CAPÍTULO 5

Zaragoza

Unos segundos después de oír sonar el timbre de la puerta, Eduardo Laborda, que acompañaba a su madre en su dormitorio una mañana más, vio asomarse, titubeante, a Jorge Salas, su mejor amigo.

—¡Jorge! Pasa, hombre, no te quedes ahí.

Jorge Salas forzó una sonrisa, avanzando vacilante. Esa habitación le producía repelús. Era lo más parecido a una habitación de hospital. El olor era una mezcla a medicamento, desinfectante y agua oxigenada. Después albergaba lo justo y necesario para que la vida de un enfermo fuese más amena, tan sólo un par de cuadros adornaban la estancia. Y la madre de su amigo… ¡qué decir de ella! Su palidez excesiva acompañado por un tono amarillento, su cabeza esquelética sin cabello, los ojos hundidos en la inmensidad de sus cuencas. Era lo más parecido a un cadáver, un cadáver horrible y fantasmal.

—¿Qué tal te encuentras, Elvira? —se obligó a preguntar, mirando fugazmente a sus ojos, intentando no aparentar repulsión.

—Vamos tirando, Jorge. —Su voz mostraba claramente una debilidad y agotamiento que hizo estremecer al visitante.

—Hoy ha pasado muy mala noche. —El rostro de Eduardo se ensombreció. Pero enseguida se recompuso—. Nos vamos al salón de arriba, mamá. Si necesitas algo, llámame. —Se levantó del sillón y la miró con compasión. Hubiera preferido quedarse haciéndole compañía.

—No te preocupes, hijo, estoy bien. —Una sonrisa sincera le tranquilizó.

Se marchó triste, llevándose consigo a un aliviado Jorge. Subiendo por las escaleras, Jorge, ya recompuesto, no pudo por más tiempo mantener su excitación encerrada en su cuerpo.

—Ey, tío, ¿viste a los Lakers esta madrugada? Vaya pasada de partido.

Eduardo, después de la noche prácticamente en vela a causa de los incesantes y agonizantes dolores que sufrió su madre, se había olvidado por completo. No es que fuese forofo de la NBA, como lo era su amigo, pero la seguía con interés. Sobre todo a los Lakers, su equipo del alma. Recordó que la madrugada pasada debía jugar contra su rival más enconado a lo largo de la historia, los Celtics.

—No, ¿han ganado? —preguntó con una incipiente curiosidad.

—Han ganado con una canasta sobre la bocina, ¡casi me da un paro cardíaco! —Podía palparse la euforia y nerviosismo que irradiaba todavía.

Jorge Salas trasnochaba para ver a los Lakers, incluso se levantaba de la cama en mitad de la madrugada por ver sus partidos. No concebía una vida sin «la fiebre amarilla». Vivía por y para la NBA, sobre todo ahora, tras acabar una relación sentimental que había durado cuatro años. Estaba muy afectado por ello. El baloncesto le evadía de toda turbación mental, de toda pesadumbre, de comerse la cabeza continuamente: ¿Qué había pasado, qué había salido mal, qué había hecho?, se preguntaba a menudo tras la ruptura. Todo eran interrogantes.

Para más inri, el trabajo se había vuelto monótono, no sacándole del trauma de la separación. Todo se volvía en su contra, como si el mundo conspirase contra él. Por suerte tenía a los Lakers, y a Eduardo Laborda.

Ambos se conocían desde que nacieron, siendo inseparables desde entonces. Eran vecinos y tenían la misma edad. No hallaban ningún recuerdo en su infancia ni en su adolescencia donde no estuvieran juntos. Eran amigos del alma, hermanos gemelos, tal para cual. Después, lentamente, la vida fue separándoles un poco, pero sin perder la gran amistad que les unía. Esa amistad la sentían muy arraigada, inalterable, inacabable, infinita.

Los dos estaban sentados en el sofá de cuero beis. Era una delicia de comodidad y tacto. Se abrieron unas latas de Coca-Cola, mientras Jorge le resumía el partido, el cual había estado muy disputado. Gesticulaba incesante, a la vez que la expresión de su rostro cambiaba con tanta frecuencia que a Eduardo le pareció un actor exhibiendo todo su repertorio.

