CAPÍTULO 4

Olarral, Navarra

Eder Beramendi se levantaba temprano todos los días. Daba igual si era verano o invierno, si llovía o hacía sol. Hoy, desde luego, no era uno de los mejores días climatológicos, precisamente. Se encontraban en pleno invierno, el frío era intenso. Había nevado tímidamente durante la noche, y una brisa helada zarandeaba levemente los árboles, que se desprendían perezosos de la poca nieve acumulada. El típico crudo y duro invierno en un municipio pirenaico, rodeado de montañas nevadas. A Eder le traía sin cuidado el frío; su cuerpo alto y fornido, de treinta y seis años, estaba ya curtido por las inclemencias meteorológicas. De hecho, estaba enamorado de su pueblo, del entorno, de la naturaleza que la tierra allí exhibía. La tranquilidad, por lo menos en las afueras del pueblo donde vivía, era grandiosa, aunque cada vez menos. La población había experimentado un importante incremento en los últimos cincuenta años, estando en la actualidad cercana a los dos mil habitantes.

Lo primero que hacía era acudir a la vaquería que poseía para ordeñar a las vacas. Se encontraba apartada del pueblo, a un par de kilómetros. Junto a la carretera se alzaban las paredes blancas que delimitaban el hogar de sus vacas lecheras. Con su todoterreno Nissan acudía puntual como un reloj. Debía ordeñarlas a las ocho de la mañana cada día, era primordial seguir una rutina en el horario en pos de una mejor calidad de leche. Y Eder, por nada del mundo, faltaría a la cita. Vivía siempre preocupado, la mayoría de las veces por cuestiones sin importancia. Pero así era él, por naturaleza, un hombre capaz de ahogarse en un vaso de agua. También, ante cualquier eventualidad, su mente no cesaba de darle una importancia desproporcionada al asunto, hablando continuamente de ello hasta sacar de quicio a la persona que en ese momento le había tocado en suerte, siendo la mayoría de las veces su mujer la agraciada. Eder Beramendi, con toda probabilidad, en una época anterior, habría sido el «creador» del estrés.

Se bajó del todoterreno con parsimonia, y sin haber bajado los dos pies a tierra, un suave viento cortante hizo que la piel de su rostro se tensara al límite, perdiendo paulatinamente su sensibilidad, pareciendo que sus mejillas y mandíbula se hubieran convertido en un sólido metal. Iba abrigado con un gorro de lana, supliendo la ausencia de pelo, rapado al cero ante el abusivo efecto de la calvicie, y una cazadora polar de cuello alto. Se adentró en la vaquería con caminar lento, pausado. Cualquiera hubiera dicho que estaba paseando por una playa en pleno verano. Pero no, Eder, a pesar de un nerviosismo interior que le corroía las entrañas en infinidad de ocasiones, aparentaba exteriormente una paz y una tranquilidad envidiables, que nada tenían que ver con la realidad.

Saludó a los dos pastores alemanes, que se abalanzaron sobre él, impetuosos, jubilosos por verle. Se arremolinaron en busca de caricias, algo que no tardó Eder en ofrecer, aunque le costaba trabajo inclinarse a causa del frío que iba adentrándose en su cuerpo. Se agradecía enormemente estar cobijado entre las cuatro paredes y el cubierto de placas de chapa galvanizada que albergaba una zona de la vaquería, al abrigo del viento; aun así, rondarían los seis o siete grados bajo cero.

Preparó las ordeñadoras automáticas y, a las ocho en punto, comenzó el trabajo, con dedicación, incluso con pasión. En apenas una hora había terminado de ordeñar a las más de cuarenta vacas que poseía. Ahora era el turno de llevarlas a una parcela cercada contigua a la vaquería, donde pastarían a sus anchas hasta las seis o las siete de la tarde, hora en que las devolverían a la vaquería y, dejándolas reposar hasta las ocho de la tarde, comenzaría a ordeñarlas por última vez en el día.

Subió al todoterreno resoplando, estaba congelado. Puso al máximo la calefacción y se frotó las manos enérgicamente. Se recolocó las gafas y esperó paciente a que subiera la temperatura en el habitáculo. Hoy su padre se estaba retrasando en exceso. Le ayudaba en los trabajos de la vaquería, a pesar de estar ya jubilado. Era su pasatiempo. Y tan puntual como Eder. Anteriormente ya había sopesado en llamarle, pero descubrió que, un día más, se había olvidado el móvil encima de la mesa de la cocina.

«Hoy se le han pegado las sábanas al viejo», pensó, extrañado pero a la vez complacido al haber decidido su padre, en un día de invierno, quedarse en la cama bien arropado.

Ojeó a su alrededor. Cómo le gustaban las montañas nevadas, cubiertas de árboles frondosos de un verdor intenso. Las veía tan cerca, tan próximas, que casi podía tocarlas con sólo alargar el brazo. Las parcelas verdes, a pies de las montañas, a causa de la escasa nevada, se veían teñidas de franjas blancas. El cielo se veía limpio casi en su totalidad: el día sería espléndido.

La temperatura comenzó a subir descaradamente dentro del todoterreno, empañándose las gafas y los cristales del vehículo. Era hora de partir, su padre no llegaba. Le esperaba otro trabajo. Él y su mujer poseían también una carnicería en el pueblo, consiguiendo vivir sin estrecheces, aunque eran una familia humilde económicamente.

Apenas llevaba unos metros conduciendo cuando su tranquilidad se desmoronó como si fuera un castillo de naipes. Por su mente pasaron, en cuestión de segundos, un torrente de elucubraciones sobre el motivo del retraso de su padre. Un retraso, por otra parte, excesivo. No era posible que su padre decidiera quedarse dormido hasta tan tarde. Era imposible. Hacía hora y media que debería haber llegado, como hacía cada día. Ahora, la mente de Eder, bulliciosa e imparable, daba muestras de su incansable proceder, describiendo posibilidades. «Tal vez esté enfermo… Tal vez mamá esté enferma… Tal vez haya ocurrido algo grave… Tal vez…», pensaba, continuando infinitamente. Las posibilidades eran múltiples, y cada vez más trágicas.

Aceleró con ansia y puso rumbo a casa de sus padres, con un nudo en la garganta temiéndose lo peor. Rezó para ver a su padre por el camino, acudiendo a la vaquería tras haberse quedado dormido. Ya ves, hijo, la edad va haciendo mella, imaginó excusarse. Pero no fue así. Llegó a casa de sus padres dando un frenazo brutal, chirriando las ruedas delanteras. Bajó del vehículo a una velocidad tal que nunca creyó poder alcanzar. Era él pero a cámara extra rápida.

Tras llamar al timbre, su madre abrió la puerta, despreocupada, feliz al verle, pero su gesto mudó de inmediato. Eder pudo constatar sus peores temores: su padre se había marchado de casa rumbo a la vaquería a la misma hora de todos los días. Había desaparecido.