CAPÍTULO 39
Eduardo Laborda se despertó lentamente, de forma placentera. Hacía tiempo que no se sentía tan a gusto en el camastro. Incluso el habitual gélido ambiente parecía haber desaparecido, reconfortado por un calor excesivo. Abrió los ojos lánguidamente, y tras unos breves segundos de deleite y satisfacción embutido entre unas suaves sábanas y cómodo colchón, la tenue luz que penetraba por las rendijas de la persiana le dejó estupefacto. Tras unos momentos de confusión, reparó en que no estaba en la celda, sino en el dormitorio principal de la segunda planta del castillo, el mismo en el que había pernoctado aquel día ya lejano. Miró a su alrededor con detenimiento, confuso, aturdido, y también se percató de que estaba vestido, sudoroso y exhausto. Súbitamente, le vino a la cabeza el horrible sueño que había tenido. En él había conseguido escapar de la celda matando a Daniel, y después había asesinado a todo el séquito de su perverso abuelo, matando finalmente a este. El sueño parecía tan real como los que padecía desde el ritual donde siempre aparecía la figura de Vlad Draculea. En esta ocasión, también había sido protagonizado por su famoso antecesor mientras él asistía como excepcional espectador, aunque en ocasiones hubiera jurado que era él mismo el que perpetraba los asesinatos en aquel sueño. Tras romperle el cuello a Daniel, subió a la planta baja y encontró a los criados reunidos en la cocina, ultimando los preparativos para servir la cena. Todos se mostraron un tanto sorprendidos en un primer momento por su presencia, más bien por su mugrienta y raída indumentaria. Para cuando quisieron reaccionar, él había cogido un enorme cuchillo y les rebanó el pescuezo uno a uno, con una facilidad pasmosa ante su inmovilidad, petrificados, como si fueran estatuas. El mayordomo, las criadas y la cocinera cayeron como fruta madura, sin imponer resistencia, tan sólo gritos de espanto, los cuales no se escucharon en los pisos superiores. Subió las escaleras asiendo el cuchillo manchado de sangre, dejando un reguero de gotas a su paso. Entró en el primer piso, con sigilo, cauteloso. Mikel fue el primero de los guardaespaldas en caer, se encontraba sentado en el salón viendo la televisión, de espaldas a la puerta. Ni se percató de su presencia. Otro degollado. Después se dirigió al comedor y escuchó voces al otro lado de la puerta. Quedaban dos guardaespaldas y su abuelo. Supuso que estarían esperando la cena. Meditó un instante cómo actuar. Sabía que solían ir armados, aunque dudó que lo estuvieran dentro del castillo. Llamó a la puerta con el mango del cuchillo, esperando que alguien la abriera. Tras escuchar claramente la invitación para pasar, él se mantuvo a la espera, preparado para darle una emotiva sorpresa. Tras unos momentos esperando, Sergio abrió la puerta un tanto confundido por esa anormal llamada, recibiendo una puñalada en el corazón. Cayó desplomado en el suelo. Sin soltar la empuñadura, la hoja salió por sí sola del cuerpo de Sergio, al caer este de espaldas. Miró a su alrededor. Allí estaba, imponente, Cosmin, sentado a la mesa. Se levantó de un salto, con los ojos desorbitados. La figura de sus sueños, que era una mezcla indefinida entre la suya propia y la de Vlad, esperó cauteloso en el umbral, por si Cosmin desenfundaba su pistola, pero al parecer, como supuso, no la llevaba encima. No dudó en abalanzarse sobre el guardaespaldas, el cual estaba indefenso. Arremetió con el cuchillo en la mano, enzarzándose en una pelea prodigiosa. Cosmin sabía defenderse, sabía luchar cuerpo a cuerpo, pero, en esta ocasión, él parecía poseer una fuerza sobrenatural, dominado por una ira descomunal, e iba armado. Finalmente consiguió asestarle una puñalada en el vientre, y después volvió a hundir la afilada hoja en el corazón. Había sido un digno rival, pero netamente inferior. Se giró y fue en busca del anfitrión, el odiado y repudiado Nicolau Medina, el culpable de su confinamiento y su tortura mental. Le encontró en su estudio, fumando un puro y repasando unas notas.
