CAPÍTULO 9
Zaragoza
Eduardo Laborda comenzaba a recuperar su vida. Atendía cada día su negocio, comenzando a recobrar también la ilusión por él. Ya no debía abandonar su establecimiento para acudir diligente a casa, donde le esperaba su postrada madre. Hoy se cumplían seis días de su muerte. A Eduardo le ayudaba la distracción que le proporcionaba su negocio, encontrando la paz interior que necesitaba para ir superando la dolorosa pérdida de su madre. Allí encontraba refugio al amparo de su trabajo y de la compañía de sus empleados. Se sentía un hombre nuevo; apenas recordaba la última vez que se había sentido así: sereno y tranquilo. Aspiró profundamente y se acomodó en su silla giratoria. Qué delicia no verse angustiado o torturado por sus pensamientos. Poder mantenerse hora tras hora detrás de su mesa de trabajo sin enloquecer.
Pero no todo era perfecto. Todavía algo le turbaba. Y no era otro que su abuelo, que no cesaba en su empeño de conocerle. Un día después de llegar la carta, recibió una llamada suya. Su abuelo quería indagar sobre la repercusión de su carta. Eduardo, muy convencido, afirmó no querer conocerle, no querer hablar más del tema, pero su abuelo se mostraba inflexible, no atendiendo a sus negativas, exigiendo un encuentro para poder hablar cara a cara de abuelo a nieto. Eduardo tuvo que mostrarse contundente para salir airoso del envite. Sin embargo, un día después, volvió a recibir su llamada, resignándose a no colgar, sus modales se lo impedían. Su abuelo mostró nuevamente sus dotes para una locución perseverante y conciliadora, con su típica voz serena y confiada. Todo esto no bastó para convencer a un Eduardo cada vez más irritado. Su abuelo, al ver sus infructuosas maniobras, comenzó a insistir, desesperado. Incluso pareció detectar cierto nerviosismo en su voz, algo que a Eduardo le había parecido imposible que pudiera suceder hasta en las más contrarias adversidades. Finalmente, harto ya de la palabrería infinita de su abuelo, le aseguró no querer volver a escucharle ni a ver, en tono cortante y autoritario, subiendo la voz varios decibelios, colgando el teléfono a continuación, sin esperar una respuesta.
Día y medio después, no había vuelto a llamar. Cruzó los dedos. En el fondo detestaba darle largas a su propio abuelo, pese a ser un total desconocido. Pero era difícil abstenerse al aparente dolor que mostraba y describía, tocándole la fibra más sensible de su ser. Sin darse cuenta, volvía a pensar a ello, una vez más. Se enderezó en la silla y continuó indagando los archivos en su ordenador. Tenía abundante trabajo retrasado, y debía atender a la clientela que entrara en la tienda.
La tienda era amplia, de forma rectangular, con un inmenso escaparate en L al encontrarse en la esquina de la planta baja del edificio, el cual albergaba un bloque de viviendas de siete pisos. En la estancia se hallaban varios expositores donde abundaban los ordenadores portátiles, impresoras, PC y monitores. En una estantería con multitud de anaqueles se encontraban los complementos de reducido tamaño. En definitiva, una gran variedad y surtido de productos de marcas prestigiosas relacionadas con la informática. En la sala tampoco faltaba un pequeño espacio donde poder esperar cómodamente: un par de sofás enfrentados, separados por una mesita de cristal donde reposaban varias revistas, que harían más amena la espera. Al fondo de la estancia se hallaban los tres escritorios, claramente separados, donde trabajaban de cara al público. En una esquina se hallaba la mesa de la secretaria, en la otra, el escritorio de Eduardo y en medio, la del vendedor, la cual siempre solía estar vacía. La sala de reparaciones, de reducidas dimensiones, se hallaba tras una puerta ubicada al lado del puesto de la secretaria.
—Parece un día tranquilo —opinó Fernando Carrascosa, acercándose al escritorio de Eduardo.
—Sí, demasiado —confirmó resignado—. La crisis… —Eduardo no pudo ocultar una sonrisa pese a todo. Estaba siendo un día excesivamente sosegado en cuanto a clientela. Aunque era relativamente normal la existencia de momentos puntuales como aquel. Sabía que en cualquier momento se rompería la tranquilidad con una nutrida y repentina llegada de consumidores, como si se pusieran de acuerdo en aparecer en el establecimiento todos a la vez.
Fernando se sentó frente a él y carraspeó brevemente, rascándose la cabeza de donde caía una media melena de cabello liso. Eduardo le miró con el ceño fruncido, parecía preocupado.
