CAPÍTULO 40
—¡Papá! —volvió a llamar Mireia a voz en grito. No obtuvo respuesta. El miedo comenzó a invadir su cuerpo sin pudor. No había explicación lógica para que nadie contestara. Que su abuelo no cogiera el teléfono era preocupante, por ese motivo estaba allí, pero que no contestara nadie a sus gritos era todavía peor. Era como si todos hubieran abandonado el castillo; sin embargo, los coches seguían aparcados dentro de la fortificación. Anhelante de respuestas y cansada por preguntarse sin cesar las causas, se obligó a mover un pie sobre otro. Antes de subir a las dependencias señoriales del castillo, se encaminó hacia la puerta de enfrente, que daba a la cocina y estaba inusualmente abierta. Se asomó y, como sospechaba, estaba vacía. Reparó en que estaban preparando la comida, estando todo tipo de sartenes y ollas sobre la placa de vitrocerámica, aunque algo desentonaba en ese cuadro. Se acercó y comprobó, con un repentino sudor frío, que aquellos guisos habían sido preparados hacía varias horas, intuyendo, por su mal estado, que debió de ser la cena de anoche. El miedo fue apoderándose poco a poco de cada rincón de su cuerpo. Algo muy grave había ocurrido, pero ¿el qué? Los sirvientes habían abandonado la cocina antes de servir la cena, ¿qué les había llevado a hacer una cosa así? ¿Y por qué nadie había cenado anoche? ¿Y dónde se encontraban ahora? Las preguntas volvían a arremolinarse en su cabeza, cada vez más angustiada y más asustada. Quería escapar de allí. Comenzaba a estar aterrorizada, parecía una de esas típicas películas de terror. Caminó muy despacio hacia el vestíbulo, con los cinco sentidos aguzados. Estaba a punto de ponerse a llorar y las manos le temblaban con vehemencia. Se obligó a pensar que no corría peligro, que fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido no peligraba su integridad física, que esas cosas tan horribles que estaban pasando ahora por su cabeza sólo ocurrían en la ficción. Pero no podía deshacerse del terror que la invadía por completo. Era evidente que algo nefasto, trágico tal vez, había ocurrido, no había otra explicación. En cuanto regresó al vestíbulo volvió a sentir deseos de coger el coche y marcharse a toda velocidad, sin embargo, el silencio reinante le devolvió un poco de tranquilidad. No había que temer, pensó con el corazón sobrecogido. Debía de encontrar a su padre, tal vez necesitara su ayuda. Era una chica fuerte, valiente, de carácter indomable, se dijo intentando acallar sus temores. Se dirigió hacia la escalera.
Accedió a la primera planta, percatándose de que todas las batientes de las puertas internas del castillo estaban completamente abiertas. Era significativo. Se adentró con lentitud, en silencio. En el vestíbulo había dejado sus zapatos de tacón, y ahora caminaba sobre sus caras medias sin emitir sonido alguno. No había disminuido ni un ápice su pánico, todo lo contrario, parecía aumentar a cada paso que daba. Se asomó al comedor a través de la puerta enfrentada a la de acceso a la planta. La luz diurna penetraba con fuerza por los ventanales. Todo parecía estar en orden y en su sitio. Avanzó por el pasillo directa hacia el salón principal, allí podría encontrar a su padre. En su lento avanzar, no cesaba de mirar tras de sí, pavorosa por ser sorprendida por… ¡un ladrón! Acababa de dar, inesperadamente, un poco de credibilidad al asunto. Era una posibilidad, un tanto remota, pero lo era. Esto la tranquilizó por el hecho de que ya se habría marchado, aunque la dejó alarmada por el destino que habría sufrido su padre. Enseguida desechó tal opción. Nicolau tenía cuatro guardaespaldas que velaban por su seguridad, y el castillo era una fortificación invulnerable.
