8.

Desayuno en el Langham

Esa noche cené solo en mi habitación de Gower Street. En aquella época cenaba solo a menudo: normalmente en mi cuarto, pan con queso o una salchicha fría y medio tomate maduro. A veces salía a cenar al Mermaid, la taberna de Chenies Street que tenía delante de casa: una costilla de cordero con salsa de cebolla, la «especialidad» del Mermaid.

Oscar, por supuesto, rara vez comía solo. Ese martes por la noche, lord Alfred Douglas y él habían modificado sus planes, dejando a un lado el teatro e instalándose en cambio en el Café Royal con una botella de champán de cinco chelines, a la que siguió una cena de dos chelines en el restaurante Florence de Rupert Street.

—¡No tomamos una última copa antes de retirarnos, Robert! —exclamó la mañana siguiente en cuanto me vio. Yo había llegado puntualmente a las nueve al Hotel Langham y había encontrado a mi amigo sentado a solas a una mesa redonda preparada para tres en uno de los rincones más oscuros del absurdamente boscoso Palm Court del hotel. Me indicó con un gesto que me uniera a él y, sin tan siquiera hacer un alto para dar o recibir un saludo, prosiguió—: Me comporté como te habría gustado, amigo. He sido un mártir bajo el yugo de la autodisciplina y de mi responsabilidad marital. Me resistí a todas y a cada una de las tentaciones a las que me sometió Bosie. Propuso que fuéramos a tomarnos un whisky con soda al Albemarle. Sugirió luego schnapps y helado en el Savoy. Llegó incluso a intentar tentarme con la promesa de una pinta de cerveza negra en el Empire de Leicester Square. Aun así, no di mi brazo a torcer.

—¡Atrás, Douglas! —le grité—. Me voy a casa. —Y estuve de vuelta en Tite Street a las diez y media.

—Me alegra oírlo.

—No te alegrarás tanto cuando te diga lo que allí encontré…

—¡Dios mío! —exclamé, de pronto alarmado—. ¿Qué? Cuéntame.

—Me encontré con Edward Heron-Allen en casa.

—¿Con Constance? —Negué con la cabeza—. Ese hombre no tiene vergüenza.

Oscar asintió solemnemente.

—Tienes razón, Robert. Seguía hablando de los espárragos. —Se recostó contra el respaldo de la silla y estalló en carcajadas. Desplegó su servilleta de lino con una floritura—. He pedido riñones y huevos escalfados para los dos. Los refrigerios están ya presentes y son los que ves.

—¿Qué hiciste con Heron-Allen? —pregunté mientras mi amigo me servía una taza de té.

—Le mandé a su casa… después de darle las gracias por haber hecho compañía a mi esposa. Edward Heron-Allen adora a Constance.

—Lo sé —gruñí—. Por eso no confío en él.

—Pues deberías, Robert. Yo sí confío en él. Ambos queremos a Constance, ¿no? Nunca está tan segura como cuando está aquí Heron-Allen. Él la ama. Daría la vida por salvaguardar la de ella.

—No lo había pensado —dije—. Aun así —añadí bajando la voz—, sigo sin fiarme. —Me incliné hacia Oscar y murmuré, sotto voce—. Ese hombre es un pornógrafo confeso, ¿o no es así?

Oscar sonrió y removió su té.

—A juzgar por las raíces griegas del término —respondió, bajando la voz hasta mi propio tono—, un pornógrafo, literalmente hablando, es aquel que se dedica a escribir sobre prostitutas. Los intereses de Heron-Allen van mucho más allá que todo eso. Los vulgares apetitos corporales de los hombres y de los animales, en toda su rica variedad, son la peculiar obsesión de ese hombre. Cuanto más infrecuente sea la práctica en cuestión, más intrigado está nuestro Edward. Aunque estoy convencido de que no habla de estas cosas con Constance, la otra noche me presentó una nueva palabra cuyo significado quizás adivines: «necrofilia».

—¡Santo cielo!

Oscar sonrió.

—Ésa fue exactamente la reacción de Conan Doyle —dijo alzando la voz, levantando la mirada y dando la bienvenida a nuestra mesa a una bandeja de tostadas.