—¿Ocurre algo?
Fernando se removió inquieto en la silla y volvió a carraspear.
—Que… bueno… —vaciló indeciso—. Me preguntaba si había sido digno sucesor tuyo —arrancó finalmente con decisión, aunque con gesto tímido.
Eduardo se reclinó en la silla y sonrió ampliamente, aunque por poco tiempo. No había reparado en su falta de tacto y consideración hacia él. Fernando Carrascosa era el técnico jefe y su ayudante en la tienda con la clientela. Pero en todo este tiempo que había estado prácticamente ausente en la tienda mientras duró la enfermedad de su madre, este le había sustituido en sus funciones como encargado del negocio. Sin su inestimable ayuda y dedicación, Eduardo no hubiera podido llevar a cabo la servicial vida en beneficio de su madre. Se dio cuenta de que había sido un egoísta. Fernando, en todo este tiempo, había tenido que dirigir el negocio sin pedir nada a cambio, aumentando su entrega y, con toda probabilidad, llevándose trabajo y preocupaciones a casa cada día. Y no sólo eso, sino que había conseguido llevar las riendas con aplomo y solvencia. Cierto era que cada día le daba las consignas adecuadas, pero eso no le restaba ni un ápice en su impecable proceder. No se había equivocado en su decisión de confiarle la momentánea dirección de la empresa. Le conocía muy bien; su inteligencia, perfeccionismo y su gran responsabilidad constituían la persona perfecta para tal fin. Y él había tenido la desfachatez de no darle ni las gracias en los más de cuatro años que estuvo al cargo de todo cuanto acontecía en la tienda. Sintió un arrepentimiento tan grande que a punto estuvo de saltársele las lágrimas. Resopló suavemente sin alzar la cabeza, donde mantenía la mirada perdida en algún punto de su escritorio desde que se percatara de su inconcebible grosería.
—Lo siento, Fernando, pero acabo de darme cuenta de mi desfachatez. En todo este tiempo no me he parado a pensar en tu incondicional y brillante trabajo —confirmó con elocuente sinceridad y abatimiento—. Sí, sin duda que has sido un digno sucesor. Te estoy tremendamente agradecido por todo, no sólo por lo meramente laboral. De verdad.
—Gracias, jefe. No era mi intención reprochártelo —aseguró compungido—. Sólo que necesitaba saberlo, más que nada, por las dudas que albergaba al respecto.
—Pues no te quepa duda de que puedes estar orgulloso. Por cierto, recibirás tu recompensa —anunció más animado.
En el efímero tiempo que había transcurrido la conversación, la tienda había recibido las típicas oleadas de clientes. Sara, la secretaria, ante la indiferencia de su jefe, había tenido que atender al primer cliente. Fernando se giró en la silla y rápidamente se levantó para atender al siguiente. Eduardo hizo lo propio. Ante él apareció el rostro atractivo de una mujer joven. La atendió ignorando con premeditación su belleza, concentrándose en su trabajo.
—Quería información sobre ordenadores de sobremesa de gran potencia —informó la chica, mirando a su derredor con interés.
—Le puedo mostrar algunos, y entregarle un catálogo más extenso para que estudie su elección. —Eduardo se encaminó al expositor central donde se encontraban los ordenadores más caros, atiborrándola a continuación de datos técnicos. Mientras, la miraba en busca de gestos que evidenciaran sus pensamientos, pudiendo así guiarse en su manera de proceder. Era imprescindible conocer al consumidor para saber con exactitud qué es lo que buscaba y cuánto entendía sobre la materia, para no abrumarles con datos que podrían ser totalmente innecesarios si desconocía por completo de lo que le estaba informando.
Reparó en que era mucho más atractiva de lo que creía. Poseía unos ojos azules preciosos, donde podría naufragar como si de un océano se tratase. Poco a poco, inconscientemente, mientras seguía mostrando e informándola de los distintos ordenadores disponibles en la tienda, comenzó a mirarla con más detenimiento. Un pelo rubio como el oro caía por debajo de sus hombros, resplandeciendo bajo uno de los focos insertados en el techo escayolado. Las cejas, finas, del mismo color, no hacían sino confirmar su color natural. Nuevamente se detuvo en sus ojos, grandes y magnéticos. Cómo le gustaban esos ojos. Aunque todavía más le gustaba su cara. La verdad era que nunca había visto nada parecido, ni siquiera imaginó que pudiera existir una mujer de tal abrumadora belleza. Se sentía embelesado ante un rostro tan hermoso, tan perfecto. Él siguió, a duras penas, en su ímpetu de complacerla, profesionalmente hablando, mientras atendía algún comentario suyo con devoción para saber las pautas a seguir en su ilustración.
