«El capricho ocasional»
Le disculpé. Era fácil disculpar a Oscar Wilde. Constance también le disculpaba… una y otra vez.
Esa noche, ella y yo cenamos juntos en Tite Street. No hubo necesidad de tener con nosotros a ninguna carabina: era como si él estuviera constantemente con nosotros. Constance hablaba de él como lo habría hecho una madre de su hijo adorado. Oscar era la perfección: a sus ojos, él no podía cometer ningún error. Se maravillaba ante su genialidad y se consideraba «profundamente dichosa» de tenerle a su lado, de que fuera el padre de sus hijos y el centro de su universo. Comprendía perfectamente que él necesitara pasar tiempo fuera de casa, para escribir, pensar y ver a sus amigos. No tenía queja alguna. Simplemente se sentía agradecida de que «una mente tan importante» y «un espíritu tan generoso» fueran parte de su vida. Me dijo con toda solemnidad:
—Oscar y yo creemos en el concepto de un contrato matrimonial de siete años de duración, renovable si, y sólo si, ambas partes así lo desean. Nosotros acordamos embarcarnos en nuestros segundos siete años juntos el pasado mes de mayo. Como dice el señor Browning, «Lo mejor está aún por llegar».
A las once le dije que debía volver a la habitación de Gower Street donde me alojaba. Cuando, sin ocultar mi reticencia, me levanté dispuesto a marcharme, comenté:
—Supongo que Oscar no tardará en volver.
—No —respondió con una sonrisa—. No volverá esta noche. Está con Bosie. Estoy segura de que se quedará en la ciudad. Y me alegro. Oscar se cansa. Necesita sus horas de sueño. A su manera, es un hombre hermosísimo, ¿no le parece?
—La hermosa es usted, Constance —respondí—. Buenas noches. —Y la besé en los labios.
Ella se rió.
—Es usted todo un romántico, señor Sherard. ¡No me extraña que Oscar le adore tanto!
Me desperté por la mañana temprano —era martes, 3 de mayo de 1892, y el cielo que veía desde mi ventana era azul y, en él, el sol brillaba con fuerza— y dediqué dos horas a avanzar en la escritura de mi novela. En cuanto tuve trescientas palabras escritas, salí con destino a Chelsea. Había decidido que no podía permitirme un coche y en esos días moverse por el centro de Londres en un autobús tirado por caballos era una aventura interminable. A fin de pasar el rato durante la hora que se tardaba en llegar desde Oxford Street a King’s Road, compré la edición matutina del Evening News. Una vivida descripción del dramático incendio ocurrido en el número 27 de Cheyne Walk ocupaba más de dos columnas de la portada. Había una fotografía de la desafortunada heredera, Elizabeth Scott-Rivers, tomada el día de su dieciocho cumpleaños, y otra más reciente de Gilmour. El artículo citaba profusamente al inspector de Scotland Yard, que lamentaba «el trágico accidente» y que ensalzaba el valor de la Brigada Antiincendios de Londres, cuya pronta aparición en el lugar de los hechos había impedido que la conflagración se extendiera, con lo que había conseguido salvar las vidas y las propiedades vecinas. No aparecía ninguna referencia al honorable reverendo George Daubeney.
Era ya casi la una y media cuando llegué al Club Chelsea Arts. El club, todavía en sus primeros balbuceos, estaba en aquel entonces ubicado en la planta baja y en el sótano del número 181 de King’s Road, una casa de estilo georgiano de aspecto poco distinguido y desangelada fachada inmediatamente contigua al edificio de nueva construcción del Ayuntamiento de Chelsea. Encontré a Oscar con Walter Sickert, su amigo pintor, en la sala común del club, el estudio situado en la parte posterior de la casa. Estaban sentados juntos, solos, en el extremo más alejado de la mesa común. Tomaban vino argelino, comían Ángeles a Caballo (es decir, ostras envueltas en beicon servidas con tostadas con mantequilla) y hablaban de Degas.
—¿Day-gas? —oí objetar a Wat Sickert—. ¿Cómo que Day-gas? ¡No se llama Day-Gas, Oscar! Sabes muy bien, pues te lo he repetido en numerosas ocasiones, que Gas es el nombre de la ciudad francesa de la que proceden los ancestros del pintor. El apellido original era «de Gas». Y así debería pronunciarse. ¿Por qué sigues empeñándote en esta historia de Day-gas?
