CAPÍTULO 46

Los negros nubarrones que cubrían el cielo zaragozano parecían ensombrecer el alma de Eduardo camino de la comisaría. Conforme se acercaba el momento de prestar declaración, su inquietud y nerviosismo crecían paulatinamente, no albergando la seguridad que sentía anteriormente de que todo saldría como había planeado. Pese a que el argumento le parecía perfecto, no dejaba de ser cierto que había asesinado a diez personas, y que su semblante podría traicionarle al estar cara a cara ante los hombres de la ley. Se apearon del vehículo y se adentraron en la comisaría, después le condujeron amablemente hasta la sala de interrogatorios, donde grabarían su declaración. Por el momento el plan marchaba bien. Su amigo, desde su piso, había llamado al agente al mando del caso en Zaragoza, el mismo que hablara con él unos días atrás buscando información, comunicándole que Eduardo Laborda acababa de llegar a su casa tras huir del castillo en el que estaba retenido. Los engranajes de la trama se habían puesto en marcha, directos a lograr una inocencia de tan barbarie acto perpetrado por ese ser maligno que anidaba en su interior.

El agente al mando, Javier Gimeno, entró en la sala con él, invitándole a tomar asiento. Eduardo se sentó en una silla, abatido y con el rostro demudado. Había pensado en ello con anterioridad, y debía aparentar el sufrimiento propio tras estar retenido durante días, algo que era cierto, así que no le costó lo más mínimo sentir aquellos sentimientos tan vivos que sufriera mientras estuvo encarcelado en las catacumbas del castillo. Sin embargo, sentía verdadero pavor por si el agente se percataba de que encubría algo, de que su plan perfecto no cuadraba. Intentó olvidarse de ello y concentrarse en su labor. Javier Gimeno se sentó frente a él en otra silla, separándolos una mesa cuadrada de aluminio de un par de metros por lado.

—Bien, mientras traen tu café, quiero saber exactamente lo ocurrido, comenzando desde el principio —dijo Javier en tono suave, condescendiente.

Eduardo asintió compungido. Ya le había comunicado por teléfono su secuestro y su huida, acusando a su abuelo de las cuatro desapariciones, sin entrar en detalles. Se había mantenido entre sollozos, aparentando su reciente huida y el tormento que todavía perduraba en su interior. No le resultaba difícil, sólo debía recordar la realidad de los hechos que padeció. Al ser preguntado por los otros tres desaparecidos, contestó que debían de estar muertos, aunque él no lo supiera con exactitud, tal como era cierto. El agente le aseguró que llamarían inmediatamente a la Policía Foral para que acudieran al castillo y detuvieran al dueño.

Observó al agente, que tendría unos treinta y siete años, parecía educado y daba muestras de una serenidad elogiable, pese a que evidenciaba una autoridad palpable. Antes de que pudiera comenzar su relato, le trajeron el ansiado café. Sorbió un poco, reconfortándose de inmediato. Necesitaba alejar los fantasmas que parecían no abandonarle, necesitaba ocultar los asesinatos, costara lo que costase, él no los había cometido. Miró a su alrededor, la habitación estaba vacía de muebles, a excepción de esas dos sillas y la mesa, y las paredes se mostraban desnudas, de un blanco inmaculado, presidiendo en una de ellas un espejo de descomunales medidas. Imaginó que sería uno de esos espejos falsos que tanto había visto en las películas. Posó sus ojos en el agente, que esperaba pacientemente, y comenzó su relato, desde el principio, desde el día en que su abuelo se presentó en el cementerio el día del funeral de su querida madre. Reveló absolutamente todos los detalles de esa relación que fue creciendo, no dejando en el tintero ni el juramento que su madre le obligó a hacer en su lecho de muerte. Hubo momentos de zozobra, donde las lágrimas o el horror le sorprendían, pero pudo mantener la compostura medianamente y narrar la historia hasta el día del ritual, comunicándole las personas presentes, el asesinato que se cometió y el motivo del rito. Después tragó saliva y se tomó un momento de respiro. Aquí llegaba el momento crucial, el momento donde su plan debía ponerse en marcha, donde debería ocultar la realidad de los hechos y sustituirlos por los ideados la noche anterior. De momento lo llevaba bien.

