6.

Jugando con fuego

En cuanto nos instalamos de nuevo en el landó e iniciamos el trayecto de regreso a casa de Oscar en Tite Street, Conan Doyle empezó a tironearse de su poblado mostacho de morsa y dijo caviloso:

—No sé qué pensar de Daubeney, ¿y ustedes?

—¿Dónde le conociste, Robert? —preguntó Oscar.

—En la librería francesa —respondí—. En Beak Street.

—Vaya —dijo bruscamente Conan Doyle.

Oscar se rió.

—Es usted un escocés con alma de inglés, Arthur. Cualquier cosa remotamente afrancesada levanta sus sospechas.

Conan Doyle sonrió.

Touché! —dijo.

—¿Qué estaba comprando? —preguntó Oscar.

—Sólo miraba —respondí—. Entablamos conversación. No sabría decir por qué, pero reconozco que me sorprendió ver a un clérigo en una librería francesa.

—¿Fue él quien inició la conversación? —preguntó Oscar.

Lo pensé durante un instante.

—Sí —dije—. Creo que así fue. Me pareció un hombre simpático, aunque solitario.

—Ciertamente —dijo mi amigo—. Es un hombre triste y nervioso. Y, al parecer, notablemente distraído. Anoche me di cuenta de que los gemelos de su camisa eran distintos.

—¿En serio? —exclamó Conan Doyle—. Me sorprende no haber reparado en ello cuando le he limpiado las manos esta mañana.

—Esta mañana no llevaba los gemelos —dijo Oscar.

El landó dejó Cheyne Walk y giró por Royal Hospital Road. Cuando pasamos por delante del viejo Apothecaries’s Garden, dejándolo a nuestra derecha, Oscar comentó:

—¿Alguno de ustedes conoce este magnífico jardín? Contiene plantas y hierbas que pueden curar cualquier enfermedad conocida por el hombre.

Esta vez fue el doctor Doyle quien se rió.

—¿Cualquiera?

—Eso es lo que me dijo un boticario. O, para ser más exactos, es lo que le dijo un boticario a Edward Heron-Allen, que a su vez se lo dijo a Constance, que a su vez me lo dijo a mí. De vez en cuando Heron-Allen y mi esposa dan un paseo por el jardín en invierno.

—¿Y eso le parece prudente? —preguntó el doctor—. ¿Y seguro?

—Llevan chanclos —respondió Oscar con una amplia sonrisa.

—Sabe perfectamente a lo que me refiero —protestó Doyle, un poco sonrojado y cambiando incómodamente el peso de su cuerpo de una nalga a la otra—. Usted mismo me dijo que ese hombre está enamorado de su esposa y, como él mismo reconoció ante mí durante la cena del domingo por la noche, tiene algunos intereses ciertamente peculiares…

—Es una autoridad mundial en espárragos —intervino alegremente Oscar—. En lo que concierne a Edward Heron-Allen y a mí, lo que nos une es la admiración que ambos compartimos por mi esposa. En lo que concierne a Edward y a Constance, lo que les une es el amor que ambos comparten por la botánica.

Intervine para cambiar de tema. Me incomodaba oír hablar a mi amigo de su mujer en tono burlón.

—Dime, Oscar: ¿por qué, precisamente ahora, te has mostrado tan interesado por los ojos de la difunta? —pregunté, inclinándome hacia delante y dándole una palmada en la rodilla.

—Porque algo de lo que dijo George Daubeney me dejó preocupado —respondió—. Eso es todo. Esta mañana, cuando, en Tite Street, tu camarade de librairie, el honorable reverendo, nos describió por primera vez cómo había visto el cuerpo de Elizabeth Scott-Rivers por la ventana del veintisiete de Cheyne Walk, nos dijo que el rostro de su exprometida estaba «abrasado»…

—Lo recuerdo, sí —dije.

