aceptaba el chelín que Oscar le ofrecía.

—No seas absurdo, Oscar —replicó Sickert—. ¿Es que no puedes hablar nunca en serio? —preguntó, visiblemente enfadado—. Estamos aquí porque Pearse ha desaparecido y tú no haces más que decir tonterías.

—Ya conoces mi regla, Wat —respondió él en un alarde de cordialidad, rodeando el carruaje por detrás y ofreciéndole la mano a Sickert, que en ese momento descendía del vehículo—. Debemos siempre ser un poco improbables…, independientemente de cuáles sean las circunstancias.

—No es momento para risas —respondió el pintor.

—Río por no llorar —dijo Oscar, bajando la voz y volviéndose hacia lo alto del acantilado—. Vamos, Wat —prosiguió, poniendo una mano en su hombro—. Subamos a la cima. Para eso hemos venido. Si Bradford Pearse ha estado aquí, tenemos que saberlo.

Los tres recorrimos trabajosamente en silencio los últimos cuatrocientos metros que nos separaban del punto más alto y más lejano de Beachy Head. Una brisa helada nos azotaba la cara. La hierba estaba húmeda y blanda bajo nuestros pies y sobre nuestras cabezas las gaviotas planeaban y chillaban en el aire.

—¡Allí! —gritó Oscar de pronto, señalando el borde del acantilado.

—¿Dónde? —chilló Wat, alarmado.

—¡Allí! —volvió a gritar Oscar—. En la cima, justo en el borde. ¿No lo ves?

Entonces lo vi. Durante un instante creí que se trataba del cuerpo de un perro muerto semioculto entre la hierba. Wat Sickert también lo vio. Juntos, todos a una, corrimos hacia él y frenamos en seco al llegar junto al borde del acantilado. Justo al otro lado del borde, debajo de nosotros —muy, muy por debajo de nosotros—, vimos el mar que rompía contra la base del acantilado y las gotas de agua elevándose hacia nosotros. En la lejanía, el inmenso e impresionante muro de pizarra tenía sin duda un aspecto majestuoso; visto de cerca, lejos de inspirar fascinación, la realidad del profundo precipicio a nuestros pies resultaba aterradora.

—¡Cuidado! —gritó Walter Sickert, cayendo de rodillas—. Agachaos.

Debíamos de estar al menos a un par de metros del borde del acantilado —y por tanto no corríamos un peligro real—, pero, de pronto, la vigorizante brisa que nos había enfriado durante nuestro ascenso a la colina se había convertido al llegar a la cima en un fuerte viento que amenazaba con empujarnos a nuestra perdición. Me tumbé en el suelo y, durante un instante, la tierra pareció girar a mi alrededor. Apoyé la cara contra la hierba húmeda y respiré despacio. Cerré los ojos y recuperé el equilibrio. Cuando los abrí, vi a Sickert que, apoyado sobre los codos y las rodillas, avanzaba despacio hacia el objeto que estaba en el borde del acantilado.

—¿Puede llegar hasta él? —pregunté.

—Sí —respondió, atragantándose al hablar. Durante un breve instante creí que sollozaba o que gimoteaba de dolor, pero me equivoqué: se reía—. Menudo espectáculo debo de parecerles a las gaviotas —gritó—. Oscar tiene razón. Debemos mostrarnos siempre un poco improbables. —Se había acercado alarmantemente al borde del precipicio. Si hubiera rodado un metro hacia su izquierda, se habría precipitado a una muerte segura. Tenía el brazo derecho estirado hacia delante—. Ya casi lo tengo —jadeó.

—¿Qué es? —grité.

A mi espalda, Oscar respondió:

—Es la bolsa de viaje de Pearse. Eso es lo que hemos venido a buscar.

Todavía tumbado boca abajo, giré la cabeza para mirar atrás. Oscar estaba de pie a unos cinco metros de mí, observándonos. Levantó la mano y la agitó en el aire.

—Sois un par de buenos hombres —gritó.