Javier Gimeno no despegaba sus perspicaces ojos de él, concentrado en lo que el chico narraba, preguntando de vez en cuando, aunque en pocas ocasiones le interrumpiera, absorto en sus palabras.

—¿Otro café? —preguntó, al observar el cansancio y la turbación que el joven manifestaba. No obstante, la historia le estaba dejando atónito, sobre todo el motivo del ritual, pareciéndole del todo disparatado, aunque percibía la veracidad en sus palabras. Este hecho sólo manifestaba la demencia en la que estaba instaurado aquel multimillonario.

—No me vendría mal —contestó en susurros, en una inmutable pesadumbre.

Javier se levantó presuroso y pidió otro café nada más cruzar la puerta, la cual volvió a cerrar tras de sí.

—Tómate todo el tiempo que necesites —indicó, con una sonrisa amistosa.

Eduardo esperó al café mientras ponía sus ideas en orden. No podía fallar en su ideada trama si no quería verse acusado de múltiple asesinato. Este pensamiento le avivó la llama de la ansiedad y del temor. Tragó saliva y respiró hondo, celebrando la llegada de una nueva taza de café, su tabla de salvación para mitigar sus temores y conseguir una templanza que necesitaba.

—Durante el ritual perdí los nervios al ver a ese pobre hombre ser degollado, y caí horrorizado al suelo, negándome a continuar con ese abominable ritual. Entonces volvieron a valerse de Gisela para obligarme a continuar, amenazándola de muerte otra vez. Yo tuve que seguir adelante, ¡no podía dejar que la mataran! —dijo Eduardo con lágrimas verdaderas en los ojos. Era tan reciente, tan poderosos lo recuerdos, que los sentimientos emergían sin impedimento alguno.

—Te entiendo, no te preocupes. No vamos a juzgar tu valentía ni tus acciones durante tu retención. Estabas maniatado, asustado. Continúa, por favor.

—Cuando el ritual acabó, volvieron a encarcelarme, a la espera de que comprobaran si el rito había tenido éxito. Allí pasé varios días, no sé exactamente cuántos, hasta que conseguí escapar.

—El milagro no se obró, evidentemente —dejó caer el agente del Grupo de Homicidios perteneciente a la Policía Nacional de Zaragoza.

—¿El milagro? No, el ritual no desencadenó la resurrección del alma del difunto —mintió con todo el aplomo del que fue capaz. De hecho, era algo tan extraordinariamente ficticio para la mente humana que no debía de preocuparse si había actuado convincentemente. ¿Quién iba a creer algo tan irreal? Por un momento sintió la veracidad de ese pensamiento, pensando por un momento en que todo había sido una pesadilla, pero no tardó su raciocinio en admitir la cruda y fantasiosa realidad.

—¿Y sabes a quién pertenece el sepulcro? —preguntó con una media sonrisa tras escuchar la contestación del joven. Nicolau Medina debía de estar completamente loco si creía en algo así.

—En la losa hay inscrito un nombre, que mi abuelo aseguró que era el del difunto que descansaba allí. Se puede leer claramente el nombre de Vlad III Draculea —anunció sin convicción. Sabía el escepticismo y la burla que podría despertar en el agente. Ese nombre siempre hacía referencia errónea del verdadero personaje.

—Tu abuelo está como una cabra —aseguró Javier Gimeno, con una mueca de incredulidad y asombro—, algo que explica sus horribles acciones.

Eduardo quiso debatir su opinión aduciendo que no se trataba del famoso y ficticio Drácula, pero su reacción también podría ser debida a su incredulidad porque aquel personaje del siglo XV estuviera enterrado en España. Sintió deseos de averiguarlo y dejar las cosas claras.

—No creerás que me estoy refiriendo al famoso conde Drácula, ¿verdad? —preguntó con tacto, expectante a su reacción.

—¿Y a quién demonios si no? —replicó extendiendo sus brazos.

