El juego
La cena de Byrd resultó ejemplar. Tomé buena nota de los vinos en mi diario: con el pescado, un borgoña de textura extraordinariamente sedosa; con la carne, un margaux de 1888 tan añejo que hasta Charles Brookfield reconoció que era poseedor de «mérito». Por absurdo que pueda resultar, con el brandy, el oporto y el resto de los licores, Oscar insistió en que Byrd sirviera una licorera de Vin Mariani, curioso brebaje donde los haya, del color del estiércol, hecho a partir de vino barato de Burdeos tratado con hojas de coca.
—¿Qué es esto? —preguntó Brookfield cuando Byrd le ofreció una copa.
—No es obligatorio beberlo —aclaró Oscar desde la cabecera de la mesa. Tenía el don de poder estar atento a varias conversaciones a la vez.
—Pero ¿qué es? —insistió Brookfield—. Tiene un aspecto asqueroso.
—Es un cordial por el que siente especial inclinación Su Santidad el Papa —explicó Oscar.
—Bueno, pero ahora no estamos en Roma —replicó Brookfield, despidiendo a Byrd con un gesto de la mano, que tendió acto seguido hacia la botella de oporto.
—Ni en Oporto —murmuró Oscar—. Le he pedido a Byrd que sirviera el Mariani en honor del doctor Doyle. Según creo, el licor contiene cocaína. Me pareció que quizás a Arthur le gustaría presentársela a su amigo Sherlock Holmes.
Conan Doyle saludó el comentario con una risa atenta.
—En ese caso, será mejor que pruebe una copa.
—Al parecer, también Su Majestad la Reina es aficionada a él —apuntó Oscar.
—Olvidémonos del vino, Wilde —dijo Brookfield, haciendo girar lentamente la copa de oporto en su mano—. ¿Qué hay de ese juego?
—Oh, sí, Oscar —exclamó Bosie—. ¡Empecemos con el juego!
—¿Está seguro de que es una buena idea? —preguntó Conan Doyle, inclinándose hacia el dramaturgo al tiempo que dirigía una mirada hacia Willie Hornung.
Oscar se dirigió entonces a todos los presentes.
—Arthur mantiene ciertas reservas en relación con nuestro juego, caballeros. El mes pasado jugamos a «Amantes»… y el buen doctor declinó participar.
—Me pareció indecoroso —opuso Conan Doyle con voz queda.
—Que yo recuerde, fue del todo indecoroso —terció Sickert—. Aunque creo que ésa era precisamente la idea. —Se volvió a explicarle a su vecino de mesa, Amteim, el boxeador—. Oscar nos invitó a seleccionar la amante de nuestra elección. Según creo recordar, él eligió a Juana de Arco.
—¿Y qué tiene eso que ver con Sócrates? —inquirió Brookfield, disfrutando de una nueva libación de oporto.
—Sócrates nos enseñó que la mejor forma de vivir honorablemente en este mundo radica en ser lo que fingimos ser.
—No le sigo —protestó Brookfield.
—Oh, ya lo creo que sí, Charles —dijo Oscar—, me entiende perfectamente.
—Vamos —intervino Bosie—. ¡Empecemos con el juego!
—Muy bien —dijo Oscar. Miró a Conan Doyle y susurró con una sonrisa bondadosa—: No es más que un juego, Arthur.
—Muy bien —respondió el doctor, asintiendo con la cabeza como respuesta y dando una palmadita en el dorso de la mano de Willie Hornung en un intento por tranquilizar a su amigo—. Media copa de ese Mariani suyo, Oscar, y tengo la impresión de que estaré preparado para cualquier cosa.
—Así me gusta —dijo el dramaturgo, levantándose. Se mantuvo firmemente de pie en la cabecera de la mesa y nos dirigió una mirada divertida a los trece comensales que estábamos sentados delante de él—. «Asesinato» es el nombre del juego de esta noche. Fue el propio Sócrates el primero en sugerir que quizá sea la muerte la mayor de las bendiciones humanas, y esta noche, caballeros, estamos a punto de hacer realidad esa bendición en las víctimas de nuestra elección. ¿Me he explicado con claridad?