—Para molestarte, Wat —respondió él, alzando su copa en un fingido brindis por el joven artista.
—Querrás decir para insultarle —fue la réplica de Sickert—. Es un gran hombre. Merece ser tratado con respeto.
—Respeto su arte —dijo él con frialdad, levantando los ojos e invitándome al verme a sentarme a la mesa con ellos.
—Ya veo que no le has perdonado la pulla que te lanzó —dijo Sickert, limpiándose su exuberante bigote con el dorso de la mano.
—Prefiero pensar que era una broma y no una pulla —dijo Oscar. Se volvió hacia mí cuando ocupé la silla que estaba junto a la de él y puse el periódico sobre la mesa—. El gran Edgar Degas, a quien Wat me hizo el honor de presentarme hace unos años, dijo de mí: «Oscar Wilde? Il a l’air de jouer Lord Byron dans un théâtre de Banlieu»[9]. Lo cierto es que su ocurrencia me pareció divertida. Como verás, me la he aprendido de memoria.
—Su ocurrencia te pareció insultante —le corrigió Sickert, riéndose—. Por eso no has podido olvidarla.
—¿Cómo fue la ópera cómica? —pregunté a Oscar, pensando que sería diplomático cambiar de tema…, y quizás inducido por el maravilloso aspecto de Wat Sickert. A pesar de que era un hombre apuesto, con unos ojos verde esmeralda y su cabello de color miel, sus bigotes elaboradamente cepillados tenían algo de ridículos. Vestía una vieja túnica escarlata de guardia real con el cuello abierto y un pañuelo de un tono verde chillón holgadamente anudado. Parecía el personaje de un monólogo de cabaret: un soldado de Bohemia víctima del desamor en momentos bajos.
Oscar sorbió por la nariz y tomó un poco de vino de su copa.
—Gilbert contó un chiste que ya he olvidado y Cellier no nos deleitó con ninguna melodía que recuerde bien. No fue una noche precisamente memorable… —Me miró y sonrió—. Mientras que Constance y tú, Robert, según tengo entendido, tuvisteis una soirée deliciosa, un agradable diner à deux en Tite Street.
Me sonrojé estúpidamente como una colegiala pillada en falta. Wat Sickert soltó un gruñido de placer mientras me servía una copa de vino argelino.
—Ah, ya veo que también usted ha sucumbido a la dulzura de la deleitable señora Wilde.
—Sí —dijo Oscar al tiempo que una sonrisa picara dejaba a la vista sus dientes horribles—. Robert está compitiendo con Edward Heron-Allen por el afecto de mi esposa. Mucho me temo que esto termine en duelo.
—No seas ridículo, Oscar —protesté—. Soy un hombre casado.
—Todos somos hombres casados —protestó Sickert, levantando su copa en un brindis—. ¡Por la bendita monogamia… razonablemente templada por el capricho ocasional! —Hizo tintinear su copa contra la mía y al alzar la mirada vio a lord Alfred Douglas, que en ese momento cruzaba el salón hacia nosotros—. ¡Hablando del Papa de Roma!
Bosie, que bien podría haber pasado por un querubín confundido, bostezaba mientras se aproximaba a la mesa.
—Buenos días, caballeros —balbuceó—. Lamento llegar tarde.
—Buenas tardes, Bosie —dijo Oscar—. Como habrás visto, ya hemos almorzado.
—Sí —respondió él, apartándose el flequillo rubio de la frente y tomando asiento al lado de Sickert. Se inclinó hacia delante y dio una pequeña palmada sobre mi ejemplar del Evening News—. ¿Han leído el periódico?
—Yo sí —dije, abriéndolo y colocándolo en el centro de la mesa.
—Yo lo he visto antes —declaró Oscar—. El informe sobre el incendio no es gráfico, sino iluminador.
—Qué más da el incendio —dijo Bosie—. Miren las «Ultimas noticias». —Cogió el periódico, lo volvió del revés y señaló la columna de «Últimas noticias» de la contraportada—. Miren —volvió a decir.
Leí el breve de última hora. Decía así:
MUERE MINISTRO DEL GOBIERNO.
