CAPÍTULO 7

Zaragoza

Pese a que la noche anterior se convenció de que al levantarse acudiría a la tienda de informática que poseía, no se vio con fuerzas ni con ganas de abandonar su domicilio ni por un instante. Ahora se encontraba de pie frente a la ventana del estudio, en el piso superior, observando el ir y venir de la gente, la mayoría aparentemente estresada, en una de las calles céntricas donde residía. Pasadas las once de la mañana, la ciudad rebosaba de actividad. Un auténtico hormiguero. De vez en cuando avistaba el cielo, un cielo encapotado, de un grisáceo tan oscuro que no hacía presagiar nada bueno. También su aspecto denotaba que estaba muy lejos de que el sol asomara en su corazón. Se sentía mortificado, melancólico. No había logrado evadirse de esta sensación desde el fallecimiento de su madre.

De pronto, sintió un deseo irrefrenable de abrir la ventana de par en par, de percibir el bullicio, de sentir el viento en su rostro. Obligado por ese impulso, abrió la ventana con ímpetu y aspiró con fuerza. Un contraste brutal azotó sus sentidos: un sonido ensordecedor de vehículos circulando, bocinas por doquier, gritos aislados y cientos de voces, un frío que le hizo estremecerse y una humedad compacta que se introducía por sus fosas nasales, anunciando lluvia inminente. A pesar del frío y de su escasa ropa para combatirla, se quedó allí, inmóvil, con los ojos cerrados, respirando profunda y pausadamente, intentando liberarse de los sentimientos que le afligían. Qué bueno ese aire fresco en su cara, en sus pulmones, despejando su congestionada cabeza, purificando su corazón tan maltrecho.

La noche había sido dura, muy dura. La desazón le tuvo maniatado, incapaz de escaparse de ella. Visitó varias veces la habitación de su madre, entre un llanto imparable y continuo. Parecía un masoquista, empecinado en repetir una y otra vez lo que más dolor le infligía. Su mejor amigo le acompañó hasta bien entrada la noche, cuando Eduardo decidió que ya era hora de acostarse, pasada ya la media noche. Estaba agotado, pero sentía un miedo espantoso a quedarse solo. Jorge se ofreció para dormir con él, pero no quiso que se tomara tantas molestias. También necesitaba estar solo.

Ahora le esperaba como nunca había esperado a nadie en su vida. Sentía ansiedad por verle, por tener su compañía. Jorge le aseguró que vendría por la mañana. La espera se hacía eterna. Aunque no estaba solo.

Susana Vélez, la asistenta, había llegado temprano, como era habitual en ella. Trabajaba con una disciplina y dedicación digna de mención. Había recibido sus inagotables muestras de cariño y comprensión tras la muerte de su madre. También estaba siendo de gran ayuda para él. Aunque, obviando ese sentimiento, por su mente pasó fugaz la posibilidad de prescindir de sus servicios. La contrató en su día para cuidar a su madre enferma, por lo tanto ya no tenía sentido sus servicios. Era cierto que también se encargaba de la limpieza de la casa y de cocinar, pero él se bastaba para ello. Sintió una gran pena por ella. Y por él mismo. Le tenía mucho cariño. Habían vivido juntos muchas horas, muchas alegrías y más penas de las que nadie debería padecer a lo largo de su vida. Era una mujer extraordinaria, casi tanto como su madre. «La mantendré en nómina un tiempo», pensó, henchido de alegría por ella. Se lo merecía. De hecho, se había ganado el cielo con creces.

Cerró la ventana, ya se encontraba mejor. Le había sentado maravillosamente bien el aire fresco y húmedo. Eso sí, posiblemente pillaría un catarro de órdago. Acercó una silla al radiador y se sentó tiritando, muerto de frío. Despedía una gran fuente de calor, pero no parecía suficiente. Se levantó raudo y se encaminó hacia su habitación. Una gruesa manta aliviaría el frío que inundaba su cuerpo. Volvió a sentarse en la silla junto al radiador, con la manta enfundada sobre sus hombros. Tardó unos minutos en que su cuerpo se templara.

