Otro misterio
Conan Doyle recorrió el comedor del Hotel Langham con la mirada.
—¿Lo sabe Constance? —preguntó.
—No —respondió Oscar, entre una nube de humo de cigarrillo—. Creo que no. En esa época no era más que una niña. Sabe que el matrimonio de sus padres no era particularmente feliz pero, hasta la fecha, desconoce los detalles del pequeño pecado de su padre. —Nos dedicó una pálida sonrisa y tomó un sorbo de café.
—Supongo que no hay ninguna duda al respecto —dije.
—Me temo que no —contestó nuestro amigo, dejando la taza en el plato y cogiendo el cenicero—. El escándalo fue la comidilla del Inns of Court durante años. El abogado de la reina, Horace Lloyd, tenía habitaciones en el número uno de Brick Court. Muchos fueron los irrespetuosos jóvenes abogados que supieron sacarle buena punta a esa dirección. Lo que resultaba especialmente curioso sobre el comportamiento de Lloyd era su descaro. Según cuentan, a plena luz del día se paseaba por Temple Gardens con la bragueta desabrochada y su miembro inhiesto a la vista de todos.
—Extraordinario —murmuró Doyle.
—Es verdad —concedió Oscar, dejando a la vista sus dientes mellados—. Se decía que estaba magníficamente dotado.
Arthur no le vio la gracia.
—Me sorprende que no le arrestaran —dijo secamente.
—Sin duda lo habrían hecho —aclaró Oscar—. A punto estaban de hacerlo cuando un bondadoso colega, un juez del tribunal supremo, se ocupó de él, por así decirlo, y le puso al corriente del peligro que corría… Pobre Horace Lloyd. Murió poco después.
—¿De vergüenza? —preguntó Conan Doyle sin asomo de crueldad.
Oscar sonrió.
—Probablemente, Arthur. ¿Quién sabe? El certificado de defunción tan sólo hablaba de problemas pulmonares. Tenía cuarenta y seis años…, demasiado joven para morir.
El doctor suspiró y apartó su taza de té a un lado.
—¿Qué puede llevar a un hombre en su sano juicio a comportarse así? —preguntó—. Era un hombre casado. Y abogado de alto rango. ¡Imagínense los riesgos que corría!
—Al parecer, le dijo a su amigo el juez que gran parte de la excitación era precisamente el peligro.
De pronto, sobre nosotros cayó el silencio que sólo interrumpió la llegada junto a Oscar de una figura alta y delgada vestida con levita que sostenía un sobre en la mano.
—Ah —dijo él—. La nota. No llevo dinero encima, camarero. ¿Sería tan amable de cargarlo a mi cuenta?
—No puedo, señor.
—¿Por qué no?
—Permítame que yo me encargue —se ofreció Conan Doyle, sacando su cartera.
—¡No, Arthur, no! —gritó Oscar—. Usted es mi invitado. Aquí tengo un buen crédito, estoy seguro de ello. ¿Por qué no puede poner esto a mi cuenta, camarero?
—Porque esto no es su cuenta ni yo su camarero, señor.
—¿Qué? —dijo bruscamente Oscar. Alzó entonces la mirada—. ¡Wat! —exclamo. Por primera vez, todos nos volvimos a mirar a la figura de la levita. Era Walter Sickert.
—Nadie repara jamás en el camarero —dijo sonriéndonos desde las alturas—. Lo sé porque lo fui en una época. Es el destino de la servidumbre. Nadie mira nunca al pobre servicio a la cara. Es la regla más antigua del manual. De ahí que en muchos casos sea el mayordomo «quien lo hizo», pues ninguno de los testigos es capaz de recordar su aspecto.
—¿Qué diantre estás haciendo aquí, Wat? —preguntó Oscar, mirando a su alrededor en un intento por encontrar a un auténtico camarero. El restaurante se había quedado vacío—. Coge una silla. ¿Qué hora es? Dada la hora, bien podemos disfrutar de un buen aperitivo.
Sickert cogió una silla de una mesa contigua y se sentó en ella a horcajadas como un húsar a caballo (sus absurdos mostachos le daban todo el aspecto de un héroe de ópera cómica).