—Y, sin embargo, más tarde —prosiguió—, cuando estábamos en Cheyne Walk y el inspector Gilmour describió la postura del cuerpo de la señorita Scott-Rivers y nos dijo que los ojos de la pobre mujer estaban sin duda cerrados, Daubeney dijo que eso era también lo que él recordaba.

—No creo que la discrepancia tenga ninguna importancia —apuntó Conan Doyle—. El hombre estaba confundido. Acababa de vivir una experiencia traumática.

—Cierto —dijo Oscar—. En cualquier caso, Archy Gilmour parece estar seguro de que no se trata de un acto criminal… y Gilmour es un buen tipo. Un hombre de fiar.

—¿No ha sido él quien ha dicho que una docena de mujeres al año pierden la vida en incendios semejantes?

—Así es —respondió Oscar, sacando del bolsillo uno de sus pañuelos favoritos (uno blanco con borde de color fresa) y sonándose con fuerza la nariz—. Eso es lo que dijo, sí, aunque diría que la cifra puede ser mucho mayor. No sé si sabrán que dos de mis hermanas murieron víctimas de una tragedia semejante.

Conan Doyle se incorporó en su asiento y, ceñudo, dedicó a Oscar una mirada compasiva.

—No lo sabía —dijo.

—No sabía que tuvieras dos hermanas —intervine—. Creía que sólo tenías una.

—Tenía tres hermanas —replicó mi amigo con una gentil sonrisa en los labios mientras miraba por la ventanilla del coche durante un instante, como en un intento por recuperar la imagen de ambas mujeres.

Oscar Wilde era un fabulador…, un irlandés. Podía contar una historia como sólo sabe hacerlo un dublinés. Cuando estaba de humor, y si se sentía con ganas de embarcarse en esa historia, se inventaba un mundo de amigos y de parientes imaginarios a los que describía con tanta convicción —y con tanto detalle— que sólo el biógrafo más diligente y decidido podría haber diferenciado entre los hechos y la fantasía. A menudo, cuando se dejaba llevar por esa suerte de invenciones, encontraba algún puntal con el que ayudarse en su relato. Fue precisamente el pañuelo de bordes color fresa lo que me puso en guardia.

—¿Tres hermanas, Oscar? ¿Es eso cierto? —inquirí.

—Oh, sí —respondió, volviéndose a mirarme—. Ya lo creo. Me has oído hablar a menudo de mí hermana Isola. Murió a la edad de diez años. La quería con locura. Todavía llevo siempre encima un mechón de sus cabellos. Pero tenía también dos hermanas mayores: Emily y Mary Wilde. Mi padre era un hombre liberal en sus favores. Cuando era joven, antes de casarse con mi madre, tuvo tres hijos ilegítimos: un niño y dos niñas. A pesar de que se criaron como los pupilos de mi tío, yo siempre les conocí como hermanos y no como primos. Y les quería.

—¿Y las dos niñas murieron quemadas? —preguntó Conan Doyle con evidente ansiedad.

—Así es —repuso Oscar—. Yo tenía en aquel entonces diecisiete años. Ellas, veintidós y veinticuatro, y eran de una hermosura sin par. Una noche de noviembre asistieron juntas a un baile en County Monaghan y Emily bailó demasiado cerca del fuego. El fuego prendió en su vestido. Mary corrió a salvar a su hermana y las llamas las engulleron a ambas. Mi padre nunca se recuperó de la tragedia. —Esbozó una sonrisa triste y me miró a los ojos—. Supongo que me crees, Robert.

—Así es —respondí.

—Eran encantadoras y preciosas en vida, y la muerte no consiguió separarlas. Precisamente gracias a ellas mantengo una fe ciega en la labor de la Asociación para la Racionalidad en el Vestir y animo a mi amada Constance en los esfuerzos que imprime a su papel en ella.

El landó avanzaba por Tite Street y se detuvo delante del número 16.

—Hablando de ángeles —exclamó Oscar, volviendo a sonarse la nariz—. ¡Miren quién está aquí!

