CAPÍTULO 43

Poco después de despuntar el alba se dirigía en su coche en dirección a la casa de campo. No había pegado ojo en toda la noche, en una continua lucha encarnizada con la cama en un sinfín de vueltas y cambios de postura. Su mejor amigo se encontraba en una situación dramática, peliaguda, tal vez incluso irremediable. Podía acabar en la cárcel si la policía descubría sus asesinatos; y peor aún, estaba poseído, como él había asegurado, por un monstruo, ni más ni menos que por el alma de Vlad Draculea. El corazón le dio un vuelco y se estremeció, comenzando a temblar convulsivamente. Jorge no podía quitarse de la cabeza al maldito conde Drácula, llegando incluso a imaginarse a su amigo convertido en ese ser tan repudiado y odiado por él.

El frío era intenso en pleno diciembre, e iba bien abrigado en su coche. Irremediablemente pensó en Eduardo, donde la caseta no disponía de calefacción, y la estufa de leña que poseía no podía usarla para no revelar su presencia. Su amigo se había adueñado de las dos mantas que había en la casa de campo, pero seguramente serían insuficientes. Durante el par de horas, aproximadamente, que estuvieron reflexionando enconadamente ambos en la casa de campo antes de marcharse a su casa, se quedó helado. Ahora le llevaba varias mantas más, y un termo de café bien caliente, además de una fiambrera con una tortilla recién hecha y varios bollos. Estaría hambriento, si es que la aflicción y la angustia no atenazaban su estómago. Por otra parte, todavía no habían conseguido dar lucidez a los problemas, no encontrando soluciones mínimamente aceptables. Eduardo se mostraba más preocupado por idear un argumento que le excluyera de los asesinatos perpetrados que por el hecho de estar poseído por el mismísimo demonio. Era evidente que urgía evadirse de la Policía; si no encontraban una solución rápida acabaría en la cárcel para el resto de su vida. Sin embargo, ese ser que albergaba en su interior ponía los pelos de punta a Jorge, que miraba receloso a su amigo tras escuchar de lo que era capaz cuando este se apoderaba de su cuerpo. Había momentos que sentía verdadero terror, atemorizado porque en cualquier momento se abalanzase sobre él. Era incapaz de reprimir ese pensamiento, incluso ahora, en la soledad del habitáculo, le asaltó. Estuvo tentado a dar media vuelta y abandonar a su suerte a Eduardo, pero enseguida se maldijo por el mero hecho de pensarlo. Era su amigo, su mejor amigo, y debía ayudarle en todo lo que pudiera, aunque bien era cierto que en su interior poseyera la semilla del diablo, y que mientras no se librara de ella, no podría confiar plenamente en él.

Llegó a la casa de campo y aparcó el coche al otro lado de la alambrada. No tenía prisa, había llamado al dueño del hotel y le había pedido unos días de vacaciones, aduciendo que necesitaba descansar. Su jefe, sabedor de la mala etapa por la que estaba pasando al seguir desaparecido su amigo, no puso trabas. Jorge miró a su alrededor, no había nadie en los campos colindantes, aunque esto no le extrañara, la mañana era gélida y los huertos se mantenían a la espera de una mejor estación. Respiró hondo antes de ponerse a caminar, estaba temblando, y no sólo por el frío. No podía creer lo que su mente procesaba, estaba realmente acojonado por adentrarse en la casa de campo donde habitaba un ser diabólico en el interior del cuerpo de la persona más bondadosa que conocía. Le pareció sencillamente irónico, aunque, a decir verdad, era una suerte; si ese ser malévolo se hubiera apoderado de un hombre malvado, las consecuencias hubieran sido catastróficas. No pudo obviar la irrealidad de lo que su amigo aseguraba, pero al final no lo ponía en duda. Su amigo había asesinado a diez personas, y él era incapaz de matar una mosca, así que sería cierto lo que aseguraba. Por otra parte, no dejaba de pensar en ese ritual que venía celebrándose desde hacía quinientos años, en el que intentaban resucitar a un personaje sanguinario donde los hubiera. Al final, lo habían logrado, pero gracias a Dios estaba en sus manos deshacerse de «él», pese a que desconocían totalmente cómo lo conseguirían, previéndose tremendamente dificultoso. Sentía verdadera compasión por su amigo, con algo tan horrible alojado en su propio cuerpo, capaz de matar con una facilidad pasmosa. Recordó también lo poco que le contó de su retención en aquellas mazmorras, no dando crédito al sufrimiento que debió de padecer. Su amigo no merecía tal cantidad de calamidades, más bien se merecía toda clase de venturas, siendo una persona extraordinaria. Pero así es la vida, pensó, injusta y cruel. «Todavía estamos a tiempo de revertir la situación», pensó esperanzado Jorge.