Eduardo mantenía sus ojos grises centrados en su amigo, pero le era imposible compartir su excitación. Su madre parecía acabar sus últimas reservas. Sentía una desazón tan grande, una inquietud interior, que le hacía difícil pensar en otra cosa que no fuera lo cerca que se encontraba de quedarse sin madre. Se la veía tremendamente débil, como si hubieran pasado meses desde ayer. La noche en vela a causa de los dolores, que continuaban torturándola sin descanso, estaban consumiendo las mínimas fuerzas que poseía después de casi cinco años y medio luchando como una jabata contra una enfermedad devastadora, irreversible, con fecha de caducidad. Había conseguido esquivar la muerte por ahora, ante la incredulidad de los médicos, pero el milagro parecía extinguirse.

Un movimiento brusco por parte de su amigo le sacó de su cruel ensimismamiento. Jorge se había levantado diligente del sofá, y allí seguía, con énfasis, narrando con todo tipo de detalles el final del partido. Le vio recrear la jugada decisiva, poniendo toda su pasión y empeño en ello, como si le fuera la vida. Eduardo, a pesar de todo, se rio en su interior. Una carcajada verdadera, que le hizo sentirse bien. Por su cabeza pasó la idea de lo complicado que son los seres humanos. ¿Por qué se empeñaban a lo largo de sus vidas en estar tristes, melancólicos, tremendamente preocupados, pudiendo ser felices en todo momento? Allí tenía a su amigo del alma, que seguramente seguiría inmerso en su propio infierno por la dura separación amorosa con su novia. Sin embargo, ahí estaba, feliz y contento, excitado y eufórico.

Eduardo no cesaba ahora de mirarle fijamente, con todos sus sentidos puestos en él. Inconscientemente, Jorge estaba ayudándole a escapar de sus tinieblas. Nunca imaginó que una victoria deportiva contribuyera tan secundariamente en su salvación. Eso era lo que sentía ahora. Había conseguido zafarse del tormento mental en el que llevaba instaurado demasiadas horas.

Su amigo acababa de reproducir la canasta que dio la victoria a sus queridos Lakers, y comenzó a correr con paso lento alrededor del salón, con los brazos en alto, como jugador de fútbol que marca un gol, celebrándolo. Eduardo comenzó a reírse abiertamente, cada vez con más fuerza, al verle dar vueltas sin fin de aquella guisa. Se sintió tan feliz, tan sumamente feliz, que el bello se le erizó.

Los dos comenzaron a reírse a carcajada limpia. Qué saludable es reírse, reírse de veras. Ahuyentó a todos sus males, que acechaban sin piedad esperando el momento adecuado. Tenía que aferrarse a su actual estado a toda costa.

‡ ‡ ‡

Unas horas más tarde, después de la siesta, a solas con su madre, apareció una enfermera. Se encargaban de visitarla diariamente para comprobar su estado. Le tomaban el pulso, la tensión, la temperatura corporal, la auscultaban, etc.

Eduardo estaba viendo una telenovela en la habitación de su madre, sentado en su sillón a escasos dos centímetros de la cama. Había remitido un poco el dolor y su madre parecía dormir. Ni siquiera la oía respirar, algo que hizo a Eduardo, una hora antes, tomarle el pulso, con el corazón sobrecogido. Parecía no tener fuerzas ni para respirar. La enfermera, una chica nueva en visitar a Elvira, entró en la habitación con aire alegre y confiado.

—Hola, buenas tardes, ¿qué tal? —Una voz suave y melodiosa, acompañada por una sonrisa cautivadora, sacaron del sopor al bueno de Eduardo.

—Hola, buenas tardes. Mi madre parece dormir. Desde anoche ha padecido mucho dolor, no durmiendo nada. Ahora está más calmada —informó Eduardo, en pie frente a la enfermera, al otro lado de la cama.

Su madre mantenía los ojos cerrados, y la respiración tremendamente pausada. Todo lo contrario que le ocurría a Eduardo: los ojos como platos y la respiración agitada, no perdiendo detalle de la agradable visita, a la que miraba de reojo.

