CAPÍTULO 51

Zaragoza

Javier Gimeno, inspector del Grupo de Homicidios de la Policía Nacional de Zaragoza, fue al encuentro con Eduardo Laborda, el cual le esperaba en una sala de la comisaría. Al parecer, tenía algo importante que comentarle. Acudió a grandes zancadas, esperanzado porque el chico le diera un poco de luz al caso, o tal vez… Sintió un cosquilleo en la boca del estómago. Tal vez desvelaría el secreto que a Javier le tenía tan confundido. Después de la visita en la mañana del día anterior, más o menos unas veinticuatro horas antes, en busca de respuestas, tuvo que marcharse de su casa con la sensación de estar todavía más inmerso en una madeja de dimensiones inabarcables. Se fue con más interrogantes de las que llevó, condenándole a un sinfín de incógnitas. Era el asesino o la víctima. Sinceramente, le parecía la víctima, aunque había algo extraño en él que no terminaba de encajar. Por supuesto estaba aquella imagen dantesca que percibió al contacto con el chico. Lo dicho, estaba hecho un lío, y ante esa visita inesperada, no pudo más que alegrarse de si no encontraría repuestas a todas sus dudas.

—Eduardo —saludó sin haber traspasado completamente el umbral—. ¿Estás bien? —preguntó inquisitivamente. Le sorprendía tanto aquella visita que no sabía a qué atenerse. Por otro lado, en cuanto Eduardo se levantó de su asiento y le miró a los ojos, pudo percibir una alegría que hasta ese momento se había mantenido oculta, respondiendo automáticamente a su pregunta. De hecho, sus ojos brillaban, radiantes. Algo había ocurrido que toda su aflicción y tormento habían dejado el protagonismo a la alegría sincera y pura, aunque todavía se percibían de una manera tenue, en segunda fila.

—Sí, estoy bien —aseguró con una sonrisa elocuente. Carraspeó sonoramente y su sonrisa quedó relevada por una seriedad aplastante.

Javier se preparó para escuchar lo que le había llevado hasta comisaría, al observar su repentino cambio de expresión.

—Tú dirás —invitó con tono y gesto suave.

Eduardo respiró hondo, había llegado el momento de revelar lo que su nerviosismo estaba a punto de atrofiar su corazón. Debía confesar la destrucción del sepulcro. No sabía si sería delito hacer algo así. Era evidente que la tumba se encontraba en propiedad privada, siendo él familiar directo del dueño, lo que excluía cualquier castigo judicial, pero el hecho de ser una prueba en un caso de homicidio hacía que le corroyera la inquietud. De todas formas, no le importaba lo más mínimo las consecuencias, incluso si era arrestado por ello. Había logrado deshacerse del mal. Después de destruir el sepulcro, estando fuera de sí, invadido por una ira demoníaca, y sollozar desesperado y hundido en su miseria tras regresar su cordura, sintió, nítidamente, que su ser estaba limpio otra vez, que nada habitaba en su interior, que el maldito Vlad Draculea había abandonado el nido que fabricó durante el ritual. No pudo creerlo, incluso ahora le costaba dar credibilidad a ello, pero profanar la tumba, o mejor dicho, reducirla a escombros, había dado el resultado ansiado. Volvía a ser libre, como animal enjaulado que escapa y regresa a su hábitat. Se sentía otra persona, viva y bondadosa. No podía expresarlo con palabras, pero era palpable que aquella maldad en estado puro ya no vivía en su interior.

—Anoche acudí al castillo —comenzó a relatar, ante la atenta mirada del agente.

—Sabes que no puedes entrar allí hasta que no hayamos resuelto el caso. Te lo advertí. Puedes crearte problemas por algo así —amenazó el inspector, incrédulo. La conjetura de que ocultaba algo pareció cobrar fuerza.

Eduardo apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. «Espera a oír lo mejor…», pensó compungido. Podía haberla cagado. Daba pie a la posibilidad de que pudieran creer que se trataba del culpable de las desapariciones. Intentó mantener la calma externamente.

—Lo sé, pero debía hacerlo —contestó decidido. Había pensado unas mil veces lo que diría—. He hecho algo… terrible. Mi cólera me tenía velado, y no podía soportar lo vivido en aquellas mazmorras, así que me aseguré de que no volvieran a repetirse los horribles rituales que allí se perpetraban.

Javier alzó las cejas y sus ojos se agrandaron. Tardó unos segundos en reaccionar.

—¿Qué has hecho exactamente? —preguntó alarmado.

—He destruido el sepulcro de Vlad Draculea. —Ya lo había dicho. Ahora estaba en manos de la justicia.

—¿Que has hecho qué? —exclamó escandalizado—. Por Dios bendito… —Sus palabras fueron apagándose hasta quedar interrumpidas. Comenzó a dar vueltas en la sala, con emergente preocupación.

—Nadie vivirá el horror que yo padecí, y nadie morirá degollado nunca más a causa de esa maldita creencia —mintió piadosamente, escupiendo cada palabra, cada letra, con una rabia enfurecida. No era la causa de su acción, aunque sus palabras poseían una veracidad contundente.