Constance Wilde estaba de pie en la acera junto al coche. Hermosa como un cuadro, llevaba un vestido de verano de color amarillo prímula decorado y bordeado de lazos de color azul celeste. En la cabeza lucía un canotier con una ramita fresca de mirto encajada en la banda. A su modo, el vestido de Constance resultaba tan llamativo como el traje de Oscar. Menos vistoso, sin duda, pero igual de original. Sus pequeños desaparecían en ese instante por la puerta principal de la casa en compañía de Gertrude Simmonds, la institutriz. Oscar murmuró al tiempo que descendíamos del carruaje:

—Ni una palabra de la aventura de esta mañana, caballeros. Ni una palabra.

—Bienvenidos a casa —saludó alegremente Constance, alzando hacia su marido una mirada cariñosa—. Robert, Arthur…, llegan justo a tiempo. Estamos a punto de almorzar.

Arthur protestó diciendo que, desgraciadamente, no podía quedarse.

—South Norwood, mi despacho, mi esposa, mi hija…, ¡todos me requieren! —Declaró que debía recoger su maletín y marcharse de inmediato. En cualquier caso, estaba seguro de que ya se había quedado más tiempo de lo debido.

Oscar insistió al doctor para que se quedara, pero él era un hombre obstinado. Luego se volvió hacia mí.

—No irás a dejarnos tú también, ¿verdad, Robert? —suplicó.

Protesté diciendo que también yo tenía una novela que exigía mi atención, pero no mostré tanta convicción como el doctor y él fue muy insistente. Sentí que mi amigo deseaba que me quedara a almorzar, no tanto porque estuviera ávido de mi compañía, sino porque no quería quedarse a solas con su mujer.

Arthur se marchó a South Norwood y yo me quedé a almorzar. Fue un almuerzo excelente —sopa de berros seguida de rodaballo a la parrilla, tarta fría de manzana y budín de crema— durante el cual Oscar estuvo encantadoramente perfecto. Habló de esto y de lo otro…, con excepción de los acontecimientos de la noche anterior y del drama que había tenido lugar durante la mañana. Como regalo especial, el pequeño Cyril, al que le faltaba un mes para cumplir siete años, tuvo permiso para almorzar con nosotros en el comedor. Cyril era un niño encantador de ojos brillantes y curiosos y modales impecables. No hablaba mucho, pero escuchaba con atención y, cuando se manifestaba, sus contribuciones a la conversación general eran memorables. En un momento dado, se volvió hacia su padre y le preguntó:

—Papá, ¿tú alguna vez sueñas?

—Por supuesto, cariño —respondió Oscar—. El primer deber de cualquier caballero es soñar.

—¿Y qué sueñas? —preguntó Cyril.

—¿Que qué sueño? Oh, sueño con dragones de escamas doradas y plateadas que escupen llamas escarlatas de sus bocas; con águilas de diamantes que pueden ver el mundo entero a la vez; con leones de melenas amarillas y voces como el trueno; con elefantes que cargan pequeñas casas sobre el lomo; con tigres y cebras de pieles de rayas y lunares… —Por fin, su derroche de imágenes pareció haberse agotado y, volviéndose a mirar a su hijo, preguntó—: Pero, dime, Cyril, ¿qué sueñas tú?

—Yo sueño con cerdos —dijo el chiquillo.

Ese día nos reímos mucho durante el almuerzo. Fue un banquete delicioso y feliz. Cuando terminamos de comer, Constance se llevó al niño para que durmiera su siesta de mediodía y Oscar y yo regresamos al Hotel Cadogan dando un lento paseo por Sloane Street.

—¿Por qué volvemos tan pronto a la escena del crimen? —pregunté.

—Todavía no ha habido ningún «crimen» —respondió él con rotundidad—, sino simplemente una desafortunada coincidencia. Volvemos al Cadogan para encontrarnos con Alphonse Byrd. El domingo que viene, en Tite Street, Constance y yo seremos los anfitriones de una nueva velada para recaudar fondos para una obra de caridad y Byrd se ha ofrecido amablemente a proporcionar la diversión al acto, ayudado, creo, por su amigo Amteim.

