Vivimos y aprendemos
Fue el joven Willie Hornung quien llenó el silencio que había caído a plomo sobre el comedor privado del Hotel Cadogan.
—¿Quién iba a desear asesinar a la señora Wilde? —preguntó.
—Nadie en su sano juicio —respondió Bram Stoker—, ni siquiera en broma. —El irlandés apagó el cigarro en un plato de postre y retiró la silla de la mesa. Luego se levantó y recorrió el comedor con los ojos mientras se rascaba la barba—. El juego se ha agriado —dijo.
—Estoy de acuerdo —concedió Conan Doyle. Nos miró severamente uno a uno—. No sé ustedes, caballeros, pero yo me retiro.
Todos empezaron a moverse.
—¡No caballeros, no! —protestó el dramaturgo—. Debemos llegar al fondo de esto.
—Esta noche no, Oscar —dijo firmemente Stoker.
—Insisto —dijo él—. Soy el presidente del club.
—Pero yo soy el animal más viejo —gruñó Stoker—, y ya he tenido demasiados sobresaltos por esta noche. El señor Irving se embarcará en El rey Lear por la mañana. Es el primer día de ensayos. Aunque Lear no pueda fiarse de sus hijas, al Jefe sí le gusta pensar que puede confiar en mí. Es tarde, Oscar, y, diga usted lo que diga, yo me voy a dormir.
—Nos vamos todos —canturreó Wat Sickert desde el extremo más alejado de la mesa. También él se había levantado—. La medianoche ha sonado con lengua de hierro[5] —añadió con suavidad. Luego se inclinó sobre la mesa, se lamió la palma de la mano izquierda y la ahuecó para utilizarla como matacandelas y apagar con ella las velas semiextinguidas colocadas en círculo alrededor de lo que en su día había sido el epergne favorito de Lillie Langtry. El salón quedó sumido en una penumbra sepulcral. La única fuente de luz era un par de lamparillas de aceite colocadas encima de la chimenea—. Ya es casi la hora en que salen las hadas[6] —dijo antes de volverse hacia Bradford Pearse—. Vamos, Brad, puede ser mi invitado un rato más y pasar la noche en mi casa. Me ocuparé de que no muera asesinado mientras duerme.
Pearse se rió. Me pareció ver que sudaba. Tenía un gran pañuelo blanco en la mano y lo empleó para secarse el sudor del rostro, el cuello y la frente.
—Cuando quiera —dijo.
Sickert se inclinó sobre su amigo para estrechar la mano de Bram Stoker.
—Buenas noches, Bram —se despidió cálidamente—. Exprésele mis respetos a Irving.
—Así lo haré.
—Y si algún día necesita un retrato…
—Sabemos dónde encontrarle, Wat —respondió Stoker en un alarde de genialidad. Volvió la mirada hacia el otro lado de la mesa envuelta en penumbra donde estaba Conan Doyle, que en ese momento ayudaba a Oscar a levantarse—. Buenas noches, Arthur. Denos de una a tres semanas para sacar adelante a nuestro Lear (el Jefe se ha cargado con una rolliza Cordelia y con un problemático Bufón) y le conseguiré una hora de entrevista con él para que pueda hablarle en profundidad de su obra. Creo que podrá convencerle…
—Pero ¿es que Arthur se dedica ahora a escribir teatro? —masculló Oscar con un gruñido burlón—. Quizá debería plantearme abrir una consulta médica.
—Buenas noches, señor presidente —dijo Stoker—. Ha sido una noche agitada aunque memorable. Gracias. Y gracias, Byrd, por el banquete. Hemos cenado como unos príncipes, como siempre. Buenas noches a todos. Vamos, Brookfield…, compartiremos coche.
Charles Brookfield, con su apuesto y alargado rostro encendido a causa del vino, estaba ya en la puerta. Se mantenía extrañamente erguido. Lo cierto es que estaba muy beodo.
—Buenas noches, caballeros —gritó al salón—. Mi obra se titula El poeta y las marionetas. Se estrena el diecinueve de este mes. Espero que me honren con su presencia.
Mientras Stoker tomaba a Brookfield del brazo y le acompañaba fuera de la estancia, Oscar sacudía la cabeza y murmuraba:
—La ambición es el último refugio del fracaso.
—Buenas noches, Oscar —dijo lord Drumlanrig—. Gracias por su hospitalidad.