—Vlad III Draculea existió realmente durante el siglo XV, y no era un vampiro ni nada parecido. Fue príncipe de la actual Rumanía, y se hizo famoso por su manera de castigar a sus enemigos. Más bien por la forma en que los mataba. Le apodaron el Empalador. —Le miró detenidamente; le parecía inteligente, así que conocería la historia de aquel legendario y sanguinario personaje.

—Oh —gruñó unos segundos después—. Algo leí sobre aquel personaje, sí, aunque desconocía que se llamara como el famoso vampiro.

—Sí, es algo habitual. De hecho, el famoso vampiro adoptó el nombre de este personaje real. Se dice que el creador del conde Drácula, Bram Stoker, se basó en este sanguinario empalador.

—De todas formas, convendrás conmigo que, sea quien sea el poseedor del sepulcro, tu abuelo no está en sus cabales si pensaba resucitar su alma.

—Es evidente —confirmó claramente turbado—. No quiero ni pensar a cuántas personas habrán sacrificado en todos estos siglos. —Eduardo seguía con su plan, haciendo ver que Nicolau era un asesino despiadado, lo cual era cierto, y venía muy bien para encubrir sus horripilantes acciones perpetradas bajo el mando del demonio que llevaba dentro.

—Por cierto, esa quinta persona desaparecida, Gisela, ¿qué pasó con ella?

Eduardo soltó un gruñido y sonrió abiertamente, asintiendo varias veces en silencio. Fue un acto espontáneo, surgido desde las profundidades de su corazón. No tardó en martirizarse por los recuerdos.

—Gisela es la hija de mi abuelo, aunque no fue concebida con mi madre. Se llamaba…, perdón, se llama Mireia. —Sintió una alarma que sonó en su interior ante la posibilidad de haberla cagado. Al referirse a ella en pasado podía hacerle pensar al agente que estaba muerta, rezando para que no se hubiera percatado de ello—. Resultando que todo fue un engaño —prosiguió Eduardo embargado por la ansiedad— para que su plan se hiciera realidad.

—¿Quieres decir que la chica se hizo pasar por otra persona para embaucarte?

Eduardo asintió evidenciando todo el tormento del que fue posible. Recordando con viveza todo aquello le resultó sumamente fácil.

—¡Caray! Esta historia no deja de sorprenderme. Realmente creían en el poder de ese sepulcro. Tal vez he juzgado precozmente a tu abuelo. Debían de estar velados por el misticismo y la creencia que sus antepasados les inculcaron. —No daba crédito a lo que el joven narraba. Había sido presa de una maquinación brillante—. Lo que me deja sorprendido, más todavía, es que esa chica se mantuviera retenida en la mazmorra todo ese tiempo para asegurarse de que cumplías con tu función.

Eduardo no quiso hacer comentario alguno. Bastante martirio había rememorado ya. No quería seguir recordando a la que fuera su diosa, primero y su diablesa, después.

Javier Gimeno detectó el dolor en el semblante del interrogado, intuyendo el impacto que debió de ser para él todo ese engaño por parte de su amante. Tal vez en lo más profundo de su corazón se hallaba algo más que lujuria hacia esa chica. No obstante, no perdió el tiempo en averiguar algo tan banal en el caso, y tampoco quería hondar en la llaga. Bastante había sufrido ya ese pobre chico, imaginando las penurias y tormentos que debió de pasar en aquellas mazmorras. Ya le había narrado cómo consiguió acceder a las misteriosas catacumbas que habían pasado por alto la Policía Foral, algo que le dejó soberanamente intrigado. La convicción del chico en la existencia de esas mazmorras había sido clave, según él, para encontrarlas. Miró su reloj, estaba seguro de que la policía encargada del caso en Navarra habría retenido ya a Nicolau y su séquito, e incluso habrían registrado las mazmorras. Pero debía seguir interrogando al pobre infeliz que tenía delante. Le caía bien, era un chico inteligente, se palpaba, aunque había caído en la trampa ingenuamente. Sentía compasión por él, y admiración, consiguiendo escapar de allí. Era el momento de hablar de la huida.

—Desde que acabara el ritual hasta la huida, ¿ocurrió algo reseñable?