Lord Abergordon fue encontrado muerto ayer por la tarde en la biblioteca de la Cámara de los Lores.
El primer ministro desea expresar el profundo pesar y conmoción del Gobierno.
—¿Quién diantre es lord Abergordon? —preguntó Wat Sickert, agitando una botella de vino vacía por encima de su cabeza en un vano intento por llamar la atención del camarero del club.
—El vicesecretario del Ministerio de la Guerra —respondió Bosie con tono casual.
—Y el segundo nombre de nuestra lista de víctimas de asesinato —añadió Oscar.
—¿Qué? —dijo Sickert, dejando la botella vacía sobre la mesa.
—Era un viejo ridículo —dijo Bosie.
—¿Le conocía? —pregunté.
—Muy bien, la verdad. Era amigo de la familia. Mi padre y él eran íntimos. De hecho, hacía años que lo eran. Era el padrino de mi hermano. Drumlanrig le despreciaba. Sin duda eso explica que, cuando jugábamos ayer en el club, le escogiera a él como «víctima de su elección».
—¿Ah, sí? —preguntó Oscar de pronto.
—Eso creo. No lo sé —dijo el joven, cogiéndole la copa y vaciándola de un trago—. En ese momento es lo que creí. ¿Quién si no iba a pensar en asesinar a un viejo idiota como Abergordon?
Oscar se había acercado el periódico y estudiaba con atención el artículo en cuestión.
—¿Dónde está ahora tu hermano? —preguntó.
—No soy su niñera. No tengo ni idea. Supongo que en la Cámara de los Lores. A Drumlanrig le encanta la política. Se ha convertido en el hombre de moda: el pequeño ayudante de lord Rosebery.
—¿Cree que su hermano podría haber matado al tal Abergordon? —preguntó Sickert, agitando de nuevo la botella sobre su cabeza.
—No sea absurdo, Wat. Francis no es capaz de matar una mosca. Imagino que lord Abergordon murió a causa de alguno de sus excesos con la comida. Un conejo galés de más. Eso terminó con él. Jamás fue capaz de resistirse a un buen aperitivo. Era un viejo gordo e idiota…, como pueden suponer. Y una pieza básica del Gobierno. Apuesto a que murió en un sillón de cuero rojo, profundamente dormido bajo las páginas abiertas del Sporting Life.
—Mi más sincero pésame a su ahijado —dijo Oscar, retirando su silla de la mesa—, y también a lady Abergordon, en caso de que exista.
—No hay ninguna lady Abergordon —fue la réplica de Bosie—, ni la ha habido nunca. El viejo muchacho murió sin dejar progenie ni parientes, de modo que sobran los pésames. Mi hermano Francis será quien herede el lote.
—¿Qué? —exclamó Oscar—. ¿Tu hermano es quien va a recibir toda la herencia de Abergordon?
—¡Hasta los últimos diez mil acres de terreno! —Bosie se volvió a mirar a Sickert, que seguía agitando en vano su botella en el aire—. Estoy de acuerdo con usted, Wat. Me iría bien una copa.
Oscar se levantó y, por fin, el camarero del club —un infeliz criollo que había sido despedido la noche antes— llegó a la mesa maldiciendo por lo bajo y con una nueva botella de vino.
—Les dejaremos disfrutando de su vino, caballeros —murmuró Oscar—. Algunos tenemos responsabilidades que atender.
También yo me levanté. Me caía bien Wat Sickert; (en realidad, todo el mundo le tenía simpatía a Wat Sickert: en ese sentido era muy parecido a Oscar) y, a grandes rasgos, el incorregible encanto de Bosie me resultaba divertido, pero yo había perdido la costumbre de actuar pensando sólo en mí. Si Oscar deseaba mi compañía, la tenía…, tanto si había almorzado como si no. En cierto modo, sin tan siquiera ser consciente de cómo había ocurrido, me había convertido en una criatura suya. Actuaba según su antojo, sin necesidad de que él me lo pidiera.
Me reuní con mi amigo cuando él se dirigía hacia la puerta. Oscar depositó discretamente un florín en la expectante mano del infeliz criollo. Se volvió después a despedirse de nuestros compañeros con una floritura. Bosie estaba llenándose de nuevo la copa.