—Me quedaré un minuto, pero no puedo entretenerme. Voy de camino a Eastbourne.
—¿A Eastbourne? —exclamó Oscar—. ¿Te refieres a Eastbourne-on-Sea? No hay duda de que necesitas una copa.
Un joven camarero se había acercado a nuestra mesa. Oscar inspeccionó al muchacho.
—¿Cómo te llamas, jovencito?
—Dino —respondió el camarero.
—Dino —dijo Oscar con toda solemnidad—, mi amigo acaba de decirnos que va de camino a Eastbourne-on-Sea. Semejante declaración bien se merece algo un poco especial. ¿Quizás una botella de su Scharzhofberger de 1884?
—Ahora mismo, señor —dijo el muchacho—. ¿Y cuatro copas de vino blanco?
Oscar sintió con la cabeza aprobatoriamente. El camarero sonrió y giró con elegancia sobre sus talones.
Conan Doyle carraspeó y se dio un tirón al chaleco.
—Me temo que no puedo quedarme —dijo.
—Quédese sólo un momento —le pidió Oscar—. Al menos hasta que hayamos descubierto por qué Wat va de camino a Eastbourne.
—La razón es la siguiente —empezó Sickert, inclinándose hacia delante sobre el respaldo de la silla y agitando en el aire el sobre que apenas un momento antes Oscar había confundido con su cuenta—. Por esto estoy aquí. He recibido la carta esta misma mañana… de Eastbourne, y he pensado que debía compartirla contigo. He ido a Tite Street y Constance me ha dicho que estabas aquí, así que aquí me tienes.
—Continúa —dijo Oscar—. ¿De qué se trata?
Walter Sickert abrió el pequeño sobre y extrajo de él una hoja de papel que se veía cubierta en ambas caras de revoltosos garabatos.
—Es una nota de Bradford Pearse…, el actor. Se acordarán ustedes del invitado con el que asistí a la velada del domingo por la noche.
—Nos acordamos, sí —dijo Conan Doyle, estudiando atentamente a Sickert.
—El suyo era el quinto nombre de la lista de víctimas de asesinato —añadí.
—Gracias por recordárnoslo, Robert —dijo Oscar no sin cierta picardía.
—Me gustó su amigo —intervino Conan Doyle.
—A todo el mundo le ocurre lo mismo —dijo Sickert—. Es un tipo estupendo.
—¿Y bien? —insistió Oscar—. ¿Qué es lo que dice?
—Es una carta de agradecimiento —explicó Sickert, sosteniendo la nota delante de él—. Pero hay algo en ella que me preocupa.
—Léanosla —le pidió Conan Doyle. Sonrió a Sickert—. Si no le importa.
El pintor leyó la carta. Y lo hizo con absoluta sencillez, sin emplear el menor asomo de énfasis dramático.
Martes, 3 de mayo. Eastbourne.
Mi querido Wat:
La velada del domingo fue memorable: buena comida, buenos vinos y mejores amigos. Gracias por tu hospitalidad. Y gracias por acordarte de mí. ¡Espero que no dejes de hacerlo! No te olvidaré, ni a ti ni tu(s) muestra(s) de amabilidad conmigo…, pase lo que pase. Para serte sincero, no sé lo que me depara el futuro. Sé que me persiguen y tengo miedo.
Esta semana estoy en Eastbourne. En el Devonshire Park. Ven a ver la obra. El miércoles por la noche sería perfecto. Y trae a Wilde contigo. La obra es tan mala que creo que le divertirá. Es un hombre sabio y maravilloso. Inspirador, a decir verdad. También me gustó Conan Doyle… y su tímido y joven amigo, el del nombre imposible de recordar. ¿Era Hornbeam? Charles Brookfield estuvo tan detestable como siempre. Ni me gusta ni me fío de él. Nunca lo he hecho. ¿Y de quién podemos fiarnos hoy en día? Por supuesto de ti, mi viejo amigo. Gracias por eso.