Hubo un murmullo de asentimiento general.
—¿Todos los presentes llevan consigo una pluma o un lápiz? —preguntó.
Brookfield masculló a su vecino:
—Así que hemos vuelto a la escuela, ¿es eso?
Oscar prosiguió:
—Ahora el señor Byrd dará una vuelta a la mesa y les entregará a cada uno una hoja de papel y, en caso de que así lo requieran, también un útil de escritura. En su hoja de papel en blanco, que no mostrarán a sus vecinos, les invito a escribir el nombre de la persona o personas a las que más desearían asesinar.
—Me gusta este juego —tronó Bradford Pearse—. ¿Cómo se llama el crítico teatral del Era?
—En cuanto hayan escrito el nombre de su víctima —prosiguió Oscar—, Byrd volverá a dar una vuelta alrededor de la mesa y recogerá sus hojas para colocarlas en esta pequeña bolsa de tela. —Mostró en alto una diminuta bolsa de terciopelo de color ciruela del tamaño de una mano—. A continuación, y siguiendo mis instrucciones, extraerá, uno a uno, los papeles al azar e irá leyendo cada uno de los nombres. Nuestra misión será entonces, caballeros, descubrir quién desea asesinar a quién.
—Y por qué —sugirió Charles Brookfield, chupando la punta de su lápiz.
—Exacto —dijo Oscar—. Y por qué.
—¿Jugará usted también, señor presidente? —preguntó lord Drumlanrig—. ¿Tiene usted permitido también elegir a una víctima?
—Naturalmente —fue la respuesta de Oscar, que en ese mismo instante tomó asiento, sacó una pluma estilográfica del bolsillo de su chaqueta y procedió a escribir el nombre de su víctima en su hoja de papel con la deliberación con la que un estadista firmaría un tratado internacional—. No hay nada como una muerte inesperada para subir los ánimos.
Mientras escribíamos los nombres de las víctimas que cada uno de nosotros había propuesto en las pequeñas hojas de papel que nos había facilitado Alphonse Byrd, en la habitación se hizo un curioso silencio. Yo anoté de inmediato el nombre de la víctima de mi elección sin darle demasiada importancia al asunto. Luego eche una mirada a la mesa y observé a los demás. La mayoría parecían profundamente concentrados, como un grupo de estudiantes enfrentados a un examen a la luz de las velas. Bosie chupaba su lápiz, al parecer ostensiblemente divertido ante la idea de quién sería su víctima. Bradford Pearse, el actor, contemplaba lo que había escrito con lo que bien podía ser recelosa satisfacción. Wat Sickert me pareció estar dibujando un bosquejo de su víctima. Como a Bosie, era evidente que a Sickert le divertía la presa de su elección. Todos —incluidos el cínico y altanero Brookfield y el apacible Willie Hornung— daban la impresión de estar totalmente absortos en la tarea que se les había encomendado. Sólo Arthur Conan Doyle parecía ajeno a lo que tenía lugar en el salón. Sostenía su pluma cerrada en la mano izquierda y miraba distraídamente adelante, fijando sus ojos vacíos de cualquier expresión en la pared desnuda detrás de lord Drumlanrig y Bram Stoker.
—Esto está silencioso como un cementerio —susurró Amteim.
—Vaya —intervino Sickert con una sonrisa ladina—, me ha parecido oír batir sus alas al Ángel de la Muerte.
Oscar levantó la mirada.
—No hay lugar que albergue emoción más auténtica ni gusto más deleznable que un cementerio —sentenció.
Bosie reprimió una risilla.
—Eso es muy bueno, Oscar. ¿Es tuyo?
El aludido doblaba en ese momento su hoja de papel en dos y la introducía en la bolsa de tela.
—Merece serlo —replicó—, aunque mucho me temo que no lo es. Lo oí por primera vez en Oxford hace ya unos años. En Balliol, para más desgracia. —Sostuvo en alto la bolsa de terciopelo para dársela a Byrd—. ¿Estamos todos? —preguntó.
—Así es —tronó Bradford Pearse.
—Esto es muy divertido —proclamó Willie Hornung, sacándole brillo a su pince-nez con el extremo de la servilleta.
