CAPÍTULO 41
Vació otro saco más y asió la regadera, vertiendo con ímpetu sobre los cuerpos cubiertos por una densa capa de sosa cáustica. La angustia le obligaba a actuar con desesperación. Los últimos tres cuerpos, esparcidos en el ancho hoyo, comenzaron su peculiar ascensión a los cielos acompañados por un denso humo y un olor irritable a las cavidades respiratorias. La abundancia de sosa y agua los devoraba a pasos agigantados, justo lo que pretendía Eduardo. Sentía urgencia por marcharse de allí y pedir ayuda a su mejor amigo, Jorge Salas. A todas sus preocupaciones se había unido, recientemente, otra más, por si eran pocas: debía urdir una historia para explicar su desaparición y posterior huida del castillo. El problema era que no podía revelar los asesinatos, que habían aumentado en las últimas horas con una víctima más, Mireia, sumando diez cadáveres en total. Este hecho le carcomía las entrañas, y padeció un auténtico infierno al mover los cadáveres y darse cuenta, realmente, de la atrocidad que había obrado. Lloró desconsolado durante largos momentos, a intervalos, horrorizado al ver en lo que se estaba convirtiendo. Hacía unas horas se había despertado de su trance; otra vez aquella maldad que llevaba dentro le envolvió azuzado por la ira que sintió al ver y recordar lo sucedido con Mireia en el pasado e hizo una nueva demostración de crueldad y salvajismo. Aquel ser maligno era el diablo en persona, era evidente, y cuando surgía de sus profundidades era imparable, insaciable, alimentado por una ira de siglos. Sin remedio, Eduardo se estaba convirtiendo en un monstruo, en Vlad Draculea. No obstante, era consciente de que si manejaba sus sentimientos podría tenerlo bajo control, pero ¿qué persona en este mundo es capaz de dominar sus sentimientos completamente? Esta contrariedad le dejó sumido en la más absoluta miseria, abandonado a su suerte, a su desdicha, como reo que espera la ejecución.
Los últimos cadáveres se consumían con rapidez y Eduardo hizo los preparativos para su marcha. Subió a los dormitorios y volvió a cambiarse de ropa, sucia tras su infausta tarea. Pensó en ducharse, pero el tiempo apremiaba, incapaz de perder el tiempo en banalidades, aunque bien le hacía falta. Sin embargo, tras percatarse de su inaguantable hedor, decidió darse una ducha. Ya había anochecido y, en cuanto no quedara ni rastro de sus atrocidades en el interior del hoyo, se marcharía en busca de ayuda y consejo. Debería esconderse en casa de su amigo hasta encontrar una solución que demostrara que era inocente de los asesinatos que ese maldito antepasado suyo, valiéndose de su propio cuerpo, había cometido. Después buscó una llave de uno de los turismos para marcharse de allí, le esperaba un largo recorrido. Pensó en comer algo rápido, pero no tenía apetito. Había comido un sándwich de jamón Ibérico de bellota cuando se despertó tras el ataque mortal a Mireia. Esta vez sólo había estado unas tres horas durmiendo tras ser poseído por aquel diablo que albergaba en su interior. Recordaba con todo detalle lo sucedido, nuevamente como si de un sueño se tratase. Sintió compasión por ella, incluso dolor por su muerte, sabedor de que ya no volvería a admirar su extremada belleza ni disfrutar de su fogoso cuerpo, pero enseguida recordó lo cruel y despiadada que fue, surgiendo otra vez la rabia en su interior, y escandalizado porque su nuevo «amiguito» cobrara vida nuevamente, así que intentó serenarse por todos los medios, con el corazón traicionándole. En esta ocasión, su cólera fue fugaz, y contuvo al diablo.
Se cercioró de que no hubiera quedado resto alguno en el fondo del hoyo, no sabía si debería revelar a la Policía la existencia de esas mazmorras; supuso que sí, por ello no podía arriesgarse a que encontraran indicio alguno sobre su matanza. Dejó todo en orden en las mazmorras y limpió sus huellas dactilares de la regadera. Sin embargo, los sacos vacíos de sosa estaban siendo un quebradero de cabeza para él. No podía dejarlos allí, eran demasiados, lo cual despertaría la curiosidad de los agentes. Había bajado todos los sacos que encontró en el trastero, más de veinticinco, ansioso por deshacerse cuanto antes de los cuerpos. Al final optó por dejarlos en el trastero, sería una prueba concluyente de cómo su abuelo se deshacía de los cadáveres que a lo largo de su historia asesinó en horribles rituales. Tenía la certeza de que todo aquello saldría a la luz. Debería revelar cada detalle, ocultando, evidentemente, sus acciones cruentas. Y eso sí que le traía de cabeza, no sabía cómo conseguiría salir indemne de toda aquella carnicería que él, poseído por aquel ser malévolo, había cometido. Pero aún había más, un pensamiento que acabaría volviéndole loco: el monstruo que llevaba dentro y que cada vez que emergía borraba a todo ser viviente que estuviera a su alcance.
Se subió al coche elegido, un turismo donde viajaban los sirvientes, y se encaminó hacia la salida. Unas tres horas le separaban de volver a ver a su viejo y querido amigo. Un rayo de esperanza y de alegría se abrió paso entre una densa maraña de tinieblas que le envolvía por completo. Eran casi las ocho de la tarde, y rezó para no cruzarse con nadie durante el descenso por la ladera. La oscuridad era aplastante, y el camino que descendía a la carretera no estaba iluminado, pero estaba aterrado por si alguien le reconocía. Por nada del mundo podían verle, todavía no sabía el plan que confeccionaría, ni qué ni cuándo contaría lo ocurrido a la Policía. A toda velocidad, como gato desatado, abrió los portalones, sacó el coche y cerró tras de sí. De momento, no había moros en la costa. Aceleró a fondo y descendió colina abajo como si de un rally se tratase.