Ven a verme si encuentras el momento. Temo contar, la verdad. Ven a verme.
Siempre tuyo,
BRADFORD PEARSE.
Sickert hizo entrega de la carta y del sobre a Conan Doyle.
—¿Qué tren tienes previsto tomar? —preguntó Oscar.
—El que sale a las tres de la estación Victoria —respondió el pintor.
—Iremos contigo —dijo Oscar.
—Me temo que yo no puedo ir —dijo Conan Doyle, retirando la silla de la mesa—. Tengo obligaciones domésticas. El médico vendrá a ver a mí esposa esta tarde y tengo que estar presente —añadió, levantándose—. Pero creo que usted y Robert deberían ir, Oscar. Y también, con el permiso de Wat, que debería mostrar esta carta al inspector Gilmour de Scotland Yard —concluyó, dándole la nota a Oscar.
—¿Cree que quizá Pearse corra peligro? —pregunté.
—El parece estar convencido de ello —respondió Conan Doyle. Parecía muy serio—. Me cayó bien el señor Pearse…, mucho. —Miró su reloj—. Debo irme… Disculpen. ¿Me mantendrá informado, Oscar? Gracias por el desayuno. Caballeros. —Se despidió con una inclinación de cabeza y se marchó.
Oscar le recordó entonces:
—¡No se olvide el paraguas, Arthur! ¡Y no mate a Sherlock Holmes demasiado pronto!
Conan Doyle se volvió, se rió y nos saludó cordialmente con la mano. Al marcharse pasó por delante de Dino, el joven camarero, que llegaba con el vino. Doyle detuvo al muchacho y habló con él.
—¿Qué te ha dicho el señor Doyle, Dino? —preguntó Oscar cuando el joven camarero llegó a la mesa y estaba ya descorchando la botella.
—Que cuide bien de usted, señor.
Oscar se rió entre dientes.
—¿Hablas en serio?
—Así es, señor —dijo el muchacho, olisqueando el corcho con aires de avezado sumiller. No podía tener más años que el vino: quince, dieciséis a lo sumo.
—Dime, Dino —empezó Oscar tomando un sorbo del Scharzhofberger y saboreándolo de modo bastante ruidoso—. ¿Qué te ha dicho exactamente el señor Doyle? ¿Cuáles han sido sus palabras precisas?
—Ya que usted lo pregunta, señor —respondió el chiquillo, haciendo una mueca mientras llenaba nuestras copas—. Sus palabras exactas han sido: «Sólo esta botella. Tienen trabajo por delante».
Oscar dio una palmada sobre la mesa, encantado.
—¡Lo sabía! —exclamó—. ¡Se puede confiar en Arthur! Y, naturalmente, tiene razón. Sin duda tenemos trabajo por hacer y me alegro de que así sea. Como Arthur bien sabe, el trabajo es el mejor antídoto para la pena.
—¿Acaso te sientes melancólico, Oscar? —preguntó Sickert—. Pues nadie lo diría. No lo pareces.
—Todos tenemos nuestros secretos, Walter —respondió él, vaciando su copa de un solo trago y dándole un segundo y reluciente chelín al joven camarero—. No hay excepciones a la regla… —Se volvió en la silla y alzó su copa en dirección de la puerta, señalando con ella el comedor—. Mirad a esos dos.
Merodeando junto a la entrada del Palm Court del Hotel Langham estaban Charles Brookfield y Bram Stoker. Iban vestidos con abrigos de paseo y los rostros de ambos delataban una expresión ansiosa. Stoker negaba con la cabeza y Brookfield escudriñaba la sala.
—Estoy de acuerdo: se diría que ocultan algo —apuntó Wat Sickert riéndose entre dientes.
—Apuesto a que hay alguna dama implicada en el caso —exclamó Oscar, agitando la servilleta en dirección a la puerta.
El camarero volvía en ese momento a llenar nuestras copas.
—Dino —dijo Oscar—, ¿serías tan amable de pedir a esos dos caballeros que vengan a unirse a nosotros?
El camarero acompañó a Brookfield y a Stoker a nuestra mesa.
—Buenos días —saludó este último con tono cordial.