—Bonne nuit, mon cher —gritó Bosie al presidente del Club Sócrates, tirando de su hermano hacia la puerta.
—Buenas noches, caballeros —se despidió Oscar—. ¿Te veré mañana, Bosie?
—Siempre que lo permitan los asesinos —respondió su joven amigo con una risotada, dedicando al salón un juguetón gesto de despedida con la mano.
Oscar vio marchar a los hermanos Douglas.
—Bosie es deliciosamente divertido, ¿verdad? —preguntó, dirigiéndose a nadie en particular.
Los miembros del grupo que todavía seguían en el salón intercambiaban despedidas y se dirigían ya hacia la puerta. Amteim ayudaba a Byrd a retirar las licoreras y las botellas de vino vacías de la mesa, dejándolas en una gran bandeja situada en un aparador. Willie Hornung le decía a Conan Doyle que había disfrutado de una «noche inolvidable», «fantástica», «una de las mejores que he vivido». Según pude observar, Edward Heron-Allen ya había desaparecido, al parecer desapercibido. Me volví a despedirme del honorable reverendo George Daubeney y le encontré sentado e inmóvil, apartado del grupo. El pobre hombre —¡mi invitado especial!— estaba derrumbado en su silla, con una mirada vacía y perdida a media distancia.
—Vamos, George —le apremié—. Tomaremos un coche.
Daubeney giró despacio hacia mí su agotado rostro marcado por la viruela y, no sin esfuerzo, retiró su silla de la mesa. Cuando intentó ponerse de pie, tan sólo llegó a tambalearse hacia delante y a caer de rodillas, abrazándose a mis rodillas y pidiendo ayuda.
—Perdóneme, Robert —masculló. Volvió a apoyar la mano en el borde de la mesa mientras yo le ayudaba a levantarse—. He bebido demasiado —balbuceó.
—Aunque sólo del pozo del infortunio —dijo Oscar, que seguía de pie en la cabecera de la mesa, todavía con su copa vacía de brandy en la mano.
—¿Desea el señor una cama en el hotel? —preguntó Byrd—. Podemos encontrarle una habitación.
Daubeney alzó la mirada hacia el encargado nocturno y le dedicó una sombría sonrisa.
—Gracias —dijo—. Es usted muy amable, pero tengo asuntos que atender. Debo irme.
—¿Está seguro, George? —pregunté.
—Puedo volver andando a casa —respondió—. No está lejos de aquí. Me hará bien un poco de aire fresco.
Luego me estrechó la mano y, tras despedirse de Oscar y de los demás con una inclinación de cabeza, se marchó.
—Qué criatura más desafortunada —apuntó Wilde—. Hay algo infinitamente patético en las tragedias de los demás.
Entregó a Alphonse Byrd su copa de brandy vacía.
—Gracias, amigo mío —dijo con una sonrisa cohibida. Miró a Victor Amteim, el socio de Byrd, y asintió con la cabeza en dirección al calvo boxeador—. Ha sido un placer conocerle, señor. Me pregunto por qué cuatro de los comensales sentados esta noche a la mesa le han elegido su víctima de asesinato.
—Soy boxeador profesional e hijo de lacayo —contestó él con su voz curiosamente ronca—. No tenía derecho a estar aquí. Este no es sitio para mí.
—Qué duda hay de que viste usted demasiado elegante para pasar por un caballero inglés —dijo Oscar con una sonrisa.
—¿Eso cree? —susurró Amteim.
—Por supuesto. Lleva los zapatos demasiado lustrosos. Aunque probablemente haya sido el clavel verde que luce en el ojal lo que haya sellado su destino. Goza usted de fuerza física, belleza personal, una historia interesante y un gusto exquisito, señor Amteim. No es de extrañar que provoque el inmediato desagrado en los demás.
El boxeador se rió.
—Buenas noches, señor —dijo Oscar—. Confío en que volvamos a vernos. Quizás algún día tenga el placer de verle pelear. —Le estrechó la mano y durante un instante no la soltó—. ¿En qué feria se le puede encontrar estos días?
—Estaré todo el verano en el Circo Astley —respondió cordialmente el boxeador, mirando a Oscar a los ojos—. Hay un combate el lunes que quizá pueda gustarle, señor Wilde. Le enviaré entradas.