—¡Lo tengo! —exclamó Wat Sickert. Sujetaba con las puntas de los dedos de la mano derecha el borde de un maletín de cuero negro: una vieja bolsa Gladstone, maltrecha y voluminosa. Despacio, centímetro a centímetro, fue arrastrándola sobre la hierba hasta que por fin pudo alcanzar el asa. Le vi deslizarse hacia delante hasta que la agarró con firmeza—. ¡Sí! —gritó, triunfal, rodando sobre su espalda y sosteniendo en alto la bolsa Gladstone.

—¡Bravo! —exclamó Oscar.

—¡Dios mío! —gritó Sickert, presa de un terror repentino al darse cuenta de que tenía el hombro, el muslo y la pierna derechos apoyados en el borde mismo del acantilado. Impulsado por no sé qué fuerza, logré ponerme de pie y me lancé hacia él, cogiéndole de las piernas y apartándole violentamente del borde de un tirón. Tiré de él hasta que conseguí alejarle varios metros del borde. Con la bolsa firmemente agarrada en un brazo y apoyándose en mí con el otro, logró él también levantarse y, entre risas y temblores, bajamos juntos la colina.

—¡Mis héroes! —exclamó Oscar, abriendo los brazos para abrazarnos. Nos quedamos plantados delante de él como un par de escolares que hubieran regresado de una gran aventura.

Él cogió la maltrecha bolsa Gladstone de manos de Sickert y la sostuvo en alto ante nuestros ojos.

—Examinemos la prueba. Has arriesgado tu vida por esto.

El pintor negó con la cabeza y se secó los ojos y el bigote con las manos.

—¿Es la bolsa de Pearse? —preguntó, recobrando el aliento.

—Eso parece —respondió Oscar—. Aquí están sus iniciales: BP… —Acarició el cuero con la mano—. Está húmeda por el rocío. Lleva aquí unas horas.

—Wat la arrastró sobre la hierba —señalé.

—Sí, pero los excrementos de ave que presenta están secos, incrustados. Dejaron aquí la bolsa anoche… o, si ha sido esta mañana, desde luego ha sido antes del amanecer. ¿Qué es lo que contiene? Supongo que casi nada. Apenas pesa. Y está abierta… —abrió la cerradura con el pulgar y el índice. Luego se inclinó hacia delante y echó una mirada al interior de la bolsa—. Prácticamente nada, como había supuesto… Ni un bote de maquillaje; ni un cepillo; ni un solo útil para el afeitado… Sólo documentos, nada más. Podemos examinarlos en el tren. Vamos, caballeros. Nuestro auriga espera.

—¿Adónde vamos? —preguntó Wat.

—Volvemos a Londres. Nuestra misión aquí ha terminado.

Sickert pareció desconcertado.

—Pero, Bradford… —protestó—. Debemos buscar su cuerpo.

—No daremos con él —dijo Oscar, cerrando la bolsa Gladstone y dándomela para que cargara con ella—. Si tu desafortunado amigo ha saltado al vacío desde lo alto del acantilado, o si le empujaron, el mar debe de haberse llevado su cuerpo hace ya unas horas. La marea ha bajado al amanecer. Informaremos de lo que sabemos a la policía de camino a la estación, ellos se encargarán de alertar al guardacostas. Vamos.

—¿Crees que mi amigo está muerto, Oscar? —preguntó Wat, muy serio.

—Si cayó desde el acantilado, lo está. Es el acantilado más alto de la costa. Se ha llevado más de mil vidas hasta la fecha. No tengo noticia de que haya habido supervivientes.

—Entonces, ¿le han asesinado?

—Es posible —respondió, volviendo la mirada hacia el borde del promontorio—. No hay signos de violencia, aunque eso no significa nada. Tampoco hay huellas de botas en la hierba, pero lo único que eso prueba es que quienquiera que estuviera aquí en último lugar lo hizo antes de que cayera el rocío de la mañana. Sí, es muy posible que el pobre hombre haya sido asesinado.

—No tenía un solo enemigo en el mundo.

Oscar sonrió.

—La mayoría de los asesinatos no son obra de nuestros enemigos, sino de nuestros amigos.

—¿Podría haberse quitado la vida? —pregunté.