Atravesó la verja y el sendero de piedra que llevaba hasta la puerta de la casa de campo. Con el corazón en un puño, accionó el pomo, cediendo la puerta con suavidad. Una oscuridad total se abrió ante él, donde el silencio le encogió el alma. Parecía deshabitada. ¿Se habría marchado? Desestimó esta posibilidad al instante. Unos segundos después, avanzando lentamente, su vista comenzó a adaptarse a la oscuridad, pudiendo ver con suficiencia al no estar completamente bajada la persiana del salón-comedor. Dejó sobre la mesa la bolsa con el desayuno y observó el pequeño pasillo central en la distancia, donde se hallaban las dos habitaciones y el cuarto de baño. Tragó saliva con aparatosidad, comenzando a experimentar verdadero pavor. ¿Su amigo se habría convertido en monstruo nuevamente? Instintivamente, miró tras de sí, atisbando la puerta, que se encontraba abierta de par en par. Se alegró por ello, podría necesitar una vía de escape rápida. Se preparó para salir corriendo si intuía peligro.

—¿Eduardo? —preguntó con un hilo de voz, tremendamente asustado. El silencio seguía apoderándose de cada rincón de la casa de campo. Su respiración comenzó a acelerarse alarmantemente, y cada poro de su cuerpo estaba infectado por el pánico—. ¿Eduardo? —volvió a llamar con voz temblorosa, al son de todo su cuerpo, que más bien parecía hallarse sobre suelo vibratorio. Indeciso, avanzó con paso lento con los cinco sentidos puestos en el pasillo que se abría paso a escasos metros de distancia, donde la oscuridad se atenuaba todavía más. No sabía si podría avanzar lo suficiente, estaba aterrorizado, y la penumbra no hacía más que acentuar su miedo. Comenzó a caminar de lado, por si debía echar a correr, facilitando la tarea de darse la vuelta y escapar de las fauces del diablo. Apretó con fuerza sus mandíbulas, haciendo acopio para seguir adelante. ¿Le habría pasado algo a Eduardo? No era lógico que no contestara a su llamada. ¿Podría haber sufrido alguna parada cardíaca a causa de ese ser maligno que intentaba apoderarse de su cuerpo? Las preguntas comenzaron a invadirle, evadiéndose levemente de su estado pávido, inconscientemente, ayudándole en la tarea de seguir adelante. Después de una eternidad, llegó al pasillo, con el alma sobrecogida, su respiración ululando y el corazón haciendo temblar las paredes.

—¿Eduardo? —llamó por tercera vez con una vocecilla que bien podría haberse confundido con la de una niña asustada. La boca la notó tan seca que sería capaz de beberse el río Ebro. Miró hacia atrás fugazmente, localizando visualmente la puerta, su vía de escape. Su mente ordenó a su pierna derecha que avanzara un paso, pero esta parecía reacia a cumplir sus deseos. No recordaba haber pasado tanto miedo ni viendo a su «querido» conde Drácula a través del televisor. Esto era real, y por una milésima de segundo se le ocurrió que su fobia podría empeorar drásticamente tras esta vivencia.

