5.

Una muerte en Cheyne Walk

—Cálmese, hombre —dijo Conan Doyle.

—¿Es usted el autor? —preguntó Oscar.

George Daubeney entró dando tumbos al perfecto salón de los Wilde y se derrumbó en una chaise-longue. Ocultó el rostro en sus manos ensangrentadas y rompió a sollozar descontroladamente.

—¡Contrólese, señor! —le ordenó Conan Doyle. El buen doctor escocés, que, a pesar de llevarme poco más de dieciocho meses siempre me había parecido mayor que mi padre, salió entonces al vestíbulo, donde el mayordomo de Oscar esperaba presa de la ansiedad—. Un cuenco con agua hirviendo, toallas y jabón, si es tan amable —dijo—. ¿Y podría la señora Ryan preparar un poco de té?

—¿Desea que traiga también el brandy de la cocina, señor? —preguntó el mayordomo por encima del hombro mientras bajaba apresuradamente las escaleras en respuesta a la clara orden de Doyle.

—No, gracias, Arthur. Creo que el alcohol ya ha hecho bastante daño por esta noche. Le agradecería que me subiera mi bolsa cuando vuelva. La he dejado junto al perchero del vestíbulo.

En el soleado salón, Oscar estaba sentado en un sillón delante del miserable Daubeney. Los sollozos del clérigo habían dejado paso a un patético y susurrado lloriqueo.

—¿Ha sido usted el autor? —repitió Oscar—. ¿Ha asesinado usted a la señorita Scott-Rivers?

Daubeney levantó la cabeza de sus manos. Tenía los ojos hinchados e inyectados en sangre, bañados en lágrimas, con el iris de un color amarillo sucio, el color de la paja vieja. Miró a Oscar directamente a la cara, pero no dijo nada.

—Está en estado de shock —dijo Conan Doyle, regresando en ese instante a la habitación.

—Pues no es el único —respondió Oscar con voz queda.

Conan Doyle se puso en cuclillas delante de George Daubeney.

—Vamos a limpiarle, hombre, y luego podrá contarnos lo que ha ocurrido.

El reverendo negó con la cabeza.

—No sé —masculló.

—¿Qué es lo que no sabe? —preguntó Doyle.

—No sé lo que ha ocurrido —dijo Daubeney muy despacio. Parecía sumido en una especie de trance. Apartó los ojos de Arthur y miró a Oscar, implorante—. Ayúdeme —susurró.

—Huelo a humo reciente —dijo Doyle, olisqueando el maltrecho traje del hombre—. Sin duda ha estado en un incendio.

—Está muerta —susurró Daubeney. Su voz apenas resultó audible.

—¿Ha sido usted? —Oscar repitió la pregunta por tercera vez.

—Su rostro había desaparecido, totalmente abrasado. Sus cabellos seguían todavía envueltos en llamas.

Wilde se levantó de la silla y caminó hasta la ventana.

—Tenemos que sacarle de aquí antes de que llegue Constance. —Se volvió hacia mí—. ¿Dónde vive?

—No estoy seguro —respondí.

—Es amigo tuyo, Robert —me soltó sin contemplaciones—. Fuiste tú quien le introdujiste en nuestras vidas.

—Creo que tiene una habitación en Wandsworth —vacilé—. Apenas le conozco, Oscar.

—Perdóname —dijo él enseguida. Eran raras las ocasiones en que daba rienda suelta a su temperamento. Como regla general, mantenía la serenidad incluso en los momentos más delicados—. Ha sido un comentario poco caritativo de mi parte, Robert. E imperdonable. Sé, por lo que tú mismo me dijiste, que su familia le ha desheredado. No te pediré que hagas tú lo mismo.

—Poco es lo que sé de él —protesté.

—Ayúdenme —baló la desventurada criatura acomodada en la chaise-longue.

Arthur y la señora Ryan entraron en ese momento a la sala. El mayordomo, con una toalla sobre el hombro, llevaba una cacerola de agua hirviendo y una barra de jabón de fenol en una mano y la bolsa de Conan Doyle en la otra. El ama de llaves entró con una bandeja llena de tazas y de platos, jarras, una tetera y una cafetera, una lata de galletas y una pequeña botella de coñac.

