El club Sócrates
En el verano de 1892, Oscar estaba en la cumbre de su fama y de su fortuna. El abanico de lady Windermere, su primer éxito teatral, se había estrenado en el Teatro Saint James en febrero y lo había convertido en el héroe de la ciudad por derecho propio. A pesar de que, en aquel entonces, percibía una renta de trescientas libras semanales en concepto de derechos de autor, yo tenía la sensación de que no estaba satisfecho.
Hacía diez años que éramos amigos. Durante un breve intervalo previo a su boda y a la mía habíamos compartido habitaciones en Mayfair. Disfrutábamos relajadamente de nuestra mutua compañía: éramos buenos compañeros. Él era siete años mayor que yo y me consentía como lo habría hecho con un hermano menor. Jamás me sentí juzgado por él. Al contrario: simplemente me aceptaba tal y como era. A diferencia de mis padres, cuando mi primer matrimonio empezó a hacer aguas —yo no le había sido a Martha todo lo fiel que debía—, Oscar no me dedicó ni un solo reproche. (Algo que sí hizo el mundo en general. Aunque no nos engañemos, en aquellos tiempos, si el matrimonio de un hombre fracasaba se daba por hecho que también él había fracasado). Oscar se limitó a decir:
—Pobre Robert. —Acto seguido añadió—: No estoy seguro de que ningún matrimonio tenga una esperanza de vida superior a los siete años.
Eso fue ese mismo verano de 1892, cuando Constance y él llevaban casados casi ocho años.
—Pero tú todavía amas a Constance, ¿verdad? —pregunté, en cierto modo perplejo. Yo era el hermano menor: los Wilde eran la Estrella Polar de mi firmamento—. ¿Eso no ha cambiado?
—No, no ha cambiado —respondió, aunque no sin cierto melancólico retraimiento—. Aunque ella sí lo ha hecho. Cuando me casé con Constance, era una joven hermosa, blanca y esbelta como un lirio, con unos ojos vivarachos y una risa alegre y gorjeante como la música. En cosa de un año más o menos, tras el nacimiento de nuestros hijos, la florida elegancia de mi esposa se había desvanecido. Constance se había vuelto pesada, amorfa, deforme.
—No puedes estar hablando en serio, Oscar —protesté. Constance no era nada de todo eso. Más al contrario, era una mujer en todo momento adorable. Sin embargo, como era de esperar, había dejado de ser la jovencita de antaño. Tenía en ese entonces treinta y cuatro años y, a juicio de Oscar, la edad y el deterioro iban indefectiblemente de la mano. Y, al menos a ojos de su esposo, Constance ya no resultaba tan divertida como le había parecido en su momento.
—Nunca dice nada y no dejo de preguntarme qué estará pensando —comentó.
Oscar buscaba distraerse de ese «ennui doméstico» (como él lo llamaba) llenando su tiempo con una implacable ronda de trabajo y de juego. Aunque disfrutaba pasando por un holgazán, jamás estaba de brazos cruzados. Durante el día, puertas adentro, sentado a su escritorio favorito (que en su día fuera propiedad del gran Thomas Carlyle), envuelto en un nubarrón de humo de cigarrillo, se pasaba las horas leyendo y escribiendo. Poseía el don que más admiración despertaba en Napoleón: fixer les objets longtemps sans être fatigué[2]. Era uno de los hombres más trabajadores que he conocido. Laboraba industriosamente y jugaba con extravagancia. De noche, bebía y comía y luego volvía a beber y a comer. Y, entre el almuerzo y la cena, asistía a representaciones teatrales, óperas, ballets, conciertos y exposiciones. «¿Qué será esta noche, Robert? ¿El Wolsey de Henry Irving en el Lyceum o el muletón de Marie Lloyd en el Bedford Music Hall?». Lo veía todo y conocía a todo el mundo. Y, por supuesto, todo el mundo deseaba conocerle. No creo equivocarme al decir que no había nadie en la sociedad de las postrimerías de la era victoriana que tuviera un círculo más amplio de conocidos que Oscar Wilde. De lunes a sábado, su agenda estaba abarrotada. El único día de la semana que le resultaba duro era el domingo. «El domingo nunca pasa nada —solía quejarse—. Todo está cerrado. Nadie sale. Nadie recibe. Hasta Dios tiene que ir a la iglesia. No hay nada más que hacer». Eso explica que, a principios de 1892, decidiera constituir el Club Sócrates.
