CAPÍTULO 6
Barcelona
La imponente limusina blanca circulaba a gran velocidad por la autopista, a pocos minutos de llegar a su destino. Se encendió un habano y se sirvió una copa de brandy para quitarse el regusto amargo que le había dejado su visita a Zaragoza. El viaje, a pesar de hallarse envuelto entre lujo y confort, estaba resultando tedioso, cavilando en las alternativas que le quedaban. Pese a que resultó suceder lo que esperaba, Nicolau Medina se había hecho ilusiones sobre el encuentro con su nieto. Había tenido la certeza de que Elvira hablaría mejor de una sanguijuela que de él, pero había albergado esperanzas de, una vez cara a cara, poder convencerle en reconsiderar pertenecer a la familia. Su familia. Pero había fracasado, al menos, en el primer intento.
No pudo obviar el recuerdo de su hija fallecida. Habían pasado muchos años desde que se marchara de su hogar, tremendamente dolida, enfurecida, horrorizada y decepcionada con él. Todavía sentía aquel lejano día como si fuera hoy, despedazándole el corazón. Todavía la quería, pese a que ella rehuyó de él el resto de su vida y se encargó de que su nieto le obviara mientras ella viviera. De nada sirvieron sus súplicas, las importantes cantidades de dinero que le concedió tanto el día que contrajo matrimonio como el día que nació Eduardo. Para su propia hija, él había muerto. Ella nunca comprendió su linaje, su deber. Cómo le hubiera gustado que hubiera tomado otro camino, que hubiera escrito un texto diferente en su destino, que nunca hubiera abandonado a su familia, a su padre. Se masajeó las sienes, no se sentía con fuerzas de seguir recordando a su hija, sobre todo después de haber asistido a su funeral.
Le sobrevino nuevamente la frustración al recordar a Eduardo. Sin embargo, recordó gratamente su gran parecido físico. Le pareció estar ante un espejo en su juventud. Pero inmediatamente esa alegría manifiesta en su interior se evaporó, mutando en punzadas en su corazón. Esa desilusión por el desencuentro con su nieto, acrecentó más todavía su ira por el humillante episodio recientemente vivido con Marcos Sánchez. Lo tenía grabado en su retina, y cada vez que recordaba aquellos hechos, un fuego parecía arder con fuerza en su estómago. Los ardores duraban horas. Así que decidió acabar de una vez: iba directamente hacia la generosa vivienda que poseía el presidente de aquel grupo internacional de hipermercados a las afueras de la ciudad. Necesitaba saciar su ira, recuperar su honor.
Con anterioridad ya había ordenado que indagaran en profundidad la vida de Marcos. Ahora conocía cada detalle de su vida cotidiana. Vivía junto a su esposa; los hijos se habían independizado. Con un poco de suerte su plan saldría a las mil maravillas. Ordenó llamar a sus otros dos guardaespaldas, que solían encargarse de la seguridad de su mansión, para reunirse con ellos cerca de la vivienda de Marcos Sánchez.
En el coche viajaban el chófer, Mikel, de cuarenta y un años, nacido en Bermeo, Vizcaya, que también ejercía la labor de guardaespaldas, y Cosmin Moldovan, su sombra. Cosmin no se separaba nunca de Nicolau, siempre alerta. Era el jefe de los guardaespaldas. Nació en Craiova, al sur de Rumanía. Treinta y tres años de puro músculo, alto, imponente y atlético, con un imperturbable rictus de seriedad. Solía llevar gafas de sol, ocultando unos ojos penetrantes y una mirada intimidatoria.
Cerca de la casa de Marcos se reunieron con los otros dos guardaespaldas, continuando el recorrido en ambos coches. Eran las nueve de la noche de un día invernal en un barrio tranquilo y apartado, de clase alta. Nicolau bajó de la limusina con la frente arrugada, cabreado por todo lo imaginable e inimaginable. La fría noche, pese a la ausencia de viento, le helaría todos los huesos en cuestión de minutos. Pese a su salud de hierro, comenzaba a acusar sus ochenta y dos años.
No se veía un alma por la calle, momento propicio para actuar. Con un gesto, Nicolau ordenó que comenzara la fiesta. Sergio Nogués, el encargado de la seguridad de la mansión de Nicolau, marchaba delante. Los cuatro guardaespaldas vestían traje oscuro con americana, e iban armados. Daniel Cervera, el más joven de los cuatro, llamó al timbre. Mikel y Sergio se colocaron a ambos lados de la puerta, ocultos tras las esquinas de las jambas. Nicolau y su sombra, Cosmin, vigilando el entorno, se mantenían a los pies de la escalinata. Marcos Sánchez abrió la puerta con decisión, de par en par, confiado inconscientemente en la seguridad de una hora todavía temprana. Como si los malhechores no debieran actuar hasta bien entrada la madrugada.
