CAPÍTULO 52
La gélida brisa hacía danzar el follaje de los árboles al mismo compás, en un sonido apagado pero audible. Las densas y compactas nubes blancas amortiguaban los rayos del sol y la temperatura. Todo lo demás estaba inundado de un silencio y calma absoluta, casi irreal. El cementerio de la localidad era coqueto, en una simbiosis perfecta de nichos y árboles, estos de un follaje tupido y verde, que tanto le enamoraban a Eduardo Laborda. Caminaba despacio, con andar cansino, buscando la localización del nicho de su amigo Eder Beramendi. Habían oficiado, pocos días antes, su entierro, pero sabía que su cuerpo no se hallaba en ese cementerio, el cual probablemente hubiera sido devorado por la sosa cáustica en la mazmorra del castillo; pero aún así, quiso visitar su lugar de descanso espiritual, un lugar físico donde poder despedirse adecuadamente de él. No había podido hacerlo en vida, y sintió una necesidad angustiosa poder rezar en su tumba. Seguramente, aunque sus restos no se encontraran allí, él le observaría desde algún lugar en el infinito. Había conseguido una autorización judicial para salir de casa, de su arresto domiciliario por haber destruido pruebas y obstaculizado un caso policial de homicidio. Habían transcurrido cinco días desde que perdiera los cabales y se liara a martillazo limpio con el sepulcro de aquel ser tan abominable, al que finalmente consiguió vencer. Para él, no fue un castigo el arresto domiciliario que le impusieron hasta que se emitiera el juicio, dado que había conseguido librarse de aquel ser malévolo que albergó en su interior durante días, aunque para él parecieran años. Tampoco podía quejarse de su destino, al haber engañado, al menos por ahora, a la Policía de su verdadera matanza que perpetró guiado por el demonio que se instauró en su cuerpo durante el ritual. Todas las pruebas e indicios parecían señalar hacia su abuelo y su hija, los verdaderos culpables, junto con sus antepasados, de infinidad de muertes a lo largo de los últimos quinientos años. Al fin y al cabo, había aniquilado a una alcurnia demente y asesina, la cual nunca más seguiría perpetrando aquellos espantosos crímenes. Él era el único descendiente en vida, y se aseguraría de que, si llegaba a tener descendencia, no conocieran absolutamente nada de la espantosa leyenda que atesoraba su linaje, ni del antepasado tan famoso y controvertido. Nada de aquello traspasaría la frontera de su recuerdo. Nada.
Absorto en esos pensamientos, recorriendo con la mirada cada nicho, se sobresaltó al ver la fotografía de Eder. Fue como recibir una patada en el estómago. Sabía que se encontraría con su nicho, con su foto, pero no estaba preparado. Dos grandes ramos de flores, que ni siquiera se fijó en el tipo o color de estas, cubrían casi por completo la lápida del nicho, a excepción de una fotografía de tamaño mediano que supuso era reciente. Era tal como le recordaba. La bilis comenzó a ascender lentamente, junto con la agonía. Las lágrimas no tardaron en emerger, tímidas al principio, desaforadas después. El sentimiento de culpa comenzó a hondar en su alma, escarbando como si se tratara de una manada de perros enloquecidos en busca de un trozo de carne sepultado bajo tierra. Se sentía culpable de su muerte, él lo había llevado hasta la boca del lobo, hasta la morada del diablo. Si no le hubiera conocido, si no hubiera necesitado de su ayuda para lograr destapar los horribles actos de su abuelo, él seguiría con vida, felizmente casado y con dos niñas preciosas. Fugazmente el recuerdo de ellas le taladró el corazón con vehemencia. Imaginó el tremendo dolor y sufrimiento que padecerían, sin su marido, sin su padre, para el resto de sus vidas. Los sollozos fueron creciendo sin impedimento. Lloraría hasta que no quedara ni una gota en su interior, hasta que las heridas se cerraran y cicatrizaran. Se sentía un despojo humano, un ser despreciable. Estaba muerto por su culpa, y su alma ni siquiera tendría descanso eterno al hallarse el féretro tan vacío como lo estaba su corazón en ese mismo momento.
—Eder, perdóname —susurró con voz temblorosa, aumentando todavía más los sollozos, entre gemidos lastimeros que hubieran erizado la piel hasta del hombre más frío e insensible del mundo. Se abandonó a su agonía con ansia, como si de un masoquista se tratara. Necesitaba evadirse de su culpa, necesitaba su perdón.