—Gracias. Muchas gracias. Me encantaría. —Se dirigió entonces al secretario del club—: Nos gusta su amigo, Byrd. Bien hecho. Buenas noches. —Se volvió entonces hacia el resto de nosotros—: Arthur, Willie, Robert, vamos. Expongámonos a la amenaza de esa espantosa cotorra y tomemos un coche.
De hecho, la cotorra estaba en silencio cuando cruzamos el vestíbulo principal del Hotel Cadogan, para entonces sumido en la oscuridad. La jaula había sido cubierta por un enorme chal bordado. También estuvimos de suerte al pisar la calle. Dos coches vacíos esperaban en la parada de la esquina de Sloane y Knightsbridge.
—El señor Sickert es un personaje fascinante —empezó entusiasmado Willie Hornung—. Esta noche me ha dicho que «Knightsbridge» es la única palabra en inglés que tiene seis consonantes seguidas.
Conan Doyle se rió entre dientes.
—Vaya, jamás… Vivir para ver.
—Para luego morir y olvidarlo todo, naturalmente —añadió Oscar con voz queda.
Acompañamos al joven Hornung al primer coche y nos despedimos de él, viéndole alejarse en dirección a las habitaciones que ocupaba en Bayswater. Al partir, nos miró desde el cupé y gritó alegremente:
—No olvidaré esta noche. ¡Muchas gracias!
—Qué joven más encantador —dijo Oscar mientras el coche de Willie Hornung desaparecía en la oscuridad—. El secreto de permanecer joven es no tener jamás ninguna emoción que resulte inapropiada. Tengo la sensación de que nuestro Willie no dejará jamás de ser un niño.
—Es un buen chico —dijo Conan Doyle.
—Tiene un buen amigo —comentó Oscar poniendo la mano sobre el hombro de Arthur—. Pasará la noche en Tite Street, ¿verdad? Es demasiado tarde para peregrinar hasta Norwood.
Los tres subimos al segundo coche y, mientras ocupaba su asiento, Oscar agitó ligeramente sus guantes sobre las rodillas de Doyle y dijo:
—Odio tener que admitirlo, mi querido doctor, pero tenía usted razón: el juego ha sido un error. Había desconocidos entre nosotros…
—Y se ha bebido vino —añadió Conan Doyle—. Quizá demasiado.
—Cierto —concedió el dramaturgo con una sonrisa de arrepentimiento—. Aunque lo que decimos cuando estamos bebidos es lo que pensamos cuando estamos sobrios. ¿De verdad era «Señora de Oscar Wilde» el nombre que aparecía en ese último papel?
—Eso me temo —respondió Doyle—. Naturalmente, pretendía ser una broma, aunque de muy mal gusto.
—¿Y no puede haber sido un simple error de escritura? —sugerí.
—Supongo que sí —concedió el doctor.
—No creo que debamos mencionárselo a Constance, ¿no le parece? —dijo Oscar.
—Creo que todos deberíamos olvidarlo —nos apremió rotundamente Conan Doyle—. A fin de cuentas, no era más que un juego.
Cuando llegamos a Tite Street, la casa estaba a oscuras. La calle también. Era la una. La familia dormía y el servicio —sus tres miembros: Arthur, el leal mayordomo de Oscar; la señora Ryan, la cocinera, y Gertrude Simmonds, la devota institutriz de los niños— se habían retirado ya. Arthur había dejado la lámpara de gas del vestíbulo encendida ardiendo a baja intensidad y unas velas preparadas con las que poder iluminarnos hasta nuestras camas.
—Dormirás en el estudio, Robert. En el diván —dijo Oscar—, como corresponde a un hombre casado que está al borde del divorcio. Usted dormirá en la habitación de invitados, Arthur, en la segunda mejor cama de la casa. Ni que decir tiene que voy a dejársela a Constance en herencia. Buenas noches, caballeros. Que duerman bien. No den muchas vueltas a lo ocurrido esta noche. Lo pasado, pasado. Como bien dice Arthur, al fin y al cabo no era más que un juego.
Dormí profundamente. Por absurdo que parezca, me abandoné al sueño albergando pensamientos poco confesables sobre Constance Wilde. Mi matrimonio con Marthe se había transformado en una situación muerta y triste —tanto que ni siquiera me veía con ánimos de iniciar los trámites del divorcio— y mis flirteos con Kaitlyn y con Aniela, en su día tan excitantes, habían tocado a su fin. Tenía treinta y un años y estaba deseoso de vivir el amor. Aunque pensar en Constance en términos de romance era sin duda una ridiculez —ella era cuatro años mayor que yo y sólo tenía ojos para Oscar—, imaginarme en sus brazos, aunque fuera en sueños, resultaba una experiencia tremendamente deliciosa.