La enfermera comenzó a trabajar en silencio, mientras un par de ojos cercanos la auscultaban mucho mejor de lo que haría ella con sus pacientes. Era joven, casi demasiado para él: veintidós o veintitrés años. No era alta, pero debajo de la bata verde se vislumbraba un cuerpo delgado con curvas muy bien formadas. Lo que daría él porque la bata se evaporara por arte de magia, así podría explorar mucho mejor su cuerpo. La media melena rubia de pelo liso se meneaba con soltura al son de sus movimientos de cabeza. Y no parecía teñida. Poseía un pelo precioso. Se mostraba risueña, con una sonrisa imperturbable, desconfiando de si sería verdadera. Seguramente el trabajo lo requería, aunque la mayoría de las enfermeras que había conocido, que habían sido muchas, sonreían al llegar y poco más. Pero no le importaba que fuese falsa, esa sonrisa la hacía más atractiva. Muchísimo más. Las facciones del rostro eran definidas, y unos labios carnosos ponían la guinda a un pastel exquisito. «Qué bonita es», pensó, con el corazón bombeando como loco.

—… que estás cuidándola muy bien.

Eduardo abandonó su estado bobalicón a tiempo para oírla a medias.

—¿Eh? Ah, sí. Bueno, hago lo que puedo para ayudarla —contestó, regresando al mundo de los mortales. Ella le dedicó una sonrisa, seguramente de aprobación a su respuesta, pero que le deleitó sobremanera.

—Hoy en día los jóvenes nos despreocupamos con facilidad de los padres enfermos. No es habitual tanta dedicación. —Volvió a sonreírle, y Eduardo sintió el bombeo alocado de su corazón.

A continuación, la voz de su madre le sorprendió, al tiempo que le hizo apartar fugazmente la atracción física que le envolvía.

—Es el mejor hijo del mundo —aseguró, con voz apagada y trémula—. No sale de casa desde que estoy postrada en esta cama. Yo se lo reprocho, pero no me hace caso.

—Y lo contenta que está usted, ¿eh? —se rio la enfermera—. ¿Cómo se encuentra hoy, señora? —preguntó en tono jovial.

Elvira miró a su hijo fugazmente, y volvió la mirada hacia la enfermera. Ese mínimo gesto, esos escasos centímetros que giró la cabeza, fueron ejecutados con una alarmante languidez.

—He estado mejor —susurró.

—Bueno, pues no se preocupe, que recuperará fuerzas —la animó, con su imborrable sonrisa.

La enfermera se volvió de espaldas a Eduardo, y se agachó para coger algo del maletín que trajo consigo. Él se quedó helado ante la perspectiva que se abrió delante sus ojos: un trasero redondeado y escultural se dejaba entrever a la perfección a través de la fina bata. Maldijo que llevara vaqueros debajo. Por más que quería, no podía apartar la mirada, una mirada lasciva. Miraba a su madre de reojo de vez en cuando por si le descubría alegrando su ser de ese modo tan vergonzoso.

«Con una mujer así, me replantearía seriamente mi agradable y eterna soltería», se dijo, aunque en lo más profundo de su ser sabía que sólo bromeaba. A pesar de que, aparte de su gran atractivo físico, parecía simpática y agradable.

La enfermera terminó de chequear a Elvira, y Eduardo sintió un deseo incontenible de invitarla a su dormitorio para que prosiguiera con él. Lo que haría con una mujer como esa. Esperaba que mañana volviera, en vez de las viejas petardas que solían venir. Ya estaba contando las horas que faltaban para su hipotético regreso. Había despertado en él todos sus apetitos carnales. Sus pensamientos estuvieron lejos de su madre durante unas horas, preguntándose si tendría novio, si él le habría gustado, aunque fuese un poquito. Dónde viviría, a qué lugares públicos acudiría. Por segunda vez en el día, encontraba un respiro que darse, una tregua al sufrido martirio que estaba resultando las últimas veinte horas. Dio gracias por ello.

‡ ‡ ‡

Ya comenzaba a anochecer un día más. La luz se atenuaba a través de la ventana. Volvió a mirar a su madre una vez más. Sus ojos parecían sellados, sin embargo, desde hacía horas tenía la extraña sensación de que no dormía.