—¿Dónde está Conan Doyle? —pregunté—. ¿Estás seguro de que va a venir?

—Eso es lo que nos ha dicho Nat.

—¿Nat?

—El botones del Cadogan, ¿te acuerdas? Fue él quien nos trajo el mensaje de Arthur ayer por la tarde. Por eso estamos aquí.

—Ah —dije sin demasiada convicción. Estaba confundido.

Me miró con una ceja arqueada y levemente altiva.

—Ayer por la tarde, Robert, cuando me di cuenta de que el pobre Capitán Flint era la tercera de nuestras «víctimas» que habíamos encontrado muerta desde el domingo por la noche y que Sherlock Holmes era el siguiente nombre de la lista, se me ocurrió que debíamos tomar la precaución de encontrarnos con Arthur para hablar de la situación. Justo antes de salir del Cadogan, encontré a Nat y le pedí que le diera a Arthur mi mensaje. Inmediatamente después de salir del Cadogan, Nat nos encontró en la calle y nos trajo la respuesta del buen doctor.

—Entonces, ¿estaba Arthur en el hotel en ese momento?

—No —fue la respuesta de Oscar—. Arthur estaba en South Norwood.

Me quedé en silencio durante un instante.

—No lo entiendo, Oscar. Si estaba en South Norwood y el muchacho en el Hotel Cadogan, ¿cómo diantre se comunicaron?

—¡Por teléfono! —exclamó mi amigo, triunfal.

Me quedé perplejo.

—¿Acaso tiene teléfono Conan Doyle… en South Norwood?

—No hay lugar donde un teléfono sea más necesario que en South Norwood, Robert. —Esbozó su sonrisa maliciosa y pasó ruidosamente el cuchillo de mantequilla sobre su tostada—. Arthur se ha hecho instalar un teléfono porque es médico. Al parecer, los médicos tienen prioridad. Aunque, según tengo entendido, muy pronto estaremos todos comunicados por el teléfono… a lo largo y ancho del mundo. El teléfono está a punto de revolucionar tanto el arte de la conversación como la ciencia de la detección. Estoy pensando en mandar instalar uno en Tite Street.

—¿Sabes utilizar un teléfono?

—Todavía no, pero tengo hijos, Robert. Ellos me enseñarán.

Me reí al tiempo que alzaba los ojos y veía venir hacia nuestra mesa, uno al lado del otro, a nuestro camarero con nuestros riñones y los huevos escalfados y a Arthur Conan Doyle, claramente aturullado y mojado.

—Me ha sorprendido un inesperado chubasco —gruñó.

—Peor que eso —dijo Oscar—. Acaba de darse cuenta de que ha olvidado su paraguas en el hackney que le ha traído aquí…

El doctor se detuvo en seco y miró a nuestro amigo sin ocultar su asombro.

—¿Cómo diantre sabe eso? —preguntó.

Oscar sonrió.

—Le he visto entrar por la puerta hace un instante, mojado aunque relativamente sereno. De pronto, se le ha ensombrecido el rostro al tiempo que miraba frenéticamente a su alrededor. ¿Qué podía haber olvidado? Podría haberse tratado de su sombrero, es cierto, pero tiene el pelo seco mientras que lleva la ropa empapada. Tiene que ser un paraguas… y probablemente su paraguas favorito, ese tan especial con el delicado mango de marfil…

—Es demasiado temprano para esto, Oscar. Vamos, hombre, explíquese. ¿Acaso me ha visto alguna vez con el paraguas?

—No —dijo él complacientemente—, pero si se vuelve y mira detrás de usted, Arthur…, de pie junto al mostrador, hablando con el maître d’hôtel, verá a un cochero de Londres con un paraguas plegado de caballero que se parece notablemente al que acabo de describir.

De inmediato, el rostro preocupado de Conan Doyle se cubrió de sonrisas.

—Para mí sólo té y tostadas —comentó al tiempo que se alejaba a grandes zancadas para reclamar su paraguas perdido. Le vimos dar una propina al cochero y estrecharle calurosamente la mano.

