CAPÍTULO 8
Olarral, Navarra
Después de dos días nevando, por momentos copiosamente, el día había amanecido radiante, con un cielo azul inmaculado. Eder regresaba a casa de la vaquería tras haber ordeñado a las vacas. Era fin de semana y no abrían al público la carnicería. Le acompañaba su padre, que siempre le ayudaba. O casi siempre. Todavía recordaba el susto que se llevó hará unos días.
Asier, su padre, había desaparecido como por arte de magia. Después de recibir Eder la noticia de su madre, se marchó, lívido, en su busca. Fue al bar donde por las tardes su padre gustaba de jugar a las cartas. Allí tampoco estaba ni conocían su paradero. Eder, propenso a la angustia y a la consternación, en esta ocasión con aparentes motivos, comenzó a temerse lo peor. Pero ¿qué le podía haber sucedido? Intentó serenarse un momento. Por las mañanas su padre acudía directamente a la vaquería. Siempre lo había hecho. Y su madre no tenía constancia de que tuviera que atender cualquier otra necesidad. Entonces ¿dónde estaba? Recorrió el pueblo entero en su Nissan, preguntando a las gentes con las que se encontraba por las calles. Nada, ni rastro. La imaginación de Eder incluso describió la posibilidad de que hubiera sido raptado. ¡Santa madre de Dios!, se dijo. A los pocos segundos esa idea desapareció de su cabeza. Todavía mantenía la lucidez. ¿Quién iba a secuestrar a un pobre jubilado en un pueblo abandonado de la mano de Dios? Su mente no cesó ni un instante en elucubrar toda clase de posibilidades, incansable, inimaginable el poder de rondar incesante las ideas que le sobrevenían. Las horas se hicieron eternas para toda la familia. Nadie en el pueblo sabía algo respecto a su paradero, ni siquiera lo habían visto esa mañana. Al final, su padre apareció poco antes de la una del mediodía, como si tal cosa. Él desconocía por completo todo el revuelo que se había armado. Su mujer, al escuchar sus explicaciones, estuvo a punto de azotarlo como a un niño travieso. Este le contó que, yendo de camino hacia la vaquería, se cruzó con Basilio, un amigo del pueblo, que necesitaba su ayuda urgentemente. Debía ayudarle a sacar el motocultor con el que estaba trabajando de una acequia a la que había caído. Asier se quedó boquiabierto al percatarse de todo lo sucedido por su culpa. No pudo más que disculparse y maldecirse por no prever las consecuencias que podrían dar lugar a su misteriosa desaparición. Su poca consideración con sus seres queridos le turbó durante el resto del día.
Padre e hijo se bajaron del vehículo. Entraron en casa de Eder para disfrutar de un buen almuerzo como tenían costumbre hacer los fines de semana. La mujer de Eder, Janire, acababa de levantarse. Aprovechaba los días en que no debía atender la carnicería para no madrugar. Se estaba tomando un café con leche con galletas y unas tostadas bien ungidas de mantequilla.
—Buenos días, dormilona —dijo un sonriente Eder.
—Y tan buenos. Al menos parecen serlo —contestó Janire, inquisitiva e impaciente porque su marido se lo confirmase.
—Todavía hace bastante frío, pero se augura un buen día —anunció Asier.
—¿Buen día? Buenísimo. El viento está totalmente calmado y no se ve ni una nube. Hoy es un día genial para jugar en la nieve con las niñas. ¿Todavía están durmiendo? —quiso saber Eder, con ilusión manifiesta.
Janire asintió, comiendo con fruición. Eder se puso manos a la obra con el almuerzo. Freiría huevos, chistorra, panceta… Un almuerzo de campeones. Enseguida la cocina se impregnó del característico aroma embriagador no apto para dietistas, abriendo el apetito a los allí presentes, incluida Janire, pese a que acababa de desayunar. Cuánto daría ella por poder permitirse el lujo de almorzar esas exquisiteces. Pero su sentido común se lo prohibía. «Bastante gorda estoy ya», pensó con una mueca de disgusto.
Janire tenía treinta y cuatro años, y a pesar de que no era obesa, su complexión fuerte sumado a un trasero y senos de considerables dimensiones solían dejar temblando a la báscula del baño. Janire había terminado odiándola. Cuando se adentraba en el baño intentaba obviarla, luchando con todas sus fuerzas por no caer en la tentación de pesarse. Eso sí que era un suplicio; ver, irremediablemente, cómo la aguja subía a una velocidad endiablada y no cesaba en su empeño hasta detenerse en unos valores estratosféricos. Cómo desearía hacerla añicos. Aunque ese aparato no tenía la culpa de que su fisonomía fuese tan exuberante. Ni siquiera de jovencita consiguió estar delgada, ni atisbo de ello. Para colmo de sus males, era bajita, lo que acentuaba todavía más su exuberancia.
Padre e hijo, después de llenar la panza en demasía, dudaban en si podrían ingerir algo más antes de la cena. Mientras, las hijas de Eder animaron el ambiente en toda la vivienda. Ya se habían despertado y se vestían con la ayuda de su madre. Sus gritos y risas retumbaban en todos los rincones de la casa. Asier decidió marcharse a dar un paseo para rebajar su rebosante y saturado estómago.
Tras el desayuno de las niñas, Eder, Janire y estas salieron a la calle bien abrigados. Pese a que el sol se proyectaba en todo su esplendor, el invierno ya estaba lo suficientemente instalado como para que el frío se hiciera notar con creces. Todas las montañas que rodeaban el pueblo estaban cubiertas de un imponente grosor de nieve, lo que dejaba unas temperaturas ciertamente más bajas de las que el sol y la total ausencia de viento proclamaban.
