CAPÍTULO 42
Zaragoza
Subía en el interior del ascensor con una opresión en el pecho a causa de su temor por ser visto. Hasta el momento había tenido éxito, o eso creía. Había dejado atrás Olarral y, tras un tortuoso viaje de meditaciones a cuál más agraviante, aparcó el coche lo más cerca que pudo del piso de su amigo. Ayudado por las sombras que la noche proporcionaba en la ciudad, llegó a su destino y llamó en el portero automático sumamente nervioso. Su amigo le abrió la puerta de la entrada al bloque sin dejar de pronunciar exclamaciones de perplejidad y júbilo al reconocer su voz. Para Eduardo, faltaba poco para culminar ese primer plan. No se había cruzado con ningún vecino de la comunidad, y rezaba porque siguiera así. Alguno le conocía de haberle visto con Jorge, y sería desastroso que le vieran por allí. A efectos policiales, él estaba desaparecido. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Jorge Salas le recibió con los brazos abiertos y los ojos anegados en lágrimas. Eduardo se fundió en un abrazo con su amigo, sintiendo repentinamente una descontrolada alegría en el alma, desapareciendo toda esa profusión de sentimientos y emociones hirientes que le envolvían desde hacía demasiado tiempo; casi no recordaba la última vez que había sido feliz, algo a lo que estaba abonado diariamente en su anterior vida. Ahora parecía que habían transcurrido años de aquello.
—Entremos dentro, rápido —urgió Eduardo, atacado por la inquietud, mirando en derredor con expresión azorada.
Jorge Salas, sin hacer comentario alguno, abrió raudo la puerta de la vivienda y ambos desaparecieron en la seguridad que a Eduardo le brindaba el piso de su amigo. Tras unos momentos de abrazos y lágrimas, en una efusividad incontrolable y cariñosa, incapaces de pronunciar una palabra, Jorge se separó de él y le miró de arriba abajo varias veces.
—¿Estás bien? ¿Dónde has estado, qué te ha pasado? —una multitud de preguntas se arremolinaron en su mente, no dando abasto sus cuerdas vocales para pronunciarlas todas.
—Estoy con la mierda hasta el cuello… —contestó susurrando, abatido.
—¿Qué…? —intentó inquirir Jorge, pero no encontró una pregunta concreta.
—Es una historia muy larga, y horrible a la vez. No creo que quieras oírla… —se sinceró Eduardo, sabedor de la fobia hacia Drácula. Sin embargo, debía contárselo todo, lo necesitaba si no quería explotar interiormente.
Jorge palideció súbitamente, su amigo estaba demacrado y parecía haber envejecido treinta años, aparte de su incontestable semblante de terror que evidenciaba. Fue incapaz de decir nada, intentando imaginar las calamidades que habría vivido, aunque desconocía por completo lo que le había ocurrido. Ingenuamente, quería escuchar las desventuras de su amigo, para qué si no había acudido allí.
—Será mejor que empieces a hablar ahora mismo. Por cierto, ¿ya has acudido a comisaría?
—No puedo, ha pasado algo terrible —confesó Eduardo hundido en una miseria absoluta—. Te pido perdón por anticipado por lo que voy a contarte, pero tengo que compartirlo contigo, eres mi mejor amigo, como un hermano para mí.
Jorge Salas se mantuvo expectante, intrigado, contrariado por las palabras de su amigo. Que no hubiera acudido a la Policía le hacía presagiar algo verdaderamente nefasto.
—Te lo resumiré lo más explícitamente posible —comenzó Eduardo, con un hilo de voz que transmitía una debilidad extrema, como si fuera un anciano centenario. Respiró hondo y se encomendó a relatar la historia—. Con la ayuda de un joven de Olarral, buscamos las mazmorras del castillo.
—La policía me preguntó por él. También ha desaparecido —interrumpió Jorge. Eduardo asintió compungido, pero continuó con toda la entereza de la que fue capaz:
—En una de mis visitas, descubrí la llave y una ubicación aproximada de la puerta secreta que conducía a las catacumbas, y logramos acceder a ellas. Allí encontramos una especie de celdas de grandes dimensiones y un sepulcro ostentoso. —Tragó saliva y observó a Jorge, el cual reflejaba una mirada que fue tornándose progresivamente en puro horror. Parecía adivinar lo que iba a decirle.