—¡Eduardo! —exclamó sumamente sorprendido, aunque enseguida su semblante se tornó en terror. El cuchillo ensangrentado y la ira en su mirada delataban su intención.
—Hola, abuelo —dijo remarcando exageradamente su parentesco.
Nicolau se quedó petrificado, sin poder articular palabra. Vio claramente su maldad en la mirada, una mirada que podría derribar una pared de ladrillos, incluso una de piedra como las que ostentaba el castillo. Se vio como si estuviera delante de un dragón enorme, empequeñecido, indefenso y aterrorizado.
Se abalanzó sobre su presa inmerso en una cólera devastadora, apuñalando una y otra vez a su abuelo, hasta que sus cuentas quedaron saldadas.
Eduardo tragó saliva con dificultad y se tranquilizó pensando que sólo se había tratado de un sueño. Sin embargo, algo no cuadraba en la realidad. ¿Qué hacía en uno de los dormitorios principales? No recordaba que hubiera sido liberado. Además, ¿qué hacía vestido dentro de la cama? Retiró la sábana que le cubría y descubrió horrorizado que había sangre por todas partes; en las sábanas, en el almohadón, en sus manos, en sus ropas. Todo estaba impregnado de sangre seca. ¿Estaba herido? Con el corazón en un puño se quitó la ropa con vehemencia, como si aquella vestimenta fuera a contagiarle la peste. Comprobó concienzudamente que no estaba herido, que la sangre no pertenecía a su cuerpo, lo que le dejó todavía más turbado. ¿De quién era esa sangre? Un lejano pensamiento fue cobrando vida lentamente, hasta hacerse creíble. Un espanto tridimensional se apoderó de él. ¿El sueño había sido real? Se levantó de un salto, desnudo, se puso una manta por encima para tapar su desnudez, rechazando volver a ponerse su andrajosa ropa, y se encaminó hacia el dormitorio de su abuelo. Por el pasillo vio el reloj de pared antiguo, marcando las diez y cuarto de la mañana. Dudó de encontrarle en su habitación a tan alta hora de la mañana. Sabía que le gustaba madrugar. La puerta estaba entreabierta, la persiana a medio bajar. La cama estaba vacía y pulcramente hecha. Bajó al primer piso, preguntándose qué podría haber ocurrido realmente, queriendo obviar la posibilidad de que el sueño no hubiera sido tal sino lo sucedido en la realidad. No podía creer que pudiera haber perpetrado esa serie de crímenes de una forma tan cruenta y despiadada, a pesar de ostentar un odio e ira tan implacables. Además, se veía incapaz de doblegar a los fornidos guardaespaldas de su abuelo. No tardó en sospechar que podría haber sido una marioneta en manos del alma de Vlad, el cual se hubiera apoderado momentáneamente de su cuerpo. Un recuerdo se forjó nítidamente en su mente, como por arte de magia: recordó los mareos que sufrió tras implorar su liberación a Daniel infructuosamente, la rabia que se apoderó de él, el estado de entumecimiento de todo su cuerpo hasta volverse todo borroso y perder la consciencia. Después de eso, sólo tenía constancia de aquel horrible sueño. El mundo se le vino abajo. Quiso no dar credibilidad a este pensamiento, pero le era tremendamente difícil ante los últimos y reveladores hechos que su mente reagrupó.