—Ésa es también una posibilidad. Desde la cima de este acantilado se cometen más suicidios que desde ningún otro lugar del planeta. Naturalmente —añadió, volviéndose hacia nuestro pequeño carruaje y su poni, que seguían esperándonos—, resulta demasiado obvio suicidarse en Beachy Head. Roza un poco lo que los franceses conocen como cliché. Aunque, teniendo en cuenta lo visto en el melodrama de anoche, Bradford Pearse no es demasiado enemigo de la obviedad. No parecía en absoluto temeroso de caer en un cliché.

Wat Sickert se estremeció y negó con la cabeza en un gesto desesperado.

—La vida es una broma —sentenció Oscar—, y la muerte, una certeza. Aunque no sea ahora, llegará, Wat, dalo por seguro. Hay que estar preparados.

El pintor guardó silencio y bajamos a trompicones la colina hacia el camino.

—¿Por qué iba a querer quitarse la vida? —pregunté.

—Quizá su «secreto» le abrumaba —dijo Oscar.

—¿Qué «secreto»? —preguntó Sickert repentinamente—. No creo que tuviera ningún secreto. Hace años que le conozco.

—Todos tenemos secretos, Wat. Nadie es del todo lo que parece. Bajo el engañoso exterior, tras la poblada barba de marino, había otro Bradford Pearse, quizás un hombre al que tú jamás conociste. ¿Te acuerdas de lo que te escribió en la nota que te envió? «Ven a verme si encuentras el momento. Temo contar la verdad». Habíamos llegado adonde nos esperaba nuestro cochero.

—Cambiemos de tema —dijo Wat mientras el chiquillo ayudaba a Oscar a subir al coche. Yo volví a tomar asiento en el pescante, con la bolsa Gladstone de Bradford Pearse sobre las rodillas. Cuando se sentó a mi lado, nuestro joven cochero le lanzó una mirada inquisidora.

—Creo que el señor Wilde desea que nos lleves a la estación —dije.

—Allá vamos —respondió el muchacho, cogiendo las riendas y dándoles una pequeña sacudida para poner al poni en movimiento.

Mientras descendíamos vacilantemente por la ladera, Sickert se protegió los ojos con las manos una vez más y miró despacio a su alrededor, estudiando el paisaje de este a oeste.

—Quiero fijar esta escena en mi memoria —dijo—. Algún día la pintaré.

Oscar se rió entre dientes y buscó su pitillera.

—¿Un paisaje sin figuras, Wat? ¿Tan sólo la hierba, el mar y el cielo? ¿Estás bien? Ya veo que la naturaleza está abriéndose paso en el cautivador círculo del arte y no estoy demasiado seguro de que eso me guste.

—La ladera está plagada de sombras, Oscar. Sé que te gustan.

—¿Sin ningún elemento que sea obra del hombre?

Wat se rió y aceptó el cigarrillo que Oscar le ofrecía.

—Para complacerte, amigo mío, incluiré el faro.

—¿El faro? ¿Dónde está?

—Allí —respondió Sickert, señalando al oeste—. En la siguiente lengua de tierra.

Oscar se inclinó hacia delante y le gritó al muchacho:

—¿Ese faro… está muy lejos de aquí?

—A poco menos de un kilómetro en línea recta. Y a tres por el camino.

—Llévanos hasta allí, si eres tan amable —le ordenó Oscar—. Y lo más deprisa que puedas. Te espera un chelín adicional. Quizás el farero pueda ayudarnos. ¿Le conoces? ¿No seréis, por casualidad… —hizo una pausa antes de seguir— consanguíneos?

El muchacho se rió. Se volvió a mirar a Oscar a los ojos y le dedicó un guiño.

—Entiendo lo que me dice, señor. Y la respuesta es «Sí, es sangre de mi sangre». Es mi tío. Le gustará.

Esta vez fue Oscar quien se rió. Le dio una palmada a Sickert en la rodilla.

—¡Ya lo ves! No hay en Londres un solo muchacho que se precie que conozca a su padre. En el campo, en cambio, todo el mundo es familia.