—No —confirmó con voz queda, mortificado por un sinfín de sentimientos vejatorios. «Sólo ocurrió que el alma de ese maldito Vlad fue creciendo en mi interior…», pensó sarcásticamente, llevándose una mano a la cara y no pudiendo ocultar una consternación desmesurada.

—¿Estás bien? —preguntó preocupado el agente. Dudó en si habría pasado algo y lo ocultaba, dada su reacción—. ¿Ocurrió algo que acabas de recordar? —inquirió intentando facilitar una confesión que pudiera querer ocultar por algún motivo.

—No, no. —Se repuso inmediatamente e hilvanó una respuesta creíble y sincera al mismo tiempo—. Es sólo que he recordado vivamente esos momentos encarcelado en aquellas tinieblas después de conocer la traición y el engaño al que fui sometido. Fue horrible…

Javier Gimeno asintió con tristeza, compadeciéndose de él una vez más. Su naturaleza desconfiaba de todo y de todos, como buen policía que era, pero, a pesar de la increíble historia que narraba, hasta el momento sólo podía decir que no mentía lo más mínimo. Qué duda cabía que seguramente ocultara algún pequeño detalle, como todo el mundo hacía, sobre todo después de una vivencia tal, pero no creía que fueran relevantes ni importantes, al menos de momento. Hasta ahora la historia parecía cuadrar, sólo faltaba interrogar a los acusados para cotejar la información y registrar las mazmorras en busca de pruebas que autentificara qué testimonio era el verídico. No obstante, una duda emergió, algo que repentinamente no comprendía.

—Cambiando de tema, ¿sabes si Mireia cambió de aspecto para embaucarte?

—Sí. Lo supe porque me hizo una visita tras el ritual, pidiéndome que la perdonara. Entonces observé que el color de su pelo era distinto: negro azabache.

—Se tiñó el pelo.

—Sí, de rubio platino, incluso las cejas debió de teñirse, porque nunca advertí en ello. El vello púbico se lo depilaba. También pude comprobar que usaba lentillas de colores, de azul celeste. Es curioso lo que cambia el aspecto de una persona con unos pocos retoques —aseguró con la mirada perdida en algún punto de la mesa.

Javier asintió para sí. Ahora comprendía que no hubieran podido identificarla cotejando la base de datos. Su rostro era totalmente diferente, y a esto había que añadir el difuso retrato robot que hicieron de ella las personas que le habían visto en alguna ocasión junto a él. Muy astuta, pensó.

—Ahora me gustaría conocer los detalles de tu escapada —pidió con amabilidad.

Eduardo respiró hondo y se concentró en las palabras que debía pronunciar. Debía resultar creíble y verídico, lo cual no supondría demasiado esfuerzo, al ocurrir en la realidad, aunque en otro momento y con resultado contrario. Sin abandonar su profunda melancolía a ojos del agente, se vio con fuerzas para acabar la historia y demostrar su falsa inocencia.

—Esta mañana, muy temprano, antes incluso de amanecer, uno de los guardaespaldas de mi abuelo se presentó en la celda y me ofreció la posibilidad de darme una ducha caliente —comenzó a narrar mecánicamente.

—¿Te lo permitían habitualmente? —interrumpió el agente.

Eduardo se quedó en silencio unos instantes, sorprendido por la pregunta. Angustiado, contestó lo antes posible, para no suscitar escepticismo, lo primero que le vino a su mente:

—No, llevaba días sin ese privilegio —contestó sereno, sin evidenciar el repentino desasosiego.

Javier Gimeno bajó la mirada hacia sus ropas, escrutándole indisimuladamente. Eduardo tragó saliva con dificultad. Estaba mintiendo, y sintió temor por ser descubierto y acabar sucumbiendo a la trama ideada para ocultar los asesinatos que sus manos habían perpetrado guiadas por la demoniaca alma de Vlad. Javier no dijo nada, y con un gesto le invitó a continuar.

Eduardo bajó la mirada para no revelar el temor que padecía, instándose a adoptar ese porte de desdicha y aflicción que tan bien le había servido a sus fines hasta el momento.