—Aquí traigo té y café —anunció—, y también un poco de brandy… para uso médico.

—No será necesario —protestó Conan Doyle.

—El brandy es para el señor Wilde —replicó cortante la señora Ryan. Dejó la bandeja encima del magnífico piano del salón—. ¿Desean servirse ustedes mismos, caballeros?

—Naturalmente —dijo Oscar, dedicando una resplandeciente sonrisa a su ama de llaves—. Gracias, señora Ryan. —Ella salió de la estancia con una sonrisa y se despidió de su señor con una pequeña reverencia—. No hay ninguna necesidad de mencionarle a la señora Wilde este contratiempo cuando regrese —añadió—. Mejor no preocuparla, ni a ella ni a los niños.

El mayordomo salió del salón detrás del ama de llaves. Cuando se marchó, pude ver que Oscar inclinaba hacia él la cabeza y juntaba las yemas de los dedos como ofreciéndole a su criado un silencioso salaam. Le ayudé a servir los refrigerios. Él añadió un generoso chorro de coñac a mi café y al suyo y yo le llevé una taza de té a George Daubeney. Conan Doyle había lavado ya las manos y el rostro del hombre y estaba en ese momento aplicando tintura de iodina a la piel desgarrada de las palmas de sus manos, brazos y muñecas. Daubeney se estremeció. Le acerqué la taza de té a los labios y bebió despacio. Al mirar detenidamente al hombre a la cara probablemente por primera vez, me di cuenta de que Conan Doyle había acertado en su diagnostico inicial: Daubeney era un pobre debilucho.

—Cuéntenos lo ocurrido —empezó el doctor—. Tómese su tiempo, pero cuéntenoslo todo. Quizá debamos llamar a la policía.

—La policía debe de haber llegado ya —respondió Daubeney, tomando de mis manos la taza de té y dando cuenta de su contenido en un único y largo sorbo.

—¿Dónde? —preguntó Oscar.

—En el veintisiete de Cheyne Walk. En su casa.

—¿Es de ahí de donde viene? —preguntó Doyle.

—Sí.

Se hizo el silencio.

—¿Y bien? —dijo Oscar.

—¿Qué ha ocurrido? —le increpó Conan Doyle—. ¡Por el amor de Dios, hombre, cuéntenos de una vez por todas lo que ha ocurrido!

Su estallido obtuvo el resultado deseado. Daubeney me devolvió la taza de té y recorrió el salón con los ojos, como si por primera vez tomara conciencia de dónde estaba.

—Cuando anoche les dejé —empezó—, me dirigí a la orilla del río y seguí en dirección a Wandsworth Bridge. Aunque no había luna, hacía una noche preciosa, y cuando llegué a su casa, vi que había luz en la ventana.

—¿La ventana de quién? —preguntó Conan Doyle—. ¿La ventana de la señorita Scott-Rivers?

—Sí —respondió Daubeney—. La ventana de su salón.

—¿Fue hasta allí con la intención de visitarla? —inquirió Oscar.

—No, para nada —protestó. Hasta entonces jamás había alzado tanto la voz. Su repentina vehemencia resultó cuando menos sorprendente.

—Y, sin embargo —insistió Oscar calmadamente—, cuando se marchó del Hotel Cadogan, dijo que tenía un asunto que atender, ¿no es así?

—Estaba bebido —replicó el hombre, clavando la mirada en el suelo.

—Eso no es cierto —dijo Oscar—. Le estuve observando durante la cena, señor Daubeney. Tomó dos copas de vino durante la velada, tres a lo sumo.

—Yo no la he matado, señor Wilde. Créame. Por eso he venido. Necesito que me crea.

—Según nos dijo a todos, su deseo era verla muerta —dijo Oscar.

—Pero no la maté.

—Y, aun así, dice usted que está muerta.

Daubeney se estremeció.