—Le estará diciendo que es la sal de la tierra y la columna vertebral del Imperio —dijo Oscar—. No hay en Inglaterra hombre más decente que Arthur Conan Doyle.

Cuando regresó a la mesa, el doctor era un hombre totalmente transformado. No cabía en sí de gozo.

—Ese cochero es la sal de la tierra —dijo.

—¿Dónde está el paraguas? —pregunté.

—Espero que en el guardarropa, con mi sombrero. El maître d’hôtel se ha ofrecido a cuidar de él. Podemos confiar en él, ¿verdad?

—Sí —confirmó Oscar—. Franco es del lago Como.

—Excelente —intervino Doyle, estudiando la mesa del desayuno y cogiendo la mermelada.

Oscar se inclinó hacia mí para explicarme.

—Arthur y su esposa disfrutaron de unas vacaciones especialmente agradables a orillas del lago Como hace dos veranos.

Doyle mordió su tostada y exclamó entre una lluvia de migas:

—¡Me asombra usted, Oscar! No se le pasa nada por alto.

—No estoy demasiado seguro de eso —dijo él golpeando con su siguiente cigarrillo en el dorso de su pitillera de plata—. Aunque al menos sí me he fijado en que el cuerpo de la pobre cotorra estaba frío… muy frío.

—Ah, sí —dijo Doyle, limpiándose la mermelada del bigote—, vamos a lo que vamos. Lamento lo de la cotorra. ¿A qué hora la encontraron?

—A las tres —respondí.

—Pero debía de llevar muerta algún tiempo —dijo Oscar—, como mínimo poco más de una hora. Y las plumas que encontramos en el vestíbulo del hotel no se le cayeron al desafortunado pájaro en pleno vuelo, sino que alguien se las arrancó del cuerpo, de las alas y de la cola después de muerto y las esparció deliberadamente a diestro y siniestro como confeti.

—Extraño —dijo Conan Doyle.

—Brutal —apuntó Oscar—. La sangre de la pobre criatura estaba esparcida por todo el suelo.

—¿Presentaba algún dibujo en particular? —preguntó Doyle.

—No. Me fijé bien. Parecía haber sido esparcida a toda prisa y al azar. ¿Quién puede haber hecho algo así?

—¿Quienquiera que esté terminando con los componentes de nuestra lista de víctimas, uno a uno? —sugerí.

—Posiblemente… —dijo Oscar, aspirando hondo el humo de su cigarrillo y alzando los ojos hacia las hojas de la palmera que tenía encima.

Conan Doyle negó con la cabeza y atacó otra tostada.

—Gilmour de Scotland Yard está convencido de que la muerte de Elizabeth Scott-Rivers fue un desafortunado accidente, ¿no es así?

—Así es. —Oscar emergió bruscamente de su ensueño—. Y lord Abergordon, nuestra segunda «víctima», era un anciano caballero que no trataba su cuerpo como un templo y que al parecer, y para sorpresa de nadie, murió mientras dormía.

—Así pues —empezó Conan Doyle, volviendo a limpiarse el bigote antes de dejar la servilleta encima de la mesa en una clara muestra de satisfacción y de finalidad—, tenemos dos muertes accidentales, fácilmente explicables, seguidas de un brutal e inexplicable asesinato… ¿Qué más?

—El siguiente de la lista —dijo Oscar, sacándosela del bolsillo del pecho— es un tal «Señor Sherlock Holmes».

—¿Y quién diantre iba a querer asesinar a Sherlock Holmes? —pregunté.

—Yo, sin ir más lejos —dijo Conan Doyle, recostándose en el respaldo de la silla y cruzándose de brazos—. Y cuanto antes, mejor.

Oscar dio un respingo.

—¿Cómo, Arthur? ¿Qué está diciendo?

—He decidido acabar yo mismo con Sherlock Holmes.

—Entonces, ¿fue usted quien escribió el nombre de Holmes el domingo por la noche?

Doyle se rió.

—No, por supuesto que no. Como bien sabe, no quise participar de su juego, Oscar. Pero lo admito abiertamente: en lo que a mí respecta, Holmes tiene los días contados…

—Pero si Holmes ha sido la causa de su éxito, Arthur —protestó Oscar.