—Te veré a las siete en el teatro, amigo mío —comentó—. Trae a tu hermano, si está libre… Podría invitarnos a cenar. —Sickert prendía en ese instante una pequeña pipa de barro—. Gracias por el almuerzo, Wat. Ha sido divertido. Creo que mi favorito es Mujeres en el baño de monsieur Day-gas. ¡Buenos días! Te veremos el domingo.
Oscar se reía entre dientes mientras cruzábamos el salón de billar del club y bajábamos las escaleras hacia la calle.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Volvemos al Cadogan —respondió—. Constance va a encontrarse allí a las tres con Byrd y con Amteim para repasar el programa que le han propuesto para la velada del domingo. No quiero que por su innata delicadeza de sentimientos se oponga a algunos de los efectos más melodramáticos y escabrosos del espectáculo.
Tardamos apenas unos minutos en llegar en coche al hotel. La escena que nos recibió allí no fue desde luego tan escabrosa ni melodramática como penosa y grotesca. La zona de recepción del Cadogan, un vestíbulo con las paredes revestidas de roble de no más de diez metros cuadrados, estaba cubierta de un mar de plumas verdes. Las plumas estaban por doquier: sobre las baldosas del suelo, en los escalones del rellano, en el mostrador del recepcionista, dentro del paragüero, atrapadas entre los lirios del jarrón colocado en el antepecho de la ventana, flotando en el agua del estanque ornamental situado al pie de la escalera…; por todas partes. Cuando empujamos la puerta principal para acceder al vestíbulo, la repentina brisa que entró con nosotros levantó las plumas del suelo como se sacude la sábana de un colchón. En cuanto volvieron a su sitio, vimos que el suelo estaba salpicado de sangre de lado a lado y de un extremo al otro.
—¿Qué significa este horror? —jadeé.
—¿Quién podría haber imaginado que un pájaro tan pequeño podía tener tantas plumas? —dijo Oscar, sacudiendo tristemente la cabeza y mirando a su alrededor.
Mientras seguíamos allí de pie, perplejos en la puerta del vestíbulo, una joven ayudante de cocina —una muchacha de catorce o quince años, con las mejillas enrojecidas y lágrimas en los ojos— surgió al pie de la escalera que teníamos delante. Llevaba en la mano un cubo de metal y una fregona y la seguía un pecoso chiquillo vestido de uniforme —uno de los botones del hotel— con un guardapolvo, una escoba y un recogedor. Oscar y él parecían conocerse.
—Triste asunto, señor Wilde —dijo el muchacho.
—Ciertamente, Nat —respondió él—. Muy triste. Pobre Capitán Flint. ¿Está el encargado?
—No —respondió el chico—. Está enfermo. El señor Byrd ha venido en su lugar. Le encontrará en su oficina.
Con mucho tiento, como un par de chiquillos cruzando un arroyo por un precario sendero de piedras, pasamos de puntillas por la escena de la masacre y salimos del vestíbulo para adentrarnos en un oscuro pasillo.
—Aquí es —anunció Oscar. Se movía con soltura por el Cadogan. La oficina del encargado había sido hasta hacía poco el salón de la planta baja de Lillie Langtry. La puerta que daba acceso a la habitación estaba abierta y entramos sin mayor ceremonia. Allí, en el centro de la estancia, de pie y agrupados en torno al escritorio del encargado, estaban Victor Amteim, Edward Heron-Allen y Constance Wilde. Sentado al escritorio, de cara a ellos, estaba Alphonse Byrd, con el rostro ceniciento y tembloroso. Parecía un hombre roto. En el escritorio, desplegados sobre el papel secante como un espécimen a la espera de ser disecado, vimos los despedazados restos de la cotorra del hotel. Las lastimosas alas, como ramas arrancadas de una higuera, estaban desplegadas sobre la mesa. La patética cabeza del animal colgaba del cuerpo por una simple franja de tejido sanguinolento, y el ojo, como el de un pez, nos miraba sin vida.
Nadie hablaba. Oscar cruzó la habitación directamente hacia el escritorio. Se inclinó hacia delante y mi asombro fue mayúsculo cuando le vi apoyar su mano derecha en el cadáver del pájaro. Allí la dejó con gesto tierno.
—La pobre criatura está helada —dijo.