—Con pistola en mano, me obligó a ir delante de él. Subiendo las escaleras de la mazmorra, justo al detenerme frente a la puerta que se encontraba cerrada, pensé en la posibilidad de escapar. Fue algo vívido, real, al alcance de mi mano. Era tal mi sufrimiento que me agarré a esta posibilidad con todas mis fuerzas, aun sabiendo que serían ilusorias; él tenía un arma —narró con sutileza, recordando aquella vez que ocurriera en realidad. Parecía que habían pasado siglos de aquella vivencia. Se tomó un respiro y se sintió con fuerzas de mirarle a los ojos, ya no sentía temor, sólo seguridad en sí mismo, en que su relato convencería al agente que tenía enfrente y a sus compañeros que se ocultaban al otro lado del falso espejo. No podía pagar el alto precio de cadena perpetua por algo que él no cometió. Aunque como bien le había mostrado la vida, el merecimiento no corresponde con el destino, el que a veces te reserva las más ingenuas y desagradables sorpresas.

—Repentinamente —continuó Eduardo—, en mi mente apareció nítido lo que debía hacer para conseguir escapar, como si un duende me lo dijera al oído. —Le pareció un tanto desmedida su comparación, pero siguió adelante—. Al accionar los pestillos que abren la puerta secreta, me apoyé en ella con ambas manos, dejando todo el peso sobre mi pie izquierdo. Él estaba detrás de mí, unos dos o tres escalones por debajo, seguramente confiado. En ese momento solté una llave de kárate con mi pierna derecha con todas mis fuerzas, sin girarme ni moverme lo más mínimo. Creo que le di de lleno en el pecho, y acto seguido salió volando de espaldas, aterrizando bruscamente sobre los escalones y continuando su descenso dando vueltas como un balón. —Eduardo resopló consternado al recordar aquella caída.

—¿Quedó inconsciente tras su caída? —aprovechó para intervenir.

—¿El guardaespaldas? La verdad es que no lo sé, abrí la puerta y salí corriendo despavorido. Sabía que mi huida no había hecho más que comenzar.

—¿Te cruzaste con algún otro guardaespaldas mientras escapabas?

—Gracias a Dios que no, supongo que no estaría aquí ahora. La pesadilla no habría acabado… —No pudo reprimir una oleada de ansiedad, todavía se mantenía muy vívido todo aquel martirio al que fue sometido. Agarró con fuerza inusitada el borde de la mesa, ávido por mantener la compostura. Cerró los ojos con fuerza como si estuviera inmerso en una tormenta de arena. En ese instante tuvo plena conciencia de que aquel macabro episodio le pasaría factura en la soledad de las noches el resto de su vida, aunque enseguida recordó que todavía mantenía preso al detestable Vlad Draculea en el interior de su ser.

—¿Te encuentras bien, Eduardo? —quiso saber Javier, muy preocupado—. ¿Quieres un vaso de agua?

—Me iría mejor algo más fuerte —contestó susurrando, con una mueca de dolor.

—Lo siento, pero alcohol aquí no hay —confirmó con resignación. Maldijo no poder ayudar a esa alma en pena, un hombre al que habían torturado sin ambages.

—Entonces tendré que conformarme con un vaso de agua —dijo con voz entrecortada.

Javier Gimeno se levantó de un salto, presto a ayudar al pobre chico. Salió de la sala creando una leve brisa al cerrar la puerta con brío, algo que Eduardo agradeció. Su cara parecía un horno. Pero esto no era lo peor, ni mucho menos. Estaba sintiendo cómo ascendía aquel ser maligno por su cuerpo, irremisiblemente. No sabía cómo era posible, pero parecía dispuesto a emerger, lenta pero inexorablemente. No sentía rabia, ni cólera, ni ira, sin embargo, avanzaba dispuesto a adueñarse de sus actos. Atribuyó este hecho al recordar tan vivazmente aquellos episodios tan mortificadores, creando inconscientemente en él algún tipo de resentimiento u odio que habían llamado a la puerta de aquel maldito diablo. Pero no podía perder el tiempo en especulaciones, ahora debía retener a toda costa a su mortal «inquilino», si no quería verse inmerso, involuntariamente, en otra matanza, donde seguramente acabaría derribado a tiros por algún policía. Se concentró con toda su alma en mantener a raya esa serpiente que reptaba por su estómago en dirección al esófago. No podía perder la calma, su vida estaba en juego, lo sabía. Aquel sanguinario loco asesino desataría toda su cólera de siglos sobre todo aquel que se cruzara en su camino. Esta imagen le hizo estremecerse y temblar convulsivamente.