Caminaron en dirección a las afueras del pueblo, donde poder jugar en el campo. A ambos lados de las calles la nieve retirada de la calzada se amontonaba, aprovechando las niñas para hacer bolitas y tirárselas entre ellas, incluso a sus padres de vez en cuando. Eder les devolvía alguna que otra bola de nieve, entre risas. En pocos metros llegaron a las afueras del pueblo, al otro lado de la carretera nacional, donde los caseríos se alzaban expandidos entre sí.
Eder comenzó, con ayuda de su esposa y sus divertidas hijas, a crear un gran muñeco de nieve. En el campo la capa de nieve oscilaba entre los veinte y los veinticinco centímetros, por lo que no fue difícil abastecerse para hacer realidad el deseo de las niñas. Se encontraban a los pies de una gradual ladera que ascendía hasta alcanzar una baja cima cubierta de árboles desnudos castigados por el duro e implacable invierno. El paisaje completamente verde había mutado a uno totalmente blanco, inmaculado, reflejándose con poderío los rayos de sol. El paraje resplandecía vigoroso y celestial. El silencio, allí apartados del mundanal ruido del pueblo, era sinfonía para los oídos. Los pájaros cantaban alegremente, satisfechos también por un día tan espléndido. Sólo el sonido de un tractor cercano turbaba la tranquilidad.
Eder Beramendi, de vez en cuando, levantaba su rostro frente al sol, para alimentarse de su poder, aspirando profundamente al mismo tiempo. Se deleitaba en días así, saboreando la vida que lugares como este regalan a los seres humanos. Las niñas, Ximena y Naroa, de once y siete años respectivamente, no dejaban de reír y correr de un lado para otro, con sus manos incesantemente rebosantes de nieve, arremetiendo entre ambas. «Qué día más maravilloso para los pobres», solía decir Eder cuando el cielo limpio de nubes y la ausencia de viento se unían en una esplendorosa jornada.
Una vez terminado el muñeco de nieve, los cuatro se apartaron un poco para mejorar la perspectiva. Se asemejaba bastante a la mascota de Michelin, grande y poderosa por sus formas y tamaño. Una bola de nieve impactó en la cara de Eder, ensimismado en el muñeco. Su hija mayor, Ximena, reía a carcajadas sin apartar su mirada en ningún momento. Naroa se sumió al instante. Eder, que inteligentemente había guardado sus gafas en el interior de su imponente cazadora térmica, emprendió un fulminante contraataque. Eso sí, tomándose su tiempo. Ellas, desde la distancia, tras hacer una retirada ante el contundente ataque de su padre con innumerables bolas de nieve, seguían riendo, jadeantes, vahando como si de trenes a vapor se tratasen.
—Sin gafas estás muy feo, papá —gritó Ximena para ser escuchada.
Janire soltó una carcajada.
—¿Que estoy muy feo? Pero qué se ha creído esta mocosa. —Sin perder la sonrisa volvió a arremeter con lanzamientos muy bien dirigidos.
—Es que no estáis acostumbradas a verle sin gafas. Además, si no se las hubiera quitado, ya se las hubierais roto —aseguró Janire, que recomendó a sus hijas que descansaran un poco antes de que se quedaran sin aliento—. Pero no es ese el mayor problema que tiene vuestro padre cuando no las lleva puestas —continuó, con una sonrisa pícara, una vez que llegaron ambas a los brazos de su padre.
—¿Y qué problema tiene? —preguntó la hija mayor muy seria, con gesto preocupado.
—Pues que tu padre sin las gafas no ve ni tres en un burro.
Ximena y Naroa comenzaron a llorar de la risa, contagiando a su madre. Eder, por el contrario, no parecía compartir ese desbordante regocijo.
—No hagáis caso a vuestra madre, es una exagerada —dijo con seriedad.
—Ya, ya —contestó Janire, con retintín—. Un día hace muchos años, cuando comenzamos a ser novios —se dirigió a sus hijas con elocuente entusiasmo. Las risitas de estas no se hicieron esperar— y todavía lo ocultábamos a nuestros padres, íbamos los dos paseando por las calles del pueblo mientras vuestro padre me daba besitos en la mejilla. —Las risitas de las niñas aparecieron nuevamente, sin dejar de observar a su madre con los ojos muy abiertos, con suma concentración—. Iba sin gafas porque se le había roto una patilla. Él le tenía un miedo atroz a mi padre, que era un hombre muy severo. Digamos que vuestro padre fue en su pubertad un chico… demasiado travieso, y en más de una ocasión vuestro abuelo estuvo a punto de darle unos buenos azotes por sus travesuras. Bueno, pues ese día, que iba dándome besitos por la calle, de repente le vi sobresaltarse y apartarse de mi lado de un brinco. Susurrando y cabizbajo me dijo que mi padre venía a lo lejos, que nos había pillado. Yo miré en todas direcciones y me quedé asombrada. Confundió a mi padre con un chico de unos quince años. —La risotada de Janire resonó poderosa en la tranquilidad del entorno—. Teníais que haberle visto, tan asustado que se puso tan blanco como la nieve.
—La verdad es que en la distancia se parecían —masculló un tanto avergonzado.
—Sí, claro —respondió su mujer—. Como pueden llegar a parecerse una naranja y un melón.
Las risas se alargaron un poco más, sobre todo las niñas, que reían divertidas ante la anécdota y ante el último comentario de su madre.