El faro, conocido como el Belle Tout del cabo Siete Hermanas —construido, casualmente, por el bisabuelo de nuestro joven cochero en el año 1832—, era una estructura fea, vulgar, cuadrada, achaparrada y toscamente tallada en piedra. Tenía el inhóspito aspecto de la torre de una prisión militar. A medida que nos acercábamos, en la solitaria ventana del edificio abierta en lo que debía de ser la segunda planta, justo debajo de la misma lámpara, vimos la figura de un hombre corpulento que fumaba en pipa.

—¿Es ése tu tío? —preguntó Oscar.

El muchacho levantó unos ojos entrecerrados hacia lo alto del edificio.

—No —respondió—, no es él. Debe de ser uno de sus hombres. Es imposible no reconocer a mi tío. Es todo un personaje.

El muchacho no exageraba. Su tío podría perfectamente haber sido uno de los personajes de los hermanos Grimm, o incluso de los más oscuros versos de Edgar Allan Poe, el héroe poético de Oscar. Era un hombre de pequeña estatura y deforme en todos los sentidos. Tenía la espalda torcida, cojeaba, tenía una deformación congénita en el pie y una mano inutilizada, una piel áspera y llena de verrugas, su cabeza morena y calva era un desolado paisaje de llagas y agujeros y llevaba un parche negro sobre el ojo izquierdo.

—Es grotesco —murmuró Oscar al ver al hombre que avanzaba renqueante hacia nosotros—. Habla tú con él, Robert. Yo soy incapaz.

La obsesión de Oscar Wilde por la «belleza» rozaba lo patológico. En una de sus famosas citas, Max Beerbohm dijo una vez: «Oscar quizá no haya inventado la Belleza, pero fue el primero que la paseaba allí donde iba». Sin embargo, el contrapunto a la pasión que Oscar mostraba hacia lo que él consideraba hermoso era su repulsión hacia lo que a sus ojos era feo. Para él la fealdad era un pecado, un mal, obra del diablo, y se negaba a contemplarla. Aunque era un hombre dotado de una gran dulzura y de una enorme generosidad, cambiaba de acera para evitar la visión de un mendigo de desafortunado aspecto. Se compadecía de las desventuradas «Chiquillas Fos», esas pobres criaturas que trabajaban en la Fábrica de Fósforos Victoria y que se dejaban las mandíbulas y los dedos sumergiendo pequeñas varillas de madera en el venenoso fósforo hora tras hora, día tras día. Pero cuando, en una ocasión, una de ellas llamó a la puerta de Tite Street respondiendo al anuncio que los Wilde habían puesto en demanda de una fregona, Oscar le dio un billete de diez libras con la condición de que jamás volviera a acercarse a su puerta. Según me dijo, la visión de la muchacha «le había secado el alma y cerrado la garganta».

Pasamos muy poco rato en el faro de Belle Tout, pues no hubo necesidad de más. Felizmente, el humor del farero era tan benigno como malévolo era su aspecto. Era un tipo jovial, evidentemente dispuesto a complacer, y respondió a mis preguntas —y a las de Wat— dando muestra de una deferente y anticuada cortesía francamente arrebatadora. Por desgracia, no sabía nada de Bradford Pearse: ni conocía su nombre, ni su reputación y tampoco le había visto. Sí, había estado de guardia durante toda la noche y siempre mantenía un «ojo vigilante» en la cima de Beachy Head, pero no, ni él ni sus hombres habían visto nada extraño en la cima del acantilado durante las últimas veinticuatro horas. No había notado la presencia de ningún desconocido en la cumbre durante el día y tampoco ningún tráfico inesperado, luces ni linternas durante la noche. Lamentaba decirnos que los suicidas eran harto comunes en la zona y que los cuerpos de los pobres desgraciados no siempre aparecían. Cuando lo hacían, no era necesariamente durante la siguiente marea, sino que a veces la reaparición de los cuerpos ocurría días e incluso semanas más tarde, y, a causa de las corrientes, a menudo a un par de kilómetros o más a lo largo de la costa. Lamentaba el triste motivo de nuestra visita, lamentó también que no tuviéramos tiempo de quedarnos para compartir con nosotros un refrigerio y dijo que esperaba que nuestros caminos volvieran a cruzarse de nuevo en circunstancias más agradables.