—Y también podría ser la de mi desgracia. Hay muchas más cosas que quiero escribir: romances, aventuras, historias que profundicen en el futuro y en el pasado. Tengo poesía por escribir, dramas por crear. ¿Deseo acaso que dentro de cien años se me recuerde simplemente como el hombre que inventó a Sherlock Holmes? No lo creo. He pensado matarle en la flor de la vida. Y sí, debo admitir que fue precisamente el domingo por la noche cuando decidí cómo hacerlo.

Oscar y yo nos habíamos inclinado hacia delante en nuestras sillas, dedicando a Conan Doyle nuestra absorta atención. Jamás había visto a nuestro amigo escocés tan apasionado.

—El domingo, antes de la cena —prosiguió—, sin duda inspirado por la perspectiva de su juego, uno de nuestros invitados me pidió mi opinión sobre «el crimen perfecto». Para ser más precisos, sobre dónde y cómo cometerlo. Puesto que ésa es una pregunta que se me ha hecho en otras ocasiones, tenía mi respuesta preparada. «En los acantilados de Dover», respondí. «O en Beachy Head. Al menos, en algún acantilado donde, juntos e inadvertidos, el asesino y su víctima puedan dar un paseo. Lo único que el asesino tiene que hacer para conseguir su fin es aprovechar la ocasión. Cuando esté seguro de que no hay moros en la costa, nuestro asesino propinará un brusco empujón a su inocente víctima y la lanzará a su perdición por el borde del acantilado. Es fácil, rápido, limpio y tiene varias ventajas: no hay testigos, no hay tampoco arma del crimen y tiene todo el aspecto de haber sido un desgraciado accidente», le expliqué.

Sin bien es cierto que Conan Doyle no era un hombre vanidoso, era más que evidente que estaba disfrutando de que tenía acaparada nuestra atención. Oscar era un público agradecido. Se quitó una mota de tabaco del labio inferior.

—Sabe usted contar una historia, doctor Doyle —dijo—. Continúe, se lo ruego.

Conan Doyle sonrió.

—Si mal no recuerdo, el domingo por la noche fue la palabra «accidente» la que despertó el interés de lord Drumlanrig, el hermano de su amigo Bosie —prosiguió—. «Un cuerpo que se precipita desde los acantilados de Dover o de Beachy Head no me sugiere un “accidente”», dijo. «Quizás un suicidio, pero no un accidente. Para maquinar un accidente, hay que ir a Suiza».

—Ah —dijo Oscar—. Drumlanrig le habló de su tío.

—De su tocayo Francis, efectivamente. Según me dijo, murió asesinado en los Alpes suizos. Al parecer, se hallaba en compañía de unos amigos, en su mayoría experimentados montañeros. Habían escalado con éxito un pico enclavado en algún lugar entre Zermatt y las cataratas de Reichenbach y descendían ya, cuando tuvo lugar el accidente. Hacía buen día, claro y despejado; la nieve se encontraba estable y las condiciones eran las ideales para la práctica del montañismo. Nadie sabe exactamente lo que ocurrió. En cuestión de segundos, Francis Douglas pasó de estar vivo y en perfectas condiciones a desaparecer bruscamente. Cayó de cabeza a un profundo barranco y jamás volvieron a verle.

—¿No encontraron el cuerpo? —pregunté.

—No —respondió Arthur—. Su hermano mayor, el marqués de Queensberry, viajó desde Inglaterra para ayudar a dirigir la búsqueda. Tan sólo pudieron encontrar los guantes del pobre desafortunado, su cinturón y una de sus botas…, pero eso fue todo.

—¿Cuándo ocurrió eso? —pregunté de nuevo.

—Hace veinticinco años —dijo Oscar—. Quizá más.

—Lo fundamental es que el destino de Sherlock Holmes está sellado —dijo Conan Doyle, alcanzando la tetera—. Cuando lo considere oportuno, llevaré a mi héroe a Suiza y le veré precipitarse de cabeza a un barranco alpino. Holmes ejecutará su última reverencia y se desvanecerá sin dejar rastro.