El club fue bautizado en honor del gran filósofo griego. Conan Doyle había sugerido el nombre de Diógenes, pero Oscar respondió que Diógenes era «un perro aburrido, un provinciano que ni siquiera tenía un epigrama en su nombre», mientras que Sócrates era «un ciudadano del mundo» por el que él sentía una gran empatía.
—Sócrates fue uno de los hombres más inteligentes que ha tenido la humanidad —decía—, aunque afirmaba no saber nada, salvo el hecho de su propia ignorancia. Es un hombre por el que bien merece la pena brindar un domingo por la noche, ¿no es verdad?
El club no era más que un club de cenas. Carecía de local propio y tenía un único propósito: divertir a su fundador el primer domingo del mes. Lo componían sólo seis miembros: Oscar, Conan Doyle, lord Alfred Douglas, Bram Stoker, Walter Sickert y yo.
Bram Stoker se había incorporado al club previa recomendación por parte de Conan Doyle, una recomendación que Oscar bendijo al instante. A pesar de que Conan Doyle no se encontraba cómodo con todos los socios de Oscar, le agradaba la compañía de Abraham Stoker porque, como decía, era un hombre «sensato» (en aquella época, era ya un hombre maduro cercano a los cincuenta) y «de fiar» (en la universidad, había sido atleta y, mejor aún, científico). Además, era director de una empresa, secretario y amigo personal de Henry Irving, el más grande y célebre actor del momento, para quien, como joven escritor, Conan Doyle abrigaba la constante ambición de escribir un papel. Oscar estuvo encantado de contribuir a juntar a Conan Doyle y a Bram Stoker. Tanto Oscar como Bram eran dublineses.
—Nuestro vínculo se remonta a un pasado muy remoto —decía—. Cada uno conoce los secretos del otro.
En 1878, Bram se había casado con la primera novia de Oscar, la jovencita de ojos almendrados de nombre Florence Balcombe.
Walter Sickert, el pintor, era otro de los amigos cuya relación con Oscar se remontaba a muchos años atrás. Tenía mi edad (treinta y un años), pero Oscar le conocía desde que era niño. En sus años de juventud, había pasado sus vacaciones con los Sickert en Dieppe, y aunque durante su infancia Wat había tratado a Wilde con cierto recelo, a medida que pasaron los años y la intimidad entre ambos fue consolidándose, el pintor y el escritor descubrieron que tenían mucho en común.
—Ambos estamos ávidos de risa, escándalo y aplauso —decía Sickert.
Éste accedió a formar parte del Club Sócrates a condición de no tener que vestirse para cenar y de que se permitiera fumar incluso antes de formalizar el consabido Brindis de Fidelidad. Cuando Conan Doyle expresó su malestar ante semejante sugerencia, el pintor apuntó que «Sócrates» era un anagrama de «coarsest»[3] y se salió con la suya. Conan Doyle y Sickert descubrieron que compartían la afición por los juegos de palabras y por Henry Irving. Antes de convertirse en pintor a tiempo completo, había sido actor a tiempo parcial. A los dieciocho años había pasado a formar parte de la compañía de Irving en calidad de actor suplente, uno de los «Jóvenes del Lyceum», como se les conocía. Además de portar una lanza y de hacer bulto, se le ofrecía la posibilidad de declamar alguna que otra frase ocasional.
—Creo que Irving me tenía cierto cariño porque yo era joven y rubio —le dijo en una ocasión a Conan Doyle—. Y yo le adoraba porque era Irving y porque se había fijado en mí.