Cuando nos alejábamos ya del farero, que seguía encorvado aunque satisfecho, diciéndonos adiós con su mano marchita, Wat dijo:

—Qué individuo más extraordinario, quiero pintar su retrato.

Le dije entonces a nuestro joven cochero:

—Tu tío me ha parecido un hombre muy agradable.

Oscar no dijo nada.

De camino a la estación de Eastbourne, nos detuvimos brevemente en el teatro Devonshire Park y dejamos allí un mensaje al señor Standen Triggs en el que le informábamos de que, desgraciadamente, todo parecía indicar que habría de requerir los servicios del sustituto del señor Bradford Pearse. También hicimos una breve parada en la comisaría de policía de Grove Road, donde el sargento que estaba de guardia tomó buena nota de lo que le dijimos, aunque bien es cierto que lo hizo mostrando cierta reticencia y sólo porque Oscar insistió en que así lo hiciera. Al sargento, un hombre temeroso de Dios de tez rojiza y dotado de un negro bigote de morsa, poco le importaban los modales de Oscar, no sentía el menor aprecio por la gente del teatro y menos simpatía aún por los hombres con inclinaciones suicidas.

—El suicidio es un delito criminal —nos recordó—. Si encontramos a ese hombre, le denunciaremos. Buenos días, caballeros.

Por fin, alrededor de la una, Oscar, Wat y yo, a bordo de nuestra pequeña calesa de dos ruedas, entramos al trote al patio delantero de la estación de tren de Eastbourne. Mientras nuestro joven cochero le ayudaba a bajar del coche, Oscar le entregó media corona.

—Has cuidado bien de nosotros, jovencito. Gracias. ¿Puedo preguntarte tu nombre?

—Brian —respondió el muchacho, llevándose la mano a la gorra en reconocimiento de la generosidad de Oscar—. Brian Fletcher.

—Vaya —dijo él con voz solemne—. Lamento oír eso. Deberás cambiar de nombre cuando te dediques profesionalmente al mundo del teatro. Mucho me temo que no es aconsejable llamarse Brian en Londres.

El muchacho pareció desconcertado. Wat intervino entonces.

—No hagas caso al señor Wilde, Brian —dijo con ánimo tranquilizador—. Brian es un buen nombre.

—¡Oh, vamos! —exclamó Oscar—. ¡Nómbrame a algún pintor llamado Brian! ¡O a un compositor! ¡Nómbrame al actor con el papel más insignificante de la compañía de Irving que lleve el nombre de Brian! ¡No puede ser! Brian no es un nombre que cabalgue sobre las nubes de la gloria. Si este muchacho quiere ser actor, ¡deberá renunciar a su calesa y cambiarse de nombre!

—Pero ¿por qué iba a querer ser actor? —preguntó un exasperado Wat Sickert, negando con la cabeza—. Es feliz como es.

—Sólo los muertos son felices como son, Wat —respondió Oscar—. Este chico es ya un notable actor aficionado. ¿No es cierto, Brian?

El muchacho se sonrojó y asintió con la cabeza.

—Ahí lo tienes, un shakesperiano en ciernes. Si no me equivoco, ha sido la sensación del momento en una aclamada versión de Noche de reyes de los Eastbourne Vagabonds.

—¿La ha visto, señor? —preguntó el muchacho, mirando a Oscar visiblemente asombrado.

—No —respondió él apesadumbrado—. Y lo lamento. Vi al señor Irving y a la señorita Terry representarla en el Lyceum. Nada del otro mundo.

Wat Sickert estaba de pie delante de Oscar con las manos en la cintura y la cabeza echada hacia atrás dando muestra de una burlona incredulidad.

—¿Cómo es posible, amigo? Si no conocías a este muchacho, ¿cómo diantre sabes que ha aparecido en Noche de reyes de Shakespeare?

Oscar no miraba a Sickert a los ojos, sino que había clavado la mirada por encima del hombro de su amigo, hacia la fila de coches apostados junto a la estación.