—¿Y qué me dice de sus guantes, su cinturón y su bota? —pregunté.

El doctor mordió su tostada.

—Tendré que pensar en ello.

Oscar encendía en ese momento otro cigarrillo y llamaba al camarero, indicándole que nos trajera más té y café.

—Y, Arthur, ¿sigue insistiendo en que no fue usted quien escribió el nombre de Sherlock Holmes y lo convirtió en una de nuestras víctimas el domingo por la noche?

—Le aseguro que no fui yo.

—Entonces, ¿quién fue? —pregunté.

—Ya que lo pregunta —dijo Conan Doyle con voz queda—, fue mi invitado. Mi joven amigo Willie Hornung.

—¿Qué? —exclamó Oscar, sin ocultar un balbuceo incrédulo—. ¿El bonachón de Willie Hornung? ¿Está seguro, Arthur?

—Él mismo me lo dijo. Lo confesó, sonrojándose al hacerlo. Se disculpó profusamente. Según dice, está enloquecidamente celoso de mi creación.

—La envidia es la úlcera del alma —dijo Oscar, viendo cómo un penacho de humo de su cigarrillo se elevaba hasta perderse entre las hojas de la palmera que tenía encima—. Fue Sócrates quien nos enseñó eso.

—Olvídese de Sócrates —dijo Arthur riéndose entre dientes—. Le dije a nuestro Willie que, puesto que aspira a ser también él escritor, lo único que tiene que hacer para vengarse de Sherlock Holmes es crear un villano propio con el que ensombrecer al gran detective. Bendito muchacho. Creo que va a picar el anzuelo.

—«Picar el anzuelo…» —Oscar repitió reflexivamente la frase—. Me preguntó si no será ése el motivo por el que asesinaron a la cotorra.

Nos trajeron café y té. El servició retiró los restos del desayuno y vació discretamente el cenicero de Oscar. Luego dispuso ante nosotros un juego limpio de tazas de té. Oscar desplegó la lista de «víctimas» sobre la mesa y sacó de su pitillera de plata uno de esos pequeños lápices que se emplean para anotar el conteo de puntos en las partidas de cartas.

—Bien —empezó, subrayando la lista mientras hablaba—. Sabemos que el honorable reverendo George Daubeney dio el nombre de Elizabeth Scott-Rivers como su pretendida víctima. Así lo confesó él mismo en su momento. Sabemos también que fue Bosie quien postuló la muerte del desafortunado Capitán Flint. Bosie, como Daubeney, descubrió el pastel ya entonces. También sabemos, y también por Bosie, que fue su hermano Francis quien nombró como víctima de su elección a lord Abergordon, aunque todavía no lo hemos oído de boca del propio Drumlanrig. Y ahora, Arthur, nos dice usted que es Willie Hornung el responsable de que el nombre de Sherlock Holmes aparezca en la lista.

Oscar había puesto una pequeña cruz junto a cada uno de los primeros cuatro nombres de la lista.

—Lo que realmente necesitamos descubrir —empezó Conan Doyle, cogiendo la hoja de papel y estudiándola con atención— es quién dio el nombre de Victor Amteim. Cuatro de las personas que estaban en la habitación lo eligieron a él como el hombre al que desearían asesinar. ¡Cuatro!

Aunque sentía la garganta seca, hablé.

—Yo fui uno de esos cuatro —confesé. En cuanto lo dije, me di cuenta de que me estaba sonrojando tanto como a buen seguro debía de haberle ocurrido a Willie Hornung.

—¿Usted? —preguntó Conan Doyle, dejando con brusquedad la taza en el plato.

—¿Por qué, Robert? —inquirió Oscar, mirándome con los ojos como platos, totalmente perplejo—. Pero si me habías dicho que sólo habías coincidido una vez con él. ¿Por qué diantre elegiste a Victor Amteim como potencial víctima de asesinato?

—No era más que un juego, Oscar —imploré—. Tú mismo lo dijiste.

—Ciertamente —respondió él—. Pero ¿por qué Amteim, aunque fuera un juego?

—Tenía mis motivos.