Tras haber llorado a mares durante un tiempo indefinible, se marchó hacia el coche de su buen amigo Jorge Salas, el cual esperaba en su interior. Fue caminando como alma en pena, como si llevara a cuestas todo el dolor que inundaba el mundo. Por más que quería, no se perdonaba la muerte de Eder. Avanzó por pasillos solitarios entre un sinfín de nichos y tumbas, envuelto en un manto de tristeza y aflicción. Se obligó a cambiar su estado emocional al recordar que debía ser feliz por haber acabado su pesadilla. Encontró, en el fondo de su alma, aquel júbilo olvidado por haber ganado la partida al mismísimo Satán. Pasaron en una décima de segundo todos los recuerdos de aquella funesta, trágica y demoledora experiencia sufrida en las profundidades del castillo. Cuando comenzaba a templarle la felicidad tras haber sobrevivido a todo aquello, un sombrío pensamiento, a decir verdad, dos, le asaltaron por sorpresa: tampoco se perdonaría, jamás de los jamases, el haber roto el juramento a su madre en el mismísimo lecho de muerte. En ocasiones supuso que toda esa pesadilla vivida era un castigo por ello, aunque al final siempre lo desestimaba. Su madre, por muy enfadada que estuviera allá arriba, que lo estaría, nunca consentiría hacer daño a su amado hijo. No obstante, tal vez fuera un castigo divino por su imperdonable acto. Lo que era evidente es que aquel pensamiento tan doloroso le perseguiría el resto de sus días, acompañándole de la mano regularmente. El otro pensamiento que surgió tan repentino como inesperado fue el recuerdo de Gisela, la que en realidad se llamara Mireia. No podía olvidar su traición, pero menos todavía, a ella, a aquella diosa perfecta físicamente que consiguió que perdiera el control de su vida. Había estado enamorado de ella como nunca lo había estado ni lo estaría de ninguna otra, podía asegurarlo sin miedo a equivocarse. Esa hipnotizadora y desmedida belleza y su encanto natural podían inducir a un hombre a la locura. Maldecía en que toda aquella historia de sexo desenfrenado y relación sentimental creciente sólo fuera un puro espejismo, una ficción, un sueño perfecto. La traición, aún punzante en su debilitado corazón, era secundaria. Nunca creyó conocer a una mujer así, que hiciera tambalearse todos sus principios, sus creencias más arraigadas. Nunca creyó que existiera una mujer perfecta, capaz de enamorarle locamente. Maldijo haberla conocido, como haber conocido a Nicolau Medina, ambos protagonistas principales de una historia irreal y tortuosa, una pesadilla atroz convertida en realidad.
Llegó hasta el coche agotado, con el alma por los suelos. Entró en él pesadamente, con un suspiro profundo. Cerró la puerta y percibió el calor de la calefacción del vehículo. Su amigo, su mejor amigo, Jorge Salas, le esperaba sentado al volante, con un gesto de comprensión y amor infinito. Eduardo le miró con su semblante carcomido por el dolor y la autotortura.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Jorge con voz acaramelada, con la mirada inquisitiva, el ceño fruncido y el gesto tenso por la preocupación, tal vez por el dolor que Eduardo le trasmitía.
Eduardo asintió con gesto agradecido.
—Volvamos a casa —dijo con voz queda. Mientras Jorge inició la marcha, Eduardo le miró indisimuladamente, regresando las lágrimas a sus rojizos ojos. «Gracias a Dios que te tengo a ti», pensó cuando la emoción le inundó por completo. Sí, así era, por suerte tenía a su buen y fiel amigo, un amigo inquebrantable, insustituible, un cimiento donde poder construir un imperio de felicidad y amor, un rascacielos que llegara hasta los pies de Dios. Giró su cabeza hacia la ventanilla para ocultar sus lágrimas, reprimiendo los deseos de llorar abiertamente. Le pareció increíble que, después de estar llorando minutos y minutos a los pies del nicho de Eder, tuviera esa necesidad imperiosa por llorar nuevamente. Se centró en el paisaje para calmar su llorera, consiguiendo templarse a causa de aquel paraíso de naturaleza y tranquilidad que sus ojos admiraban. Lo que daría por sumirse en un estado tan plácido como el que ese paisaje trasmitía. Tal vez, en un futuro no muy lejano, cuando toda esa pesadilla fuera un mero recuerdo lejano, podría volver a ser feliz, como lo había sido hasta la muerte de su madre y los acontecimientos posteriores. Un rayo de esperanza se abrió paso entre la multitud de sombríos espectros que atenazaban su alma. Volvería a ser feliz, ahora lo vio con clarividencia.
Una sonrisa leve apareció en su rostro, mientras su alma daba un soplo de felicidad. «Después de la tempestad, siempre llega la calma», se dijo con renovadas energías.