«Me temo lo peor»
—Se está haciendo de rogar —dijo el señor Standen Triggs, riéndose entre dientes—. Hará su entrada en el segundo saludo.
—Veremos —murmuró Oscar.
El telón cayó para volver a alzarse. Bradford Pearse seguía sin aparecer. Cuando se inclinó para saludar, la protagonista de la obra tenía los ojos puestos en los bastidores.
—Aquí llega —anunció un entusiasta señor Triggs.
—No creo —dijo Oscar, que ahora parecía preocupado—. Vayamos entre bastidores.
Al tiempo que se evaporaba el aplauso procedente del auditorio, el telón cayó por segunda vez. Antes de que tocara el suelo —con un desconcertante tañido: debían de haber rellenado el dobladillo con pesos metálicos—, vimos cómo los pies de los actores situados detrás rompían filas y desaparecían apresuradamente del escenario.
—¡Vamos! —ordenó Oscar.
—¡No se muevan! —respondió Triggs, acercándose a la parte delantera del palco e indicando, con una mano temblorosa aunque no exenta de orgullo, el foso de la orquesta que teníamos debajo—. Estamos en el palco real, éste es nuestro momento —declaró. En cuanto se puso elegantemente en posición de firmes, los cinco ancianos miembros de la orquesta residente del Devonshire Park Theatre rompieron a tocar el himno nacional. Tocaban como si les temblaran las manos casi tanto como a Triggs. Oscar se detuvo y se quedó totalmente inmóvil de cara al auditorio, sacando pecho, la cabeza erecta y la expresión del rostro hierática. Aunque no llevaba barba, tenía trece años menos y era diez centímetros más bajo, mostraba un más que aceptable parecido con el príncipe de Galés.
En cuanto el himno dejó de sonar, Oscar pasó de inmediato a la acción. Se volvió hacia Sickert.
—Tenemos que encontrar a Pearse —siseó.
—Por supuesto —dijo el señor Triggs, tomando a Oscar del hombro—. Le he oído. Pero primero… —Con una amplia sonrisa, asintiendo felizmente con la cabeza, con el rostro bañado en sudor y los ojos más bulbosos que nunca, el director del teatro señaló una vez más al foso de la orquesta. El director de orquesta, con la batuta alzada en el aire, alzó los ojos hacia nosotros y saludó con una elegante inclinación de cabeza. Cuando Oscar le devolvió el saludo (dando muestra de una pizca menos de elegancia), el quinteto de maduros virtuosos se embarcaron en una selección de melodías favoritas de las óperas cómicas de Gilbert y Sullivan.
—¡Ah, patience! —exclamó Oscar, cerrando los ojos.
—En su honor, señor Wilde —gorgojeó el señor Triggs—, y están aumentando la intensidad de las luces de la casa para que pueda usted apreciar la cúpula del techo. Los querubines y las cariátides son obra de Schmidt de Holloway. Estoy convencido de que admirará usted su delicadeza.
—¡Naturalmente! —exclamó con desesperación Oscar, alzando la mirada hacia la decoración de yeso del techo—. Pero también estoy ansioso por saber de nuestro amigo Bradford Pearse.
—Por supuesto —respondió Triggs, asintiendo con la cabeza, todavía sonriente, aunque ya con los ojos humedecidos—. Es comprensible.
—Discúlpeme —dijo Oscar.
—Síganme —fue la respuesta de Triggs. Hizo un gesto de la mano desde el palco hacia el foso de la orquesta. La selección de piezas de Gilbert y Sullivan cesó de pronto—. Vamos, caballeros. Vayamos al encuentro del amigo Pearse. La verdad es que no es propio de él no salir a saludar.
Moviéndose con ligereza, aunque respirando pesadamente como un duendecillo asmático, el señor Triggs nos sacó del palco real y nos llevó por un corto pasillo curvo hacia lo que él llamó «la puerta de paso».
—Esta puerta nos lleva directamente a los camerinos —explicó—. Aquí no tenemos ninguna de las comodidades tan típicas del West End, señor Wilde, pero, teniendo en cuenta que somos un teatro de provincias, no podemos quejarnos.