—Ah, eso explica que les viera en Tite Street la otra tarde. Constance me los presentó, pero no me dijo exactamente por qué estaban allí.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Oscar, parándose en seco—. No recuerdo haber conocido a Amteim hasta anoche.

—Tú no estabas —le expliqué—. Creo que te habías ido al Savoy a tomar el té con Bosie y con su hermano. A veces tengo la sensación de que paso más tiempo en tu casa que tú, amigo mío.

Oscar pasó por alto mi regañina.

—El domingo que viene —dijo, retomando el paso—, el té en Tite Sreet superará, y con mucho, todo lo que mi querido Cesari pueda ofrecer en el Savoy. Deleitaremos a nuestros invitados con vino blanco del Rin y agua mineral, Robert; tés perfumados, cafés helados, sándwiches de pepino, tartaletas de limón, pastel de Madeira y, además, una pequeña sesión de magia. La señora Ryan se encargará de los comestibles y el señor Byrd de la magia. Estás invitado, mon ami, aunque me temo que la entrada te costará una libra.

—Iré —dije, preguntándome al acto cómo iba a conseguir los fondos necesarios para la ocasión—. Es por una causa justa. No tenía ni idea de que hubiera tanto peligro asociado con la ropa femenina.

—No es un acto en beneficio de la Asociación para la Racionalidad en el Vestir, Robert. El domingo solicitamos apoyo para el Club Infantil de Earl’s Court. Quieren un cuadrilátero de boxeo ¡y Bosie me ha pedido que sea yo quien lo pague! Su padre es el presidente del Club Infantil y Bosie, que no quiso asesinar al marqués, está ansioso por congraciarse con él. Y yo hago lo que puedo por ayudarle.

Cuando nos acercamos al Hotel Cadogan, encontramos a un grupo de jóvenes señoras congregadas en el escalón principal.

—¡Qué vanidosas me resultan! —exclamó Oscar entre susurros—. Supongo que son norteamericanas en pleno inicio del Grand Tour. Cuando las norteamericanas salen de su tierra natal, adoptan un aspecto de enfermas crónicas, convencidas de que es una muestra de refinamiento típicamente europeo.

—Estás muy ocurrente, amigo —le susurré justo cuando estábamos a punto de abrirnos paso entre el grupo de pálidas joven citas.

—Y me gustaría pensar que acertado —replicó, tomándome de pronto del codo derecho y alejándome de la entrada del hotel—. ¡Por aquí! —ordenó. Adyacente a los escalones principales del edificio había una puerta estrecha enclavada entre rejas de hierro. Al otro lado, una empinada escalera de piedra bajaba hacia las cocinas del hotel—. ¡Te sigo, Macduff![7] —siseó Oscar—. Así evitaremos a las doncellas yanquis y a la parloteante cotorra.

Para ser un hombre que padecía un sobrepeso más que considerable y que aborrecía toda forma de ejercicio, Oscar Wilde era sorprendentemente ágil. Fui yo quien bajó primero la escalera y él me siguió, no tanto apoyándose en mi hombro para mantener el equilibrio como empujándome en mi descenso. Evidentemente, Byrd nos esperaba ya y, por la ventana del sótano, debía de haber visto nuestros pies en pleno descenso. Cuando llegamos al suelo de la cocina, le encontramos allí. Saludó a Oscar con una elegante inclinación de cabeza, como lo habría hecho un camarero con su príncipe, y dijo:

—Bienvenido, señor Wilde. Está todo a punto.

—Buenos días, Byrd —dijo, y ahuecó curiosamente las aletas de la nariz en respuesta a la inclinación de cabeza del encargado nocturno de hotel.

—¿Es humo lo que huelo? —preguntó.

—Por aquí, caballeros —dijo el hombre.