El Club Sócrates se reunía en un comedor privado de la planta baja del recientemente inaugurado Hotel Cadogan, situado en la esquina de Sloane Street y de Pont Street, a unos minutos andando de la casa que Oscar tenía en Tite Street. El hotel había sido en su día el hogar de Lillie Langtry, amiga de Oscar (y amante durante un tiempo del príncipe de Gales). La señora Langtry (que mantenía una suite en el hotel) se dejaba ver de vez en cuando en el vestíbulo del hotel, junto al mesón de recepción, con uno de sus famosos sombreros y dando a la notable cotorra del hotel, predeciblemente llamada Capitán Flint, frágil conversación. La cotorra era una criatura vil, ruidosa y maligna. Tanto es así que ninguno de nosotros alcanzaba a imaginar por qué la señora Langtry la encontraba tan fascinante. Al contrario de lo que ocurría con la cotorra, no era difícil entender por qué todos los hombres que la conocían se quedaban absolutamente prendados de «el Lirio de Jersey». Era una mujer fascinante, y también una superviviente. Conan Doyle, especialmente entusiasmado por ella, decía que la señora Langtry tenía «el rostro de las mujeres más hermosas y la mente de los hombres más resueltos».
El «secretario» del club era Alphonse Byrd, encargado nocturno del Cadogan. Byrd era un hombre que ya había cumplido los cincuenta años y tan flaco, pálido y calvo que parecía un esqueleto andante. A pesar de lo memorable de su aspecto, por lo que yo sabía no tenía una personalidad demasiado definida. En raras ocasiones pronunciaba palabra o miraba a los ojos de sus contertulios, pero Oscar le tenía aprecio y encontraba su aspecto desteñido extrañamente reconfortante. Durante sus años de juventud, Byrd había trabajado en los teatros como prestidigitador e ilusionista, y había fracasado en el intento.
—Tiene moho en el alma —decía Oscar—. El fracaso es mucho más interesante que el éxito. Yo prefiero sin duda leer la biografía de Napoleón que la de Wellington, ¿tú no?
Siendo justos con Byrd, lo cierto es que como secretario del club su trabajo era excelente. Era el responsable de los menús, los vinos y la disposición de la mesa, y, a pesar del coste relativamente modesto de la comida —media corona por cubierto, todo incluido—, nos trataba a cuerpo de rey. Oscar insistió en que las cenas constaran siempre de seis platos. Además de la sopa, el pescado, el asado y los postres de rigor, Byrd servía una selección de hors d’oeuvres que invariablemente incluían caviar ruso, arenques holandeses, gambas, langosta, atún en vinagre, salmón y jamón ahumado, además de unos dulces y sabrosos entremets de frutas y verduras. Cada uno de los miembros del club tenía permitido invitar a alguien a las cenas —sólo caballeros o, previo permiso del fundador, a ciertas actrices—. La señora Langtry acudió en dos ocasiones y Wat Sickert a veces llegaba tarde en compañía de una de sus amigas del mundo del teatro.
La noche del 1 de mayo de 1892, el invitado de Oscar fue el admirador casado de Constance, el joven abogado Edward Heron-Allen. El invitado de Bosie fue su hermano mayor, lord Drumlanrig, en ese entonces la futura gran promesa de Westminster, protégé de lord Rosebery, que a su vez había sido en su día secretario del Foreign Office, cargo que no tardaría en volver a ostentar.
Aunque mi invitado era también un heredero de la aristocracia, adolecía de las perspectivas y de los contactos de Francis Drumlanrig. El honorable reverendo George Daubeney, hijo menor del barón de Bridgwater, era conocido —si es que llegaba a serlo por algún motivo— por ser el hombre que había abandonado a su prometida una semana antes del día de la boda, falta por la que ya había pagado. Si bien es cierto que yo no conocía íntimamente a Daubeney, también lo es que le profesaba cierta simpatía. Yo mismo me había casado con Martha apresuradamente cuando ambos éramos demasiado jóvenes. De haberla dejado plantada en el altar, probablemente nos habríamos ahorrado mucha angustia en los años que estaban por llegar.
El invitado de Arthur Conan Doyle esa noche era Willie Hornung, su amigo «delicado». Aunque, según Arthur, el joven era un periodista que acababa de regresar de Australia, la figura menuda de Hornung, su tez pálida, el pelo lacio y el pince-nez eran más propios de un nervioso cura de pueblo que de un sabueso de la prensa recién arribado de las antípodas.
—Es que es un poco tímido —explicó Arthur.
—Le hablaré entonces con voz queda —fue la respuesta susurrada de Oscar.