Cuando pasamos por la puerta, fue como si hubiéramos cruzado una frontera. De pronto, dejamos atrás el rojo y dorado lujo del país de la abundancia y nos encontramos en un país oscuro y desolado: las paredes eran simples ladrillos; los suelos, tablones desnudos, y la luz, tan pobre que apenas podíamos ver lo que teníamos delante.
—El camerino de Pearse es el primero a la izquierda —anunció Triggs—. Permítanme que vaya delante.
—¿Puede ver algo? —preguntó Oscar.
El señor Triggs, que al parecer avanzaba palpando la pared, soltó una risilla ligeramente nerviosa.
—Mis ojos tardan un poco en adaptarse —dijo—. Eso es todo. —En la penumbra, le vi examinando una tarjeta pegada a la puerta del camerino—. Éste es —dijo. Llamó. No hubo respuesta. Volvió a llamar.
—Entre —le ordenó Oscar.
—Me temo lo peor —susurró Sickert.
Standen Triggs buscó a tientas el pomo de la puerta, dio con él y lo hizo girar despacio.
—Tiene usted visitas, señor Pearse —anunció al tiempo que empujaba la puerta.
Nos arracimamos alrededor de la entrada sin saber qué esperar.
—¿Está ahí? —preguntó Oscar.
—¡Bradford! —gritó Sickert, dando un paso al interior del camerino. Le seguimos—. No está aquí —dijo, volviéndose hacia Oscar—. Se ha ido.
La habitación era pequeña y cuadrada, de techo bajo, húmeda y sin ventanas, como la celda de una prisión. Con nosotros cuatro dentro, apenas quedaba espacio para poder movernos. Estaba iluminada por una sola lámpara de gas que colgaba de lo alto de la pared delante de la puerta. Debajo de la lámpara había un tocador cubierto con una toalla medio rota llena de todo tipo de lápices de maquillaje teatral. En el suelo, debajo del tocador, un estrecho colchón de paja ocupaba la habitación a lo largo, con una manta de marinero de color azul oscuro enrollada en un extremo a modo de almohada. A la derecha de la mesa vimos un pequeño armario de madera con la puerta abierta. El armario estaba bastante vacío. Tirado de cualquier modo sobre la silla de madera colocada delante del tocador, estaba el traje utilizado por Pearse durante la representación: unos pantalones, una chaqueta y la camisa empapada en sangre que llevaba en la escena final de la obra. Vi a Oscar hundir los dedos en la sangre y llevárselos después a la boca.
—¡Miren! —exclamó Wat Sickert, sobresaltado. A la izquierda del tocador había un espejo de cuerpo entero con el ambarino cristal moteado y picado. A la altura de los ojos, garabateadas con un lápiz de maquillaje en grandes letras mayúsculas que apenas se distinguían en la oscuridad del cuarto, se leía la palabra: «CONDIOS».
Oscar estudió de cerca el espejo y sorbió por la nariz.
—La ortografía de Bradford Pearse es tan pobre como su puntuación. —Se volvió de pronto hacia el director del teatro.
Debemos irnos, señor Triggs. ¿Sería tan amable de acompañarnos a la salida de artistas?
Sudoroso y sin dejar de temblar, el hombre se quedó donde estaba sin apartar la mirada del espejo.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
—Significa, mucho me temo, que debería avisar al sustituto del señor Pearse y hacerle saber que es muy posible que sea llamado a filas mañana por la noche.
—¿Qué crees que puede haber ocurrido, Oscar? —preguntó Wat Sickert con una voz enronquecida por la alarma—. ¿Te parece que es lo que nos temíamos?
—¿Lo que se temían? —intervino el señor Triggs, con una respiración más trabajosa que nunca—. ¿Y qué es lo que se temían? —Miró a Oscar con sus enormes ojos velados por las lágrimas. Parecía desolado y exultante a la vez.
—Nada, señor Triggs —respondió Oscar, conciliador—. Esperábamos ver esta noche al señor Pearse y nos temíamos que hubiera huido, eso es todo. Sabemos que está preocupado por sus acreedores. Vamos, debemos irnos. Sin duda daremos con él en alguna de las tabernas cercanas.
