CAPÍTULO 49
Zaragoza
La luz cambiaba de intensidad incesantemente, caprichosa y variable, ante el rápido discurrir de las numerosas nubes que revestían el cielo aquella mañana, penetrando la gradual luz por la ventana de la cocina. Eduardo, ajeno totalmente a este curioso hecho, desayunaba con la mirada concentrada en ninguna parte, con los ojos bien abiertos, sin pestañear, desayunando mecánicamente. Posiblemente, si se hubiera derrumbado la casa, él no se habría enterado, enfrascado en su desdicha, en su pesadilla, que continuaba envalentonada sin atisbo a descender ni un ápice su intensidad. Transcurrían las horas sin encontrar una solución que matara al repugnante bicho que alojaba en su interior, poseedor de una maldad sin límites, amenazando con apoderarse de él en cualquier momento. Desde el día de ayer, en que sintiera un amago durante el interrogatorio, aquel ser no se había manifestado, manteniéndose dormido. Volvió a percibir el falso autocontrol que mantenía sobre «él» si las emociones no le traicionaban, pero sabía que era algo a lo que no podía agarrarse con confianza, como pudo observar durante el interrogatorio. No obstante, era lo único que podía hacer mientras encontraba una solución. Para mantener a raya a su «inquilino» decidió no salir de casa, encerrado en esas cuatro torturadoras paredes, donde su mente le recordaba una y otra vez el cruel destino que algún caprichoso y desvergonzado dios le había deparado. Era una buena opción, sabedor de que el internamiento en su soledad era un éxito contra el demonio que llevaba dentro. Sólo su mejor amigo le visitaba, estando horas y horas en su compañía mientras se estrujaban los sesos en busca de una solución que no llegaba. La tarea era ardua y difícil. No obstante, estaban rebuscando desesperadamente en cualquier medio al alcance para salir de la bruma en la que sus cerebros estaban inmersos. Pero seguían en la misma nulidad, sintiéndose fracasados e inútiles, incluso ineptos y estúpidos. Por otra parte, esa concentración en la que se hallaba sumergido le apartaba de la zozobra y las oleadas de angustia que le invadían en cuanto su mente recordaba el oscuro poder que poseía el alma de Vlad, que, desafiante, continuaba a la espera, sabiendo que no se quedaría en esa duermevela por mucho tiempo. Había esperado más de quinientos años ese momento, y con un par de apariciones estrella, como las que había tenido mientras estuvo en el castillo, no se conformaría. Querría gobernar ese barco para dar rienda suelta a su perversa alma, algo que debía impedir a toda costa, ya que ese barco no era otro que su propio cuerpo, su alma, su mente, su vida.
El timbre sonó poderoso entre el absoluto silencio que invadía la vivienda, sobresaltando a Eduardo, inmerso en otro mundo, muy lejano del que vivía. Tras derramar sobre la mesa un poco de zumo de naranja, fue presto a abrir la puerta; su gran amigo vendría a su rescate, una vez más. Le imaginó con ojeras, sin haber pegado ojo en toda la noche. Esto le hizo sentir, fugazmente, una satisfacción inmensa, y no por el hecho de verle sufrir, sino porque se preocupara por él tan desmesuradamente como siempre lo había hecho, sintiéndose dichoso por ello. Este pensamiento le hizo que su alma creciera indefinidamente, henchida de alegría. Hacía tiempo que no se sentía así, de hecho, ni nada que se asemejara. Todo su ser estaba atrapado, en el mejor de los casos, en un aletargamiento imperecedero.
Al abrir la puerta, se dio de bruces con la realidad, siempre caprichosa en sus designios. Para su sorpresa, no era su amigo el que esperaba al otro lado de la puerta, sino el agente que en el día de ayer le acompañara a comisaría y le interrogara.
—Hola, buenos días. Espero no molestar tan temprano —dijo el inspector Gimeno, con una mueca que parecía ser una sonrisa.