—Quemada viva —dijo cerrando los ojos.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Conan Doyle—. Cálmese, hombre.

Daubeney abrió los ojos y miró directamente al doctor.

—Llegué a la casa. Está a unos cincuenta metros de la orilla del río. Vi luz en su ventana… en la ventana de su salón, situada en la planta baja. Sí, lo reconozco. Durante un rato, a punto estuve de acercarme a la puerta principal y llamar al timbre para que me dejara pasar, pero no lo hice. Les juro, como que hay Dios, que no lo hice.

—¿Qué hizo entonces? —preguntó Oscar.

—Me senté delante de la casa, en un banco de piedra del paseo que da al Támesis. Me senté y recé. Recé por el alma de ella y también por la mía.

—¿Y después?

—Me quedé dormido.

—¿Se quedó dormido? —exclamó Conan Doyle—. ¿Cuánto tiempo?

—No lo sé. Me despertó el chillido de la sirena de un barco de bomberos que se acercaba por el río. Lo oí. Me desperté. Luego vi el humo de la chimenea del barco de bomberos en las sombras, dirigiéndose hacia el embarcadero. Me volví de espaldas y vi la casa… Las llamas lamían la ventana de la señorita Scott-Rivers. El salón estaba ardiendo. Corrí hasta la casa, subí a toda prisa los escalones y golpeé la puerta. Luego salté la reja de hierro. Fue entonces cuando me rompí la chaqueta. Trepé desde la escalera delantera hasta el alféizar de la ventana de la planta baja y golpeé el cristal con los brazos hasta hacerlo trizas. Caí hacia delante y me agarré al borde del marco. Y entonces la vi, tumbada junto a la chimenea con el rostro abrasado y las llamas bailoteando alrededor de su cráneo, quemándole los restos de cabello como en un incendio forestal.

Oscar se había levantado.

—Debemos ir allí ahora mismo.

Conan Doyle seguía agachado junto a Daubeney.

—¿Qué ocurrió después? ¿Entró en el salón?

—Las llamas me hicieron recular —dijo el reverendo, ocultando el rostro tras los dedos como presa de la vergüenza—. Volví a trepar por el alféizar y salté a la acera. Oí entonces a los bomberos junto al embarcadero. Estaban saltando a la orilla. Me asusté y huí. Busqué refugio no muy lejos de allí…, en la iglesia de Todos los Santos. Me oculté en la capilla de santo Tomás Moro. Me agazapé tras el altar y recé por su alma y por la mía. Y creo que me quedé un rato dormido. Cuando se hizo de día y la iglesia empezó a despertar a la vida, salí a hurtadillas y llegué aquí. —Se volvió hacia Oscar—. Necesitaba verle, señor Wilde. Necesitaba que supiera que, a pesar de lo que dije anoche mientras jugábamos a ese juego suyo infernal, no maté a Elizabeth. Le juro por lo más sagrado que no lo hice.

El dramaturgo no dijo nada.

—Señor Daubeney —empezó Conan Doyle, poniéndose de pie—, ahora debe contarle a la policía todo lo que nos ha dicho.

El reverendo dedicó una mirada suplicante a Oscar, que dijo:

—El doctor Doyle tiene razón. No hay tiempo que perder. Cuanto más tarde en contar lo que sabe a las autoridades competentes, más sospechoso resultará su comportamiento.

—Soy inocente —imploró Daubeney, levantándose y mirando alternativamente a Oscar y Conan Doyle, desesperado.

—Lo sé —dije entonces—. Pero siga el consejo de mis amigos, George. Será lo mejor.

—Acaba de llegar el coche —anunció nuestro anfitrión, mirando por la ventana—. Vayamos a Scotland Yard y pasemos de camino por Cheyne Walk.

Conan Doyle lo miró con expresión desconcertada.

—¿Ha llegado ya un coche? —preguntó.

—Sí —fue la respuesta de Oscar—. Un landó…, que es lo que he pedido. —Sonrió y nos acompañó hasta la puerta—. Como diría su Holmes, Arthur: «Tengo mis propios métodos».