Caminaron unos pasos para ver el siguiente modelo. Mientras comenzaba su explicación no tardó en continuar con su exploración física, obligado ante el deleite que experimentaba con ello, deteniéndose en su boca. Unos labios que, sin llegar a ser carnosos, se mostraban sensuales, y pudo percibir una sonrisa tímida. Enseguida apartó su mirada de ella, avergonzado porque hubiera notado su excesivo deseo por contemplarla. Él prosiguió con su discernimiento técnico mirando ahora al equipo en cuestión. Cuando volvió su mirada hacia ella, obligado por su trabajo, su leve sonrisa no había desaparecido de su boca. Eduardo entrecerró los párpados, confundido, pidiendo explicaciones a sus enormes ojos azules, en los que vio claramente reflejada la misma leve sonrisa que sus labios dibujaban. ¿Era fruto de su imaginación? Pudiera ser, pero tuvo que apartar la vista antes de que sus rodillas cedieran, totalmente indefenso ante tan grandiosa belleza. Aunque no pudo obviar encontrarse un tanto contrariado e inquieto. Parecía que esa chica joven tan supremamente atractiva le hiciera un guiño de seducción. «¿Estará bajo los efectos del alcohol o de algún tipo de droga?», se preguntó incrédulo. En su mente no tenía cabida la posibilidad de que esa chica estuviera flirteando. No es que Eduardo se considerara feo ni nada por el estilo, pero las mujeres no caían rendidas a sus pies con tan solo verle, precisamente, y menos un ángel como aquel.
Impertérrito, continuó con su tarea, al menos eso intentó, mostrándole un nuevo PC. Se sintió con fuerzas para bajar la mirada disimuladamente más allá de su bello rostro. Su vista se detuvo en seco en su pecho, donde aparecían turgentes bajo una ajustada blusa provista de un escote que más bien parecía un mirador en lo alto de una montaña. Se obligó a desviar la vista de aquellos sugerentes senos donde el escote provocativo dejaba poco a la imaginación, aunque tardó unos segundos en recomponerse y apartar la mirada de tan tentadora imagen. Fugazmente volvió a mirarla a los ojos y ella le dedicó una sonrisa seductora, donde podía leerse claramente: puedes hacer conmigo lo que quieras. Sintió el corazón estallar por los aires, incluso su alma se elevaba hacia el universo dando varios giros alocados en la inmensidad antes de regresar a su ser.
Pero Eduardo no daba crédito. ¿A ver si era él el que estaba drogado? Desde luego, si era presa de un sueño, pidió por favor no despertarse nunca. El acaloramiento y el nerviosismo se instauraron en él con rapidez, no tardando en responder con la misma moneda a sus sonrisas cautivadoras, embriagado por la pasión y prendado por un rostro espectacularmente primoroso. No podía perder la oportunidad de ligarse a una chica tan despampanante. Ya se veía en la cama de su habitación con esa diosa de carne y hueso. Con otra miradita constató que poseía un cuerpo delgado, como a él le gustaban, y también pudo comprobar que medía unos pocos centímetros menos que él. De momento, tuvo que abstenerse a mirarle el trasero y la figura en general, dado la nula perspectiva para ello. Pero ya encontraría el momento. Sentía deseos por hacerlo, por alguna razón intuía que estaría a la altura del resto del físico que había podido admirar.
Parecía un salido mental. ¿Y qué esperaba? Llevaba varios meses, o años, sin disfrutar de una buena compañía femenina. ¡Qué diablos, ni de una mala compañía tampoco! Sinceramente no recordaba el tiempo que había transcurrido desde su último ligue de fin de semana, pero le pareció algo tan lejano que hubiera jurado que ocurrió hacía una eternidad. Aparte, una mujer como esa sólo creía haber visto, en alguna ocasión, en las revistas para hombres. Se sobrepuso a todo este torrente de pensamientos para continuar con su trabajo.
—¿Le interesa alguno en particular? —preguntó Eduardo, con una sonrisa, una vez acabada su exposición de los modelos de PC que poseía en el expositor.
—Me gustaría, si tuviera un catálogo, tomarme mi tiempo para analizar las opciones —dijo sin dejar de sonreírle abiertamente.