Descendió las escaleras envuelto en un desasosiego que le era difícil incluso respirar. Las sienes parecían ser martilleadas en un constante ritmo rápido y contundente, mientras la boca se le secaba como si estuviera en pleno desierto. Al llegar al rellano del umbral del primer piso, vio gotas de sangre sobre el reluciente mármol. El corazón le dio un vuelco. Observó un reguero escaleras abajo. Esto no hacía más que confirmar que no había sido un sueño, sino la cruda realidad. «Dios mío, no puede ser cierto», pensó afligido, con el alma sobrecogida. Abrió la puerta temeroso. El silencio era opresivo y las luces del pasillo estaban encendidas, mostrando claramente el reguero de gotas de sangre que continuaba. Se encaminó asustado hacia el estudio, precisamente siguiendo el rastro rojo carmesí. Si el supuesto sueño no había sido tal, allí encontraría a su abuelo acuchillado en su sillón. No había dado dos pasos cuando se paró de golpe, volviendo la vista atrás. Una de las puertas del comedor se encontraba enfrente de la puerta que daba acceso a la planta, la que acababa de cruzar. La puerta estaba abierta de par en par, y recordó que allí había asesinado a dos guardaespaldas, al menos en lo que pareció ser un sueño. Volvió sobre sus pasos y entró en el comedor, aguantando la respiración. Nada más cruzar el umbral se quedó inmóvil. En el otro extremo del comedor se hallaba un cuerpo inerte en el suelo, junto a la otra puerta. Un charco de sangre rodeaba el cadáver. Con la mirada buscó a Cosmin, que debería estar al otro lado de la mesa, la cual le obstaculizaba la visión. Se agachó y, entre una multitud de sillas que se interponían en su visión, distinguió el cuerpo inerte de Cosmin en el suelo. Su pesadilla no había hecho más que comenzar, más bien continuaba, y cada vez con más energía. No había sido un sueño, ese ser maligno que albergaba en su interior se había apoderado de su cuerpo durante el espacio suficiente como para no dejar ser vivo en el castillo, haciéndole escapar de su prisión. Le invadió una sensación de horror, de terror, que no pudo digerirla. Ese ser podría dominar sus actos el resto de su vida, y lo que era peor, no creía que estuviera muy lejos el momento en que lo conseguiría. Llevaba días atisbando que llegaría el momento en que no podría contener la maldad que se había instaurado en su cuerpo tras el ritual. Lo de anoche sólo fue algo pasajero, pero sabía que poco a poco iría siendo más habitual, hasta perder la partida definitivamente con ese ser despreciable y vil.
Retornó al pasillo y se encaminó hacia el estudio, mortificado, como si le hubieran condenado a pena de muerte. Su mente parecía negarse a funcionar, velada por un manto de niebla ostentosa y espesa; él parecía un robot, actuando por inercia. Al pasar al lado de la puerta del salón, la cual estaba abierta de par en par, divisó, de espaldas, a un hombre sentado en el sofá, con la televisión encendida. Se adentró lentamente, horrorizado por lo que sabía que encontraría. Como era de esperar, al ponerse a su lado, reconoció a Mikel, degollado, con todas sus ropas impregnadas de un color rojo carmesí, con un gesto de estar gritando como un poseso. La imagen del cuello medio cercenado le hizo sentir arcadas, y se giró bruscamente para eludirlas. Se marchó consternado, necesitado de aire fresco y puro. Se encaminó hacia uno de los balcones, abrió la puerta y salió al frío de la mañana invernal. No le molestó lo más mínimo la gélida temperatura reinante en el exterior ni el estar desnudo con el exiguo abrigo de una manta sobre sus hombros. Su cabeza estaba en otra parte, ajeno a las condiciones climatológicas, en una inmensidad desconocida, alarmantemente ficticia y real al mismo tiempo. Aquel ser maligno que crecía en su interior le había convertido en un asesino implacable, cruel, despiadado, cegado por una cólera sobrehumana y un poder sobrenatural. Gimió de dolor, un dolor en lo más profundo de su corazón. Se estaba convirtiendo en un monstruo, el mismo que reinó durante años en Valaquia allá por la Edad Media. Le pareció estúpido, pero era verídico: ese maldito ritual había conseguido el propósito de que el alma de aquel mal nacido se instalara en su cuerpo. Fugazmente, sintió deseos de tirarse por el balcón y acabar con esa maldita pesadilla que parecía no tener fin. Ya había perdido la cuenta de cuántos días llevaba confinado en el castillo, de cuántos horrores había padecido, pero no parecían ser suficientes y el destino le machacaba sin cesar y cada vez con más fuerza. Pero era demasiado cobarde como para suicidarse, a pesar de los pesares.