—No, estaba desayunando —contestó presa de un creciente temor. No esperaba esta visita, de hecho, en el día de ayer había prestado declaración, no encajando en sus planes que le visitaran tan pronto. Ahora todas aquellas mentiras que ideara para salvaguardar su inocencia le martilleaban sin piedad. Se sintió indefenso ante esta inesperada irrupción del agente, no estando preparado para seguir ocultando la realidad de los hechos.
—Quería hablar contigo sobre el caso. Será sólo un momento —informó Javier.
Muy a su pesar, y con el miedo en el cuerpo, abrió la puerta con una forzada sonrisa. Se obligó a tranquilizarse y a no perder la compostura. Seguramente se trataría de cuestiones banales. Le llevó al salón de la planta baja y le invitó a sentarse en el sofá.
—¿Le apetece un café? —Parecía haber retomado el control.
—No, gracias. —Javier Gimeno se acomodó en el sofá, observando el salón. Le pareció elegante y rebosante de calidad, aunque lo justo. Nada de derroches económicos ni lujos excesivos.
—Bien, usted dirá. —Se sentó al lado, en el sillón que estaba ubicado junto a una lámpara sobre un mueble, en paralelo aunque levemente girado hacia el sofá donde estaba acomodado el agente. Le pareció muy apropiado al no hallarse cara a cara con él, por si debía ocultar algún sentimiento.
—De tú, por favor, como quedamos ayer —pidió formalmente Javier. Eduardo asintió—. Ayer estuvimos en el castillo, aunque no encontramos a los inquilinos —informó Javier. Había estado dándole vueltas a la posibilidad de que él fuese el verdadero culpable, algo que no desestimaba, aunque tampoco daba mucha credibilidad. Por eso había acudido a su casa, en busca de respuestas. La primera llegó en cuanto el chico abrió la puerta. No vio atisbo de esa mirada enigmática que tanto le llamó la atención durante el interrogatorio; mejor dicho en la parte final del mismo. Aquella fue una mirada sumamente extraña, mezcla de ira y miedo. Sin embargo ahora, no quedaba ni rastro, pudiéndose ver a la legua que se trataba de una mirada limpia, como la que percibió al conocerle, llena de emociones contradictorias, algo lógico después de lo sucedido. No obstante, no podía dar carpetazo a la imagen que su mente captó al tocarle el hombro levemente, no dejándole ni un resquicio de sosiego a partir de aquel momento. No había dejado de pensar en ello ni un instante. Y sentía la necesidad de aclarar ese punto tan aparentemente ilusorio. Por otra parte, debía mantener abierta la posibilidad de encontrarse delante del verdadero asesino.
Eduardo, ante este comentario, bajó la cabeza, oculta en su perfecto ángulo en el que se encontraba sentado. Acto seguido alzó las cejas, mostrando un poco de sorpresa.
—No habéis llegado a tiempo —lamentó con voz queda.
—No, aunque no es algo que me sorprendiera. Al escaparte, tendrían claro que les acusarías. —Hizo un pequeño paréntesis, mirándole fijamente, aunque parecía esquivo—. Pero lo curioso es que los vehículos seguían allí. —La Policía Foral confirmó, en uno de sus anteriores registros al castillo, la existencia de tres vehículos: dos turismos y una limusina. Exactamente los mismos que se encontraban allí, sumando el coche con el que Eduardo escapara. Tenía una teoría, que en nada le inculpaba, pero él sólo quería ver su reacción. Sin embargo, Eduardo se mostró reflexivo, afligido incluso.
—Vaya —dijo finalmente con sorpresa, encogiéndose de hombros a continuación y con una expresión de resignación—. ¿Tenéis alguna pista de adónde han podido ir? —preguntó apresuradamente, al percatarse de que tenía que aparentar interés por sus paraderos. El corazón comenzó a acelerar el paso a causa de su temor por meter la pata en algún momento.