—¿Significa eso algo? —preguntó Heron-Allen.
—Sí —respondió Oscar con voz queda—. Por supuesto.
—Esto es terrible —intervino Constance, acercándose a su marido y entrelazando su brazo al de él.
Oscar sonrió a su esposa y preguntó:
—¿Cuándo has llegado?
—Hace un par de minutos —respondió ella.
—Cinco a lo sumo —dijo Heron-Allen—. Como bien sabe, Constance y yo hemos almorzado juntos, y me ha pedido amablemente que la acompañara hasta aquí para ver el espectáculo de magia preparado por el señor Byrd. Hemos llegado a las tres.
—La cita era a las tres —dijo Amteim con voz ronca—. Hemos llegado todos a la vez…
—¡Y nos hemos encontrado con esto! —exclamó Alphonse Byrd, cubriéndose el rostro con sus manos todavía temblorosas.
—¿Han venido desde el exterior del edificio? —preguntó Oscar. Las tres figuras que estaban de pie en el salón asintieron con la cabeza.
—Yo estaba en el piso de arriba —susurró Byrd—. Cuando el reloj del vestíbulo ha dado las tres, he bajado y me he encontrado con el horror que tiene usted ante sus ojos…, exactamente como lo ve. La sangre y las plumas en el vestíbulo, el cuerpo de la cotorra en mi escritorio…
—¿Dónde estaba el portero?
—Los dos porteros estaban en la segunda planta, recogiendo los baúles del grupo de señoritas norteamericanas. Tenemos a un grupo de jóvenes señoras procedentes de Nueva Inglaterra que abandonan el hotel esta tarde.
—¿Alguna de ellas ha visto algo?
—No lo sé —respondió Byrd—. Lo dudo. Pasé por el vestíbulo a las tres menos diez y estaba desierto. Todo estaba en su sitio. Cuando volví a bajar a las tres, me encontré con… —Se volvió de espaldas con la cabeza entre las manos.
—Bien —dijo Oscar, encogiéndose de hombros—. Hemos venido a disfrutar de una velada de magia familiar y en vez de eso nos hemos encontrado con el Grand Guignol. Creo que deberíamos respetar el dolor del señor Byrd y posponer hasta otro día el asunto que nos ha traído hoy aquí. —Miró a Constance y a Heron-Allen y les dedicó una sonrisa tranquilizadora—. Me aseguraré de que no haya moros en la costa —añadió, saliendo del salón.
Le esperamos en silencio. Amteim, de pie y de brazos cruzados, mirando sombríamente al pájaro mutilado. Heron-Allen se acercó a Constance y le tocó el brazo. Oscar estuvo de vuelta un minuto después.
—Su admirable personal ha limpiado el grueso de la carnicería, Byrd —se apresuró a decir—. Veo que tiene una petaca en su escritorio. Confío en que esté llena de algún brebaje vigorizante. Le sugiero que tome un trago. Ha sufrido una conmoción. Usted y todos. —Señaló con la cabeza a Victor Amteim—. Si nos excusa, nos retiraremos. —Ofreció el brazo a Constance y la condujo, junto con Heron-Allen y conmigo, fuera de la oficina. Al llegar a la puerta, se detuvo, se volvió y miró por última vez a la cotorra muerta que yacía sobre el escritorio—. Pobre Capitán Flint —dijo.
Cuando se volvió de nuevo hacia la puerta, dispuesto ya a salir, Victor Amteim le preguntó:
—Señor Wilde, ¿qué nos aconseja? ¿Deberíamos informar del incidente a la policía?
Byrd alzó la cabeza y se apresuró a decir:
—¡No! No… Sería perjudicial para el negocio.
—Estoy de acuerdo —dijo Oscar—. No hay necesidad de molestar a la policía. ¿Qué podrían hacer?
Salimos a la calle y nos habíamos alejado ya unos metros del hotel, caminando hacia el sur por Sloane Street en dirección a Sloane Square, cuando Oscar rodeó a Constance por el hombro y dijo:
—Has sufrido una experiencia terriblemente desagradable, querida. Lo siento.
—Ha sido horrible, ¿verdad? —dijo ella—. ¿Quién puede haber hecho algo así? ¿Y por qué?