—La… tumba de… Drácula —dijo Jorge con voz temblorosa, con el gesto demudado como si acabara de aparecer frente a él el mítico conde.
Eduardo sintió la consternación de su amigo. Le conocía bien, y sabía que sufriría pesadillas durante días, incluso podía sufrir una crisis nerviosa como la última vez que hablaron sobre su abuelo. Ahora, a diferencia de aquella vez, la hilarante y obsesiva imaginación de su amigo con respecto a Drácula no superaría la realidad.
—La tumba de Vlad Draculea, el personaje real que vivió en la Edad Media —especificó para que no hubiera dudas y mantener a Jorge en un mínimo de cordura.
Jorge Salas se llevó las manos a la cabeza, susurrando inconexas palabras que fueron ininteligibles para Eduardo. Finalmente levantó la cabeza y le miró a los ojos, horrorizado.
—Lo sabía, lo supe desde el primer día que me contaste de quién descendía tu abuelo y el castillo que poseía.
—Bueno, te puedo asegurar que Drácula no existe, al menos tal y como lo relatan en la ficción —se apresuró Eduardo a aclarar—. La cuestión es que mi abuelo nos pilló in fraganti, e intentó convencerme en hacer un ritual que cada año, desde hace cinco siglos, llevan a cabo. Eder, el chico de Olarral, fue llevado de regreso a su casa, al menos es lo que dijo mi abuelo, pero como ya intuía, debieron de matarle. —Tragó saliva con dificultad, reprimiendo el llanto y el dolor que sintió.
La expresión de Jorge Salas era indescifrable, en una mezcla de incredulidad y espanto, petrificado como estatua de piedra.
—Yo rechacé la propuesta —prosiguió—, pero mi abuelo me obligó a hacerlo al amenazar de muerte a Gisela si me oponía. Tuve que aceptar y me retuvo en aquellas detestables mazmorras durante días a la espera de que llegara el día D. A Gisela también la retuvieron en una de esas celdas para asegurase de que cumpliría con mi misión y participaría en el ritual.
—¿De qué se trataba exactamente el ritual? —preguntó Jorge con voz queda, asustado, aprovechando una pausa de su interlocutor.
—Un sacerdote evoca al alma del difunto mientras sacrifican una vida humana —contestó en una imperturbable pesadumbre.
Jorge Salas creyó desvanecerse por momentos, mientras un sudor frío comenzó a resbalar tímidamente por su frente y espalda. Su rostro de espanto inundó cada una de sus facciones.
—Por eso no quería hacer el ritual, pero me obligaron a ello utilizando a Gisela. Ella me suplicó que lo hiciera, su vida estaba en juego. Yo la amaba… —Unas lágrimas brotaron y recorrieron sus mejillas con sutileza. El dolor de la traición apareció con fuerza una vez más, sintiendo miles de alfileres atravesando su marchito corazón.
—Qué horror, ¡has vivido un auténtico infierno! —exclamó Jorge removiéndose continuamente en su asiento.
—Ahí no acaba la historia… —anunció todavía más desconsolado—. El ritual, que se hace desde que muriera Vlad a petición suya, busca su reencarnación en el cuerpo vivo de un varón descendiente directo. Te puedo asegurar que su alma se introdujo dentro de mí —soltó de sopetón, necesitado de evadirse con urgencia de su secreto. Miró con atención a su amigo, en busca de su reacción. Sabía por experiencia que no le creería, que debería de explicarse hasta en arameo para convencer a Jorge de la veracidad de sus palabras.
El silencio se adueñó de la estancia durante unos eternos segundos. Jorge volvió a quedarse perplejo, inmóvil, con los ojos moviéndose frenéticamente en todas direcciones, como si siguiera los movimientos de un mosquito que rondara toda la extensión de su cara. Comenzó a mover los labios, aunque no pronunció sonido alguno. Finalmente cambió de postura y fijó sus ojos en los de Eduardo, que esperaba con vehemencia su reacción.
—¿Quieres decir que estás convirtiéndote en vampiro? —preguntó con una mueca de terror.