Se obligó a concentrarse en la música que escuchaba a través del reproductor multimedia digital de última generación, con los auriculares puestos para no molestarla. Le encantaba la música pop, desde siempre, desde que tenía uso de razón. Siempre disfrutaba con su compañía, y se pasaba horas escuchando sus canciones predilectas. Conseguían que su corazón hinchiera de alegría, de júbilo. Hoy, sin embargo, no era el caso. No podía abandonar sus pensamientos que tanto le torturaban. Veía a su madre agotada, extremadamente débil. Sabía, desde que le diagnosticaron el cáncer, que su muerte llegaría, pero, al haberse alargado su vida más de lo que los médicos predijeron, se dio cuenta de que no creía que eso llegara a suceder realmente.

Su madre había demostrado unas ganas por vivir inmensas, inagotables, de ahí que siguiera todavía con vida, pero tal vez las fuerzas comenzaban a abandonarla. Eduardo recordaba muy bien la afirmación que hizo en el día de ayer, asegurándole de que el final estaba cerca. Ahora esas palabras se reproducían continuamente en su mente, como las aspas de un viejo molino indefenso ante un fuerte viento, girando sin cesar. Una y otra vez se clavaban en su corazón, en su alma, torturándole cada vez más. Resopló, exasperado, con una angustia que comenzaba a oprimirle el pecho.

Una nueva ojeada a su querida madre. La lámpara de la mesilla alumbraba su cara, resplandeciendo en la penumbra de la habitación, incrementando más todavía su extrema palidez. El estómago le dio un vuelco: su rostro dibujaba claramente una mueca de dolor. Eduardo se levantó diligente, arrancándose los auriculares y tirando el pequeño reproductor al sillón. Se acercó con una angustia tan grande en su pecho que tuvo que tragar saliva varias veces para que su voz cortara el silencio.

—¿Mamá, estás bien? —Un hilo de voz, entrecortado, salió a duras penas por su boca. La expresión de Elvira cambió totalmente, apareciendo ahora una minúscula sonrisa. Pero ni contestó ni movió un solo músculo.

Eduardo, algo aliviado al ver su reacción, acarició su mejilla izquierda con ternura.

—¿Quieres tomar algo para el dolor? —preguntó en susurros. En su medicación ya constaban tales fármacos para combatir el dolor, pero todavía existía la posibilidad de aumentar la dosis en momentos puntuales.

Tras unos segundos de espera, Elvira abrió los ojos lánguidamente, clavándole la mirada. Eduardo percibió bondad, casi diría que, incluso, ante su más absoluta incredulidad, felicidad.

—No me he cansado de decirte te quiero a lo largo de mi vida, pero siento que, aun así, no han sido las veces suficientes —susurró su madre con dificultad. Se tomó un respiro, sin dejar de mirarle fijamente. A Eduardo se le habían anudado las cuerdas vocales, e intentaba no derrumbarse tan pronto. Esas palabras sonaban a despedida.

—Yo nunca podré compensarte todo lo que has hecho por mí desde que caí enferma. Has dejado de lado tus amigos, tu trabajo, tu juventud, tu vida.

Eduardo negó con la cabeza, con esporádicas lágrimas recorriendo sus mejillas. Necesitó toda su fuerza de voluntad para poder articular palabra.

—Sabes mejor que yo que sólo he recibido amor y cariño por tu parte. Y también sabes que haber estado a tu lado todos estos años de tu enfermedad ha sido para mí mejor que cualquier otra cosa en el mundo. Estaría aquí a tu lado eternamente, sin importarme nada más. —Lo dijo con tal sinceridad y con tanta pasión que dudó si no había sido su corazón el que había articulado las palabras.

Su madre cerró los ojos unos pocos segundos, parecía tan sumamente agotada.

—Lo sé, hijo, lo sé. Y le doy gracias a Dios por haberme bendecido con un hijo tan maravilloso como tú.

Eduardo quiso contestarle, colmarla de amor con reconfortantes palabras, pero volvió a experimentar la imposibilidad de hablar. Su madre, mientras no hablaba, mantenía los ojos cerrados.

—Ya no tengo fuerzas para seguir, cariño. Siento tanto no poder acompañarte unos años más…

Eduardo, que ya se encontraba al límite de su contención, al oír decir esto se derrumbó encima de ella, sollozando escandalosamente. Lloró con fuerza, con ganas, con rabia. En estos últimos años se había asegurado de reprimir su llanto delante de ella, por miedo a hacerla flaquear, pero ahora, abocado ya al llanto, pudo expulsar con saña todo lo que llevaba dentro.