Javier irrumpió en la sala con un vaso de agua, invadido por la desazón al ver al chico en un estado alarmante. Su rostro estaba contrito, como si estuviera inmerso en una lucha interna, con los ojos cerrados impetuosamente. Temblaba aparatosamente, y parecía a punto de sufrir algún tipo de shock. Miró al falso espejo y dudó en llamar a un médico. Mientras, dejó sobre la mesa el vaso, apoyando una mano sobre el hombro de Eduardo, dando este un salto en su asiento. Al parecer, no se había percatado de su presencia.

Eduardo abrió los ojos y vio al agente, con gesto tierno. Le había dado un susto tremendo. Vio el vaso de agua y, con mano trémula, bebió de él como si estuviera en medio del desierto, tal fue su avidez. Pareció no dar crédito, pero el susto del agente le había reportado beneficios: parecía haber calmado a Vlad, aunque, no obstante, estaba al acecho, en una tregua donde parecía esperar una nueva oportunidad. Lo sentía en la boca del estómago, era algo inexplicable, con vida propia. Al instante se obligó a serenarse si no quería verse vencido por el mal. Dejó el vaso vacío sobre la mesa y bajó su cabeza hasta tocar con la barbilla el pecho, concentrado en no dar muestras de debilidad a su «inquilino».

—¿Te encuentras mejor? —oyó que le preguntaban, una voz lejana.

Eduardo alzó la vista y vio al agente de pie a su lado, con semblante inquisitivo. Asintió apenas imperceptiblemente.

—Me alegro, he estado a punto de llamar a un médico —aseguró mientras regresaba a su silla—. Ya casi hemos acabado —susurró, intentando tranquilizar a su azaroso interrogado—. Hemos puesto a tu disposición a un psicólogo, por si necesitas sus servicios. Está esperándote fuera.

Eduardo se sobresaltó inconscientemente. No lo necesitaba, o más bien, no podía entregarse a un loquero, ocultaba demasiadas y terribles cosas como para aceptar sus servicios. Un psicólogo no tardaría en extraer alguna de sus inconfesables verdades que debía guardar celosamente.

—No creo que sea necesario —se apresuró Eduardo a afirmar. Bajó inmediatamente la cabeza para huir de la perspicaz mirada del agente, preguntándose si sospecharía algo tras su reacción. Se maldijo por su poca inteligencia, aunque ¿qué esperaba?, estaba atenazado por el miedo y la desesperación y amenazado por un ser que rivalizaría con el mismísimo diablo.

Al agente le sorprendió esa respuesta, sobre todo su desmesurada reacción. ¿Ocultaría algo? Además, había percibido miedo en su mirada. Esto le dejó reflexionando por un momento. ¿Qué podría ocultar, a qué tenía miedo? Su raciocinio le llevó a suponer que sólo se trataba de su sufrimiento, de todos esos días retenido en un lugar inhumano, en toda la tortura mental que debió de suponer la traición y el engaño por personas a las que quería, sobre todo su amante.

—Cuando creas conveniente puedes continuar donde lo dejamos —informó con voz suave—. Creo recordar que estabas escapando del castillo —invitó a continuar.

Eduardo se tomó un poco de tiempo, la amenaza todavía se mantenía viva, a la espera de apoderarse de su cuerpo. Respiraba con dificultad, el ente le oprimía el pecho. Era una sensación nueva para él, lo que le hizo pensar que debía despojarse de «él» cuanto antes si no quería sucumbir a su poder para siempre. Se concentró en terminar su relato y salir de allí a toda prisa, intuyó que faltaba poco para terminar.