Javier Gimeno se masajeó el cabello, reflexivo. Tras unos segundos de recapacitación, incluso comprendió su acto. Pero podía ser peligroso para el chico. No parecía influir en el caso, aunque podían culparle por destrucción de pruebas. No obstante, sus pensamientos estaban lejos de los entresijos del caso policial. Parecía tener una similitud con el misterio que rodeaba al joven y que tanto le intrigaba. Era evidente que esa alegría desmesurada que percibió al recibirle era a causa de la destrucción del sepulcro, por tanto, ¿por qué? ¿El hecho de que no volvieran a repetirse, como aseguraba, tan inhumanas y salvajes acciones causaría un bálsamo tal en él? Podría ser, aunque no encajaba del todo. Desde el día que le conoció había algo extraño en ese chico, sin embargo, ahora, parecía haber desaparecido ese misticismo que le envolvía. Era un hombre nuevo, radiante, aunque podían verse claramente los restos de lo sucedido en las catacumbas del castillo. Se había evaporado esa misteriosa aura que parecía circundarle. Un pensamiento, que ya tuvo en otra ocasión, cobró fuerza. ¿Y si el ritual tuvo éxito y el alma de aquel degenerado se apoderara de Eduardo? Era una suposición demencial, pero al menos explicaría esa mirada que se apoderó del chico en la recta final del interrogatorio, y daría credibilidad a la imagen del bosque de empalados que vio al tocarle, y lo jubiloso y sereno que se encontraba tras destruir el sepulcro, al desembarazarse del alma de su antepasado. Después de estas conjeturas, debería acudir al loquero, era evidente, y sin más tardar, o acabaría en el interior de una camisa de fuerzas.

Olarral, Navarra

Se reunieron con agentes de la Policía Foral en el lugar de los hechos. Tras la confesión de Eduardo de haber destruido la tumba, se vieron obligados a viajar nuevamente hasta el castillo perteneciente al desaparecido y sospechoso Nicolau Medina. Javier Gimeno y el subinspector Federico Pastor no pudieron ocultar su asombro ante lo que vieron. El sepulcro estaba hecho añicos.

—Eduardo se ha ensañado con la tumba… La ha demolido… —dijo el agente al mando del caso—. Los historiadores se van a subir por las paredes. Se estaban frotando las manos ante la posibilidad de que en el sepulcro se hallara realmente los restos de ese desgraciado tan famoso.

—Bueno, les han ahorrado trabajo. Ya no tienen que mover la losa —confirmó divertido Federico.

—Lo curioso es que, después de analizar y recoger muestras del desastre, hay algo verdaderamente sorprendente —anunció el agente de la Foral.

Javier y Federico le miraron expectantes, manteniéndose en silencio.

—No hemos encontrado restos de pólvora ni nada parecido que confirmen una explosión, lo más lógico viendo el estado en que ha quedado el sepulcro. Una obra de arte construida en piedra de grosores tales que más bien parecía un búnker antiaéreo. Sin embargo, ha conseguido reducirla a escombros, la ha hecho añicos.

Esta información sorprendió a Javier. Comenzó a hacerse cruces.

—Tal vez haya empleado algún tipo de maquinaria —opinó Federico.

—Era una posibilidad —informó el agente al mando—, aunque finalmente desestimada. Es imposible poder descender aquí cualquier tipo de maquinaria, ni siquiera una Bobcat, no cabría por el angosto corredor.

—¿Y uno de esos martillos percutores? —inquirió Javier, siguiendo el rastro que había dejado su compañero—. De esos grandes.

—He traído aquí a un especialista constructor, y me ha asegurado, tras analizar el descomunal grosor y dureza de la piedra del sepulcro, que incluso con un martillo neumático manual de grandes dimensiones hubiera tardado varios días en dejarla de esta guisa.

Javier comenzó a hacerse cábalas. ¿Cómo demonios había conseguido reducirla a escombros? Debería preguntárselo a Eduardo en cuanto regresara a Zaragoza. Estaba, de momento, retenido en comisaría, hasta evaluar los daños y analizar la repercusión en el caso.

—Eso sí, tenemos lo que parece el objeto causante de esta demolición —anunció el agente de la Policía Foral al mando en tono triunfante. Un compañero suyo se lo tendió y él lo asió, enseñándolo como un trofeo, pesado, eso sí. Las carcajadas estallaron desde todos los ángulos de la estancia. En su mano portaba una imponente maza con el mango partido.

Obviamente, pensó Javier, con algo así, a pesar de ser una maza voluminosa y aparentemente pesada, no habría podido destruirla ni estando golpeándola ininterrumpidamente durante años.

Era hora de abandonar aquel infernal castillo, el cual había devorado, al parecer, a muchas personas. Habían podido confirmar, gracias al avance de la tecnología, que en aquel hoyo ubicado en la mazmorra se habían deshecho de cuerpos humanos, sin poder verificar si los restos de Eder Beramendi y aquella pareja santanderina también habían sucumbido a la demencia de Nicolau Medina, sospechoso de ser el culpable. Tampoco quedaba rastro de él ni de sus secuaces, posiblemente refugiados en un país extranjero, en alguna isla caribeña, viviendo a cuerpo de rey como si nada hubiera ocurrido, los muy cabrones. Mientras tanto, seguirían trabajando en pos de dar algo más de luz a un caso tan escalofriante y en poder atrapar a ese atajo de malnacidos, que bien se merecían todo el castigo de la ley. Sin embargo, Javier Gimeno tenía grandes dudas de poder cerrar algún día el caso.