—Me alegro de que esté disfrutando de una velada feliz —dijo Oscar—. Sírvase otra copa de Mariani.
Cuando Byrd terminó de dar la vuelta a la mesa y cada uno de nosotros hubo metido su hoja de papel en la bolsa, Oscar cogió una cucharilla y la hizo sonar repicando con ella contra su copa de brandy.
—Caballeros —anunció—, ha llegado el momento. Si tienen sus copas llenas y sus cigarros encendidos, procederemos con el juego. —Se volvió hacia Byrd, situado a su diestra—. Señor Byrd, si es tan amable, le ruego que extraiga el primer papel de la bolsa y lea en voz alta el nombre que encontrará escrito en él.
Byrd se retiró el puño de la camisa como lo habría hecho un mago para demostrar a su público que nada se ocultaba debajo de su manga e introdujo la mano en la bolsa. Nos permitió ver sus dedos buscando a tientas en el interior de la bolsa hasta que, con una deliberada floritura, extrajo un papel y lo sostuvo en alto delante de sus ojos.
—Qué divertido —repitió Willie Hornung, inclinándose hacia delante en su asiento.
Oscar le sonrió y volvió entonces la mirada hacia Alphonse Byrd.
—Señor Byrd —dijo—, ¿sería tan amable de leer en voz alta el nombre de la primera víctima de asesinato?
Byrd escudriñó el papel que tenía en la mano y volvió la mirada hacia el otro extremo del salón. El encargado del turno de noche del Cadogan no era una figura impresionante —de hecho, tenía los hombros encorvados y los ojos acuosos de un hombre derrotado por la vida—, pero en su día había sido un actor profesional y durante ese breve instante, con el papel en una mano y su bolsa de mago en la otra, atraía nuestra atención con una autoridad que hasta el mismísimo gran Robert-Houdini habría envidiado.
Oscar puso fin al momento.
—Byrd —dijo bruscamente—, ya hemos esperado bastante. Lea el nombre.
Tras estremecerse momentáneamente, como si Oscar acabara de darle un papirotazo en la oreja, Byrd hizo lo que se le pedía.
—La primera víctima será «La señorita Elizabeth Scott-Rivers» —anunció.
El silencio de la habitación, que un instante antes había sido tan expectante —casi estimulante en su densidad—, se tornó incómodo. Todos los presentes conocíamos el nombre de Elizabeth Scott-Rivers. La señorita Scott-Rivers era la infeliz novia que había sido plantada una semana antes de su boda por el honorable reverendo George Daubeney, mi invitado particular a la cena del Club Sócrates esa noche. Era la doncella abandonada —heredera e hija única de padres ancianos ya fallecidos— que se había granjeado la compasión del público y la rebuznante aprobación de la prensa cuando, en el Alto Tribunal de Chancery, había denunciado a su prometido por haber incumplido su compromiso, ganó su caso y puso al pobre desgraciado de rodillas, llevándolo al borde de la ruina económica.
—Bien, bien… —dijo Oscar con un suspiro. Conan Doyle se llevó los dedos a los ojos y sacudió la cabeza. George Daubeney estaba sentado a mi derecha. Le puse la mano en el brazo—. ¡Siguiente! —ordenó el presidente de nuestro club.
De pronto, y violentamente, Daubeney retiró su brazo y se levantó, derramando una copa del absurdo licor Mariani.
—Lo lamento muchísimo, caballeros —estalló—. No sé en qué estaría pensando. Desprecio a esa mujer. La odio. Pero no le deseo ningún mal. No debería haber incluido su nombre en el juego de este modo. Es inexcusable. Que Dios me perdone. Y también ustedes. He bebido demasiado.
Oscar levantó la mano derecha y la mantuvo en alto, como un obispo en el acto de pronunciar su bendición.
—Tome asiento, George. Cálmese. No puede haber tomado más de una copa.
Volví a tender la mano y a tomar a Daubeney del brazo. Tiré de él hasta que recuperó su asiento.
—Soy un estúpido —masculló—. Un maldito estúpido.