Olisqueé el aire. Aunque algo pude percibir, opté por guardar silencio.

Byrd nos condujo por la vasta, oscura y desierta cocina del hotel, pasando por un pasillo amplio y de altos techos hasta una cavernosa despensa situada al fondo. Era una habitación desprovista de ventanas y pobremente iluminada con lámparas de aceite. Allí, sentado a la cabecera de un largo y estrecho mesón de madera, estaba Victor Amteim, el boxeador, amigo personal e invitado de Byrd a la velada de la noche anterior. Delante de él, sobre la mesa, tenía un rollo de cuerda, una vela en un candelero y un surtido de botes de mermelada semivacíos de líquidos de varios colores. En la mano, Amteim sostenía una vela que ardía intensamente y cuya llama verde azulada se elevaba varios centímetros en el aire. En cuanto entramos a la habitación, soltó la vela en uno de los botes de mermelada. La llama siseó y chisporroteo hasta extinguirse.

—Ah —dijo Oscar mirando a Byrd—. Esto explica el humo…

Victor Amteim se levantó para saludarnos. El aspecto del hombre nos pilló desprevenidos. Iba completamente desnudo de cintura para arriba y su poderoso pecho lampiño y sus brazos largos y musculosos brillaban embadurnados de aceite. Nos sonrió, inclinó la cabeza como lo había hecho Byrd y dijo con su susurro ronco, rasposo y extraño:

—Buenas tardes, señores.

—Buenas tardes —saludó Oscar, sonriendo a su vez—. Byrd nos había dicho que es usted un caballero a medias. Ahora entiendo que se refería a la mitad superior de su cuerpo.

Amteim soltó una risa incómoda y se volvió a coger la toalla que colgaba del respaldo de su silla.

—No le entiendo —dijo, empezando a limpiarse con la toalla.

—Tiene usted el torso de un caballero —dijo Oscar.

—Lo tomaré como un cumplido. ¿Qué ha querido decir exactamente? —preguntó Amteim.

—Que no lleva tatuajes —respondió Oscar—. Se gana la vida como boxeador de feria. Esperaba que su cuerpo diera testimonio de su profesión, pero no veo en él ninguna cicatriz, marca, ni tampoco tatuajes.

—Es usted muy observador —susurró Amteim, cogiendo una sencilla camisa de algodón y metiéndose los faldones en los pantalones negros de pana—. Tengo algunas cicatrices, pero aquí dentro está demasiado oscuro. No llevo tatuajes porque mi cuerpo es mi herramienta de trabajo. Vivo gracias a él… y hago lo que está en mi mano para lucirlo y sacar de él el mayor beneficio. De ahí que lleve la cabeza, el pecho y los brazos afeitados.

—¿Y de ahí también el aceite? —preguntó Oscar.

—No. El aceite tiene una función distinta.

Mi amigo lo miró fijamente, pero no dijo nada.

—Hemos estado jugando con fuego, señor Wilde —prosiguió el boxeador—, y todo por su honor.

—¿Por mi honor? —preguntó él, arqueando una ceja burlona.

—Hemos estado probando materiales para su merienda benéfica del domingo, señor Wilde. El aceite es una capa que protege mi piel mientras paso por ella una llama encendida. Puede que haga un número de tragafuegos en Tite Street el domingo. Hemos preparado un variado programa que confío merecerá su aprobación. Si es así, lo ensayaremos con la señora Wilde mañana cuando la veamos. Ya hace años que Alphonse y yo no practicamos muchos de estos trucos, pero resulta agradable redescubrir a viejos amigos. Serrar a tu ayudante por la mitad es divertido. También lo es jugar con fuego. Le gusta que le diviertan, ¿no es así, señor Wilde?

—Sobre todo me gusta que me dejen encantado —dijo él.