Con todo su ímpetu, espantando a todos los fantasmas que se cernían sobre su mente, dio un paso y alargó su cuello hasta asomarse a través de la puerta del cuarto de baño. Las sombras que se producían a causa de las tinieblas que parecían envolverlo aumentaron su pánico. Maldijo el que no hubiera luz eléctrica, y el que las persianas se encontraran bajadas. Tras dos segundos observando el oscuro y tenebroso cuarto de baño, dio un par de pasos hacia atrás, despavorido. Las sombras no hacían más que representar espectros en los que su cerebro creaba la figura de un ser demoníaco en el interior del cuarto de baño.

—¿Eduardo? —dijo con voz queda, pero, una vez más, no obtuvo respuesta. Sintió un deseo irrefrenable de abandonar la casa de campo como un cohete, incluso no detenerse hasta que estuviera a cientos de kilómetros de distancia. Pero algo le detenía, algo que le impedía salir despavorido. Gimió de desesperación, estaba al borde de una crisis nerviosa, lo sabía, experimentó los mismos síntomas la vez anterior. Intentó tranquilizarse y convencerse de que en el cuarto de baño no había nadie, que era su pánico y la oscuridad la que habían traicionado sus sentidos. El amor por su amigo le obligaba a continuar, seguramente le había ocurrido algo y estaría inconsciente. Este pensamiento le dio fuerzas renovadas, y se encaminó nuevamente hacia el pasillo con pasos sigilosos y extremadamente cortos. Se detuvo a la altura de la puerta del baño, escrutando nuevamente las sombrías siluetas que se recortaban en su interior. Pudo cerciorarse de que Eduardo, o el demonio en persona, no se encontraba allí. Tragó saliva con dificultad por enésima vez, dando un nuevo paso hacia el frente. La siguiente puerta estaba a medio metro de distancia, una de las dos habitaciones que poseía la casa de campo. No sabía en cuál de ellas se habría acostado su amigo. Conforme se acercaba, el terror inundó cada centímetro de su cuerpo, comenzando incluso a rodar lágrimas por sus ojos. No sabía si podría soportarlo por más tiempo, pero se aferró a la idea de que Eduardo necesitaba su ayuda, y se asomó por el vano de la puerta con decisión. La luz del sol penetraba tímidamente por unas pocas rendijas que la persiana no había sellado. Allí tampoco estaba, y la cama estaba pulcramente hecha. La suerte le era esquiva, y tendría que llegar hasta el final del pasillo donde se encontraba la última puerta. Sus fuerzas flaquearon al padecer una nueva oleada de pánico, incrementando su dureza de forma inhumana. Su rostro se deformó cómicamente a causa de ello, y se giró pausadamente en busca de la ansiada puerta que daba a la luz de la mañana y por la que dejaría atrás toda esa insufrible tensión y pavor. Tuvo la certeza de que no llegaría a la última habitación, donde su amigo estaría acostado, o donde le esperaba Drácula para asesinarle. Estaba al borde de un ataque de ansiedad, o peor aún, de un ataque al corazón. No podía más, ¡no podía! Comenzó a llorar de impotencia, quería ayudar a su amigo con toda su alma, pero el terror que sentía era más fuerte. ¿Por qué cojones no contestaba? ¿Qué le había ocurrido?

—¿Eduardo? —llamó por última vez antes de marcharse de la casa del terror en la que se había convertido para él. Lloró y gimoteó, sabedor de que a su amigo le había ocurrido algo, pero la imagen de que estuviera poseído por aquel ser malévolo y sanguinario le obligaba a abandonar a su suerte a su más querido amigo. Hizo un último esfuerzo mientras unos lagrimones corrían raudos por sus mejillas, gimiendo desgarradoramente, en una lucha enconada contra sus fantasmas. Dio un paso al frente y, súbitamente, una figura emergió de las tinieblas de la última habitación y se abalanzó sobre él, profiriendo un rugido estremecedor, satánico, vampírico. Jorge tuvo la certeza de que su vida había tocado a su fin.