—No podemos quedarnos —anunció Charles Brookfield—. Tenemos una cita.
—¿Con una dama? —conjeturó Oscar con una sonrisa.
—Una actriz —dijo Stoker—. Brookfield tiene una emergencia entre manos. Ha perdido a su actriz protagonista y yo he accedido a encontrarle otra. Hemos quedado en encontrarnos aquí a las once con la señorita Tilvert.
—Me temo que la dama llegará con retraso —dijo Oscar—. Quítense los abrigos, caballeros. Les aseguro que tendrán tiempo para una copa.
—Entonces, ¿conoce usted a la señorita Tilvert? —preguntó Brookfield, recorriendo la estancia con los ojos.
—No —respondió Oscar con suavidad—, pero conozco bien a ese tipo de mujer. Tómese una copa de Scharzhofberger, Charles. Le calmará los nervios.
—Tampoco nosotros pensamos quedarnos mucho tiempo —añadió Sickert—. Vamos de camino a Eastbourne.
—A Eastbourne —repitió Stoker, cogiendo una silla y sonriendo al tiempo que Dino le servía una copa del vino alemán—. Me encanta Eastbourne. Eastbourne tiene estilo. —Alzó la copa hacia Oscar—. Como sabrá, la ciudad entera es propiedad del duque de Devonshire.
—No es a su excelencia a quien vamos a visitar —dijo Oscar—, sino a Bradford Pearse. Actúa en una obra en el Devonshire Park. Vamos a verla.
Brookfield, que se había quedado de pie, rechazó con un gesto de la mano la copa de vino que Dino le ofrecía y miró a Oscar.
—¿Van a Eastbourne a ver una obra de teatro? Debe de ser increíblemente buena.
—Al contrario —respondió Oscar, soltando un largo penacho de humo gris azulado de cigarrillo al hablar—. Bradford Pearse nos ha dicho que la obra es espantosa…, absolutamente atroz. Al parecer, no podría ser peor. Por eso estoy firmemente decidido a no perdérmela. Adoro el exceso en todo.
—Es usted realmente raro —dijo Charles Brookfield bajando la voz.
—Dele recuerdos a Pearse de mi parte —dijo Stoker con evidente entusiasmo, mientras saboreaba su vino—. Es un buen tipo y un gran actor…, y el candidato menos apto para morir asesinado que quepa imaginar. No entiendo cómo alguien pudo elegirle como víctima cuando jugamos a ese juego suyo, Oscar. Bradford Pearse no tiene un solo enemigo en el mundo. Apostaría mi vida a que es así.
—¿Y qué me dice de sus acreedores? —preguntó Charles Brookfield con un leve sorbido, cruzándose de brazos.
—No sé nada sobre sus acreedores —dijo Bram Stoker, ofreciendo su copa para que se la volvieran a llenar—, pero da la casualidad de que conozco a sus prestamistas, y hablan maravillas de él.
—Imagino que deben de conocerle excepcionalmente bien —dijo Brookfield con una sonrisa.
—No hay amigo más verdadero que un prestamista honrado —apuntó Oscar.
—¡Cierto! —exclamó Stoker—. El mío es Ashman, del Strand. Un tipo sensacional. ¿Quién es el suyo, Oscar?
—El mismo. Un buen hombre. Hace diez años, cuando estaba pasando por un momento francamente desesperado, le llevé mi posesión más preciada, mi Medalla de Oro de Berkeley, y me dio por ella trece guineas. ¡Trece guineas! Le dije: «No creo que valga ni siquiera cinco libras, señor Ashman». Y él me contestó: «Señor Wilde, conozco bien el valor de esta medalla. En mis tiempos, fui también alumno de griego. Usted ganó esto cuando estudiaba en el Trinity College de Dublín, ¿no es así? Es el galardón más preciado en lenguas clásicas de la universidad. Seguro que para usted no tiene precio. Tengo quince guineas en mi caja fuerte esta mañana. Me hace enormemente feliz darle esa cantidad por su medalla».
—Qué historia más maravillosa —dijo Bram Stoker.