Sin apenas tiempo a preguntar por el motivo de la visita, Sergio y Mikel se abalanzaron sobre él con precisión y determinación. En un abrir y cerrar de ojos le tenían inmovilizado y silenciado. Rápidamente entraron en la vivienda Nicolau y el resto de su séquito, por si alguien en los alrededores reparaba en ellos. Con las muñecas esposadas y con un poderoso guante de cuero negro tapándole la boca, tenían el camino libre para ocuparse de su esposa, que no tardaría en preocuparse por la tardanza de su marido. Daniel Cervera fue en su busca. No le fue difícil encontrarla, sentada plácidamente en un sofá del salón, con el televisor a todo volumen. Se acercó sigilosamente, aunque podría haber taconeado con vehemencia sin que ella se percatase. Por suerte la puerta no se encontraba en el campo directo de visión de la mujer y esta adoptaba una máxima concentración en la enorme pantalla; todavía le fue más sencillo que encontrarla.
En décimas de segundo la hizo presa. Se posicionó detrás, y le asió con fuerza el cuello con su poderoso brazo derecho, en tanto que con la mano izquierda cubría la boca ante la posible necesidad de pedir auxilio. Seguidamente entraron a un estupefacto y maniatado Marcos, horrorizado ante los acontecimientos. Estaba aterrorizado por la posibilidad de que los ladrones le hicieran daño. Suplicaría que robaran todo lo que quisieran, a cambio de salir indemnes. Pero todo cambió cuando ante sus ojos apareció la figura de Nicolau Medina.
—Voy a quitar mi mano de tu boca. Si gritas, mataremos a tu esposa —advirtió con tono amenazante Sergio, al que Marcos pudo ver una fina cicatriz en su mejilla. Mikel, asiendo un cuchillo enorme, se colocó al lado de su esposa, que seguía sentada en el sofá, firmemente agarrada del cuello por Daniel, a su espalda detrás del sofá. Parecía estar a punto de explotar, con su rostro de un rojo intenso, posiblemente por la excesiva potencia aplicada por el brazo que rodeaba su cuello, que ejercía como una enorme tenaza.
—Daniel, la estás ahogando —recriminó Cosmin Moldovan. Daniel se apresuró a liberar levemente su cuello. Con toda la excitación generada no se había dado cuenta.
Sergio Nogués retiró su mano enguantada de la boca de un incrédulo Marcos, que no podía desviar la vista de Nicolau.
—¿Pero qué demonios es esto? —le preguntó, con incipiente ferocidad.
Cosmin se encargó, de un puñetazo en el vientre, de bajarle los humos. Marcos se dobló, con la respiración entrecortada. Nicolau refulgía odio. ¿Cómo se atrevía nuevamente, en la situación que se encontraba, a encararse arrogantemente contra él? Detestaba a la gente que creía que su alto estatus social le hacía superior al resto de humanos. Ya se encargaría de darle una merecida lección, y gratis.
—¿Crees que puedes mancillar el nombre de mi familia con total impunidad? —dijo con su habitual voz grave y poderosa, herida ahora en su orgullo—. ¿Crees que puedes acudir a mi despacho a insultarme y humillarme? Maldito sapo asqueroso y repugnante, vas a saber quién es Nicolau Medina. —Se volvió hacia la mujer—. Quiero que sepas que todo esto es gracias a tu marido, para que lo tengas presente en todo momento. Espero que le des las gracias en su momento.
—¿Pero qué es lo que quieres de nosotros? —preguntó Marcos con voz queda, con respeto, asustado.
—Quiero ver en tus ojos un sincero arrepentimiento.
Marcos frunció el ceño unos instantes, pareciendo reflexionar sobre ello.
—¿Tu orgullo y tu arrogancia te lo impide? —Una sonrisa amplia se dibujó en el rostro de Nicolau, que contrastaba con la ira centelleante que sus ojos refulgían—. ¡De rodillas! —gritó en un estallido de rabia.