A pesar de la densidad del tráfico, el trayecto que comunicaba Tite Street con el paseo del Támesis no llevaba más de un cuarto de hora. Recorrimos la distancia en silencio. George Daubeney y yo íbamos sentados delante de Oscar y de Conan Doyle con las rodillas casi pegadas, aunque cada uno parecía inmerso en sus propias cavilaciones. Arthur miraba concentradamente por la ventanilla del coche como un turista que visita una fascinante ciudad por vez primera. Intuí que el buen doctor deseaba distanciarse del asunto que teníamos entre manos. Oscar, en cambio, parecía absorto en George Daubeney. Le miraba fijamente, estudiando primero su rostro y sus manos, luego sus zapatos y la ropa y volviendo al final la mirada al rostro del reverendo. Daubeney tenía los ojos cerrados y la cabeza gacha, y la piel pálida y reseca como la grava. Apenas le asomaba una sombra de barba. Su nariz era fina y respingona, y aunque de labios prácticamente invisibles, su boca resultaba notable a causa de las perlas de saliva que le perfilaban las comisuras. No era un espectáculo agradable.

Al llegar a nuestro destino, el coche se detuvo junto a un pequeño calesín. Vimos a dos jóvenes bomberos con el rostro sucio apoyados en el coche, fumando sendos cigarrillos y tomando té en tazones de latón.

—Son buenos chicos —dijo Oscar cuando bajábamos del landó.

Nos quedamos durante un instante junto al coche y observamos la escena. Era evidente que la casa, un edificio de ladrillo rojo, alto y hermoso, construido durante el primer año del reinado de la reina Victoria, había sobrevivido al incendio. El daño sufrido por la edificación había quedado concentrado en el salón de la planta baja, situada a la derecha de la puerta principal. Los cristales de las ventanas estaban totalmente destrozados. Los marcos habían sido pasto de las llamas. Incluso desde la calle, pudimos ver que las paredes de la estancia estaban ennegrecidas desde el techo hasta el suelo y que los muebles habían quedado prácticamente destruidos.

—Yo he estado aquí antes —dijo Oscar, alzando los ojos hacia la casa—. Hubo un tiempo en que Bram Stoker vivió aquí.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Conan Doyle.

—Hará diez años, como poco —respondió él—. Esta casa no es ajena a las muertes inesperadas. Bram me contó que en una ocasión rescató a un hombre que se ahogaba en el río, lo trajo a esta casa y lo estiró sobre la mesa del comedor. El pobre hombre no lograba recuperarse y Bram fue a buscar a la policía. Salió de la casa e, instantes más tarde, la señora Stoker, que desconocía por completo el drama que estaba teniendo lugar, entró al comedor con un jarrón de flores recién cortadas que pensaba colocar en el aparador. Imaginarán su consternación cuando encontró el cuerpo de un desconocido muerto sobre la mesa de su comedor.

Conan Doyle miró a George Daubeney.

—¿Cuánto tiempo hacía que vivía aquí la señorita Scott-Rivers? —preguntó.

—Compró la casa hace dos años —dijo el reverendo—. Cuando fallecieron sus padres.

—¿Y quién es su heredero? —preguntó Oscar, guiando a nuestro grupo hacia la casa.

—Durante nuestro compromiso hizo testamento en mi favor, aunque imagino que, dadas las circunstancias, lo habrá cambiado.

Cuando subíamos ya los escalones que llevaban a la puerta principal, encontramos esquirlas de cristales bajo nuestros pies.

—Con cuidado, caballeros —dijo Conan Doyle.

Oscar echó una mirada por encima de la verja de hierro a la zona situada al otro lado.

—Hay cristales por doquier —apuntó.