Después de recobrar levemente la compostura y sentirse un poco mejor, se refugió en el calor del castillo, abandonando el gélido balcón. Se quedó en el pasillo, inmóvil, descorazonado, mientras la abominación de esos actos dirigidos por aquel ser maligno se convertían en profunda preocupación e inquietud: era un asesino y le llevarían a la cárcel para el resto de su vida. Tampoco era que importase mucho, dentro de poco tiempo el alma de Vlad dominaría completamente sus actos, estaba convencido. Respiró hondo para deshacerse de toda esa aflicción, tenía que pensar en una solución. Debía librarse del mal que se había instaurado en su cuerpo, esa era la clave. Tenía que pedir ayuda. Iría al encuentro de su mejor amigo y entre ambos encontrarían la solución. Este pensamiento le llenó de esperanza. Pero antes debería deshacerse de los cuerpos si no quería acabar en la cárcel. Mireia no estaba en el castillo, de eso estaba seguro, y podría regresar en cualquier momento, acabando ahí todas sus esperanzas. No podría demostrar que él no había sido el homicida; todo lo contrario, las pruebas serían concluyentes. Le acusarían de… ¡nueve asesinatos! Creyó desmayarse. Finalmente se recobró, teniendo una idea brillante, salvadora. Arrastraría los cuerpos hasta las mazmorras, donde la policía nunca podría encontrarlos. El problema era Mireia, que terminaría descubriéndolos. Instantáneamente recordó el lugar donde creía que se deshacían de los cuerpos utilizando sosa cáustica, en una entrada ubicada frente a su antigua celda. La urgencia se desató poderosa, debía actuar con premura, el miedo a ser descubierto fue creciendo hasta extremos delirantes. Sintió deseos de correr y ponerse en marcha, pero no sabía por dónde empezar. Además, necesitaba ropa si quería descender a ese congelador que eran las mazmorras. Presa de la desesperación y la urgencia, se encaminó hacia los dormitorios de los guardaespaldas en busca de prendas de su talla. Removió cajones y armarios en un frenesí de movimientos alocados, y fue ataviándose de una indumentaria sin importarle demasiado que no fuera de su talla exacta. Cuando terminó, sin perder ni un segundo en mirarse en el espejo y comprobar el resultado, bajó corriendo a las mazmorras. Todas las puertas internas del castillo se encontraban abiertas de par en par. Descendió las angostas escaleras a la carrera y llegó al lugar predeterminado, desconocido para él. El corredor giraba hacia la izquierda un par de metros después de entrar en él, y pocos metros después apareció ante sus ojos una hondura cuadrangular excavada en el suelo de unos seis metros cúbicos. Allí, presumiblemente, se deshicieron del cuerpo del sacrificado, incluso del de su amigo, Eder Beramendi. Sintió una puñalada en el pecho. No albergaba dudas de que le habían matado para silenciarle eternamente. Recostado en una pared del corredor, junto al hoyo, había un saco lleno de sosa cáustica y una regadera grande de plástico. El estado de alarma en el que se encontraba no le dejaba pensar con lucidez, pero pudo llegar a la conclusión de que los cuerpos, tras cubrirlos con la sosa sólida, eran regados lentamente con agua para potenciar su acción. Ya tendría tiempo de analizarlo después. Ahora debía bajar todos los cuerpos allí cuanto antes y evitar la posibilidad de ser descubierto como un asesino en serie. Con el corazón desbocado y la ansiedad dominándole por completo, corrió en pos de llevar a cabo la misión de ocultar los hechos perpetrados por el perverso ser que ahora parecía dormido en algún rincón de su cuerpo. Mientras ascendía las escaleras tuvo un fugaz pensamiento, una conjetura: el alma de Vlad se alimentaba de cualquier sentimiento malévolo que experimentara con viveza, sea furia, rabia, ira o cólera… y entonces se apoderaba de él y dominaba todo su ser. Mientras tanto, parecía aplacar su poder. Esto le hizo ver una pequeña luz al final de ese túnel tenebroso en el que estaba inmerso; tal vez existía la posibilidad de mantener a raya el alma de Vlad Draculea y volverla inofensiva. Para ello, claro está, debería controlar sus emociones con minuciosidad.