—Por suerte la puerta secreta se halla cerca de la puerta del castillo, por lo que salí corriendo sin cruzarme con nadie. Seguramente todos dormían, todavía no había amanecido. Recuerdo muy bien el aire puro y fresco, saboreando la libertad inconscientemente mientras buscaba mi coche desaforadamente. Inexplicablemente, no estaba allí, así que creí volverme loco. Presa de la ansiedad y el terror por ser capturado de nuevo, por ver aparecer con su pistola al guardaespaldas que había rodado por las escaleras, me introduje en el primer coche que estaba al alcance, rezando para que estuvieran las llaves puestas. Por suerte, estaban.

Javier no perdía detalle del interrogado. Su semblante había cambiado desde que cayera en aquel estado de ansiedad. Su mirada reflejaba miedo, con menor intensidad que hacía un minuto, y también reflejaba algo extraño, enigmática, algo que no supo definir. Por otra parte, siguió con su tarea:

—¿No apareció el guardaespaldas al que golpeaste?

—No. La caída fue tremenda, y recuerdo muy bien el sonido al golpearse contra los escalones. Todavía se me ponen los pelos de punta. Espero que no haya muerto —afirmó con apariencia de lástima. Tenía que ser creíble.

—Bueno, tal vez gracias a su muerte pudiste escapar —apostilló el agente, reflexivo—. ¿Qué hiciste después?

—Escapé del castillo. Abrí las puertas y conduje como un loco. Al principio no sabía dónde ir, aunque inconscientemente me dirigí hacia Zaragoza. Después supe con claridad dónde quería ir: a casa de mi amigo, Jorge Salas.

—¿No pensaste en detenerte en algún pueblo y pedir ayuda?

Eduardo pensó presuroso, debía inventar algo. No tardó en encontrar una respuesta:

—No, estaba aterrado. Por nada del mundo me hubiera detenido. Debía poner tierra de por medio, podían estar siguiéndome la pista. Así que aceleré todo lo que pude y no me detuve hasta llegar a casa de Jorge. —Se felicitó por su maestría, incluso en momentos así, atenazado por la posibilidad de que el demonio mostrara una vez más su poder de aniquilación.

Javier asintió en silencio repetidamente. El relato había llegado a su fin y, aunque pudiera parecer fantasioso, era creíble. Desde luego era digno de estudio una historia tan disparatada y que, para desgracia de ese pobre chico, a la vez fuera real. Pero seguía habiendo algo extraño en su mirada, y ese miedo que reflejaba. Sospechó que podría ocultar algo, aunque no estaba seguro. No obstante, era la víctima, y bastante sufrimiento había padecido ya. Era momento de acudir al castillo y finiquitar el caso.

—Bien, creo que es todo. De momento —anunció el agente, levantándose de la silla.

Eduardo respiró aliviado, ante el temor por no mantener a raya al ser maligno que seguía a la espera, en tierra de nadie. Parecía haberse acomodado entre el estómago y el esófago. Se apresuró hacia la salida, ansioso de llegar a los protectores brazos de su amigo que le esperaba en una sala cercana, y sobre todo de llegar a su piso y desembarazarse de una vez de Vlad.

—Esta es mi tarjeta —dijo Javier, entregándosela—, por si necesitas algo o recuerdas algún hecho importante. —Le dedicó una media sonrisa mientras le invitaba a salir con un gesto de su mano. Otra vez percibió algo extraño en su mirada, dejándole un tanto confundido. Mientras pensaba en ello, al pasar a su lado Eduardo y cruzar el umbral, inconscientemente le puso una mano sobre el hombro, en un gesto amable. Una décima de segundo más tarde la retiró bruscamente, como si se hubiera quemado al contacto con su hombro. El interrogado continuó adelante, ajeno a su reacción. Javier Gimeno se quedó petrificado, espantado ante la imagen fugaz que su mente reprodujo. Su confusión le velaba la razón, necesitando un momento para poner en orden su impactada cordura. Después, al recordar con lucidez, no dio crédito a lo que sintió al tocar a Eduardo, más bien lo que vio nítidamente, en una fracción de segundo: un bosque de personas empaladas bajo un cielo anaranjado. Sintió perder la cordura, no daba crédito a este hecho. Pero había sido real, y estaba seguro de que fue al tocar a Eduardo. Le dejó sumido en un estado catatónico, espantado por una imagen tan horrible. ¿Qué demonios significaba eso? ¿Cómo era posible haber tenido una imagen tal al contacto con ese joven? ¿Quién era en realidad? La llegada de su compañero le sacó de su perturbado ensimismamiento.