Susana apareció con un zumo de naranja recién exprimido y un bollo de nata, con una pequeña sonrisa bondadosa, que desapareció al instante.

—¡Por Dios!, ¿te encuentras bien? —preguntó sumamente preocupada al verle de aquella guisa junto al radiador.

—Sí, sí. Es que he estado asomado en la ventana demasiado tiempo —aseguró, quitándole importancia con un gesto de la mano.

Susana reprimió la necesidad de sermonearle, bastante tenía ya el pobre chico. «Pero aun así, ¿a quién se le ocurre asomarse a la ventana en camiseta con el día de perros que hace?», pensó irritada. En muchas ocasiones no llegaba a comprender a la juventud de hoy.

—Gracias, Susana —aprobó al ver la bandeja, señalando la mesa del escritorio para que la dejara allí—. Como siempre, estás en todo.

—De nada. Pero ahora quiero verte levantarte de ahí y dejar la bandeja vacía. Llevas sin comer prácticamente día y medio. —Su tono duro surgía de su interior, de su corazón. Eduardo sabía perfectamente que le quería como a un hijo.

Eduardo se levantó de la silla con una media sonrisa y se encaminó decidido hacia el escritorio. Se sentó, sin desprenderse de la manta todavía, aferrada con mimo; todavía no había entrado completamente en calor. «Tal vez esto me ayude», pensó, con renovadas energías.

Susana lo miró antes de marcharse, henchida de felicidad al verle esa expresión en su cara que tan bien conocía, aunque distaba todavía del chico risueño que era. A pesar de lo dura que había sido la vida con él en los últimos cinco años, no había perdido la sonrisa y la alegría en ningún momento. Tan sólo en estos últimos días, como era lógico, sufrió un cambio drástico en su forma de ser. Susana tenía la certeza de que Eduardo había heredado la fuerza mental de su madre. Sin duda esto le había ayudado inestimablemente. Aun así, suponía que no habría sido nada fácil para él mostrarse risueño las veinticuatro horas al día durante los más de cinco largos años que duró la mortal enfermedad de Elvira. Era un chico tan cariñoso, tan bueno, con un amor infinito hacia su madre, y una dedicación a ella inimaginable, sobre todo para alguien tan joven. Se le saltaron las lágrimas y se marchó de la habitación antes de que él la viera flaquear.

Eduardo había recuperado un poco la entereza, el ánimo. Había sido un bálsamo el zumo y el bollo que le trajo Susana y el abrir la ventana al mundo. Se sintió con ganas de escuchar música, su gran aliada en momentos tanto de tristeza como de alegría. Era increíble lo que unas notas musicales acompañada de una voz melodiosa podían ejercer en su alma. Era, sencillamente, maravilloso. Siempre soñó despierto con que se convertía en cantante, en un cantante capaz de transmitir una retahíla de sentimientos tales como para emocionar profundamente a través de sus canciones. Cantaba para sí mientras el equipo de música las reproducía, incluso sin necesidad de estar escuchándolas. Poseía una memoria privilegiada para las letras de las canciones, aprendiéndolas con suma facilidad. Pero lo cierto era que se consideraba un cantante penoso. Sus cuerdas vocales no fueron diseñadas para tal fin, aparte de desafinar de una manera escandalosa. No, mejor no pensar en sus facultades como cantante. Le bastaba con poder disfrutar escuchándolas. Para él era un regalo de los dioses.

Antes de acomodarse en el sillón del salón de la primera planta, encendió la cadena musical de alta fidelidad. Rebuscó entre sus numerosos CD, incluso poseía una extensa colección de discos de vinilo. Le era imposible deshacerse de ese anticuado y extinguido formato musical. Cuántos recuerdos le asaltaban con el simple hecho de tenerlos entre sus manos, observándolos con anhelo.

Una voz a su espalda le sorprendió. Más bien le sobresaltó.

—Buenos días, Eduardo —dijo Jorge Salas en un tono jovial, sin llegar a ser excesivo, dadas las circunstancias. No quería aparentar felicidad. ¿Qué pensaría su amigo?