No me desperté hasta las diez de la mañana. Encontré a Oscar y a Arthur ya desayunados, vestidos y afeitados, sentados en el salón blanco de los Wilde leyendo los periódicos de la mañana. En cuanto entre al soleado salón, Oscar suspiró desde detrás de su ejemplar del Morning Post.
—Díganme —jadeó fatigosamente—: ¿Por qué, oh, por qué me empeño en seguir leyendo estas cosas? Los periódicos de hoy en día relatan con degradante avidez los pecados de los ciudadanos de segunda, y con la diligencia de los analfabetos nos ofrecen precisos y prosaicos detalles de las actividades de personas que carecen en absoluto de interés. Tengo que dejar de leerlos.
—Buenos días, Robert —saludó amigablemente Conan Doyle, mirándome por encima de su ejemplar de The Times.
Oscar dejó su periódico a un lado.
—Necesito un pasatiempo —declaró—. Debería dedicarme a la escultura como nuestro querido Arthur. Buenos días, Robert. ¿Has dormido bien?
—Buenos días, Oscar. Sí, gracias. Estupendamente.
—Espero que hayas soñado a gusto. Sé muy bien que soñar es tu pasatiempo favorito.
Me reí y recorrí la estancia con los ojos con la esperanza de poder encontrar una cafetera a la vista.
—¿Está Constance en casa? —pregunté.
—Gertrude Simmonds y ella han llevado a los niños a los Jardines de Kensington. Se han ido a dar de comer a los patos. Al parecer, todo el mundo, excepto yo, tiene un pasatiempo útil.
—Si me lo permites, iré a buscar un poco de café —dije.
—Por supuesto —respondió Oscar—. La señora Ryan te hervirá también un huevo. Y estoy seguro de que Constance no tardará en volver. Pero recuerda, Robert, cuando la veas, ni una palabra sobre anoche, te lo ruego. Aunque no fue más que un juego, mi querida esposa es una criatura sensible y no quisiera por nada del mundo preocuparla.
—Lo sé —dije—. No diré una sola palabra. Pero no dejo de preguntarme a cuál de los miembros de nuestro variopinto grupo pudo ocurrírsele nombrar a Constance, aunque todo no fuera más que un juego.
—Deje de darle vueltas —intervino Conan Doyle—. Olvide todo lo que tenga que ver con ello.
—Así lo haré —respondí—. A decir verdad, ya lo he hecho.
—Bien —dijo Oscar, volviéndose a mirar a la ventana—. Hace un día espléndido, ¿no les parece?
Mientras hablaba y el doctor y yo seguíamos su mirada hacia el marco de la ventana, los tres nos vimos violentamente sobresaltados por el repentino pum-pum-pum de lo que parecieron unos disparos de pistola.
—¡Santo Dios! —exclamó Conan Doyle, poniéndose en pie al instante—. ¿Qué ha sido eso?
El triple estallido sonó de nuevo, esta vez más alto que el anterior.
—Es alguien que está en la puerta —dijo Oscar, levantándose y acercándose con suma cautela a la ventana. El furioso pum-pum-pum continuó—. Algún lunático que se ha puesto hecho una fiera con el aldabón de la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Conan Doyle, reuniéndose con Oscar junto a la ventana y mirando a la calle.
—No sabría decirle —respondió él. Los golpes habían cesado—. O se ha ido o Arthur le ha hecho pasar.
Acto seguido tuvo lugar una repentina conmoción en el vestíbulo de la planta baja: el sonido de dos hombres discutiendo. Hasta nosotros llegó el ruido de una momentánea refriega, seguido del feroz repicar de pasos en las escaleras y luego, de pronto, en la puerta del salón, apareció ante nuestros ojos, con un manchado y maltrecho traje de noche, el honorable reverendo George Daubeney arrastrando los pies. Tenía las manos cubiertas de sangre.
—La señorita Elizabeth Scott-Rivers… —sollozó—. La mujer a la que anoche confesé que deseaba asesinar… ¡Está muerta! Ha sido quemada viva.