Llegó al salón principal y se asomó lentamente, con un miedo espantoso. Todo estaba en orden. Se giró y regresó sobre sus pasos hasta doblar a la izquierda por el pasillo y encaminarse hacia el estudio. El silencio seguía siendo apabullante. En esa planta no había nadie, estaba segura, al menos con vida. ¿Dónde demonios estaban? En la planta superior era imposible, era más de mediodía para estar todavía acostados, sobre todo su padre, al que le gustaba madrugar. Sus esperanzas comenzaban a debilitarse, sintiendo pánico, y no sólo por ella, sino también por su padre. ¿Estaría bien? ¿Estaría vivo? La bilis trepó con ímpetu por el esófago, pero no llegó a ver la luz. Mireia comenzó a lloriquear, reprimiendo los sollozos que le sobrevenían con rebeldía. Tenía miedo por hacer ruido, la verdad es que seguía estando aterrorizada. Se asomó al salón, de camino hacia su destino. Observó con avidez: no había nadie, y parecía estar todo en su sitio. Si no encontraba a su padre, ni a ningún otro, debería buscar indicios que la llevaran a averiguar qué había sucedido. Por más que se devanaba los sesos, no encontraba respuestas a tanto misterio.
Por fin, después de una eternidad, llegó al estudio. Volvió a asomarse como colegiala que espía a un chico desnudo, con suma cautela y con todos sus sentidos centrados en su visión. Después de cerciorarse de que estaba vacía, se internó en la estancia, con los nervios algo más templados, aunque no sabía por qué, y tampoco perdió el tiempo en averiguarlo; tenía que aprovechar la tregua que el pánico le brindaba. Paseó por la estancia con lentitud, observando con detenimiento en busca de una anomalía que la pudiera llevar a una explicación. Al llegar al sillón de su padre vio con estupefacción, en la mesita de al lado, un puro a medio fumar en el cenicero y una copa con un poco de licor ambarino. También se encontraba su móvil. Su padre no acostumbraba a dejar el puro a medias, ni el whisky tampoco. Presentaba los mismos signos que en la cocina: algo había ocurrido para dejar inmediatamente todo lo que estaban haciendo en ese preciso instante. Sus nervios comenzaron a aflorar con fuerza nuevamente. Intentó pensar con lucidez un momento. Tal vez podría haber ocurrido algo en la mazmorra, debiendo de acudir con premura. Mireia pareció ver la luz, aunque eso no explicaba el porqué no había regresado. Se enfurruñó consigo misma por su ineptitud para conjeturar racionalmente. Además, ese hecho no explicaría el porqué los sirvientes habían abandonado su tarea, ellos desconocían lo que se fraguaba en las catacumbas del castillo, de hecho, desconocían su existencia. No, no había encontrado la luz, aunque bien podría ser el desencadenante de todo aquello. ¿Podría tener algo que ver Eduardo? O, mejor dicho, ¿el «resucitado» Vlad? Debería descender a la mazmorra para averiguarlo. Este pensamiento le hizo temblar de pies a cabeza. Se giró para ahuyentar sus temores y se quedó fosilizada.
En el umbral, inmóvil, se encontraba Eduardo. Un torrente de emociones, sentimientos y pensamientos contradictorios la abocaron a una suerte de aturdimiento durante varios segundos. Había querido una explicación a lo ocurrido, pues allí la tenía, frente a sus narices. Regresó a la realidad y observó a Eduardo, que no se había movido ni un milímetro, parecía una estatua. Tenía la cara crispada, y su mirada penetrante la hizo temblar. Comenzó a sollozar, incapaz esta vez de contenerse. Todos esos momentos de tensión y terror vividos anteriormente comenzaron a salir a través de las lágrimas. Sin embargo, el pánico seguía latente, no sabía a qué se enfrentaba exactamente, pero los indicios eran claros: él era el culpable de la desaparición de su padre y todo su séquito. Su mente, perturbada por el terror, intentó ponerse en marcha.
—Eduardo, amor mío, he rezado tanto por ti —dijo con la voz entrecortada a causa de sus incesantes sollozos, intentando embaucarle y salir airosa. No sabía con certeza si su vida corría peligro.
Eduardo se mantuvo impertérrito.
—Eduardo, ¡por el amor de Dios, dime algo! —exclamó temblando como un flan mientras una catarata de lágrimas descendían por ambas mejillas—. Sé que nunca me creerás, pero yo te amaba, te sigo amando. Y tú lo sabes —dijo con entereza, ahora de forma sincera.