—Sí, claro. Le entregaré uno. —Acto seguido cogió uno de los catálogos, a escasos pasos de donde se encontraba, tendiéndoselo a continuación. No pudo resistirse a mirar nuevamente su prominente escote, indisimuladamente, lo que pareció satisfacer a la chica, dada la expresión de su cara. Enardecido, a escasos centímetros de ella, pudo observar con una mejor perspectiva la fabulosa abertura de su camiseta que dejaba al descubierto gran parte de sus encantos. Un aroma embriagador asaltó sus fosas nasales, y un deseo arrollador le embargó por completo. Sintió un apetito carnal tan grande que estuvo tentado de poseerla allí mismo.
Ella carraspeó y se movió inquieta. Eduardo regresó al mundo real, avergonzado, superado por su apetito sexual despertado súbitamente por esa joven tan voluptuosa y divina.
—Aquí tienes una tarjeta con el número de teléfono de la tienda. Te he apuntado también el mío personal, por si acaso. Por cierto, me llamo Eduardo —se presentó confiado.
—Yo me llamo Gisela.
Eduardo se lanzó a darle dos besos de cortesía, sin poder desembarazarse de su imponente belleza.
—No pareces ser de por aquí. Por tu acento, me refiero.
—No, no, acabo de instalarme en la ciudad. Se me nota, ¿verdad? Soy catalana, de Figueres. —Una sonrisa eterna y una mirada tentadora parecían imborrables en su rostro.
—Oh, pues si quieres puedo enseñarte la ciudad —dijo, excitado ante la inminente posibilidad de volver a verla y de encontrarse en una situación más íntima.
Ella pareció un poco sorprendida y dubitativa, aunque por poco tiempo.
—De acuerdo —aceptó, jovialmente, con una risita traviesa, apartándose un mechón de pelo de un ojo—. La verdad es que poco conozco de Zaragoza. Y no conozco a nadie.
Era sencillamente preciosa, de verdad que lo era. Eduardo no pudo ocultar su felicidad ante esta respuesta tan espontánea. Unos segundos después habían concertado una cita para esa misma tarde, para tomar una copa juntos. Se despidieron, emplazándose en un bar no lejos de allí, pudiendo, ahora sí, observar con minuciosidad un trasero que bien podría haber sido moldeado por un artista genuino, brillante; un verdadero genio. Pudo ver su figura escultural, marchándose tras ponerse el abrigo con un caminar que albergaba una seguridad en sí misma aplastante, con un movimiento estudiado de caderas, que hizo resoplar a Eduardo, maravillado ante tanta belleza y sensualidad. Ella era consciente de su poder de atracción, y lo exprimía al máximo. Esa vestimenta tan ajustada y provocadora así lo corroboraba, y parecía disfrutar con la reacción que provocaba en los hombres, al menos eso le pareció a Eduardo. ¿Una mujer impúdica, devorahombres tal vez? Eso no le importaba, él tan sólo quería sexo, y con una mujer así, seguramente llegaría al éxtasis total, a un clímax nunca antes experimentado. Era tan hermosa, tan sensual, tan perfecta físicamente, que se sintió anonadado, y deseó que el sueño en el que parecía inmerso continuara un poco más, hasta la cita, por lo menos. Despertarse ahora sería un verdadero fiasco. Desde luego era lo más irreal que le había ocurrido jamás, siempre había tenido que esforzarse al máximo con las mujeres.
Eduardo regresó a su escritorio con una sonrisa tan grande que rompía las propias leyes de la física. Sin duda, la expresión «una sonrisa de oreja a oreja» nunca se había reproducido tan fielmente. Con todo su ser inmerso en un gozo sin parangón, se sentó en su silla giratoria y suspiró de placer. Qué sorpresas deparaba a veces la vida. Miró a su derredor fugazmente, de forma desinteresada. Fernando atendía a un cliente y Sara… Sara, su secretaria, le miraba fijamente, con el ceño fruncido. Notó que su enorme sonrisa se disipaba.
—Menos mal que se te ha borrado esa estúpida sonrisa de tu cara. Comenzaba a preguntarme cuántos segundos tardaría en dislocarse tu mandíbula.
—Muy graciosa —soltó, con retintín.
—Los hombres veis un escote y os volvéis locos —dijo entre risitas.
«Si tú te pusieras un escote así, me entrarían arcadas», se dijo Eduardo, sonriendo para sí.
—Si yo me vistiera tan ceñidita y enseñando tetas como esa… fresca, no tardaría ni horas en encontrar novio —afirmó convencida, regodeándose al imaginarlo.