—Joder, me has dado un susto de muerte. —No hubiera hecho falta jurárselo, su expresión era elocuente—. Siéntate, estaba a punto de poner un poco de música.

Jorge se desplomó literalmente en el sofá, con un suspiro profundo. Se sentía cansado… No, más bien melancólico y carente de vitalidad. «Parezco un abuelo», se dijo, observando a su amigo trajinar afanosamente entre un universo propio de CD. Se intuían millares en las numerosas y repletas baldas de un enorme armario, cuidadosamente ordenados. Un vendedor ambulante sacaría el jornal de unos meses con todos ellos. «A mí no me vendría mal un dinero extra». Miró a su alrededor y no vio más que lujo en todo el mobiliario y decoración de la casa, en cualquier mínimo detalle. Sin duda, su amigo siempre había vivido en una situación acomodada económicamente. Incluso intuía que podría vivir sin necesidad de trabajar. Nada se sabía de la procedencia de tal fortuna. El padre de Eduardo procedía de una humilde familia de la ciudad. Y de la ascendencia de su madre no se conocía gran cosa. Su amigo le había contado que llegó sola a Zaragoza muy joven, nada más cumplir los dieciocho años. Lo que era evidente es que Elvira había llegado con el patrimonio bajo el brazo, aunque nunca pudo sonsacarle nada de sus abuelos maternos, indudablemente los responsables de la fortuna de la que siempre disfrutaron. Siempre había sido un misterio, y las habladurías todavía se mantenían en auge. Aunque nada se puede sacar en claro de ellas. El noventa y nueve por ciento de las habladurías son completamente falsas o convenientemente exageradas.

Le vio insertar un CD y sentarse a su lado con el mando a distancia. Evidenciaba una mejoría. Su expresión no irradiaba la misma amargura, la misma tristeza ni la misma aflicción que en el día de ayer. No es que aparentara estar para tirar cohetes, pero Jorge sintió un alivio en lo más profundo de su ser. Cuando en el día de ayer se marchara a su casa, le dejó en un estado casi vegetativo, con los ojos vidriosos y totalmente ausente. Se marchó tremendamente preocupado, con el corazón compungido.

—¿Qué tal lo llevas, colega? —preguntó en el tono más serio que encontró, respetuoso.

Eduardo le miró brevemente, e hizo un gesto de resignación.

—Bueno…, jodido pero agradecido. La verdad es que, pensándolo bien, estoy bastante mejor que hace una hora. —Le dedicó una sonrisa y una mirada elocuente.

—Se ve a la legua… Me alegro mucho. —Le dio unas palmaditas en la pierna, como muestra de apoyo, de amor.

Eduardo se acomodó en el sofá, recostando la cabeza hacia atrás, deleitándose con la música que invadía cada rincón del salón y penetraba por cada poro de su piel. Las notas y la voz sonaban limpias, claras, como si los músicos y el cantante estuvieran en el interior de la habitación dando un concierto privado tan sólo para ellos. Cerró los ojos y suspiró de placer al poder mantenerse tranquilo por unos instantes. Jorge le miraba de soslayo, comprendiendo que era mejor mantenerse en silencio, concederle ese momento de serenidad que parecía albergar.

Unos minutos después cruzó el umbral Susana, con un par de cartas en la mano.

—Disculpad mi interrupción, pero tienes correo, Eduardo. Y aunque no quiero parecer fisgona, hay una carta sin sello ni remite —anunció, arqueando las cejas mientras volvía a ojear la carta inmaculadamente blanca.

Eduardo, ante la irrupción de Susana, regresó al salón, que a pesar de encontrarse allí físicamente, su mente vagaba por algún lugar desconocido y recóndito. Tendió su mano y Susana depositó ambas cartas sobre la palma extendida. Eduardo echó un vistazo despreocupado a ambas, y se quedó un instante pensativo y extrañado por la carta a la que había hecho referencia la asistenta. Le dio un par de vueltas antes de dirigir su mirada inquisitiva a su amigo. Este se encogió de hombros. Con desgana la abrió rompiéndola literalmente, sin el menor cuidado. Una hoja plegada apareció en el interior. La desdobló y comenzó a leerla.