—Vamos, Oscar —dijo el pintor—. Explícate.

Él lo miró y sonrió.

—El muchacho estaba familiarizado con el término «consanguíneo», y se sentía muy orgulloso de estarlo. Es una palabra que ocupa un lugar prominente en Noche de reyes de Shakespeare y no, según me atrevo a imaginar, en el discurso diario de los mozos de cuadra de East Sussex… Simplemente, he llegado a una feliz conclusión… después, por supuesto, de haber visto un cartel que anunciaba la producción de los Eastbourne Vagabonds de la obra colgado en el vestíbulo del teatro Devonshire Park.

Me reí.

—¿Cómo sabías que la producción de los Eastbourne Vagabonds había sido «aclamada», Oscar? —pregunté.

—Porque todas las producciones de aficionados lo son, Robert. Ésa es la regla. —Se volvió hacia el muchacho, que seguía de pie entre nosotros, boquiabierto y con los ojos como platos—. Brian —declaró—. He resuelto tu dilema. En el futuro, deberás tener dos nombres: uno para la ciudad y otro para el campo. En Eastbourne, mientras sigas siendo un actor aficionado, puedes continuar conservando el nombre de Brian, pero cuando vayas a Londres y te conviertas en profesional, necesitarás un nuevo nombre…, algo que suene un poco más romántico, si me permites el consejo. —Sacó del bolsillo la pitillera de plata y empezó a darse golpecitos en la barbilla con ella—. ¿Qué te parecería el nombre Sebastian, Brian? ¿Te gusta el nombre de Sebastian?

El muchacho soltó una risilla nerviosa.

—No puedo creerlo —masculló—. Sebastian… es el personaje que represento en la obra.

—Bien —dijo Oscar—. Eso imaginaba. Entonces, decidido. —Tendió la mano derecha y el chico se la estrechó al tiempo que bajaba la cabeza—. Ha sido un placer conocerte, Brian —prosiguió Oscar tendiéndole la pitillera de plata que sostenía en la mano izquierda—. Por favor, acepta esta muestra de mi aprecio… y de mi amistad. Tómalo como un regalo de bautizo.

El chiquillo tomó la pitillera de plata con las dos manos y la contempló, maravillado. Negó con la cabeza.

—No puedo, señor. No debo…

—Puedes y debes —se rió Oscar—. No tienes elección. Mira dentro… como verás, lleva ya tu nombre inscrito.

Oscar se inclinó hacia delante y abrió la pitillera para que el muchacho la viera y señaló el interior de la tapa.

—Aquí —dijo—. Lee lo que dice.

El muchacho entrecerró los ojos y leyó la inscripción:

Para Sebastian, de Oscar
con amor

Oscar se volvió hacia mí.

—¿Llevas la bolsa de Pearse, Robert? Debemos ponernos en marcha o perderemos el tren —anunció, volviéndose a mirar a Sickert—. Vamos, Wat. Aquí ya hemos terminado.

Dejamos al muchacho, que hacía girar en las manos su trofeo una y otra vez, y cruzamos apresuradamente el patio hacia el interior de la estación.

—Eres asombroso, Oscar —exclamó Wat Sickert—. Jamás había presenciado una escena semejante.

—No soy más que un viejo idiota y vanidoso —exclamó él—. Pero también soy un gran observador, eso lo reconozco. ¿Has visto lo mismo que yo… en el patio de la estación?

—No —fue la respuesta de Wat justo cuando encontrábamos un compartimiento de primera clase y empezábamos a subir al tren.

—Con el rabillo del ojo he visto subir a una figura conocida a uno de los coches que esperaban junto a la estación. Me habría acercado a él de no haber estado representando mi pequeño drama por el bien del muchacho…

—¿Quién era? —pregunté, instalándome en mi asiento, todavía sosteniendo la bolsa Gladstone de Bradford Pearse junto a mí.

—¿Tú tampoco le has visto, Robert?

—No —respondí—. ¿Quién era?

—Era Francis Douglas, lord Drumlanrig. El hermano de Bosie. Me pregunto qué habrá venido a hacer a Eastbourne.