Había conseguido hacer de tripas corazón y dejado de lado las náuseas que le provocaban los cuerpos degollados mientras los arrastraba hacia las profundidades del castillo. Estaba exhausto, parecían pesar el doble de lo que deberían, y se sintió afortunado porque las escaleras fueran sus aliadas. No hubiera podido conseguirlo sin su inestimable ayuda, facilitando enormemente el trabajo al descender por ellas, aunque le horrorizaba el sonido de sus cabezas golpeando los escalones, uno tras otro, en una sucesión espantosa. Ya había conseguido agrupar en la mazmorra ocho cadáveres, amontonándolos cerca de la entrada del corredor donde debería deshacerse de ellos, pero no podía dedicarse a eso ahora hasta que tuviera todos los cadáveres en las catacumbas, necesitado de no dejar rastro de su matanza. Subió las escaleras por enésima vez, agotado por el esfuerzo, exprimiendo al máximo sus energías. Tan sólo faltaba un cadáver, el de su abuelo.
Entró en el estudio jadeando, con un dolor en sus piernas que parecían que estuvieran aplastándoselas. Vio a su abuelo por primera vez desde la matanza, y conforme se acercaba se percató de las innumerables cuchilladas que su cuerpo presentaba a través de la camisa blanca teñida de rojo, la cual estaba despedazada por delante a causa de los numerosos cortes provocados por el cuchillo en aquella sucesión de incisiones iracundas. Fue incapaz de contarlas, su torso estaba plagado de heridas de arma blanca. Se había ensañado con él. Se lo había merecido, aunque sintió lástima por su abuelo. Nadie merecía un final así, ni siquiera él, el diablo en persona. Esto le hizo recapacitar un momento: era extraño que el alma de Vlad sintiera odio por su descendiente, el cual le vanagloriaba con devoción. Una duda le asaltó. ¿Fue él quien lo asesinó o aquel ser maligno que albergaba en su interior? Un nudo en la garganta le aplacó con fuerza al pensar en la posibilidad de que hubiera sido él. Recordó las palabras de su abuelo, asegurando que ambas almas se fusionarían, lo que le tranquilizó. Tal vez el alma de Vlad se apoderó de su ser de una forma parcial, en una perfecta comunión con su propia alma, relegada a un segundo plano en ese momento pero generando los verdaderos pensamientos y emociones. Dejó a un lado aquella retahíla de pensamientos complejos e indescifrables para su pobre mente y reunió fuerzas para arrastrar a Nicolau al subsuelo. Entonces podría respirar un poco más aliviado. Sin embargo, reparó en algo que hasta entonces se había mantenido oculto a su mente: varias dependencias del castillo estaban plagadas de sangre por doquier. Sin ir más lejos, el sillón de su abuelo estaba tapizado por su sangre. Derrotado, pensó que debería deshacerse de todas aquellas pruebas. Tendría que limpiar el suelo con esmero para borrar cualquier rastro de ese reguero de gotas de sangre, debería limpiar con minuciosidad los sillones de cuero y demás muebles afectados por las salpicaduras de sangre. Resopló al comprobar que tenía mucho trabajo por delante. Rezó para que Mireia no regresara hoy al castillo, o peor aún, que la policía hiciera acto de presencia en busca de pruebas sobre los desaparecidos. El agotamiento se evaporó al instante, y tiró del cuerpo inerte de su abuelo, no podía perder ni un segundo.