Jorge Salas no perdía detalle de su semblante, en busca de algún gesto que delatara de qué se trataba. Y, ante su sorpresa, pudo ver unas expresiones de lo más elocuentes y variadas. Pasó del asombro a la concentración y, finalmente, a la reflexión. Esperó, una vez que terminó de leerla, a que desvelara todos los detalles. Ahora mismo se sentía toda una maruja.

Eduardo Laborda pensó unos instantes. Dudaba en contárselo a su amigo. Qué duda cabe de que era su mejor amigo, pero aun así siempre le había ocultado lo poco que sabía al respecto. Ni siquiera ayer, cuando Jorge le vio reunirse con su abuelo y pretendió saber quién era, quiso revelarle su verdadera identidad. Ahora parecía decidido.

—¿Recuerdas ayer, una vez acabado el entierro, cuando abandonábamos el cementerio? —Jorge asintió no muy convencido—. El señor de pelo canoso que quiso hablar conmigo a solas.

—Sí, lo recuerdo. Parecía un hombre muy distinguido, y estoy convencido de que quien le acompañaba era un guardaespaldas. ¿Qué ocurre? —preguntó inquisitivo.

Eduardo no había reparado en la apreciación de su amigo, quedándose pensativo fugazmente. Después retomó la conversación donde la dejó.

—Es… —vaciló, pronunciarlo no era tan fácil—. Es mi abuelo —susurró, cabizbajo.

Jorge, sentado a su lado en el confortable sofá, se irguió como un resorte, mirándole con expresión de incredulidad.

—¿Que es tu qué? ¿Tu abuelo? Pero si me dijiste que había muerto —aseguró, confundido. Recordaba muy bien, ya desde la niñez, haberlo oído de su boca.

—¿Yo? —pareció preguntarse a sí mismo. Había olvidado tal cosa, aunque no le extrañó. Su madre jamás habló de él hasta que un día, por curiosidad, con dieciséis años más o menos, le preguntara por primera vez por sus abuelos maternos, descubriendo que su abuelo todavía vivía.

Carraspeó y se removió inquieto. Se avergonzaba por haber quedado como un embustero.

—Lo que ocurre es que mi madre me ocultó durante muchos años que mi abuelo materno seguía con vida —explicó, sin levantar su mirada del folio doblado, mientras jugueteaba con él entre sus dedos.

—¿Por qué, estaban enfadados?

—Es algo que desconozco. Quiero decir…, que, evidentemente, ocurrió algo que les separó para siempre. Al menos mi madre se separó de mi abuelo. Él parece que no quería. Pero desconozco lo que ocurrió. Mi madre, incluso a punto de morir, no quiso revelármelo. Tan sólo me advirtió de que me mantuviera alejado de él para siempre. Incluso me hizo jurarle en varias ocasiones que rehuiría de él como de la peste.

Jorge se quedó pensativo, con el ceño fruncido.

—Joder. Algo muy gordo debió de ocurrir entre ambos.

—Sí, desde luego. Lo que no he podido nunca comprender es por qué razón ocultarlo. A veces he creído que mi madre era la culpable de la ruptura; sería una razón para ocultar tan celosamente los motivos.

Jorge asintió reflexivo, y después de unos instantes, asintió esta vez con convencimiento.

—Es una buena hipótesis. Ahora puedes conocer la verdad. —Señaló con la mirada la carta—. Supongo que será de tu abuelo, ¿no?

—Elemental, querido Watson. Pero no, no puedo hablar con él. Se lo juré a mi madre. La última vez fue un día antes de que falleciera. Y la tenías que haber visto… Me suplicó con la mirada que le hiciera caso. Parecía hasta asustada. —El bello se le erizó al recordar a su madre. Su pobre y querida madre. Ya no estaba, se había marchado dejando una soledad y una tristeza en la casa que le hizo estremecerse a pesar de haber entrado en calor hacía ya bastantes minutos. Sintió una fuerza invisible oprimiéndole el pecho, en tanto que la pesadumbre volvía a adueñarse de él poco a poco.