—Vamos —se apresuró a decir Oscar—. Prosigamos. Y les ruego que recuerden, caballeros, que el propósito del juego es que el resto de nosotros adivine quién ha elegido a quién como víctima, y no que el supuesto perpetrador del crimen ofrezca una confesión inmediata. —Daubeney permaneció sentado, envuelto en un pesado silencio y mirando desconsoladamente su copa vacía—. Byrd —dijo Oscar—, extraiga el nombre de la siguiente víctima, si es tan amable.
El secretario del club extrajo un segundo papel de la bolsa y leyó el nombre en voz alta, esta vez sin tanta ceremonia.
—Lord Abergordon —anunció.
—¿Quién? —preguntó Heron-Allen.
Byrd repitió el nombre:
—Lord Abergordon.
—Curiosa elección —dijo Oscar, tomando un sorbo de brandy.
—¿Quién es? —preguntó Sickert.
—Ni lo sabemos ni nos importa —tronó Bradford Pearse.
—Creo que es un anciano y oscuro miembro del gobierno —intervino Bram Stoker.
—En ese caso, no será una gran pérdida —dijo Heron-Allen con una irónica sonrisa.
—Muy gracioso, Edward —murmuró Oscar—. Veo que está empezando a entrar en el juego. El siguiente, si es tan amable, señor Byrd. Mantengamos el ritmo del juego, señores.
El secretario extrajo el tercer papel y sonrió. Acto seguido, leyó el nombre:
—Capitán Flint.
—Era de esperar —dijo Oscar.
—¿Quién es el capitán Flint? —preguntó William Hornung.
—La cotorra del hotel —respondió Bosie—. Esa criatura apolillada que vive en la jaula que está junto al mostrador de recepción. Es un bicho impertinente y parlanchín que se merece todo lo que se le viene encima. Ni que decir tiene que a quien deseaba matar era a mi padre, pero Oscar dijo que no podía hacerlo, al menos no en domingo, así que he optado por la cotorra.
Oscar se volvió a mirar a su apuesto y joven amigo y le reprendió.
—Bosie, acabas de malbaratar una elección excelente. El propósito del juego no es que reveles quién es tu pretendida víctima, sino que seamos los demás quienes adivinemos su identidad. —Se volvió a mirar a Byrd—. ¡Prosiga, hombre! ¡Prosiga!
Él extrajo el cuarto papel de la bolsa de terciopelo y leyó en voz alta el nombre con una floritura.
—El señor Sherlock Holmes —dijo.
—¡Fantástico! —exclamó Oscar.
—Estoy de acuerdo —dijo Conan Doyle.
—¡Siga, siga, Byrd! No se entretenga, hombre. Denos el siguiente nombre.
El encargado del turno de noche tenía ya el quinto papel a punto. Lo miró y vaciló.
—¿Y bien? —preguntó Oscar.
—El señor Bradford Pearse —anunció Byrd.
—Caramba —dijo Bradford Pearse con una risilla hueca—. Alguno de los presentes me quiere fuera de circulación…
Un cortés runrún de disconformidad circuló por la mesa. Conan Doyle habló entonces.
—Este juego no es divertido, Oscar —protestó.
—No es el juego lo que no resulta divertido —respondió el dramaturgo sin alterarse—, sino el Fabian de Pearse el que no logró divertir al público. ¡Ay! Es un papel espantoso. Fueron varios los críticos que opinaron que Pearse merecía un buen disparo… —Oscar dedicó una bondadosa sonrisa al desafortunado actor—. Es sólo un juego, Bradford —dijo amablemente. Pearse asintió con la cabeza, se encogió de hombros y alargó la mano en busca de la botella de brandy. Oscar se volvió hacia el encargado nocturno del hotel—. Siga, señor Byrd. Ya hemos llegado casi a la mitad. ¿Quién será nuestra próxima víctima?
Byrd ya tenía en la mano el siguiente papel.
—El señor Victor Amteim —anunció.
—Santo Dios —dijo William Hornung.
—Esto no puede continuar, Oscar —intervino de pronto Conan Doyle—. Ya es suficiente. El señor Pearse y el señor Amteim son nuestros invitados. Han venido a divertirse… y no a recibir amenazas de muerte, aunque sea en broma.