Eduardo la miró fijamente, enarcando las cejas, asombrado por la ingenuidad de su secretaria. «Pero, hija de mi vida, ¿no tienes espejos en casa?». Acto seguido la vio levantarse y trajinar en la estantería que tenía tras de sí. Eduardo le echó un vistazo. Delgada, de estatura mediana y pelo pelirrojo rizado era lo único salvable de su aspecto físico. Sus ojos eran pequeños como dos botones de camisa, su nariz aguileña afeaba su rostro considerablemente. Después poseía unas caderas masculinas, no percibiéndose ni la más mínima curva en su figura. Los pechos eran normalitos, más bien pequeños. A todo esto había que añadir su gran poder para irritarse con una facilidad pasmosa. Era la persona más quisquillosa que hubiera sobre la faz de la tierra.
—Iba a tener que quitarme a los hombres de encima —aseguró, pareciendo no haber dado por terminada sus ensoñaciones—. A mis veintiséis años, esplendorosa como estoy. Ni horas, tardaba en encontrar novio. —Se volvió hacia Eduardo, con una expresión de convencimiento abrumadora.
Eduardo soltó un bufido para sí, y se hubiera echado las manos a la cabeza si no pudiera verle. «Pues ya puedes ir pensando en hacer una peregrinación y rezar ostentosamente a la Virgen de Lourdes, hermosa mía». Eduardo quiso olvidarse de su secretaria, que en nada se parecía a ese ángel que había conocido. De hecho, pensó si Sarita no sería una burda y chambona copia de mujer que el buen Dios, en un día malo, de borrachera tal vez, había creado. Después de unas cuantas carcajadas en silencio, Eduardo se quedó turbado. Él no era así, regodeándose en los defectos de los demás. Bastante tenía él con su propio físico, como para reírse de los demás. Aunque… ¡Claro!, ahora lo comprendía. Su ego había subido como la espuma, hasta límites impensables, a causa de la atracción física que pareció despertar en esa mujer de físico primoroso. «Ahora mismo me creo el rey del mundo. O sea, que estoy tonto perdido».
—Aunque hay que reconocer que la chica era muy guapa… —Sara parecía no dar fin a la conversación que, por otra parte, sólo ella mantenía.
¿Muy guapa? Casi era un insulto para Gisela. Gisela… Solamente mencionar su nombre le producía cosquilleo en el estómago. Jamás había sentido una atracción tal por una mujer, ni siquiera con Andrea, después de tres años de relación. Sin duda sería por su excelsa belleza. Era un rostro tan bello… tan… Ni siquiera tenía palabras para definirlo exactamente. Todas se quedaban cortas.
—Tenías que ver la expresión de tu cara desde que has visto a la reina de la provocación —recomendó burlonamente Sara, entre risas, sacando de sus ensoñaciones a Eduardo—. Estás con una cara de tonto… —recalcó, desdeñosa.
—¿Acaso no tienes trabajo, Sara? ¿O estás celosa? —preguntó con expresión pícara.
—¿Celosa yo? Definitivamente has perdido el juicio, jefe —contestó indignada. Se adentró en su trabajo con aparente concentración.
Eduardo casi hubiera jurado que ella se ruborizaba. Intentó centrarse en el trabajo pendiente antes de marcharse a casa a comer, pero comprobó que le era del todo imposible. Se sentía en un estado de nerviosismo e inquietud que no podía concentrarse en algo que ahora le parecían banalidades. Su mente no podía apartar el pensamiento de la cita inminente que esta tarde a las siete tendría lugar. Comenzó a tamborilear con sus dedos en el escritorio, recreando su imaginación el reencuentro. Con el mero hecho de imaginarla, su corazón comenzó a palpitar alocadamente, sin control, con desenfreno. La imagen de su rostro la tenía grabada a fuego en su mente. Volvió a pensar en la casi irrealidad de su hermosura. Aunque más irreal fuera el hecho de que él la sedujera de una forma tan inconsciente con su limitado atractivo físico. Esperaba no llevarse alguna sorpresa desagradable esta tarde. Comenzó a experimentar reticencia. Parecía un cuento de hadas. Aunque también había que admitir que sólo había conseguido una cita informal para tomar algo. Tal vez su imaginación había volado en exceso y había visto gestos en ella del todo fantasiosos. Tal vez, simplemente, ella se comportara cortésmente, y fuera risueña por naturaleza, como él mismo lo era. Posiblemente su mente había divagado al ver su extraordinaria hermosura, su pronunciado escote y sus curvas sugerentes. Más de uno podría perder la lucidez ante tal divina presencia.
Estos pensamientos le llenaron de dudas. Quizás no consiguiera nunca llevársela a la cama. Su ilusión y su júbilo se desmoronaron repentinamente dejando resignación y pesadumbre. Parecía devuelto a la vida real. Aunque había algo innegable: esta tarde volvería a verla. Su corazón volvió a galopar.