—Ashman no sólo es un erudito, sino también un caballero —declaró Oscar.
—Y judío —añadió Charles Brookfield.
—Naturalmente —dijo Oscar con una sonrisa—. Según veo, gran parte de las mejores personas que conozco lo son.
—¿Han visto el periódico esta mañana? —preguntó Wat Sickert, cambiando con destreza de tema—. Hay un artículo sobre la cotorra del Hotel Cadogan. Al parecer, la pobre criatura fue asesinada ayer en el vestíbulo del hotel y a plena luz del día. ¿No les parece increíble?
—¿La cotorra ha muerto? —dijo Charles Brookfield—. No lo sabía.
—Qué raro —dijo Bram Stoker—. Brookfield y yo desayunamos allí ayer. Si mal no recuerdo, la cotorra estaba bien.
—¿Quién puede haber hecho algo así? —preguntó Sickert—. Según el periódico, fue un asunto de lo más desagradable. Había plumas y sangre por todas partes.
Charles Brookfield sonrió.
—Quizá fuera uno de tus vampiros, Bram —sugirió—. Bram está obsesionado con los vampiros, ¿no es así? A mí me parece que es por haber trabajado con Irving, el viejo chupasangre.
—Podría haber sido un murciélago vampiro —sugirió alegremente Oscar.
—¿En Knightsbridge? —aventuró Brookfield.
—En Sloane Street —le corrigió Oscar.
—Es una idea cuando menos absurda —afirmó Brookfield con tono burlón.
—Poco probable, es cierto —concedió Oscar benévolamente—, aunque dentro de los límites de lo posible. Hay una especie de murciélago sudamericano, el Desmodontidae, que subsiste a base de sangre y que se alimenta de aves, animales y humanos.
—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó Stoker.
—Estudié en Oxford, además de en el Trinity College de Dublín. El pobre Capitán Flint era una cotorra sudamericana. Quizá fuera víctima de algún murciélago sudamericano.
—¿Le parece probable? —preguntó Bram Stoker, vaciando su copa.
—No —respondió el dramaturgo, negando con la cabeza—. Francamente, no.
—Entonces, ¿quién mató a la cotorra, Oscar? —inquirió Charles Brookfield—. Díganos.
—No puedo.
Brookfield paseó la mirada por la mesa.
—Oscar se tiene por una especie de detective aficionado…, el Sherlock Holmes de Tite Street. ¿No es así, Oscar?
—No estoy muy seguro de eso —fue la respuesta de Wilde, que abrió aún más los ojos y dejó a la vista sus dientes—, aunque desde luego me confieso un ferviente admirador de los poderes de observación y deducción de Holmes. Gracias a ellos, por si mi opinión sirve de algo, Charles, puedo decirle que esta mañana salió usted de su casa apresuradamente.
Brookfield arqueó una ceja.
—¿Y cómo sabe usted eso?
—Simplemente mirándole, Charles. Lleva el abrigo mal abrochado, ha olvidado afeitarse bien bajo el mentón y el lustre de sus botas es desigual. No anda usted sobrado de fondos: prueba de ello son sus puños deshilachados. No tiene ayuda de cámara: se limpia usted mismo los zapatos y esta mañana ha estado más tiempo lustrándose el zapato izquierdo que el derecho.
Charles Brookfield lo miró fijamente y rompió a aplaudir despacio en un gesto fingido.
—Muy bien, Oscar. Muy bien. Entonces, ¿quién ha matado a la cotorra?
Él le devolvió la mirada, pero no dijo nada.
—Oh, vamos, Oscar —le abucheó Brookfield—. Acepte el desafío, compañero. ¿Quién mató a la cotorra? Si antes de que caiga la noche es capaz de demostrar sin la menor sombra de duda quién mató a esa cotorra, le daré…
—¿Qué me dará, Charles? —preguntó Oscar.
—Le daré… —Brookfield vaciló, se inclinó hacia delante y le miró a los ojos—. Le daré… trece guineas.
—Muy bien, Charles —respondió Oscar con una sonrisa—. Acepto el desafío.