Se levantó de un brinco antes de caer nuevamente en las fauces de la aflicción y la melancolía. Dejó el correo sobre la mesa y se dirigió presuroso a la planta baja, no sin antes preguntar a su viejo amigo si le apetecía tomar algo.

Jorge se quedó pensando en el abuelo de Eduardo. Comprendía a su amigo; le sería muy difícil romper el juramento, sobre todo estando tan reciente el fallecimiento de su madre. El misterio crecía. Si las chismosas del barrio tuvieran acceso a esta nueva información… Las habladurías se multiplicarían por cien. ¿Qué digo «por cien»? ¡Por un millón! Tenía el convencimiento de que elucubrarían auténticos disparates. Rio gustosamente ante esta idea, al recrearse en su mente la escena: tres o cuatro señoras entradas en años, dialogando atropelladamente, todas a la vez, con dedos acusadores, con los semblantes serios, mostrando sus innatas dotes de imaginación. Una risa casi inaudible surgió espontánea, silenciada por la música. Por otro lado, ahora tenía la confirmación sobre la procedencia de la fortuna. Como bien había imaginado, el padre de Elvira estaba forrado, al menos lo aparentaba.

Eduardo regresó con dos latas de Coca-Cola.

—Le he dicho a Susana que prepare un cubierto más —anunció a la vez que le tendía la bebida—. Te quedarás a comer, ¿verdad?

—No sé si llevaré tanto dinero encima. —Jorge comenzó a tantearse los bolsillos del pantalón, comprobándolo. No tardó en emitir una carcajada poderosa tras su broma.

—¡Serás capullo! —protestó Eduardo, aunque enseguida una sonrisa se dibujó en su rostro.

Ambos rieron durante unos momentos más, sobre todo Jorge, que incluso alguna lágrima tuvo que restregarse con la mano.

—Después de comer tendré que marcharme. Debo ponerme al día en el trabajo —comentó Jorge, que trabajaba como director en un hotel de la ciudad de cuatro estrellas. Desde que falleciera Elvira, quiso olvidarse del trabajo y volcarse totalmente en su amigo. Sin embargo, no podía obviar por más tiempo sus obligaciones. Por la mañana, temprano, había estado informándose por teléfono de las novedades laborales. Al parecer, todo marchaba sobre ruedas. Aun así, tenía trabajo pendiente.

Mientras escuchaban música y saboreaban la Coca-Cola, continuaron charlando vagamente a intervalos. Eduardo se esforzaba en no caer presa de la melancolía, y aunque estaba resultando vencedor de esa batalla, la tristeza y la amargura le llevaban del brazo. ¿No era eso algo lógico? Su madre había muerto hacía dos días. No transcurrían diez minutos sin recordarla. Todos los pensamientos parecían conducirle hasta ella, incluso estando en compañía. Una compañía que agradecía, y de la que no podría disfrutar por la tarde, lo cual le entristeció todavía más. Pero no quería ser egoísta, Jorge tenía sus obligaciones, y su vida, con sus problemas propios. «No soy el ombligo del mundo», se dijo.

Los dos amigos bajaron a la cocina para indagar en qué estado de preparación se encontraba la comida. Susana trajinaba en la cocina como pez en el agua, canturreando en susurros mientras iba y venía con energía. Ella, al verlos, les miró con gesto inquisitivo.

—Tranquila, mujer, no venimos a espolearte en tus tareas —dijo Eduardo al ver su expresión—. Tal vez vengamos con ánimo de cortejarte. —Una sonrisa pícara se abrió en su rostro.

Susana, sin desviar la vista del picadillo de carne que estaba preparando, soltó una risita escandalosa, que hubiera rivalizado con el canto de un gallo.

—Yo ya soy mayor para vosotros… —contestó divertida.

—Pero, Susana, el amor no tiene edad —replicó con seriedad, acercándose.

Susana asintió con energía y convencimiento, sin apartar la vista del picadillo.

—Pues llegas tarde, ya estoy casada —prosiguió el juego, encantada.