Walter Sickert y Bram Stoker aparecieron acompañados de sendos actores. Sickert llegó con Bradford Pearse, un tipo de la vieja escuela con el pecho como un barril, un hombretón con barba de marino y un rostro rojizo que parecía mucho mayor de la edad que en realidad tenía (en aquel entonces todavía no había cumplido los cuarenta años). Sickert y Pearse se habían conocido cuando eran novatos en la compañía de Irving y el mayor logro de Pearse en su carrera en pos de la fama era haber asumido el papel de suplente de Irving en el periplo escocés de la obra que protagonizaba e incluso haber sustituido al gran hombre en una ocasión en el Lyceum…, el Lyceum de Sunderland.
Charles Brookfield, el invitado con el que Bram Stoker había hecho su entrada al club esa noche, jamás había sustituido a nadie en su vida. Imagino que era un primer actor desde la cuna, envidiablemente bendecido por unos padres complacientes, unas hermanas mayores que le admiraban y ni una sombra de duda sobre sus capacidades personales. Era un hombre a todas luces dotado —en Cambridge recibió el premio Winchester de declamación— y además versátil. Valía tanto para la pantomima como para un Shakespeare; Ellen Terry tenía de él buena opinión, y lo mismo podía decirse de Herbert Beerbohm-Tree. Gozaba de energía, ambición, una innegable presencia y de eso que ahora llamamos aires de ídolo de matinée. Aun así, ni el sentido del humor ni la humildad figuraban entre sus virtudes. Personalmente, no le tomé la menor simpatía. Y tampoco creo que a Oscar le hiciera demasiada gracia. Por extraño que parezca, creo que en cierto modo Brookfield veía en Oscar a un rival. Escritor además de actor, llegó al Hotel Cadogan esa noche cargado de noticias sobre su última aventura: una obra que acababa de escribir titulada El poeta y las marionetas.
—Se estrena el diecinueve de mayo —anunció—, el día de mi treinta y cinco cumpleaños. Será mi propio regalo. ¡Y gira en torno a usted, Oscar!
Éste inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.
—Qué inteligente de su parte dar al público lo que desea, Charles.
—Es una caricatura, Oscar… una sátira de El abanico de lady Windermere. Un poco mordaz en algunos momentos, pero Bram me ha asegurado que no le molestará.
—Las alabanzas me tornan humilde —respondió Oscar—. Es cuando me insultan cuando sé que he tocado las estrellas.
A las siete y media de la noche, la hora en que solía servirse la cena en el Club Sócrates, Oscar preguntó a Byrd:
—¿Estamos todos? Me parece que sólo somos trece en el salón.
—Mi invitado llega con retraso, señor Wilde —respondió Byrd, con un estremecimiento—. Y no es propio de él retrasarse. Le ruego acepte mis más sinceras disculpas en su nombre. Estará aquí dentro de un instante.
Oscar echó una mirada a la hoja de papel en la que había dibujado la disposición de los asientos para la velada.
—Ah, sí —dijo—. Victor Amteim… No le conozco, ¿verdad?
—No lo creo, señor Wilde —dijo Byrd, mirando ansioso hacia la puerta.
—Al parecer él sí te conoce, Oscar —intervine.
—¿Le conoces, Robert?
—Un poco —respondí—. Coincidimos en una ocasión.
—¿Amteim? —preguntó Charles Brookfield, arqueando una ceja—. Me suena ese nombre. ¿Se trata de un caballero?
—Es lo que podría llamarse «mitad caballero», señor —terció Byrd en son de disculpa—. Su madre era una dama y su padre un lacayo.
—¡Un lacayo! —exclamó Oscar—. Qué fascinante. ¿Cuánto medía?
Byrd pareció confundido.
—No le entiendo, señor Wilde.
—¿Cuánto medía el padre de Amteim? ¿Lo sabe? Cuanto más alto fuera el lacayo, mayor era su remuneración.
—No sabría responderle a eso, señor Wilde. Lo que sí puedo decirle es que Amteim debe de medir más de un metro ochenta.
—Me alegra saberlo —dijo Oscar, que también medía más de un metro ochenta—. ¿Y su amigo es también lacayo como su padre? No crea ni por un momento que tengo la menor objeción a cenar con un lacayo, aunque no estoy muy seguro de que el señor Brookfield pudiera soportarlo.
Byrd soltó una risilla nerviosa.
