CAPÍTULO 50

Olarral, Navarra

El júbilo inicial había ido transformándose en una sucesión de sentimientos infernales y recuerdos espeluznantes. Descender a la mazmorra del castillo hizo que todo aquel horror, perteneciente ya al pasado, reviviera con vehemente nitidez. Allí había comenzado y vivido su pesadilla, y aunque ya habían transcurrido más de dos semanas desde que descendiera por primera vez, todavía se mantenía viva, aunque con menos crudeza. La esperanza de poder acabar definitivamente con ella le devolvió a la realidad, a la inquietud por ver cumplido el anhelo de librarse de aquel ser maligno que habitaba en su cuerpo. Había tenido una idea aceptable y, pese a su escepticismo, estaba dispuesto a probar su valía. Era evidente que no iba quedarse de brazos cruzados hasta encontrar la solución perfecta, si es que existía, o si conseguía diferenciarla, dado el intrincado e irreal problema en el que estaba inmerso. ¿Cuál sería esa solución perfecta? Tenía claro que podría encontrarse ante ella y no reconocerla. Y es que hallar la manera de deshacerse del alma de un hombre muerto durante más de quinientos años que, a consecuencia de un ritual, se introdujo en el cuerpo de otra persona, dejaba una sensación de irrealidad absoluta. Sin embargo, era verídico.

Eduardo, con el corazón en un puño ante la inminente posibilidad de evadirse de aquella pesadilla real, y con el resentimiento y dolor por haber arrastrado hasta el castillo de los horrores a su fiel amigo, se adentró en el recinto donde el sepulcro descansaba en una tranquilidad balsámica. Había llegado el esperado momento. La verdad era que no sentía demasiada convicción en conseguir deshacerse del mal que llevaba dentro; era una sensación extraña, como si no hubiera posibilidad alguna de éxito. Intentó abstraerse de los malos pensamientos y actuar de inmediato. Guiados por ambas linternas, encendieron los candelabros más próximos a la tumba, para crear un ambiente menos febril y tenebroso, aunque no cediera ni un ápice su ansiedad. Una vez alumbrado medianamente el lugar, se colocó delante del sepulcro, con Jorge Salas siguiendo continuamente su estela, como una prolongación de Eduardo. Su semblante de espanto reafirmaba los peores presagios sobre su estado. Pese al frío y la humedad que cubría cada centímetro cuadrado de las catacumbas, podía ver la frente de su amigo perlada por el sudor. Otra vez sintió remordimientos por haber traído a Jorge a un lugar donde para él sería la cúspide a su fobia. Sintió urgencia por acabar cuanto antes y escapar de allí. Miró a su amigo fijamente, haciéndole ver que era la hora. Lo que estaban a punto de hacer todavía horrorizaría más a su amigo, sintiendo desprecio por él mismo, por su egoísmo. ¿Cómo podía haber convencido a Jorge para que le acompañara al castillo del conde Drácula y profanar la tumba del rey de los vampiros? Negó con la cabeza y maldijo para sus adentros. Su amigo pensaría exactamente eso, por lo que admiraba su fuerza de voluntad ante el acoso al que estaría siendo sometido por su fobia en el lugar más adecuado del mundo para potenciarla.

Jorge Salas asintió enérgicamente, con el resuello agitando el silencio del lugar, cerrando los ojos con fuerza a causa de todos los fantasmas que recorrerían su cuerpo al imaginar lo que iban a hacer a continuación. Se trataba de profanar la tumba y extraer todo lo que esta contuviera, en busca de una reacción del alma de Vlad al romper el descanso eterno que en el interior de ese sepulcro debería coexistir. Era una suposición un tanto aciaga, descabellada, pero Eduardo estaba desesperado y ante la total nulidad para encontrar una idea mejor sintió la necesidad de probar suerte. Nada perdía, y mucho podía ganar; todo, a decir verdad.

—¡Vamos! —susurró Eduardo, asiendo una esquina de la losa. Jorge cogió la otra. Al estar el cabezal del sepulcro pegado a la pared, la losa sólo mostraba dos esquinas, estando las otras dos fundidas en las grandes piedras que se elevaban poderosas. Ambos, poniendo toda su fuerza física al servicio de su voluntad, empujaron con ímpetu para mover la losa, pero esta ni se movió. Tras gemidos y sonidos guturales a causa del brutal esfuerzo, llegaron los resoplidos posteriores al intento fallido. Habían puesto toda la carne en el asador, resollando por ello alarmantemente, pero había sido inútil. Esa maldita losa era demasiado gruesa y grande como para moverla entre dos personas. Eduardo, a causa de su respiración agitada y entrecortada, pronunció ininteligibles maldiciones y juramentos, uno tras otro. Debía conseguir llevar a cabo su idea, no podía marcharse de allí con las manos vacías, con la sensación de haber dejado pasar la oportunidad de librarse por fin de tan repudiado ser.

Con renovadas energías y esperanzas, probaron una segunda vez, y una tercera. La losa ni se inmutó. Eduardo comenzó a pensar si no estaría sellada, lo cual verificó tras una observación minuciosa. No es que creyera que rompiendo el sello conseguiría desplazar una losa tan sumamente pesada, pero era evidente que dificultaba el moverla.

—Voy a por una maza —anunció Eduardo con dificultad, dado el resuello. Recordó que había una en el cuarto trastero. Se marchó a toda velocidad.

Jorge Salas se quedó momentáneamente petrificado. ¿Pensaba dejarle allí solo? Le mataría, le mataría en cuanto tuviera ocasión. Sin perder ni un segundo, fue tras él como alma que lleva el diablo. No aguantaría estar allí en soledad ni una décima de segundo, rodeado de vampiros y con su anfitrión a escasos centímetros. Además, era de noche, y aunque no quiso hacer comentario alguno a su amigo, Drácula despertaría en cualquier momento para vagar por las sombras de la noche. Serían las víctimas perfectas para saciar su sed de sangre. Cuando alcanzó a Eduardo temblaba como un flan, aterrorizado ante estos pensamientos. Sintió deseos de escapar de allí corriendo y no detenerse hasta que amaneciera.