—Así es —tronó una voz desde la ventana—, aunque no por mucho tiempo. En menos que canta un gallo habremos limpiado todo esto. Ya casi hemos terminado. —El propietario de la voz era un escocés corpulento, pelirrojo y de rostro encendido. Llevaba un abrigo de tweed con el cuello levantado. Debía de rondar los cuarenta y cinco años, aunque parecía mucho más joven. La vida todavía no había sacado lo mejor de él. Tenía unos alegres ojos marrones, una amplia sonrisa y llevaba un lápiz tras la oreja derecha—. ¿Qué le trae por aquí, señor Wilde? —preguntó, arqueando una ceja y ladeando la cabeza.

—¡Por todos los santos! —exclamó Oscar—. ¡Si es el inspector Archy Gilmour!

El inspector de policía y Oscar eran viejos conocidos. Para entonces, Gilmour era detective superior del Departamento de Investigaciones Criminales de la Policía Metropolitana. Su camino y el del dramaturgo se habían cruzado en varias ocasiones anteriormente. Gilmour y yo también nos conocíamos, aunque él no parecía acordarse de mí. Inevitablemente, se acordaba de Conan Doyle y, cuando nos abrió la puerta del número 27 de Cheyne Walk, fue la mano del doctor la que estrechó en primer lugar.

—Acabo de leer La liga de los pelirrojos, doctor Doyle. Es su obra maestra. No alcanzo a imaginar de dónde saca usted sus ideas. —Alzó la mirada hacia el límpido cielo azul, entrecerró los ojos y olisqueó el aire—. Hace una mañana fresca y radiante, ideal para dar un paseo por el río, caballeros, estoy de acuerdo. Aun así, me pregunto qué puede traerles a esta puerta en particular. ¿Por casualidad no habrá sido idea suya, señor Wilde?

Oscar sonrió. Aunque mantenía el principio de que los pelirrojos mayores de cuarenta años no eran de fiar, había decidido que Archy Gilmour era la excepción que confirmaba la regla.

—Hemos venido acompañando a este caballero —respondió—. El reverendo George Daubeney.

—Ah —dijo Gilmour, estrechándole la mano—, el que fuera el prometido de la señorita Scott-Rivers. Leí lo que se publicó del caso. —Se observó cierto cambio en sus modales. Guardó silencio e inspiró hondo—. Me temo que tengo malas noticias… —empezó.

—Lo sabemos —le interrumpió Oscar—. La señorita Scott-Davis ha muerto. Por eso hemos venido. El señor Daubeney estaba fuera de la casa cuando se inició el incendio.

—¡Ah! —exclamó Gilmour—. ¡De modo que éste es nuestro testigo desaparecido! Los bomberos le vieron bajar desde el antepecho de la ventana cuando llegaban a la orilla. —Miró a Daubeney—. Me alegro de que haya vuelto, señor. Tendremos que tomarle declaración.

—Lo entiendo —dijo él, bajando la mirada.

—Está asustado —explicó Oscar—. Son circunstancias harto delicadas.

—Cierto —dijo Gilmour, sin apartar los ojos de Daubeney—. Si mal no recuerdo, la señorita Scott-Rivers le denunció con éxito por haber roto su compromiso con ella y percibió por ello una sustanciosa cantidad en concepto de daños y perjuicios.

—Todo lo que poseo —respondió Daubeney con voz queda—. La amé en su momento, y mucho. Luego llegué a odiarla. Pero por nada del mundo habría deseado que su vida terminara como lo ha hecho. —Alzó la cabeza y se estremeció al volver la mirada hacia las ventanas chamuscadas.

—Por supuesto que no —dijo Gilmour—. Ha sido una muerte espantosa. Un terrible accidente.

—¿Cree usted que se trata de un accidente? —preguntó suavemente Oscar.

—Poca duda hay de ello, señor Wilde —fue la respuesta de Gilmour—. Estaba sola en casa. Era domingo por la noche y los dos criados habían salido. La puerta principal estaba cerrada con llave y perfectamente bloqueada con pestillo desde el interior. Lo mismo puede decirse de la puerta que da al jardín, situada en la parte trasera, y de la puerta del sótano que hay al pie de los escalones principales. La señorita Scott-Rivers se había encerrado para pasar la noche. Y entonces, trágicamente, antes de acostarse, se acercó demasiado al fuego que ardía en el salón… Su vestido prendió y las llamas la engulleron. Ocurre muy a menudo. El año pasado, en Londres, murieron así una docena de mujeres.