Marcos le miró un instante, vacilante a obedecer. Cosmin Moldovan le ayudó a borrar sus dudas. Le asestó un rodillazo en su enorme barriga con tanta fuerza que cayó de rodillas, emitiendo unos gemidos sordos, retorciéndose de dolor. Su mujer forcejeó para liberarse de las garras de su agresor, pero le era imposible zafarse. Enseguida sintió que volvía a oprimir más fuerza sobre su cuello, desistiendo al instante al tener la seguridad de que podría asfixiarla sin mayores problemas.
Mientras, Nicolau seguía deseoso de venganza. No había descendido ni un ápice su cólera y su odio.
—¡Quiero oírte suplicar, implorar, humillarte ante mí! ¡Y lo quiero ya!
Marcos Sánchez comenzó a sollozar espasmódicamente, manteniéndose a cuatro patas tras el brutal rodillazo, obedeciendo las órdenes de aquel demente que parecía haber perdido la razón. Tal vez, desde luego, Marcos necesitara una cura de humildad, pero esto ya parecía traspasar los límites de la racionalidad. En su mente albergó la posibilidad de que tan sólo se trataba de asustarle, aunque ahora estaba más concentrado en satisfacer el enorme ego que parecía envolver a Nicolau.
El televisor parecía ajeno a lo que allí acontecía, mientras la voz del presentador de un informativo, perseverante en su discurso, envolvía la sala con unos decibelios desproporcionados. Si vivieran en un humilde bloque de pisos, ya se hubiera encargado algún vecino de llamar a la Policía por tan escandaloso volumen.
Nicolau le vio llorar como un bebé, suplicándole perdón, humillándose ante él, besándole los pies con vehemencia. Todo esto hizo calmar parcialmente su ira, pero no del todo. Necesitaba algo más, imponer su ley, estampar su sello personal. Pertenecía a un linaje supremo, descendiente directo de Vlad Draculea. Ordenó a Sergio que le sujetara, alzándole la cabeza para que pudiera ver con nitidez a su mujer. Nicolau hizo un gesto con su cabeza, y Mikel, sin vacilar, procedió. Apuñaló con su cuchillo en la yugular de la mujer, en una décima de segundo. La sangre comenzó a brotar irremediablemente. Marcos soltó un aullido silenciado por la mano enguantada de Sergio, que previó este hecho. Fuera de sí, arremetió contra Sergio para zafarse, que se vio sorprendido por tanta fiereza, pero en pleno forcejeo llegó el implacable Cosmin Moldovan, que de un puñetazo en los riñones hizo que nuevamente se desplomara hecho un jirón.
Marcos Sánchez se retorcía en el suelo de dolor, no tanto por el físico a causa de los golpes recibidos, sino por uno mucho más fuerte. Su mujer se desangraba sin remisión. Era presa de la histeria, llorando enrabietado e impotente. Recordó las palabras de Nicolau a su esposa: «Espero que le des las gracias en su momento». Su esposa se estaba muriendo con la certeza de que era por su culpa. Ella no sabía nada al respecto, tan sólo lo que Nicolau le aseguró. No podía aguantar ese dolor que en lo más profundo de su ser le estaba carcomiendo las entrañas. Con letras grabadas en fuego, se reproducía continuamente en su cabeza: mi esposa ha muerto culpándome de ello. Lloraba a mares, viendo los ojos desprovistos de vida de su mujer. Dios, qué dolor tan insoportable.
Nicolau Medina observaba minuciosamente cada gesto, cada expresión, cada sentimiento que Marcos mostraba. Sentía su poder como si de un dios se tratase. Le veía retorcerse de dolor, una aflicción más aguda y terrible que cualquier tortura física podría infligir. Ya podía respirar tranquilo, había saciado su sed de venganza, el nombre de la familia Draculesti volvía a estar inmaculado. Qué orgullosos se sentirían sus antepasados si pudieran verle en este momento tras un triunfo tan aplastante.
Se regocijó un poco más en el sufrimiento de Marcos, saciando con creces su cólera. Finalmente, Cosmin, tras la orden de Nicolau, apuntándole a su cabeza tras haber acoplado el silenciador, disparó su arma, desparramando sus sesos por el suelo.
Nicolau se marchó junto con su chófer y su inseparable guardaespaldas de confianza, ordenando a Sergio y a Daniel que desvalijaran la casa, poniendo patas arriba todo el mobiliario. Debían aparentar un robo. Su ingenio le provocó una carcajada interior. Ahora tan sólo faltaba resolver lo que tantos años llevaba esperando ejecutar. Se consoló pensando que algo bueno albergaba la muerte de su, a pesar de todo, querida hija. Ahora tenía vía libre para alargar sus tentáculos, una vez caídos los muros que su propia hija había levantado contra él.