—¡El amor no posee límites! —aseguró Eduardo con énfasis, teatralmente.

Susana rio al observarle, tan serio y cómico a la vez, dándose un fugaz respiro en su trabajo.

—Ay, si te oyera mi marido… Además, no creo que sea de tu tipo. Sé de buena tinta que te gustan más delgaditas.

—¡El amor es ciego, Susana! —replicó con efusividad, pareciendo recrear a Romeo en una obra de teatro. No pudo reprimir por más tiempo su escenografía y rompió a reír a carcajadas, contagiando a su amigo y a la propia Susana, que disfrutaba como una colegiala. Duró varios minutos hasta que cesaron completamente las risas y las bromas. Qué bien se siente uno riéndose. Es la mejor terapia ante cualquier dificultad o problema.

—Ahora están de moda las mujeres delgadas, cuanto más mejor —reanudó la conversación Susana, ahora con seriedad, dedicándole una mirada acusatoria a Eduardo.

—Que sepas que no soy al único hombre en el mundo que le gustan las chicas delgadas —confirmó al darse por aludido, con aire divertido.

—Lo sé, lo sé. A alguna de esas chicas, que tanto os gustan, cualquier día se las llevará el viento… —dijo en tono irónico. El fuerte viento en Zaragoza era famoso, soplando en ocasiones con una fuerza descomunal. Siempre daba pie a ejemplos disparatados.

‡ ‡ ‡

Eduardo, después de una comida reconfortante por el jovial ambiente que reinó, se quedó solo en casa. Su amigo, tal y como anunciara con anterioridad, se marchó al trabajo, y Susana, después de recoger y limpiar la cocina, se marchó a casa. Él mismo le dio el resto del día libre. Susana, en un primer momento, no pareció muy convencida de dejarle solo durante el resto del día, pero finalmente se marchó más tranquila al verle que avanzaba despacio pero firme hacia la salida del túnel en el que estaba inmerso tras la pérdida de Elvira.

Se sentó en el sillón del salón del piso superior y volvió a reproducir el CD que escuchara junto a Jorge. Cerró los ojos y buscó un poco de calma en su interior en pos de dormir un rato. Había pasado la noche prácticamente en vela y necesitaba una siesta reparadora. Enseguida comprendió que le sería imposible. Una inquietud interior parecía asolarle con ímpetu. Resopló ante la turbación que le apartaba de la serenidad suficiente como para abandonarse al sueño. Abrió los ojos, irritado. La tarde se le antojaba larga, aburrida y triste. No podía quedarse allí encerrado alimentando el dolor de su corazón, al que todavía lo sentía tremendamente malherido. De pronto recordó la carta de su abuelo. Era una buena manera de esquivar su aflicción. Debía mantener su mente ocupada. Se levantó con parsimonia, cansado física y mentalmente, y cogió el sobre de encima de la mesita. Volvió a sacar la hoja plegada de su interior y comenzó a releerla:

Hola, Eduardo. Sé que no es el momento adecuado, pero mi corazón necesita recuperar la parte que perdió hace muchos años. Demasiados.

No quiero saber, ni es mi intención, lo que a tus oídos habrá llegado en lo referente a mi persona. Sinceramente, no me importa. Tu madre, que en paz descanse, rehuyó de mí para siempre, llevándose consigo una parte de mi corazón. Cuántas veces habré intentado una reconciliación que nunca he conseguido. Quiero que sepas que a tu madre la quise más que a nada en el mundo y, pese a nuestras discrepancias y su eterna indiferencia hacia mi persona, la he seguido queriendo desde la total incomprensión y lejanía. Nunca dio su brazo a torcer y nunca podré abandonar este tormento que siento por no haber sido capaz en vida de obtener su clemencia. Moriré con esa espina clavada en mi corazón. Mas no hay marcha atrás. En el cielo, si Dios quiere, me reuniré con ella y, tal vez, tenga la oportunidad de recuperar casi toda una vida rechazado por tu madre. Sólo quiero que intentes ponerte en mi lugar. Mi sufrimiento es tan grande, eterno ya, que no sé si podré soportarlo. Sólo me quedas tú, mi única familia.