El señor Triggs nos acompañó desde el camerino de Pearse hasta la puerta de entrada de artistas por una empinada escalera de hierro. A pesar de que no debían de haber transcurrido más de quince minutos desde que el melodrama había tocado a su fin, el teatro estaba ya vacío. Al llegar a la puerta de entrada de artistas, nos encontramos con la actriz principal de la obra —la señorita Dolly Justerini, «otra de las grandes favoritas de la escena teatral de Eastbourne»—, que devolvía en ese momento la llave de su camerino al lúgubre portero. Cuando Triggs hizo las debidas presentaciones, ella nos dedicó una apresurada inclinación de cabeza, pero pidió ser excusada. Su «caballero andante» le había prometido una generosa copa de oporto en el The Devonshire Arms, y, dados el precio del oporto y la naturaleza de los hombres, no tenía la menor intención de hacer esperar a ninguno de los dos.
Tras felicitarla por su actuación, empleando para ello términos exacerbadamente exagerados que la señorita Justerini aceptó tal como se esperaba de ella, Oscar preguntó:
—¿Cree usted que encontraremos al señor Bradford Pearse en The Devonshire Arms?
—Lo dudo —trinó ella por encima del hombro al tiempo que desaparecía por la calle—. Últimamente, Brad pasa la mayor parte de su tiempo ocultándose. Salió corriendo al término de la función, antes de que tuviéramos que volver a escena para saludar. Probablemente se haya encerrado en su camerino, el muy travieso. Buenas noches, dulces príncipes. Buenas noches, Harold. —Había ya desparecido en la noche cuando respondimos a sus palabras. El portero soltó un ligero eructo, pero no dijo nada.
—¿Cree usted que Pearse puede estar todavía en el teatro? —preguntó Wat Sickert.
Por primera vez, el portero levantó la mirada del periódico.
—Se dio el piro hace veinte minutos. Quizá sabía que ustedes venían.
Oscar escribía en ese momento algo con un lápiz en el dorso de una de sus tarjetas de visita. Miró al señor Triggs y sonrió.
—¿Tiene el señor Pearse llave propia de la puerta de acceso de artistas? —preguntó.
—Sí —respondió el hombre, que parecía más calmado—. Pero sólo puede volver a entrar al edificio antes de la medianoche, porque es a esa hora cuando Harold —señaló con la barbilla al portero sin cruzar con él la mirada— se va a dormir. El señor Pearse dispone de una llave de la cerradura principal, pero a medianoche Harold se marcha a casa y cierra otras dos cerraduras con llave antes de irse. Desde medianoche hasta las ocho de la mañana, es imposible acceder al interior del edificio.
—¿De veras? —preguntó Oscar.
—Como se lo digo —fue la respuesta del señor Triggs. Abrió de un tirón la puerta de acceso y salió con nosotros a la calle. En lo alto del cielo brillaba una luna blanquecina y el aire de la noche era templado. A lo lejos, el reloj de una iglesia dio la hora y una gaviota chilló en la oscuridad por encima de nuestras cabezas.
—Si ve a Bradford Pearse antes que nosotros, señor Triggs —dijo Sickert, estrechando la mano del director del teatro—, no olvide decirle que hemos estado aquí. Y pídale que se ponga en contacto con nosotros lo antes posible.
—Así lo haré. Le diré que han estado aquí. Pero estoy convencido de que darán con él sin mayor dificultad. Por un momento, el señor Wilde me ha alarmado cuando le he oído hablar de la necesidad de convocar a un sustituto, pero si Pearse no está en The Devonshire Arms, estará en The Cavalier o en The Prince Albert…, o quizás en el Lamb. Darán con él, no me cabe duda. —Me estrechó la mano afectuosamente, aunque tenía los dedos fríos como el hielo. Se volvió entonces a mirar a Oscar y alzó hacia él una mirada totalmente rendida—: Señor Wilde —dijo con unos ojos que habían recuperado por completo su brillo—, ha sido tal el honor…
—El honor… y el placer… han sido nuestros —respondió Oscar, inclinando la cabeza ante nuestro anfitrión y haciéndole entrega de una tarjeta de visita—. Haga uso de esta dirección, señor Triggs —añadió al tiempo que se alejaba de la puerta de acceso—, se lo ruego.
El director del teatro aceptó la tarjeta y se la llevó a los labios como si se tratara de una oblea sacramental.
—¡Buenas noches, caballeros! —nos gritó cuando nos alejábamos ya calle abajo. Nos volvimos entonces y vimos que el hombrecillo había sacado un gran pañuelo blanco del bolsillo de su chaqueta y lo agitaba sobre su cabeza. Siguió agitándolo hasta que llegamos a la esquina y salimos a la calle principal, perdiéndole de vista.