—No me lo tomo como una cuestión personal —susurró Amteim desde el extremo opuesto de la mesa.
—¿En serio? —murmuró Charles Brookfield. Estaba sentado directamente delante de Amteim y le miraba a los ojos—. ¿Y de qué otro modo podría tomárselo? —preguntó.
—Como dice nuestro presidente —respondió Amteim, apartando la mirada de Brookfield y volviéndose hacia Oscar—, no es más que un juego.
—Gracias, señor Amteim —dijo el dramaturgo, alzando su copa de brandy en su dirección—. Los hombres del clavel verde nos entendemos bien.
Conan Doyle soltó un gruñido taciturno y sacudió la cabeza. Oscar se inclinó hacia el buen doctor.
—No esté tan serio, Arthur. La humanidad ya se toma bastante en serio. La seriedad es el pecado original del mundo. Si los hombres de las cavernas hubieran sabido reírse, la historia sin duda habría sido muy distinta… y mucho más alegre. Vamos, Byrd. ¿Quién es el siguiente?
El encargado nocturno del hotel introdujo la mano de nuevo en la bolsa. Sacó otro papel.
—Léalo en voz alta —le apremió Oscar.
—El señor Victor Amteim —dijo Byrd.
—¿Otra vez? —preguntó Heron-Allen, que parecía haber despertado de golpe de un ensueño.
—Sí, señor —confirmó Byrd—. Otra vez.
—Saque otro —ordenó Oscar—. Terminemos con esto.
—¿Qué número es éste? —preguntó Bosie.
—El octavo, lord Alfred —respondió Byrd, sosteniendo ante él el siguiente papel.
—¿Qué nombre es esta vez? —preguntó Oscar.
—Me temo que el mismo —dijo Byrd—. El señor Victor Amteim.
—Ponga fin a esto, Oscar —protestó Conan Doyle—. ¡Ahora mismo!
—No —intervino Amteim con voz áspera y estridente—. Le aseguro que no estoy en absoluto disgustado. No tiene ninguna importancia.
—Así me gusta, señor Amteim —dijo Oscar—. De hecho, nada de lo que ocurre tiene la menor importancia. —A pesar de que formuló su aforismo despreocupadamente (era uno de sus favoritos), yo le observaba atentamente mientras hablaba y vi la sombra de ansiedad que asomó a sus ojos—. Vamos, Byrd, prosiga —ordenó categóricamente—. Ya prácticamente hemos terminado. Tres de nosotros parecen estar dispuestos a asesinar al señor Amteim. Veamos si hay un cuarto. Extraiga el siguiente nombre, si es tan amable.
Byrd así lo hizo. Se acercó el papel a los ojos y guardó silencio.
—¿Y bien? —preguntó Bosie.
—El señor Victor Amteim —volvió a decir Byrd.
—«No preguntes por quién doblan las campanas…»[4] —murmuró Oscar, arrugando la frente y volviendo a alzar su copa en dirección a Amteim—. El siguiente, Byrd —añadió—. Ya estamos demasiado metidos en faena como para detenernos ahora. Sin duda Amteim estará de acuerdo conmigo.
El aludido inclinó la cabeza hacia el dramaturgo y sonrió.
—Es muy amable de su parte mostrarse tan atento —apuntó Conan Doyle.
—¿Quién es el siguiente? —preguntó Oscar.
Byrd extrajo un nuevo papel de la bolsa.
Amteim, desde el extremo más alejado de la mesa, miró hacia él y preguntó con voz queda:
—¿Y bien?
—La siguiente víctima es «El Tiempo, el Viejo Escultor» —anunció el señor Byrd.
—Genial —clamó Bram Stoker, dando una suave palmada en la mesa para indicar su aprobación.
—Aunque poco excitante —dijo Bosie—. Quizás, al fin y al cabo, debería haber citado a mi padre. —Se volvió a mirar a su hermano, que estaba sentado a su izquierda. Lord Drumlanrig encendía en ese instante un cigarro—. ¿Por qué no has elegido como víctima a nuestro padre, Francis? Le odias tanto como yo y tú tienes mucho más que ganar con la herencia.