Lo único que te pido es una oportunidad. Oportunidad de conocerme, incluso de juzgarme, si así lo deseas. Creo que no pido tanto. No sabes quién soy, ni cómo soy, ni qué hago. No sabes nada de mí, como tampoco yo de ti. Fue el deseo de tu madre y yo respeté esa decisión, pese a la aflicción que sentía por ello. Tan sólo sabes de mí lo que te han contado. Recuerda que entre dos personas siempre existen dos puntos de vista, dos versiones de la realidad. Tú conoces una, deja que yo te relate la otra, y podrás obtener conclusiones fidedignas. Por favor te lo pido, piensa en ello, reflexiona objetivamente. Te lo suplico. Sólo tú puedes acabar con mi tormento. No rehuyas de tu propia familia. Llevamos la misma sangre corriendo por nuestras venas.

Con la esperanza y el deseo de que pronto nos volvamos a ver.

TE QUIERE, TU ABUELO

Dobló la carta con excesiva lentitud, como si necesitara de toda su concentración para hacerlo. Suspiró contrariado. Inexorablemente le vino a su mente la imagen de aquel hombre que conoció a la salida del cementerio. Su abuelo. Su enigmático abuelo. Recordó perfectamente sus rasgos. Lo que más le intrigó fue su aparente «juventud». No parecía mucho más viejo que su madre. Sin duda, se conservaba excelentemente bien. Era más bien bajito, pero transmitía una grandeza abrumadora. Su voz, serena y poderosa a la vez, junto con una mirada perspicaz, le conferían una inteligencia y una aura de distinción. Aparentaba poseer buena salud, con su cuerpo tan erguido como si un cable invisible atirantara de su cerviz. Vestía un traje muy elegante, posiblemente carísimo. Era la fiel imagen de una persona rica y distinguida. Tal vez muy rica. Incluso poseía guardaespaldas, según la apreciación de su amigo. Sí, sin duda, daría cualquier cosa por parecerse a su abuelo a su edad.

Ahora este pedía una oportunidad, sin reglas ni condiciones. Confesaba querer a su madre a pesar de su traición. Dudó en la veracidad de sus palabras, pero recordó perfectamente su mirada sincera el día que lo vio. Le pareció afable, incluso bondadoso, y sobre todo sincero. Esa era la palabra: sincero. Además tenía la posibilidad de conocer la verdad sobre la ruptura con su madre. ¿Y si ella fue la culpable? ¿Y si era ella la que hizo algo deshonroso para la familia? Tendría sentido: por ese motivo nunca hubiera querido contarle los hechos. Las dudas comenzaban a avasallarle. Sin embargo, en la carta no hacía referencia a esta posibilidad. Su abuelo aseguraba que estuvo intentando por todos los medios la reconciliación. Si su madre hubiera sido la culpable de la ruptura, supuestamente tendría que haber sido ella la que intentara reconciliarse.

Estaba hecho un lío. Sentía un nerviosismo ilógico. Su abuelo le había causado muy buena impresión, y el texto de la carta no hacía más que corroborarlo. No podía alojar su abuelo algo tan cruel y malvado como para denegarle conocerlo. Durante estos últimos años estaba seguro de que su madre exageraba en exceso. A su mente le vino, en una décima de segundo, el rostro angustiado de su madre, asustada, durante el último juramento al que fue obligado. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Recordó perfectamente el vaticinio de su madre, que él creyó fantasioso en ese momento. Sin embargo, su madre no se equivocó: su abuelo apareció en su vida en cuanto Elvira murió. Una interrogante se plasmó en su mente: ¿cómo se enteró su abuelo tan rápidamente del fallecimiento de su madre? Qué ocultarían padre e hija, hija y padre.

Ahora, tras estos últimos recuerdos, pareció volver a recobrar la seguridad de la que no debía haberse desviado ni un ápice. ¿Cómo iba a quebrantar su juramento? Hubiera dado la vida por ella. Un convencimiento aplastante le sobrevino finalmente, dejando zanjado el tema. Nunca, NUNCA, rompería ese juramento.