—Comprender la crueldad es casi tan difícil como comprender el amor —respondió él, deteniéndose en plena calle, inclinándose hacia ella y besándola tiernamente en la frente—. ¿Qué hora es, Robert? —me preguntó.
Miré mi reloj.
—Las tres y media.
Oscar se volvió hacia Heron-Allen.
—¿Podría hacerme un favor, Edward? ¿Acompañaría a mi esposa a Tite Street y se quedaría con ella mientras la señora Ryan les sirve una taza de té y el reconfortante consuelo de unos bollos?
—Hace demasiado calor para comer bollos, Oscar —protestó Constance.
—La aliteración no sabe de estaciones, querida.
Ella se rió mientras Heron-Allen se acercaba a ella con la masculina actitud de un caballero de buena cuna, hacía repicar sus talones y decía:
—Será un placer acompañar a casa a la señora Wilde y un honor tomar el té con ella. Le prometo que no hablaremos del desagradable incidente ocurrido durante la última hora.
—Bien —dijo Oscar—. Gracias. —Miró a su esposa y volvió a besarla en la frente—. Hasta luego, Constance. Estás en buenas manos. Intentaré no llegar muy tarde esta noche.
Nos quedamos mirando en silencio cómo se alejaban. Creí que se volverían a saludarnos con la mano, pero no fue así. Vi, en cambio, a Heron-Allen ofrecer su brazo a Constance y, cuando ella lo aceptó, sentí una absurda punzada de celos. En cuanto estuve seguro de que no podían oírnos, le dije a Oscar:
—¿No deberías pasar la tarde con tu esposa?
—¿Te parece que Heron-Allen no es digno de confianza? —preguntó él, aparentemente confuso—. Es abogado. Sí, ya sé que eso debería preocuparme. Y también es un hombre apuesto.
—No me refería a eso —dije, aturullado y consciente de mi actitud intimidatoria.
—Entonces, ¿a qué te referías? —inquirió.
—Me refiero a que no le has hablado del juego al que jugamos el domingo por la noche.
—Así es.
—No sabe que fue nombrada como potencial víctima de asesinato.
—Por supuesto que no.
—Puede que esté en peligro, Oscar. Tu esposa está en la lista de los elegidos como víctimas potenciales de asesinato, ¡y tú te vas de nuevo al teatro con lord Alfred Douglas!
—No hace falta que me recuerdes la existencia de la lista, Robert. La llevo conmigo —dijo, sacando de pronto una hoja de papel del bolsillo de la chaqueta y agitándola ante mí—. Conozco bien la lista y veo perfectamente que el nombre de Constance es el que aparece en último lugar… ¡Justo después del mío! ¡Y del de Eros y del Tiempo, el Viejo Escultor! No te obsesiones en exceso con la lista, Robert. El juego del domingo no era más que eso: un juego.
—¿Ah, sí? —pregunté duramente—. En los tres días que han pasado desde el supuesto juego, los tres primeros nombres de la lista de «víctimas» han muerto. ¿Te sigue pareciendo «sólo un juego»?
—¿Cuál es el siguiente de la lista? —preguntó Oscar, desplegando la hoja de papel.
—Sherlock Holmes, creo.
—Efectivamente —dijo, estudiando el papel. Justo en ese instante, el botones del Hotel Cadogan llegó corriendo por la acera hasta nosotros. Oscar sonrió—. ¿Y bien, Nat? —preguntó—. ¿Cuál es la respuesta?
—Es «Sí», señor Wilde…, en todos y cada uno de sus detalles.
—Excelente —dijo mi amigo—. Gracias. —Le dio al muchacho una moneda de seis peniques—. Gástatelos de inmediato, Nat —añadió—. Es la única forma. —El chico se rió y, tras guardarse la moneda en el bolsillo, volvió corriendo al hotel.
Oscar se volvió hacia mí con una expresión de silenciosa satisfacción en el rostro.
—Muy bien —anunció—. Conan Doyle se encontrará con nosotros por la mañana, Robert. Ha aceptado mi invitación a desayunar a las nueve en el Hotel Langham. Le veremos entonces; eso, suponiendo que sobreviva a esta noche.
Las «víctimas de asesinato» en el orden en que fueron extraídos los nombres de la bolsa durante la cena celebrada en el Club Sócrates el domingo, 1 de mayo de 1892: