CAPÍTULO 45
Zaragoza
Jorge Salas, ante el fulminante ataque feroz de la figura que emergió de las tinieblas, gritó despavorido mientras caía al suelo aterrizando sobre su trasero. Su corazón estuvo a punto de detenerse a causa del brutal sobresalto, pero enseguida escuchó, atónito, unas carcajadas prodigiosas. Levantó su mirada aterrada y se encontró con el rostro burlón de Eduardo, que no cesaba de reír abiertamente, incluso podía atisbar los ojos anegados en lágrimas a causa de tan desmesuradas risotadas, no dando crédito.
—¡Serás cabrón! —exclamó sumamente molesto, levantándose de un brinco—. ¡Casi me muero del susto y tú mofándote!
—Lo siento —dijo Eduardo entre risas—, pero no he podido evitarlo. —Dicho esto, nuevamente prorrumpió en carcajadas.
—¡Eres un capullo! —gritó enfurecido—. He pasado los peores momentos de mi vida, y resulta que tú estabas jactándote de ello ahí escondido.
—¡No, qué va! —contestó sin poder reprimir totalmente la risa—. Acababa de oírte pronunciar mi nombre, estaba dormido. Y al escuchar esa vocecilla de cordero acorralado por el lobo, no he podido resistirme. Lo siento —dijo con una sonrisa que no pudo borrar.
Jorge masculló una retahíla de palabras ininteligibles. Seguidamente se giró y se dirigió hacia la salida. Eduardo le miró con el ceño fruncido.
—No te marcharás, ¿no?
—¡Eso es exactamente lo que debería hacer ahora mismo, tontolaba! —Se detuvo al llegar a la mesa del salón-comedor, girándose para mirarle—. Aquí tienes el desayuno, aunque no te lo merezcas —dijo con semblante adusto.
—Pero ¡no te enfades, Jorge, era una broma! —se disculpó mientras seguía los pasos que su amigo había tomado.
—¡Pues menuda broma! Llevo media hora llamándote, casi me da un infarto buscándote entre tanta oscuridad, ¡y a ti no se te ocurre nada mejor que darme un susto de muerte, gilipollas! —No podía contener su enfado, su amigo había llegado demasiado lejos con esa broma pesada.
—Yo creía que acababas de llegar, estaba durmiendo —aseguró con seriedad, al ver a su amigo tan enojado. No entendía el porqué de su desmesura—. Además, ¿de qué estabas tan asustado?
Jorge Salas le miró un instante, fijamente a los ojos, con los párpados entornados, apartándolos definitivamente.
—No sé, al no contestar, creí que tal vez… —dejó la frase a medias, un tanto avergonzado.
—¿Tal vez me hubiera convertido en el monstruo de Vlad Draculea? —Eduardo sintió desazón por él. No había pensado en ello, y ahora sintió arrepentimiento por haberle dado tal susto. Le conocía demasiado bien para imaginarse la escena: su amigo, embaucado por su fobia, cayó en las redes del terror fácilmente. No pudo más que apoyar una mano sobre su hombro y pedirle sinceras disculpas:
—Lo siento de verdad, tío, me he pasado. Aunque creía que acababas de llegar, te lo juro.
Jorge levantó una mano a modo de que aceptaba sus disculpas.
—No te preocupes, ya me recuperaré —dijo seriamente, pero sin rastro de rencor. Se sentó e intentó acompasar su respiración y su templanza, tan violadas en los últimos minutos.
Eduardo pudo ver con claridad, a la luz que penetraba por la puerta abierta, el rostro de su amigo tan blanco como la cal. Maldijo para sus adentros, su amigo sufriría pesadillas a causa de su estupidez. Se sentó a su lado y observó la bolsa de plástico que rebosaba de contenido, zanjando el escabroso tema de la broma pesada. Al ver el termo humeante la cara se le iluminó.
—¡Café caliente!
Jorge le observó indisimuladamente, con el ceño fruncido. Parecía otro, totalmente opuesto al asustado y afligido Eduardo que recibiera ayer por la noche en casa.
—Se te ve muy contento. De hecho, parece que estabas durmiendo a pierna suelta. Y yo sin pegar ojo en toda la noche —recriminó.
—Bueno, no haría mucho tiempo que me habría dormido. Por cierto, he encontrado una solución —anunció eufórico.
—¡No jodas!
—Al poco de marcharte, di con ella. La verdad es que no había que devanarse los sesos, era algo tan fácil, que me sorprendí.
Jorge le miraba expectante, alterado.
—No hay que ingeniar ninguna historia —continuó Eduardo mientras el café caliente le reconfortaba—, no hay que crear una trama de novela de ficción. Simplemente tengo que contar la verdad, nada más. Así de fácil.
—¿Contar la verdad? —inquirió sin comprender—. Pero…
—Confesar los hechos tal y como ocurrieron —interrumpió Eduardo, al intuir la incomprensión de su amigo—, cambiando, claro está, el final.
Jorge se quedó meditabundo, con la mirada fija en la mesa. Era una buena idea revelar a la Policía su retención y…
—¿También relatarás el ritual?
—Claro —dijo Eduardo convencido—. ¿Por qué no? Además, es la piedra angular de la historia. Sin esto no tendría significado las desapariciones. Hay que sacar a la luz toda la historia —confirmó con alegría.
—¿Y qué final has pensado contar? —inquirió intrigado.
—Simplemente que conseguí escapar. Ya te lo he dicho, la solución era sumamente fácil.
Jorge asintió en silencio, enarcando las cejas. Viéndolo así, tenía razón su amigo. Después de estar la noche anterior durante horas exprimiendo sus cerebros en busca de una historia que rivalizara con la mejor de las tramas de una novela negra, la solución se hallaba al alcance de sus manos.
—No me resultó difícil idear la escapada, estuve a punto de huir en una ocasión. Sólo he tenido que cambiarlo por un final feliz. —Eduardo no cabía de gozo. Había logrado desentrañar el primer problema antes de lo previsto. Ahora quedaba llevarlo a cabo y acudir a la Policía. Pero primero, saciaría su hambre voraz. No dejaría ni las migajas de lo que su amigo le había traído.
—¿Y qué dirás que ha ocurrido con los habitantes del castillo? —preguntó Jorge, que no acababa de hilvanar todos los entresijos de aquella historia.
—Eso es problema de la Policía —aseguró enigmático. Rio ante el gesto incrédulo de Jorge—. Sí, hombre. Yo me he escapado de allí, desconozco lo que mi abuelo y su séquito hayan hecho a continuación. ¿Entiendes? Es algo que no me incumbe.
Jorge emitió un sonido de haber comprendido a su amigo. Era inteligente, sin duda. Parecía que no había dejado cabos sueltos.
—También tengo una idea con respecto a esto —anunció Eduardo, sin abandonar esa enigmática sonrisa—, bastante creíble: al escaparme, mi abuelo y su séquito han huido ante la inminente acusación de asesinatos que recaerá sobre ellos.
Jorge silbó de admiración. Su amigo era bueno, muy bueno. Era una idea brillante, y no dudó en que la policía se la tragaría de cabo a rabo.
—Eres un genio, Eduardo, de verdad.
—Lo sé —afirmó triunfante, riendo quedamente—. Ahora no hay tiempo que perder, en cuanto acabe con el desayuno acudiré a la Policía. Todavía queda la posibilidad de que ya hayan reparado en que mi abuelo ha desaparecido.
Jorge parecía aliviado, habían resuelto el problema, aunque enseguida recordó que todavía quedaba otro, tanto o peor que este.
—Y… ¿el otro problema? —preguntó con voz queda, no queriendo romper la felicidad de su amigo.
El rostro de Eduardo demudó al instante, borrándose completamente la euforia y la alegría. Había tenido una idea brillante, atisbando el final del túnel, pero la realidad le abofeteó con fuerza. Su pesadilla no había terminado, ni mucho menos. Debía librarse del mal que se había instaurado en su interior durante aquel maldito ritual. Desde que abandonara el castillo había conseguido controlarlo totalmente, pero también era consciente de que acabaría pereciendo a sus sentimientos más oscuros y aquel ser maligno despertaría de su letargo con una fuerza inusitada. Dejó el bollo a medias sobre la mesa, el apetito se había evaporado. Miró a su amigo con tristeza, y negó con la cabeza, bajando la barbilla a continuación, hundido en su miseria. No tenía ni la más remota idea de cómo deshacerse de «él».
Jorge no necesitó palabras ni gestos para captar la respuesta de su amigo. A todas luces quedaba claro que todavía no había conseguido una solución a tan devastador problema. Se arrepintió de haber preguntado, su amigo había vuelto a la autotortura mental, algo lógico dada la magnitud del hecho tan irreal y nefasto al que el destino le había conducido.