—Standen Triggs es un buen hombre, ¿no os parece? —dijo Oscar.
—Un tipo extraño —respondió Sickert.
—Has escrito algo al dorso de tu tarjeta, Oscar —le dije—. ¿Qué era?
—El nombre de un médico. Un especialista que fue colega de mi padre. Creo que el señor Triggs padece lo que se conoce como enfermedad de Graves. Quizás él no se haya dado cuenta, pero tiene todos los síntomas, pobre hombre…, empezando por sus protuberantes pupilas. Mucho me temo que no le quede demasiado tiempo en este mundo.
—Lamento mucho oír eso —dije.
Wat Sickert se detuvo de pronto.
—¡Eres un auténtico fenómeno, Oscar Wilde! Pareces saberlo todo.
—Desgraciadamente —respondió él, deteniéndose también y rodeando el hombro de Sickert con el brazo—, desconozco el paradero de tu amigo Bradford Pearse.
Sickert se rió.
—Al menos sabemos que no ha muerto asesinado en el último acto. Y que salió vivo del teatro.
—Sí —repuso Oscar con aire ausente—. O al menos eso es lo que ha dicho el portero.
—¿Dudas de su palabra? Estoy seguro de que encontraremos a Pearse en una de las hosterías cercanas.
—No lo creo —replicó Oscar, buscando su pitillera—. Dudo mucho que encontremos a Bradford Pearse esta noche.
—Pero tenemos que buscarle, ¿no? —insistió Sickert.
Oscar encendió una cerilla y la pálida faz y los penetrantes ojos de Wat se iluminaron de pronto. Estábamos juntos en un pequeño círculo en la calle desierta. Colina arriba, hacia la izquierda, se adivinaban las luces de la ciudad. Más abajo, a la derecha, estaba la calle que llevaba a Beachy Head.
—¿Qué hora es? —preguntó Oscar.
—Justo acabo de oír que un reloj daba la hora —dije—. Deben de ser poco más de las once.
Se volvió hacia mí y sonrió al tiempo que entrecerraba los ojos y me miraba fijamente. Así lo hacía cuando estaba a punto de pedirme un favor.
—Robert —dijo—, ¿podrías quedarte aquí vigilando mientras Wat y yo recorremos las tabernas de la ciudad? Te dejaré unos cuantos cigarrillos para que no te aburras. Si Bradford Pearse planea alojarse esta noche en el teatro, volverá antes de la medianoche. Si aparece, cosa que dudo mucho, llévale a The Lamb, en High Street. Nos hospedaremos allí esta noche.
—¿Vamos primero a The Devonshire Arms? —preguntó Sickert.
—Sí —fue la respuesta de Oscar—, aunque será una breve visita, eso en caso de que el dueño nos deje entrar a estas horas. Y también iremos a The Cavalier, a The Prince Consort y a todas las posadas que encontremos por el camino. Y lo haremos, Wat, para calmar tu conciencia… y para que te quedes con la sensación de que «estamos haciendo algo». Pero no daremos esta noche con Bradford Pearse… ni vivo ni muerto.
—¿Crees que está muerto? —preguntó el pintor, repentinamente alarmado.
—No sé más de lo que puedas saber tú, Wat. Si está vivo, y quiera Dios que así sea, se oculta en algún lugar… por motivos que desconocemos todavía. Si el pobre desgraciado ha sido asesinado durante la última media hora y ya está muerto, abandonado en alguna zanja o en algún desolado callejón de Eastbourne, ya es demasiado tarde…, hemos llegado demasiado tarde. Además, está muy oscuro para que podamos dar con él ahora. A fin de complacerte, amigo, seguiremos buscando hasta medianoche. Y mañana, cuando la luz del día lo permita, podremos reemprender la búsqueda en serio.