—¿Qué pasa? —preguntó Federico Pastor, subinspector del Grupo de Homicidios.

—Nada, nada.

—Pues estás pálido. Ni que hubieras visto a un fantasma. El jefe quiere que salgamos de inmediato hacia Olarral. Hemos recibido noticias.

Javier se obligó a concentrarse en lo que su compañero le decía, aunque le resultaba sumamente complicado. No podía quitarse esa dantesca imagen de la cabeza.

—En el castillo no hay nadie, y el tal Nicolau Medina parece haber desaparecido —informó Federico ante el mutismo de su colega.

—No es extraño, sabe que saldrá a la luz todas sus acciones perversas perpetradas durante años —dijo sin evadirse de la turbación.

Inmediatamente se pusieron manos a la obra y se embarcaron en el viaje que les condujera al castillo. Federico hablaba sin descanso sobre el caso, mientras Javier seguía sumido en su mundo, ajeno a la parafernalia que le obsequiaba su compañero.

—Estás muy raro, Javier, ¿te pasa algo? —preguntó finalmente.

Javier le escuchó, y dudó en contarle la aparición divina, o más bien demoniaca. ¿Qué pensaría su colega de esto? ¿Creería que el relato escuchado le había afectado sobremanera? Mientras estas inquietudes circulaban por su cabeza, sintió un deseo irrefrenable de compartir tan perturbadora vivencia.

—Mientras se marchaba el chico, percibí algo extraño en su mirada, no sé, algo que no supe descifrar, pero que me llamó poderosamente la atención.

—¿Y qué esperas? A ese chico sólo le ha faltado que le hubieran cortado la cabeza y se hubieran meado en su boca. Ha pasado un suplicio, una tortura inconfesable. A saber qué rondará por su cabeza. Aún no entiendo cómo no ha perdido la cordura.

—Sí, pero aún así su mirada era extraña, enigmática, aunque esto no es nada comparable con lo que a continuación experimenté.

Federico apartó su atención del volante, mirándole con intriga y confusión.

—Al tocarle el hombro mientras cruzaba la puerta, una imagen fugaz y nítida me invadió. No te lo vas a creer, pero la imagen era dantesca: un bosque de personas empaladas bajo un cielo anaranjado. Se me ha erizado el vello y casi caigo de espaldas a causa del impacto de la imagen —aseguró desazonadamente, todavía incrédulo.

Federico, mientras tanto, no cesaba de dirigir su mirada de un lado a otro, de su compañero a la carretera, de la carretera a su compañero, como si de un partido de tenis se tratara. Después de unos segundos de silencio, estalló en carcajadas.

—¡Joder, tío! Pero ¿qué me estás contando? —inquirió divertido.

—Te lo puedo asegurar que ha sido tan real como increíble. Y no te rías, casi me meo encima.

Federico le dedicó una mirada inquisitiva, con el ceño fruncido y los ojos entreabiertos.

—El que me estás asustando eres tú —admitió Federico—. ¿De verdad que me estás hablando en serio? Si quieres damos media vuelta y acudes al loquero, se frotará las manos al escucharte —dijo entre risas.

—¡No me toques los cojones! Te digo que ha sido real, ¡joder! —enfureció, aunque comprendía a su compañero. Era lógica su reacción.

Federico enmudeció, enarcando las cejas. Al cabo de un momento le miró con seriedad.

—No me lo digas, anoche estuviste viendo una película de terror. Ya eres un poco mayorcito para mearte en la cama, ¿no? —dijo mientras la risa fue en aumento.

Javier Gimeno decidió no continuar con la conversación en la que su compañero no cesaba de mofarse. Arrepentido de haberlo compartido, y con la nula ayuda de la que había sido obsequiado, se obligó a olvidarse de esa imagen pavorosa, aunque le resultó imposible. Mientras, continuaron su camino hacia el castillo de la propiedad del sospechoso de las cuatro últimas desapariciones en aquella zona, Nicolau Medina, y su séquito.