Javier Gimeno le observó con minuciosidad. Pudo percibir su aflicción en todo su esplendor, desde que le abriera la puerta. Sin duda, seguía sufriendo un calvario por lo acontecido en aquellas mazmorras donde él mismo pudo percibir la crudeza que despedía cada poro de aquellas paredes de roca. También vio una especie de hermetismo en su semblante ante sus comentarios, a pesar de mostrar sorpresa e interés. No sabía por qué intentaba verle como un asesino, cuando todas las pruebas, escasas eso sí, indicaban que había sido la víctima. Sí, lo sabía perfectamente: aquella imagen dantesca tenía la culpa.
—No, no tenemos ni idea, y pensaba que tal vez tú, al ser nieto de Nicolau, supieras dónde podrían estar.
—¿Yo? —preguntó alarmado, intentando ocultar su desasosiego. Esta pregunta desarmó todo ese disfraz con el que intentaba ocultar la verdad.
Para Javier Gimeno no fue difícil apreciar angustia y temor en Eduardo, algo que le dejó confundido. ¿Estaría en lo cierto al pensar que era el asesino? Sin embargo, ya no estaba tan convencido como hacía escasos minutos; esa mirada, aparte de otros muchos sentimientos que transmitía, mostraba bondad, en lo más profundo de su ser. No podía ser el culpable. Aunque esa reacción le sumió en un enigma difícil de resolver, sin olvidarse de la omnipresente imagen del bosque de empalados que perturbaba su ser. Algo había en ese chico que le desconcertaba, que le hacía sentirse como un niño en la escuela al que el profesor le obliga a resolver un complejo problema para adultos.
—Tal vez haya algo que no nos has contado —dejó caer magistralmente el inspector, atisbando la posibilidad de sonsacarle algo o, nada desmerecedor, percibir alguna emoción delatadora. Le miró con avidez, pero Eduardo no pareció inmutarse.
—No —dijo entre pequeñas risas quedas—, no dejé nada en el tintero. —Después le miró a los ojos, por primera vez aquella mañana, recobrando la seriedad—. Te lo aseguro. Además, no tengo ni idea adónde han podido ir. Recuerda que apenas conozco a mi abuelo. —Acto seguido su expresión demudó—. Aunque ojalá no le hubiera conocido nunca —dijo entre susurros, con sincera desolación. Era la única verdad que había dicho aquella mañana al agente, una verdad demoledora y desgarradora. Su madre le advirtió, le hizo jurarlo, pero él no hizo ni caso, estando ahora a merced de un destino caprichoso y cruento.
Javier pudo sentir la zozobra en Eduardo, su melancolía, su horror. Todo su cuerpo la trasmitía en una sinfonía perfecta, desalentadora. En ese momento tuvo la certeza de que por más que siguiera indagando y preguntando, no conseguiría más que aumentar sus dudas y su confusión. Eso era lo que había obtenido hasta el momento tras la visita de aquella mañana.
Javier Gimeno se masajeó las manos, sin dejar de meditar, aprovechando el silencio que ambos habían instaurado brevemente. Ese chico había sido víctima de un atropello contra su libertad y su persona sin parangón, pero seguía habiendo algo en él que le dejaba intrigado, desconcertado, aunque no sabía el qué. Simplemente, podría ser a causa del infierno que había vivido y que podría seguir padeciendo. ¿Y la imagen? ¿Qué significado tenía la imagen del bosque de empalados que tan nítidamente contempló en su mente al tocar a Eduardo? Se sintió cansado, agotado. Comenzaba a estar harto de esa imagen que no hacía más que perturbar su cordura y entorpecer la concentración que necesitaba para afrontar ese complejo caso. Repentinamente, se levantó de un salto y se despidió del chico. Si no se marchaba inmediatamente de allí, se volvería loco. Ya pensaría en ello más calmadamente en otro momento. Ahora debía centrarse en el caso, había desperdiciado demasiado tiempo ya a causa de su paranoia con aquella maldita imagen.