El instinto de Oscar no falló. Hasta pasada la medianoche, seguí vigilando en la esquina de Compton Street y Hardwick Road, fumando sus cigarrillos y sin quitarle ojo a la puerta de acceso de artistas del teatro Devonshire Park. Pasó primero un perro solitario, un renqueante cocker spaniel, seguido de dos borrachos que se alejaron tambaleándose, pero no hubo ni rastro de Bradford Pearse. Cuando el reloj de la iglesia dio las doce, vi que la puerta de artistas se abría, dando paso al portero. Me pareció mucho más alto de lo que había imaginado… y también más delgado, y me sorprendió verle sacar una bicicleta del teatro. En cuanto se volvió de espaldas y cerró las dos cerraduras de la puerta de artistas, miró a ambos lados de la calle, montó en la bicicleta y se alejó sobre ella a toda velocidad.
No me moví de mi sitio durante quince minutos más. No vi a nadie. En cuanto creí haber cumplido con mi deber, me dirigí colina arriba hacia High Street. Encontré a Oscar y a Wat juntos. Fumaban, de pie, en los escalones principales de la hostería Lamb.
—Tampoco nosotros hemos dado con él —dijo Oscar—. Los posaderos locales le conocen bien, y al parecer le profesan una gran simpatía, pero nadie parece haberle visto el pelo esta noche. Están completamente seguros, y nadie, nadie en absoluto, tiene la menor idea de dónde pueda estar.
—Estoy angustiado —dijo Wat—. Pearse es mi amigo.
—Le encontraremos —le tranquilizó Oscar, tirando su cigarrillo a la alcantarilla y elevando la mirada hacia la cúpula negro azulada del cielo—, aunque no esta noche. —Rodeó los hombros de Sickert con un brazo reconfortante—. Los astros están cansados, y nosotros también. Acostémonos, mes amis. —Entrelazó su otro brazo en el mío—. Hemos reservado habitaciones aquí, Robert. Y, según dice Wat, «están limpias y son baratas y agradecidas, como las mejores hijas del disfrute». Y la señora Fletcher, la esposa del posadero, bendita sea, es una santa. Si dejamos nuestras camisas en la puerta, promete devolvérnoslas planchadas y almidonadas en cuanto rompa el día. Esto es Eastbourne, caballeros, donde la era de los milagros sigue siendo una realidad.
No dormí mucho, aunque sí profundamente, y cuando a las seis y media me desperté, para mi sorpresa, repuesto, vi a nuestra sacrosanta posadera junto a mi cama con una amable sonrisa en los labios y con mi ropa limpia, toallas tibias y un cuenco lleno hasta los bordes de burbujeante agua para el afeitado en las manos. La señora Fletcher era sin duda todo un parangón: cuando descorrió las cortinas y abrió la ventana de la habitación, pude ver que debía de tener mi edad y que, aunque un poco entrada en carnes, era hermosa como una lechera de Watteau. Levanté la cabeza de la almohada y le di los buenos días. Ella se limitó a responderme con una breve reverencia y dijo:
—El desayuno estará servido dentro de unos minutos. El señor Wilde ha pedido huevos de oca. —Acto seguido, siguió a lo suyo. (¿Qué necesidad tenía yo de haber ido a París y casarme con una cansina feminista polaca como Marthe Lipska cuando podría perfectamente haber ido a Eastbourne y haberme buscado una saludable muchacha inglesa como la señora Fletcher?). Me levanté y me acerqué a la ventana. El martes, 5 de mayo de 1892, ofrecía una temprana mañana estival, deliciosamente luminosa y fresca. El cielo era de un azul celeste y no se veía en él una sola nube. Soplaba una suave brisa, preñada del aroma de los alhelíes. Me afeité, me vestí y me anudé la corbata, poniendo en ello especial atención al tiempo que pensaba en la señora Fletcher y sonreía al recordar uno de los axiomas favoritos de Oscar: «Una corbata bien anudada es el primer paso serio de la vida».
Él y Wat habían llegado a la mesa del desayuno antes que yo. También ellos parecían notablemente recuperados. Oscar estaba en realidad entusiasmado. Cuando aparecí, se levantó, se dirigió al aparador y empezó a levantar las tapas de los platos del desayuno como un mago que sacara ramos de flores o conejos blancos de un sombrero.
—Permíteme que te sirva, Robert. No lo lamentarás. La señora Fletcher nos ha servido arenques frescos, jamón local, riñones adobados y costillas de cordero. Y también huevos. Un huevo es siempre una aventura, Robert…, nunca se sabe lo que puede esperarse de él. Pero si se trata de un huevo de oca…
—Tomaré uno de los huevos de oca de la señora Fletcher, si te parece —dije, dándole el plato.