—¿Y bien? —preguntó mi amigo, inclinándose hacia mí y apagando su último cigarrillo con evidente aspereza—. ¿Cuáles eran esos motivos?

—Preferiría no tener que confesarlos, Oscar —protesté—. De verdad.

—Oh, vamos, hombre —dijo Conan Doyle—. Suéltelo.

—Les ruego que me excusen —insistí.

—Pues no, no te excusamos —dijo Oscar. Me miró a los ojos y de pronto la ira dibujada hasta ese momento en su frente se disipó y me dedicó una sonrisa bonachona—. Estás entre amigos, Robert. Puedes confiar en nosotros. No, no sólo puedes. Debes.

—Muy bien —concedí. Aun así, seguí vacilando—. Muy bien… Decidí que Amteim fuera mi víctima de asesinato por… por algo que dijo.

—¿Algo que dijo? —arguyó Oscar—. ¡«Algo que dijo»! ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿A quién?

—Me lo dijo a mí cuando nos vimos un momento en Tite Street. Byrd y él habían ido a ver a Constance para echar una mirada a la habitación donde van a presentar su función de magia y casualmente yo estaba allí. Fue entonces cuando lo dijo.

—¿Qué dijo?

—Algo personal… y ultrajante. Imperdonable.

—¿Le insultó? —preguntó Conan Doyle.

—No, no era sobre mí.

—¿Fue sobre mí acaso? —preguntó Oscar—. ¿Volvió alguien a mancillar mi reputación?

—No, amigo, no fue sobre ti. —De nuevo, vacilé. Ambos me miraban expectantes. Por fin, dije—: Fue sobre Constance… o, para ser más exactos, sobre su padre.

—Ah —dijo Oscar al tiempo que doblaba cuidadosamente su servilleta—, el finado Horace Lloyd QC[10].

—Me temo que está usted dando demasiados rodeos, Robert —intervino Conan Doyle—. Me he perdido. Por favor, limítese a explicar lo ocurrido. Díganos lo que se dijo… exactamente.

—Haz lo que te pide el doctor —sugirió Oscar, fijando la mirada en su servilleta.

—Fue cuando estaban a punto de marcharse. Byrd estaba en el vestíbulo con Constance y yo con Amteim en el salón del primer piso. Algo dije sobre acompañarle a la puerta y él respondió con un comentario jocoso. Dijo que había sido un auténtico placer conocer a la señora Wilde y yo asentí con la cabeza en señal de acuerdo. Luego me preguntó si conocía bien a los Wilde. «Lo suficiente, gracias», fue mi respuesta. «El señor Wilde es un hombre notable», dijo él entonces. Le dije que sí, mostrándome bastante cortante, e intenté que se dirigiera hacia la puerta. Su familiaridad estaba empezando a resultarme fastidiosa. Pero él no se iba. Seguía allí y, mirándome con una espantosa sonrisa en el rostro, dijo: «Y la señora Wilde no parece en absoluto afectada, dadas las circunstancias». No pude ocultar mi indignación. «¿A qué se refiere, señor?», le pregunté. «A lo que sabemos sobre su padre», respondió. «El padre de la señora Wilde fue un respetable miembro de la abogacía». «Eso he oído», dijo Amteim. «También fue famoso por exhibirse a las jovencitas en Temple Gardens. ¿No lo sabía usted?». Conan Doyle sacudió la cabeza con incredulidad.

—Tuve ganas de azotar al canalla allí mismo —dije—. Pero me limité a invitarle a que abandonara la casa…, y cuando volví a verle el domingo por la noche y jugamos a ese ridículo juego tuyo, Oscar, no vacilé ni un segundo a la hora de elegirle para que fuera mi víctima de asesinato. Es un difamador.

—Amteim es muchas cosas, sin duda —dijo mi amigo con voz queda—, pero, en el caso que nos ocupa, no es un difamador. Todo lo que te dijo es cierto.

—No te creo —protesté.

—Aun así… —dijo él con una sonrisa. Cogió su lista de «víctimas», la dobló cuidadosamente y volvió a guardársela en el bolsillo—. Pobre Horace Lloyd —añadió—. Todos tenemos nuestros secretos.