—Puede que lord Drumlanrig haya elegido como víctima al marqués de Queensberry, Bosie —dijo Oscar, posando ligeramente los dedos en el dorso de la mano derecha de su joven amigo—. A Byrd todavía le faltan por revelar tres nombres. —Se volvió una vez más hacia el secretario del club—. ¿Quién va ahora?
El hombre estaba ya a punto, papel en mano.
—La siguiente víctima es «Eros» —anunció.
—¿Eros? —preguntó Willie Hornung, dejando su copa de Mariani y recorriendo la mesa con una inocente mirada de ojos brillantes que resultó cuando menos enternecedora—. ¿Acaso cuenta Eros? ¿No es un dios de la mitología griega?
—Si se puede asesinar al Tiempo —dijo Oscar—, supongo que también es posible destruir a un mito. De hecho, conozco a quien ha hecho ambas cosas. Soy de la opinión de que Eros es una víctima permisible en el marco de las normas del juego, Willie. Continúe, Byrd.
—Sí —terció Brookfield, que parecía ya ostensiblemente hinchado a causa de la bebida—. Terminemos de una vez. ¿A quién nos vamos a cargar ahora?
Alphonse Byrd introdujo la mano en la bolsa y extrajo un papel. Se lo acercó a los ojos y pareció confundido. Luego le dio la vuelta y lo examinó más detalladamente.
—Está en blanco, señor Wilde —dijo, entregándole el papel.
Oscar sostuvo delicadamente el pequeño papel entre el índice y el pulgar.
—Así es, Byrd. Definitivamente, donde no hay, no hay. ¡El siguiente, por favor!
—Según creo, éste es el penúltimo papel —dijo Byrd.
—¡Procedamos! —se mofó Brookfield.
El secretario del club se aclaró la garganta antes de leer el nombre en alto.
—El señor Oscar Wilde.
Una oleada de risas recorrió la mesa. Stoker palmeó repetidamente la caja de puros para dar muestra de su aprobación. Hasta Conan Doyle sonrió. Oscar recibió la burlona ovación con una pequeña reverencia desde su asiento.
—Supongo que era inevitable —masculló—. Aunque lo que realmente lamento es que mi nombre haya salido en el puesto número trece. Vamos, señor Byrd, sepamos el nombre de la última víctima y terminemos con esto.
Byrd, que estaba a un lado de la mesa, detrás de Willie Hornung y de Conan Doyle, introdujo la mano en la pequeña bolsa de terciopelo para proceder con la última extracción. Sacó el papel y lo miró. Sorbió y se frotó la boca con los nudillos.
—Vamos, hombre —exclamó Brookfield desde su esquina de la mesa—. ¿Qué dice?
—Dice «Señor Oscar Wilde» —anunció Byrd. Habló con voz queda y sacudió la cabeza para dejar luego el papel y la bolsa encima de la mesa y mirar al presidente del club—. Lo siento, señor Wilde.
—Santo cielo —exclamó Oscar, con una sonrisa de oreja a oreja—. Soy casi tan impopular como Amteim. No estoy seguro de si debería sentirme satisfecho u horrorizado.
—Bienvenido al club, señor Wilde —dijo Amteim con una risa ronca.
—No es más que un juego —gruñó Bradford Pearse.
—Cierto —concedió Oscar amigablemente.
Arthur Conan Doyle estaba inclinado hacia Edward Heron-Allen. Tenía en la mano el último papel que Byrd había extraído de la bolsa y lo estudiaba con atención.
—Esto ha dejado de ser un juego —sentenció.
—Es sólo una broma, Arthur —dijo Bosie envuelto en una nube de humo de cigarro—. Y Oscar encaja bien las bromas.
—Yo diría que la broma ha terminado —proclamó Conan Doyle, poniéndose en pie. Se acercó a la cabecera de la mesa y, rodeando a Oscar por los hombros, sostuvo ante sus ojos el papel—. El nombre de esta última «víctima», el nombre que está aquí escrito… Mírelo atentamente, Oscar. ¿Qué dice?
El dramaturgo estudió el papel que Conan Doyle sostenía ante él y leyó las palabras:
—«Señora de Oscar Wilde».