—¡Joder, Jorge! —maldijo Eduardo, incorporándose de su asiento como un resorte. Esperaba una reacción escéptica, o acaso le tomara por un loco, pero nunca se imaginó una respuesta tal—. ¡Los vampiros no existen, por el amor de Dios! —A continuación, Eduardo se apiadó de él inmediatamente. No podía culparle de su obsesión, de su fobia. Y no podía hacer que su buen amigo pagara los platos rotos. Caminó por la estancia con parsimonia, cabizbajo, sin destino alguno.
—Entonces ¿el alma de quién ha resucitado? —preguntó Jorge confuso.
—Ya te lo he dicho, el alma del que fuera príncipe de Valaquia durante el siglo XV, mi antepasado. Que no fue vampiro, evidentemente —dijo con retintín.
—¿Y cómo sabes que su alma está en tu interior? —Por primera vez, dio signos de escepticismo.
—Por una sencilla razón, porque he matado a diez personas poseído por ella. ¿Te parece suficiente argumento? —preguntó con sorna. Estaba desquiciado, sumamente nervioso, desesperado. Aquello comenzaba a hacer mella en él.
Jorge le miró con los ojos como platos, desorbitados.
—¿Que has hecho qué? —tembló su voz, y se levantó espantado, como si estuviera delante de un monstruo. De hecho, pensó Eduardo, estaba en lo cierto: era un monstruo.
—Después del ritual continuaron reteniéndome en la celda a expensas de ver mi evolución. Poco a poco fui percibiendo algo en mi interior, algo que no puedo explicar con palabras, pero que crecía irremediablemente. Comencé a pensar que el ritual había tenido éxito, y ahora doy fe de que así ocurrió. Es un ser maligno que se alimenta de mi ira, apoderándose de mi cuerpo totalmente. Cuando estoy iracundo, mi mente se nubla y mi vista se vuelve borrosa hasta que caigo en una especie de trance, inconsciente. Después recuerdo lo sucedido como si de un sueño se tratase. De esta forma ese ser malévolo, valiéndose de mi cuerpo, ha asesinado a todo ser vivo que habitaba en el castillo. Por tanto, estoy hasta el cuello de mierda. Soy un maldito asesino en serie…
—Dios santo —susurró Jorge, de pie a una distancia prudencial de su amigo. No daba crédito a lo que este narraba. Su cordura le velaba el razonamiento, pero sabía perfectamente que su amigo no bromearía con algo así, a no ser que se hubiera vuelto loco en aquellas mazmorras. Le miró fijamente. Parecía cuerdo, su mirada reflejaba la misma fuerza e inteligencia de siempre, no atisbando ni un resquicio de locura en ella. Pero ¿podía ser cierta aquella historia?
Eduardo observó los continuos cambios en la expresión de su amigo, como si de un mimo se tratara valiéndose solamente de su rostro.
—Por eso no puedo ir a la Policía, al menos de momento. Necesito urdir un plan que me exculpe de los asesinatos. Necesito tu ayuda, amigo mío. —Esperó impaciente su decisión. No le cabía la menor duda de que le brindaría su ayuda, pero en lo más hondo de su alma atisbaba dudas, tal vez originadas por los últimos reveses vividos. Parecía en una suerte de ruleta nefasta que le brindaba continuamente las peores situaciones posibles.
—¿Y qué vamos a hacer? Tendremos que deshacernos de los cuerpos —aseguró con repugnancia.
Eduardo le miró con satisfacción, con alivio, con amor infinito. Hablaba en plural, lo que dejaba claro sus intenciones. Ese era su amigo del alma, dispuesto a todo por él. Por fin encontraba un poco de suerte en esa infernal pesadilla verídica y real.
—De eso ya me he encargado, no te preocupes. Debemos idear un plan que dé credibilidad a mi huida y a la desaparición de mi abuelo y su séquito.
Jorge Salas se sentó pesadamente en el sofá, meditabundo.
—Estás jodido, tío —dijo Jorge con voz queda, apesadumbrado.
—Eso ya lo sé, aunque gracias por darme esperanzas. —Una tímida sonrisa se abrió en su afligido semblante. La compañía de su ser más querido que vivía sobre la faz de la tierra le confería un mínimo de bienestar y daba una leve tregua a su infausta situación.
—¿Y qué has pensado?
—La verdad es que no se me ha ocurrido nada creíble. —Su semblante volvió a demudarse—. Necesito esconderme mientras pensamos en algo. No puedo ir a mi casa, y quedarme aquí sólo podría traerte problemas.