—Intuyo que va a ser muy complicado poder librarme del mal en persona que el hijo puta de mi abuelo ha conseguido introducirme. Cada vez que lo pienso, el mundo se me viene encima. Llevo el alma de un hombre que murió hace más de quinientos años. A veces creo que estoy loco. Todavía me pregunto cómo demonios me crees, siendo una historia tan ficticia…
—Imagino que tiene algo que ver el creer en el conde Drácula —dijo con sarcasmo, con una media sonrisa—. Además, no muestras síntomas de locura. Y si aseguras que mataste a diez personas, es evidente que algo superior a ti te ha obligado a hacerlo. No creas que mi escepticismo no me ha llevado a pensar en unas cuantas hipótesis que no te dejaban en buen lugar, pero sólo puedo apoyarte y ayudarte. De nada serviría no creerte y darte la espalda —aseguró convencido.
A Eduardo se le saltaron las lágrimas, emocionado. Dio gracias a Dios una vez más por haberle bendecido con un amigo así, sabedor de que daría la vida por él, como él mismo lo haría.
—Por desgracia es tan real como que estamos aquí ahora. Ojalá fuera todo producto de mi imaginación —confesó apesadumbrado—. Por suerte puedo mantenerle bajo control, siempre y cuando nada ni nadie me enfurezca —concluyó Eduardo, intentando abstraerse de la floreciente aflicción y ansiedad que le carcomían sin piedad.
—Como Hulk… —dijo Jorge, meditabundo.
—¿Qué?
—Como El increíble Hulk, el superhéroe. Cuando enfurecía se convertía en un gigante verde. ¿No lo recuerdas?
—¡Oh, sí! Ya. Y también se convertía en un ser irascible. Aunque era ficticio —dijo melancólico.
—No te preocupes —intentó animarle Jorge—, lograremos librarnos de ese jodido Vlad. De momento, me cuidaré, y mucho, de hacerte enfurecer…
Eduardo, pese a todo, sonrió levemente. Ahora debía cumplir con el plan establecido y acudir a la Policía para salvaguardar su inocencia y hacer bueno lo que había ideado. En esta ocasión el hecho de librarse de los diez asesinatos que había cometido poseído por el diablo no le sacó del tormento, precisamente por aquel ser que habitaba a sus anchas en algún rincón de su cuerpo, dispuesto a emerger a la más mínima posibilidad.
—Por cierto —dijo Jorge tímidamente—, ¿a Gisela también la mató tu abuelo?
Eduardo sintió el conocido y reciente precio de la traición. Sin embargo, su semblante no cambió ni un ápice, estaba demasiado fatigado para alterar su estado. Agachó la cabeza y movió pausadamente el termo sin motivo alguno, movido por su nerviosismo. Recordó que su amigo no sabía la verdad sobre quién era realmente Gisela.
—Gisela era fruto del plan trazado por mi abuelo —contestó monótonamente.
Jorge le dedicó una mirada incrédula, que fue apoderándose de su rostro paulatinamente.
—Gisela era la hija de mi abuelo, al parecer de distinta madre que la mía. Me embaucó para llevarme hasta Nicolau. Se llamaba Mireia, y se descubrió nada más terminar el ritual; su cometido había terminado. —Eduardo no pudo ocultar su dolor. Había sido una diosa que había descendido para hacerle feliz, inmensamente feliz, derribando el mundo que había creado con sus creencias. Una mujer perfecta físicamente que le deslumbró con su belleza, llevándole al paraíso cada vez que la poseyó. Hubiera dejado todo por ella; él, que se jactaba de predicar a los cuatro vientos que era feliz sin pareja, pudiendo hacer lo que deseaba en cada momento, sin ataduras ni obligaciones que cumplir. Sin embargo, todo había sido un engaño, cruel y despiadado. Resopló intentando expulsar los sentimientos que le torturaban.
—Joder, tío, no puedo creerlo. —Jorge se quedó sin palabras, incapaz de dar credibilidad a tan espantosa historia. Miró a su amigo furtivamente, inmerso en un drama digno de llevarlo a la gran pantalla. Se apiadó de él inmediatamente, admirando su fuerza interior, su fortaleza mental. Él no hubiera aguantado ni una milésima parte de lo que su amigo debió de padecer, y lo que era peor, seguía padeciendo.
—Basta de charla —anunció Eduardo, levantándose de la silla con vigorosidad—, es hora de actuar. Llévame a tu casa y comencemos con el plan, no hay tiempo que perder.