No cabía duda de que mi amigo se había levantado esa mañana de buen humor. Se volvió a mirar a Wat y susurró:
—¿Has oído cómo ha pronunciado Robert el nombre de nuestra posadera? «Señora Fletcher»… —Articuló las dos palabras al tiempo que depositaba un huevo frito de oca en mi plato. Luego me guiñó el ojo.
—¡Robert ha vuelto a enamorarse! —declaró—. Un día lejos de Constance y mi querida esposa pasa al olvido. Este Robert Sherard es todo un caprichoso…
Añadí una loncha de jamón de Sussex a mi plato, cogí una tostada y me senté a la mesa.
—No seas absurdo, Oscar. El afecto que siento por Constance, aunque no deja de ser profundo, es totalmente caballeroso, como bien sabes.
—Mientras que el de Edward Heron-Allen… —dijo él, sonriendo malévolamente.
—No te atrevas a mencionar el nombre de ese hombre en mi presencia —le interrumpí—. En mi opinión, el interés que manifiesta por Constance es del todo insano.
Oscar se rió.
—Es inofensivo, Robert, te lo aseguro. Constance se siente halagada por sus atenciones y yo se lo agradezco. Las mujeres dan a los hombres el oro de sus vidas, aunque invariablemente desean recuperarlo en pequeñas minucias. Heron-Allen me ayuda con esas pequeñas minucias.
Wat Sickert dio unos golpecitos en el borde de su plato de desayuno con el cuchillo.
—Caballeros, caballeros —exclamó—. ¿No es demasiado temprano para esta clase de chanzas? Creía que sólo la gente aburrida resultaba brillante a la hora del desayuno.
Oscar sonrió.
—Siempre hay excepciones que confirman la regla —murmuró. Tomó un sorbo de café mientras contemplaba la mesa—. Pero tienes razón, Wat. Concentrémonos en el banquete que la señora Fletcher nos ha preparado.
—Estaba pensando en Pearse —dijo el pintor.
Oscar dejó la taza de café en el plato y guardó silencio durante unos instantes.
—Yo también —declaró por fin, cogiendo despacio su servilleta y limpiándose con ella los labios—. Te tengo aprecio, Walter, mucho aprecio. Por eso se lo tengo también a Pearse. Y no olvido en ningún momento que fue mi invitado. El domingo pasado su vida se vio amenazada… y fue en mi club, en mi mesa, durante el absurdo juego al que jugamos instigados por mí. Soy muy consciente de mi responsabilidad. —Dejó la servilleta encima de la mesa y me miró—. Y que no te quepa duda, Robert, de que quiero a Constance más que a mi propia vida. No permitiré que nada la hiera. También su vida se vio amenazada. También su nombre estaba entre los de las «víctimas». No descansaré hasta que hayamos desentrañado este misterio. —Abrió entonces la palma de su mano izquierda y pasó por ella su índice derecho—. Veo una muerte repentina en esta mano infeliz —dijo. Paseó la mirada por nosotros y sonrió—. Coman, caballeros. He pedido un carruaje. Estará aquí a las ocho.
Comimos y lo hicimos con fruición. Sickert estuvo especialmente encantado cuando la señora Fletcher nos sirvió mermelada Keiller’s Dundee.
—Es la única marca de los pintores —explicó mientras la esparcía con reverencia sobre su tostada—. Degas, cuando viene a Inglaterra, se niega a comer otra cosa.
—Degas es un gran hombre —dijo Oscar—. No lo dudo.
Nuestro «carruaje», cuando llegó, resultó ser un pequeño carro de dos ruedas tirado por un simple poni. Cuando Oscar se hizo cargo de nuestra cuenta en The Lamb y hubimos dispensado un afectuoso adieu a la señora Fletcher, subimos al coche. Oscar y Wat se instalaron juntos en el único asiento para el pasaje y yo me senté delante con el joven cochero. No puede decirse que nos sobrara el espacio.
—¿Adónde vamos? —preguntó Sickert al tiempo que nuestro pequeño grupo emprendía la marcha a un paso no demasiado seguro.
—Colina abajo —respondió Oscar—, hacia el final de la ciudad en dirección al oeste… Al cabo.
—¿A Beachy Head?
—Sí, Wat. Prepárate. Me temo lo peor.