Jorge asintió melancólico, aunque enseguida su rostro se iluminó.
—Puedes esconderte en la casa de campo de mis padres. Es el lugar idóneo.
Eduardo percibió un atisbo de júbilo entre tantas tinieblas que le invadían. Sí, su amigo tenía razón, era el lugar perfecto. En alguna ocasión habían pasado fines de semana allí, en plan barbacoa. Estaba situada en los terrenos colindantes de la ciudad. Un gran acierto el haber ido a casa de su amigo en busca de ayuda. Sintió deseos de abrazarle, y hasta de darle un morreo, dado era su gozo, aunque no sería conveniente hacer lo segundo. Se encaminó con paso presto y le abrazó sin darle tiempo a incorporarse del sofá.
—Gracias, amigo mío. He vivido un auténtico infierno, pero ahora te tengo a ti.
El silencio se apoderó de ambos mientras duró el efusivo y largo abrazo.
—¿Y cómo vas a librarte de… ese ser maligno? —preguntó Jorge en cuanto se separaron, sumamente preocupado.
—No tengo ni la menor idea. También tendremos que pensar en una solución. De momento, mientras pueda contener mis emociones, podré contenerle a «él». Sólo debo no enfurecerme, y todo estará bajo control. —La angustia y la tensión se apoderaron de él irremediablemente, sabedor de que si el alma de Vlad Draculea despertaba, podría haber una nueva carnicería. No quiso compartir este pensamiento con su amigo para no preocuparle más de lo que ya estaba, y mucho menos para asustarle. De momento su amigo parecía llevar bien su fobia, no cayendo en una crisis por culpa de su imperecedero conde Drácula.
—Pues será mejor que te lleve cuanto antes, aquí no estás a salvo —anunció Jorge con urgencia.
Eduardo reparó en su innegable apremio, parecía asustado. Tal vez había leído en su mente, o tal vez tenía razón en que allí estaba a merced de cualquier visita inesperada, aunque fuera una hora intempestiva: pasada la medianoche. No quiso detenerse para meditar sobre ello, y se puso en marcha de inmediato. No obstante, de súbito, algo le inquietó.
—¡El coche! —exclamó con los ojos desorbitados.
—¿Qué coche? —se sobresaltó Jorge.
—He venido hasta aquí con un coche que pertenece a los criados. El mío no estaba. Pueden descubrirlo y… se acabó todo.
—Puedes aducir que escapaste con ese coche…
—Sí, es evidente, pero recuerda que todavía no he escapado legalmente, por así decirlo. Hasta que ideemos la trama y acuda a la Policía no podemos dejar rastro de mi persona.
—No puedes llevarte el coche a la casa de campo, delataría que alguien vive allí, y podría llegar a oídos de mi padre. Yo creo, sinceramente, que está mejor donde está, ocultado entre miles de vehículos. Además, la Policía no lo está buscando, ¿no?
—No creo. Seguramente la Policía piensa que mi abuelo y los sirvientes están de vacaciones en el castillo. A no ser que… ¡Virgen del amor hermoso! —Eduardo se llevó las manos a la cara, sin percatarse de que había pronunciado la exclamación que tanta gracia le hizo escucharla de la boca de Eder Beramendi. Por otro lado, gimió de desesperación, de impotencia. No había reparado en un detalle que podría dar al traste con la buscada prueba de inocencia.
—¿Qué ocurre?
—La policía podría descubrir la desaparición de mi abuelo y todo su séquito, percatándose de que falta un vehículo, lo cual haría automáticamente que comenzara su búsqueda. —Suspiró de dolor, un dolor en lo más profundo de su alma—. Debemos idear cuanto antes lo ocurrido si no quiero verme condenado a cadena perpetua.
Jorge se pasó una mano por su sudorosa frente, contagiado de la desesperación de su amigo. No sabía cómo acabaría esto, pero no presagiaba nada bueno. Su amigo estaba atrapado en una espiral de adversidades y problemas de difícil solución, aunque no era capaz de atisbar la verdadera magnitud del cataclismo que se cernía sobre su amigo, e, indirectamente, sobre él mismo.
Tras unos momentos fatídicos, donde la ansiedad subió a niveles insondables, ambos se marcharon como dos almas en pena en dirección a la casa de campo que poseían los padres de Jorge Salas.