Elvira, seguramente gastando sus últimas reservas, levantó su mano huesuda, a cámara extra lenta, y acarició el cabello de su hijo. Cuánto quería a su hijo, y qué pronto le apartaban de él. No obstante, estaba preparada para hacer el viaje. Su hijo, sin embargo, no parecía estarlo. Allí siguió llorando desconsolado, con su cara hundida en el almohadón, junto a la de su madre.

—Disfruta, hijo mío, disfruta de la vida tanto como puedas. ¿Me oyes? Y recuerda que estaré siempre a tu lado cuando me necesites. Siempre —susurró con los ojos cerrados, con su mano trémula acariciando levemente su negro cabello.

Eduardo levantó la cabeza y, cuando los ojos de su madre se volvieron a abrir, asintió, con la mirada rota de dolor y radiante de amor por ella.

Elvira bajó su mano y cerró los ojos. Él se la cogió como tantas veces había hecho desde que yacía postrada en esa cama; unas, para darle fuerzas; otras, para darle apoyo y otras, para que aguantara mejor los dolores que padecía. Sintió un leve apretón por parte de su madre y, seguidamente, la expresión de su rostro quedó desprovista de sentimiento alguno. Supo con toda certeza que ese apretón de mano había sido su último adiós.

‡ ‡ ‡

Después de soportar las interminables horas en el tanatorio y en la iglesia, recibiendo el apoyo y la compasión de amigos, familiares y conocidos, terminaba la misa del funeral. Qué momentos tan duros para Eduardo. Allí estaba el féretro, que había reposado en el altar durante la ceremonia, recorriendo el trayecto hacia el cementerio, a escasos minutos de su morada eterna. En la mente de Eduardo había un vacío insólito, nada perturbaba ni alteraba sus pensamientos. De hecho, no parecía existir pensamiento alguno. Sentía, eso sí, un dolor en el corazón, en su alma, en su ser, no pudiendo describir su procedencia, que desearía gritar con todas sus fuerzas. No creyó nunca que existiera un dolor así, un dolor tan terrible que no fuese corporal. Dios, lo que daría porque transcurriera un año con el simple chasquido de sus dedos, logrando así avanzar el tiempo necesario para que sus heridas cicatrizasen, al menos la mayor parte de ellas. Pero no, sabía que viviría un tormento aquella noche, en la absoluta soledad de su casa, con el recuerdo tan cercano y palpable aún de su madre. Su cabeza parecía recuperar el funcionamiento, recobrando los pensamientos, aunque maldita la hora.

La breve ceremonia del entierro fue todavía peor. Ver desaparecer el féretro, mientras lo introducían en el nicho, envueltos en un repentino silencio absoluto, mutando el murmullo general, en muestra de respeto a los últimos instantes de su presencia en la Tierra. El corazón de Eduardo pareció desgarrarse en mil tiras, y estuvo a punto de desmayarse. Sus piernas flaquearon y Jorge Salas, a su lado desde el fallecimiento de su madre, le agarró con fuerza por los hombros, manteniéndole en pie el tiempo suficiente hasta que se recompuso. No parecían acabarse nunca las angustiosas despedidas.

Un viento gélido acariciaba su rostro, mientras se oían agitarse, tenuemente, las ramas de los árboles que adornaban el cementerio. El olor a flores, de la que multitud de nichos se veían adornados, impregnó sus fosas nasales. Lo percibió, agradable a su olfato. Un estruendo de murmullos apagados retornó en la inmensidad del campo santo una vez sellado el nicho. Después, cuando todos hubieron abandonado el cementerio, Eduardo y Jorge se encaminaron hacia la salida. Su mejor amigo le llevaba en volandas, necesitado como estaba. No se separaba ni un centímetro de él. La noche pasada lloró junto a él, le consoló en lo que pudo y le dio fuerzas para seguir adelante. ¿Qué haría yo sin él?, se estuvo preguntando varias veces durante las últimas horas. Cuando llegaron a la salida, con paso taciturno, dos hombres se acercaron. Uno se quedó detrás a una distancia prudencial, mientras el otro le tendió la mano a Eduardo.

—Te acompaño en el sentimiento, Eduardo —dijo con voz grave y poderosa.