—Naturalmente —susurró Amteim, sonriente—. Esa es también una de nuestras especialidades. —Mientras hablaba, el rollo de cuerda que tenía encima de la mesa pareció retorcerse y de pronto, inexplicablemente y sin ayuda aparente, un extremo de la cuerda se elevó despacio en el aire como una cobra desde el interior de la cesta de un encantador, alcanzando una altura considerable sobre la mesa. Oscar y yo contemplamos el espectáculo presas del asombro. Amteim dio una palmada y la cuerda cayó de inmediato encima de la mesa—. Alphonse, ¡un refrigerio para nuestros invitados, si es tan amable!

Animados por el brandy y la cerveza, Oscar y yo pasamos dos gratas horas sentados en la despensa del Hotel Cadogan, según palabras textuales de mi amigo: «Totalmente encantados y enormemente divertidos por el repertorio de trucos de los señores Byrd y Amteim». Yo creí entender que Byrd era el mago y Amteim su ayudante. Sin embargo, cuando nos presentaron el programa de «ilusiones de salón» que pensaban presentar en Tite Street el domingo siguiente, quedó más que claro que, aunque Byrd iba a ser el actor principal de la velada, Amteim era la fuerza motriz de la pareja.

A medida que transcurría la tarde, vimos pasar a varios miembros del servicio del hotel junto a la despensa de regreso a sus quehaceres. Cuando apenas habían dado las cinco y media de la tarde, alguien llamó de pronto a la puerta y un joven de mejillas enrojecidas, el rostro cubierto de pecas y gorro de chef asomó la cabeza y dijo:

—Disculpe, señor Byrd, pero necesitamos hacer uso de la despensa.

—Ya casi hemos terminado, Hawkins —respondió él.

—¡Hemos terminado! —declaró Oscar, tendiéndome la mano para que le ayudara a levantarse. Se volvió entonces hacia nuestros anfitriones y les dedicó una luminosa sonrisa—. Gracias por esta tarde memorable, caballeros. Su programa merece mi aprobación… en su totalidad. ¿Y dicen que van a reunirse mañana con mi esposa? Estoy seguro de que estará tan satisfecha como yo con todo lo que incluye su oferta. Y, si la representación hace justicia a su descripción, no me cabe duda de que mis hijos estarán especialmente encantados con la «Ilusión del León Desaparecido», sobre todo si utilizan ustedes para ello al gato bermejo de la señora Ryan. El domingo que viene vamos a pasarlo en grande. Estaremos preparados.

Eran ya las seis, aunque todavía no se había hecho oscuro, cuando salimos a la calle del Hotel Cadogan.

—Esos dos saben bien lo que se llevan entre manos —musitó Oscar al tiempo que miraba a ambos lados de la calle en un intento por encontrar un coche.

—Son una pareja peculiar —dije—. Un dúo estrafalario.

—Sí —concedió él reflexivamente—. Me preguntó cuál puede ser la verdadera razón que les une.

—¿Volvemos a Tite Street dando un paseo? —sugerí—. Nos hará bien un poco de aire.

—Discúlpame —exclamó mi amigo, agitando la mano en dirección al landó que en ese momento se acercaba desde Pont Sreet y dirigiéndose hacia él—. He quedado en encontrarme con Bosie. Vamos al Lyric a ver The Mountebanks,[8] Gilbert sin Sullivan. Supongo que será la historia de siempre, aunque al menos la melodía será distinta. Ve tú a Tite Street, Robert. Cuida de mi querida Constance por mí. Nos veremos mañana para almorzar… en el Club Chelsea Arts a la una. No lo olvides. —Trepó al landó—. Puede que incluso te vea esta noche, amigo. No creo que tarde mucho. Bosie y yo cenaremos algo en Kettner’s y después me iré a casa. ¿Se lo dirás a Constance…? Lo entenderá. Que pases una feliz tarde. Y ahora debo irme. Discúlpame. Au revoir, mon ami! ¡Discúlpame! —Y, agitando la mano desde la ventanilla del coche, y al parecer repentinamente vigorizado, mi amigo desapareció.