—Oh, no, señor. Victor Amteim es boxeador. Trabaja en las ferias. Le conozco de mis años en el mundo del espectáculo. Fue en su día un gran campeón. Según creo, tuvo el honor de disputarle uno o dos asaltos al propio lord Queensberry. Le aseguro que jamás ha estado al servicio de nadie. Es un hombre de porte. Le gustará, señor Wilde.
En ese preciso instante, un hombre alto, apuesto y corpulento de unos cuarenta años apareció en la puerta del comedor. Llevaba la cara y la cabeza totalmente afeitadas y un lustre como de castaña pulimentada cubría su piel bronceada. Tenía una nariz prominente aunque intacta; unos ojos de color azul marino, aunque cálidos. Lucía un inmaculado traje de tarde y llevaba un clavel verde en el ojal de la solapa.
—Me encanta —dijo Oscar.
—Eso supuse —masculló Byrd, evidentemente aliviado—. ¿Desea que mande servir la cena, señor Wilde?
—Se lo ruego, Byrd. Gracias. —El dramaturgo cruzó el comedor y estrechó cordialmente la mano de Amteim—. Bienvenido a nuestro pequeño club, señor Amteim. Sócrates nos enseñó que existe un único bien y ése es el conocimiento. Y un único mal: la ignorancia. Ya me siento mejor por haberle conocido.
—Gracias, señor Wilde —dijo Amteim, inclinando la cabeza y empleando un tono tan suave que apenas resultó audible.
—Aquí no tiene por qué susurrar —dijo Oscar, en una clara muestra de genialidad—. Está usted entre amigos.
—Me temo que no tengo otra elección —respondió el boxeador, empleando de nuevo el más suave de los susurros—. Hace unos años, en Birmingham, me destrozaron las cuerdas vocales durante un combate. Un lunático me machacó el cuello.
—Lo lamento —dijo Oscar, bajando la voz para equiparar su tono al de Amteim.
—No todo el mundo respeta las Reglas de Combate de Queensberry —dijo el boxeador con una sonrisa.
—Muy cierto —respondió el escritor. Volvió entonces al salón y dio unas fuertes palmadas en el aire.
—¡Silencio! —exclamó Bosie—. ¡Habla el presidente!
—Les ruego que ocupen sus asientos, caballeros —dijo Oscar—. La cena está a punto de ser servida. Encontrarán una tarjeta con su nombre en el lugar que les ha sido asignado. El orden y la disposición de los asientos es responsabilidad mía, pero el menú y la elección de los vinos ha corrido como siempre a cargo de Byrd. Rara es la vez que nos decepciona.
Cuando todos encontramos por fin nuestro sitio, Oscar ocupó su lugar en la cabecera de la mesa y volvió a dar una palmada.
—Bienvenidos, caballeros, bienvenidos. Debo explicar a los recién llegados que éste es un club que carece prácticamente de normas. Para hacer feliz a Wat, incluso permitimos a nuestros socios venir vestidos como deseen. Esta noche bendeciremos la mesa porque entre nosotros hay un clérigo —anunció, asintiendo con la cabeza en dirección a George Daubeney—, y, como es habitual, brindaremos por la reina, porque Su Majestad está siempre presente en nuestros corazones. Aparte de eso, no nos regimos por ningún ceremonial (ningún discurso) y pueden ustedes decir lo que deseen. —Oscar miró directamente a Victor Amteim—, o susurrar lo que deseen, sabedores de que todo lo que se diga o lo que se oiga en este salón permanecerá entre estas cuatro paredes.
Múltiples «¡Hurra!, ¡hurra!» recorrieron la mesa, tan sólo interrumpidos por Bosie, que de pronto exclamó:
—Aunque carecemos de normas, hay una tradición que sí respetamos, Oscar.
—¿Ah, sí? —preguntó Sickert.
—Por supuesto que sí —respondió el joven—. El juego de Oscar.
—Ah, sí —confirmó el dramaturgo—. Después de cenar, jugamos a un juego.
—¿Y de que se tratará esta noche? —preguntó Bosie—. ¿Lo has decidido ya?
—Por supuesto —respondió Oscar—. Lo tengo controlado… o, como diría la señora Robinson, controlado en mi «desgraciada mano»… El nombre del juego de esta noche es «Asesinato». Señor Daubeney… George, ¿sería usted tan amable de bendecir la mesa?