Eduardo correspondió ofreciéndole su mano y haciendo un leve asentimiento. El desconocido dio un apretón vehemente y fugaz. Eduardo le observó desconcertado. No recordaba haberle visto si quiera, jamás. Frunció el ceño y entrecerró los ojos, mientras le miraba inquisitivamente. Tendría poco más de sesenta años, de pelo canoso y abundante, de estatura baja y elegantemente vestido. Tenía la nariz perfectamente perfilada y unos penetrantes y perspicaces ojos grises. No, podía asegurar que no le conocía. Por alguna extraña razón, ese hombre se mantenía inmóvil cerrándoles el paso.

—Me gustaría hablar a solas contigo, si no te importa.

Ahora comprendía el motivo. Pidió a su amigo que le esperase fuera, lo que hizo sin rechistar.

Se quedaron a solas, pero el silencio continuó unos segundos. Eduardo se mantuvo callado, expectante, a que él se explicara. Después de verle echar un vistazo a su alrededor, le clavó sus penetrantes ojos, decididos, parecía ansioso. Esto todavía confundió más a Eduardo.

—Me llamo Nicolau, Nicolau Medina —dijo con una voz todavía más poderosa que antes.

Eduardo se quedó unos instantes petrificado, incapaz de reaccionar. ¡Era su abuelo! Por su mente pasó con clarividencia los juramentos hechos a su madre, y recordó perfectamente cómo ella le aseguraba que se presentaría en cuanto ella muriese. Y razón no le había faltado.

Nicolau Medina vio una profunda sorpresa en el rostro de su nieto. Le miró con entusiasmo. Era la primera vez, por lo menos en edad adulta, que le veía. Y la primera vez que le tenía tan cerca. Pudo constatar que era más alto que él, fuerte, de complexión robusta, con sus mismos ojos grises y el pelo corto de un negro azabache como en otros tiempos también él luciera con orgullo.

—Sí, soy tu abuelo materno —aseguró, al percibir ese pensamiento en Eduardo.

Antes de que este pudiera intervenir, continuó con decisión y firmeza.

—Sé que tu madre, que en paz descanse, hablaría mal de mí. Pero no dejes influenciarte por una única versión. Yo, si me das la oportunidad, te explicaré cuanto quieras en lo referente a las discrepancias que originaron nuestra definitiva ruptura. No es el momento, por supuesto, pero me encantaría charlar contigo un día próximo, cuando recuperes tu entereza. Nada me gustaría más que recuperar al único familiar que me queda.

—Perdona, pero no quiero saber de ti —aseguró Eduardo, cortante, con el tono más firme que consiguió encontrar en su interior. Dio un paso al frente apartándole de su camino con educación, pero su abuelo le agarró suavemente del brazo.

—Eres el único familiar que me queda, ¿no lo entiendes? Ni siquiera me conoces y me juzgas severa e injustamente. Dame una oportunidad, me la merezco. Soy tu abuelo.

—Lo siento, pero no —contestó rotundo, convencido. Sin embargo, captaba bondad en su mirada, incluso sinceridad. Eduardo reemprendió su marcha sin encontrar oposición esta vez. Se cruzó con el acompañante de su abuelo, que se mantenía inmóvil esperando, pero Eduardo no se dignó en mirarle, alejándose cabizbajo. Bastante tenía como para sentir interés por quién sería su acompañante. Aunque sí pudo vislumbrar una figura demoledora.

Se reunió con Jorge Salas y se marcharon los dos caminando con paso cansino en dirección al coche, sintiendo lástima ahora por el plantón dado a su abuelo, una persona totalmente desconocida para él. Y que así siguiera. Se lo había jurado a su difunta madre. Aunque por un instante creyó a su abuelo: existían dos versiones de los hechos, y tan sólo conocía una. Además trasmitía una veracidad implacable. Por otra parte, se sintió confundido con la edad de su abuelo. Aparentaba unos sesenta años, a todas luces imposible. Su madre tenía cincuenta y cuatro. Por muy joven que fuese cuando la engendró, ahora no debía tener menos de setenta años, encontrándose, en condiciones normales de paternidad, en torno a los ochenta. No quiso darle más vueltas al asunto y volvió a hundirse en su dolor.