Tras las infructuosas recomendaciones de un aterrado Jorge, pidiendo regresar a casa, ambos se adentraron nuevamente en las profundidades del castillo. Eduardo, finalmente, había conseguido calmar tímidamente a su amigo, abogando por la necesidad de cumplir con el plan y poder librarse de ese monstruo que llevaba dentro.

La maza, de considerables dimensiones, con un mango de madera brillante y resistente de algo más de un metro de longitud, sumado a la pesada y robusta cabeza de hierro en uno de sus extremos, saliente a ambos lados del mango, hizo que toda la estancia vibrara a cada golpe, golpeando de abajo arriba en los pequeños bordes para romper el sello, aunque, como pudo comprobar cuando sus brazos protestaron por el esfuerzo, no pareció conseguir su objetivo. No obstante, probaron una vez más a mover la losa, pero siguió anclada a su base, no moviéndose lo más mínimo. La desesperación creció en Eduardo, presa de una ansiedad y frustración que fue en aumento. Jorge Salas, sin embargo, sólo pensaba en salir de allí cuanto antes, deseoso de que su amigo se rindiera y se marcharan a casa. Su fobia le hacía obrar por instinto, egoístamente. Su pánico le nublaba la razón.

Eduardo, con los brazos en jarras, meditó unos momentos, aunque la angustia le incapacitara bochornosamente. Resoplaba y suspiraba exasperado, maldiciendo nuevamente ante su poca fortuna. Presa de su frustración y de una ira creciente, de su desesperación y sufrimiento tan profundo y arraigado tras varias semanas padeciéndolo, comenzó a golpear la losa con la maza, en semicírculos de arriba abajo, sintiendo impotencia, descargando su furia. Poco a poco fue golpeando con más rabia en un burdo intento de romper la losa, que parecía a prueba de bombas. Con cada golpe sólo hacía escupir minúsculos fragmentos de piedra. Por su cabeza pasó la fantástica imagen de partirse en dos la losa, por lo cual su vehemencia en cada golpe aumentó, iracundo, dando salida a su incontenible cólera tras lo vivido en las últimas semanas. Comenzó a sentirse poderoso, radiante por estar golpeando con violencia el sepulcro donde descansaban los restos que un día albergara el alma que ahora él debía llevar a cuestas. Golpeó más y más fuerte, guiado por su ira, comenzando a perder la cordura por momentos. Empezó a emitir gritos ensordecedores, estremeciendo al propio Jorge, que comenzó su retirada lentamente, caminando hacia atrás, asombrado por el devenir de los acontecimientos.

Eduardo golpeaba con contundencia, valiéndose del largo mango para multiplicar su fuerza, aunque los daños seguían siendo superficiales, pero él no prestaba atención a ello, poseído por su rabia, empecinado en partir en dos la maldita losa. Progresivamente, ajeno a ello, el poder maligno que albergaba en su interior, alimentado por su ira, fue despertando, generando más fuerza en su cuerpo, en sus músculos, pudiendo asestar cada vez más potencia a sus golpes. Eduardo comenzó a golpear con una fuerza inusitada, descomunal, articulando sonidos guturales, mezcla de esfuerzo y cólera, llegando a estar fuera de sí, pero sin perder totalmente el control de sus actos. Esta vez el alma de Vlad no encontró el camino para apoderarse de su nuevo cuerpo, sin embargo, Eduardo estaba absorbiendo su poder ilimitado para la destrucción.

Jorge, totalmente incrédulo, asistía desde la distancia a la escenificación de un hombre poseído por el diablo. Ante su emergente temor, había ido retrocediendo despacio pero progresivamente, dudando en marcharse de allí ante el peligro que concernía su amigo en ese estado. Finalmente se mantuvo en el corredor, en el umbral de la estancia donde se hallaba el sepulcro, atónito y temeroso; su amigo estaba fuera de sí, y parecía poseedor, repentinamente, de una fuerza demoledora. No pudo creer cuando vio la losa comenzar a resquebrajarse y partirse en pedazos bajo el infernal martilleo de un coloso. Incluso vio salir despedida la maza, partido el mango en dos ante los brutales impactos. Eduardo, no obstante, dominado por una cólera feroz, sólo deseaba ver la tumba destruida totalmente, y no cesó en su empeño, asiendo el mango astillado de la maza y continuando con su incesante e iracundo golpeo. Parecía haberse convertido en Hulk, poseedor de una fuerza sobrenatural. La tumba fue reduciéndose a escombros ante la mirada perpleja de Jorge Salas, preparado para salir huyendo si su amigo se convertía en el monstruo que llevaba dentro, sino había ocurrido ya, aunque lo desestimó al instante. Recordó haber escuchado que antes de mutarse en Vlad perdía progresivamente la visión y acababa desmayándose, y eso no había ocurrido, sin embargo, esa fuerza sobrenatural era evidente que procedía del monstruo.

El humo y el polvo fueron tomando protagonismo en la estancia, entre el fragor de los poderosos martilleos. De repente, en medio del sepulcro hecho escombros, Eduardo cayó de rodillas, abatido por el esfuerzo físico, asaltado repentinamente por los sollozos que dominaron por completo su ahora debilitado cuerpo. Había desatado la tormenta que llevaba dentro, y ahora, una vez destruido el sepulcro y saciada su enorme ira, se vio sumido en su desgracia y su desdicha, abandonado a un destino inmisericorde.