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Se sentó en el suelo, sudoroso y agotado tras haber limpiado hasta la última gota de sangre. No sentía los músculos de las piernas, era como si estuvieran adormecidas. No había trabajado tanto en su vida. Pero todavía no había terminado con su labor, debía deshacerse de los cuerpos antes de que comenzaran a descomponerse. De momento podía respirar aliviado un poco, las pruebas de su matanza, o mejor dicho de Vlad, estaban en la mazmorra. Arriba en el castillo, no había dejado ni rastro. Sentado en el suelo de las frías catacumbas, recuperando el resuello y las fuerzas, observó la dantesca escena: los cuerpos inertes, degollados y cubiertos de sangre estaban apilados unos encima de otros. Tuvo que cerrar los ojos para mantenerse a duras penas medianamente sereno y ser dominador de sus actos. No podía abandonarse al horror que sentía y sollozar incontrolablemente. Debía actuar, y se impulsó por el hecho de terminar con cualquier prueba que pudiera inculparle y llevarle a la cárcel por algo que no había hecho realmente. Se levantó, reprimiendo los sentimientos encontrados que padecería cualquier mortal con un mínimo de corazón ante la imagen que tenía delante y que taladraba su alma con vehemencia, asió el cadáver más cercano al corredor y lo arrastró hasta empujarlo al fondo del hoyo. Se percató, con el alma por los suelos, que debería ir al trastero a por más sacos de sosa, muchos más. Había nueve cadáveres. Dudó en que sus fuerzas, al límite ya, pudieran acarrear ni un solo saco. Decidió que iría a por el siguiente saco una vez que hubiera vaciado el anterior, así recobraría las fuerzas entre tanto. Abrió el saco con la mano, con cuidado, no estaban las protecciones adecuadas para manejar un corrosivo tan potente, aunque en estado sólido era mucho menos peligroso. Además, tampoco se sentía capaz de ir en busca de los utensilios necesarios, las piernas y los brazos le temblaban de extenuación. Vació el saco sobre el cuerpo y cogió la regadera, que por suerte estaba llena de agua. Regó con mimo mientras comenzó a desprender humo y calor el granulado blanco que cubría medio cuerpo. El agua, al contacto con la sosa cáustica, potencia por mil su efecto corrosivo, y vio con repugnancia cómo la carne se consumía como si fuera devorada por varias fieras después de desparecer la tela de sus ropas como una hoja de papel en un brasero. Un hedor difícil de catalogar ascendía junto con el humo y el calor infernal que desprendía la sosa al contacto con el agua, afectando incluso a su garganta, llevándose una mano a la nariz para tapar sus vías respiratorias mientras tosía. Dejó la regadera en el suelo al comprobar cómo lentamente la sosa iba mezclándose con los líquidos corporales y potenciando su efecto devastador, suplantando el agua. El cuerpo inerte se estaba reduciendo asombrosa y espeluznantemente ante sus ojos, incluso los huesos. Supuso que con otro saco sería suficiente. Calculó que necesitaría diecisiete sacos más, lo que le dejó hundido en su miseria. Se veía incapaz de dar un solo paso.
En ese momento oyó un sonido lejano, casi inaudible. Aguantó la respiración y aguzó el oído. Casi de forma inmediata lo escuchó nuevamente, ahora algo más claramente, aunque era difícil afirmar su origen. Parecía proceder de la parte frontal del castillo, en la planta baja. Lo escuchó nuevamente. Se quedó petrificado, era un grito, sofocado y prácticamente inaudible seguramente a causa de las gruesas paredes y de estar bajo tierra. Alguien estaba en la planta baja llamando a voz en grito, lo que le dejó sumido en una conmoción y su corazón pareció estar a punto de salir por la boca. Tras unos segundos de turbada recapacitación, mientras el silencio volvía a invadir el lugar, reconoció aquella voz: era Mireia. Una sensación de angustioso miedo le invadió. Después de todo aquel esfuerzo sobrenatural por borrar lo acontecido la noche anterior, ahora sus esperanzas parecían evaporarse como el cadáver que había arrojado al hoyo. Mireia descubriría lo sucedido y le acusaría de asesinato, y él iría a la cárcel de por vida, torturado por aquel ser maligno que crecía en su interior. Seguramente el alma de Vlad se apoderaría completamente de su ser a causa de los nefastos sentimientos que padecería en una cárcel y acabaría muerto a manos de un celador que obraría en defensa propia ante esa máquina de matar en la que se convertiría. Era su fin.