Eduardo se mantuvo inmóvil, aunque su semblante pareció vacilar.
—Sabes perfectamente cuánto te amo —volvió a la carga Mireia—, lo viviste en persona. Te engañé en algunas cosas, y lo siento muchísimo, pero mi amor es verdadero. ¿No lo ves? —No cesaba de sollozar, con un rictus de aflicción.
—Has permitido que me tengan encerrado como a un animal —contestó Eduardo. Después de haberla oído mientras estaba en la mazmorra, tomó la determinación de ir en su busca y, sin saber todavía cómo, ocultar los asesinatos. Al verla sintió una punzada de odio, y de amor. Era tan bella, tan perfecta, que el odio pareció desvanecerse. Sin embargo, aquellas palabras de Mireia le recordaron toda la pesadilla que estaba viviendo por su culpa—. Mejor dicho, fuiste tú la culpable de todo. Tú me forzaste a tener que aceptar las reglas de Nicolau. Me obligaste a creer que te matarían si no seguía el horrible juego a tu padre. He vivido un infierno ahí abajo, y todo gracias a ti —aseguró furioso.
Mireia negó con la cabeza, incapaz de articular palabra, mientras sus sollozos aumentaban. Eduardo comenzó a sentir la ira creciendo en su interior. Estaba rabioso, enfurecido, aquella mujer le había utilizado como a títere sin cabeza, le había martirizado y le había torturado en aquellas malditas y tenebrosas mazmorras. Casi era más vil que su abuelo. Eduardo empezó a experimentar una sensación ya conocida, horrorizado. Aquel ser maligno que albergaba en su interior parecía crecer poderosa e irremediablemente. Cayó en la cuenta de que estaba encolerizado y que, involuntariamente, había despertado el alma de Vlad, comprendiendo que ya no había marcha atrás.
—Eduardo, no lo entiendes, estaba obligada por mi padre, pero yo te quiero más que a nada en el mundo —aseguró Mireia, presa del pánico. No dejaba de sollozar convulsivamente, sin dejar de suplicar. Observó a Eduardo tambalearse brevemente, parecía mareado. Se quedó cabizbajo, con el cuerpo inestable apoyado en el marco de la puerta. Esto la dejó un tanto confundida, no sabía qué le estaba ocurriendo. Vio un destello de esperanza en poder huir de allí a toda prisa, Eduardo se debatía en una especie de mareo, el problema era que estaba en la puerta, obstaculizando su huida. Rezó para que se desmayara y poder salir corriendo de allí. Había visto su ira reflejada nítidamente en su mirada, lo que no albergaba nada bueno para ella. Estaba indecisa por salir corriendo y apartar a Eduardo de la puerta ahora que seguía mareado, pero estaba tan aterrorizada que era incapaz de moverse. En ese momento Eduardo levantó la cabeza, con la mirada perdida, como si estuviera hipnotizado o mareado, no supo definirlo con claridad. Volvió a tambalearse fugazmente, esta vez con más fuerza, teniendo que sujetarse con ambas manos al marco de la puerta, el cual le servía de una ayuda inestimable; sin él, Mireia supuso que se habría caído de bruces hacía tiempo. Eduardo volvió a bajar la cabeza, como si su cuello fuera incapaz de sostenerla durante varios segundos seguidos. Era muy extraño lo que le estaba ocurriendo, pero un pensamiento la atemorizó: ¿estaría «resucitando» en este preciso momento Vlad Draculea? Sintió ganas de salir despavorida, y en el preciso instante en que se disponía a dar el primer paso, presa de un espanto incontenible, Eduardo alzó la cabeza y la miró fijamente a los ojos. Su mirada le heló la sangre, y vio claramente que su vida iba a acabar en cuestión de segundos, sintiendo un convencimiento aplastante, demoledor, fatídico.
En el transcurso de ese pensamiento, Eduardo se abalanzó sobre ella ferozmente, acompañado de un descomunal grito de rabia, furia y odio. En cuestión de décimas de segundo le asió la cabeza con sus manos y, con un movimiento brusco, le rompió el cuello como si de una frágil rama se tratase. A continuación emitió un bramido ensordecedor, sobrehumano, sobrecogedor.