—Le creo —dijo Oscar—. ¿Nos permitiría visitar la escena del desastre? —preguntó.

—No hay nada que ver —dijo Gilmour—. La habitación está totalmente abrasada. Miren. —Dirigió nuestras miradas por la ventana delantera al interior del salón. El humo había ennegrecido las paredes. Lo que en su momento habían sido muebles había quedado reducido a un reguero de humeantes cenizas negras—. Fue un milagro que la brigada de bomberos llegara cuando lo hizo. De lo contrario, la conflagración podría haberse extendido al resto de la casa.

—¿Sabemos quién dio la alarma? —preguntó Conan Doyle.

—Nadie —respondió Gilmour—. Por pura casualidad, uno de los barcos de bomberos de la ciudad regresaba en ese momento a Southwark Bridge después de haber patrullado durante toda la noche y el capitán vio las llamas en la ventana y se acercó a la orilla.

—¿Dónde encontraron el cuerpo? —preguntó Oscar, sujetándose a la verja y poniéndose de puntillas tratando de gozar de una mejor perspectiva del salón.

—Justo delante de la chimenea —dijo Gilmour—, en el hogar.

—¿Y dónde está ahora? —preguntó Conan Doyle.

—De camino a la morgue de Millbank.

—¿Estaba la pobre mujer boca abajo o boca arriba? —inquirió Oscar, todavía intentando conseguir una perspectiva más completa del salón.

—Boca arriba —respondió el inspector—. Tenía la cabeza y el cuello apoyados sobre el guardafuego.

—¿Tenía los ojos abiertos o cerrados? —preguntó Oscar.

—Cerrados.

El escritor dio un paso atrás y soltó la verja. Se volvió entonces a mirar a George Daubeney.

—¿Coincide eso con lo que usted recuerda, George?

—Sí —respondió despacio Daubeney—, en todos sus detalles. El infierno es un lugar lleno de fuego, y esto era un infierno. Por eso huí. —Volvió a bajar los ojos—. Me avergüenzo de mi conducta. No me comporté como corresponde a un caballero.

—Bueno —dijo Gilmour con tono cordial—, lo que importa es que esté dispuesto a prestar declaración ahora. Lo haremos en Scotland Yard, si no le importa. El sargento Rossiter le acompañará. —Señaló al agente uniformado que en ese preciso instante salía de un coche de policía aparcado junto al carruaje de Oscar—. No le entretendremos mucho tiempo.

—Ni nosotros a usted, inspector —fue la respuesta de Oscar, al tiempo que estrechaba su mano—. Ha sido un placer volverle a ver, incluso a pesar de lo desafortunado de las circunstancias.

Todos nos estrechamos la mano y bajamos la escalera principal en dirección a los carruajes, que esperaban junto a la acera. Cuando Daubeney se separó de nuestro grupo para reunirse con el sargento junto al coche de policía, nos lanzó una mirada suplicante y, secándose el sudor de los labios con el índice y con el pulgar, murmuró:

—Les ruego que acepten mis disculpas por haberles implicado en este asunto, caballeros. Lo lamento enormemente.

—Le veremos pronto, George —dije—. Cuídese.

Conan Doyle asintió hacia él con la cabeza y masculló un conciso:

—Buenos días, señor.

Oscar se limitó a levantar la mano y a despedirse con ella del desafortunado clérigo.

Daubeney subió al coche de policía en compañía del sargento Rossiter. El inspector Gilmour cruzó la acera en dirección a nuestro coche de alquiler y observó cómo subíamos al vehículo.

Cuando se metía en el coche, Oscar se detuvo, se volvió hacia Gilmour y le dijo:

—Inspector, dice usted que tenía los ojos cerrados… ¿Está completamente seguro de eso?

—No tengo ninguna duda al respecto, señor Wilde —le respondió Gilmour—. Tenemos una fotografía.