CAPÍTULO 37

Al día siguiente, la tenue y difusa luz que penetraba por los conductos de respiración al otro lado del enrejado se desvanecía lentamente, anunciando así la llegada del ocaso. Eduardo supuso que serían alrededor de las seis de la tarde de un día innumerable, hacía ya tiempo que había perdido la noción del tiempo. Lo peor era que también había perdido ilusión por la vida, por su vida. Estaba sumido en una vorágine de desdicha, donde no encontraba el menor atisbo de esperanza, de sosiego. Su madre ya no estaba en este mundo; Gisela, aquella diosa que había descendido al mundo terrenal para hacerle inmensamente feliz, se había volatilizado en un mar de mentiras y traición. No quedaba nada en este mundo que le hiciera pensar que su vida merecía la pena. Los amigos y el negocio que ostentaba, además de otras mundanidades, le parecían demasiado banales en este momento para sentir una mínima chispa de ilusión, de recobrar las fuerzas que se habían evaporado en su totalidad. En ocasiones, casi prefería morir. Se estaba volviendo loco allí dentro, en una soledad mortificadora. En realidad, no era ese el problema, sino los eternos momentos que disponía para pensar, para recordar, para afligirse mentalmente. Habían sucedido un cúmulo de hechos que le tenían herido de muerte. ¿Y quién no lo estaría? Tenía una variedad de hechos y actos a cuál más desagradable e hiriente, y para todos los gustos; eran mucho peores que su encarcelamiento, el cual sólo servía para aumentar el rango de tormento.

Se removió en su camastro, le dolían todos los músculos. Se pasaba horas y horas embutido entre las mantas y el colchón, abandonado a su desgracia, a su dolor, a su angustia. Tenía todo el cuerpo entumecido. Si duraba mucho más su confinamiento pensó que sufriría artrosis toda su vida; la humedad penetraba lenta e irremediablemente en su cuerpo, rasgando los huesos como si poseyera afilados dientes. Echaba de menos el sentimiento experimentado con la falsa Gisela, o mejor dicho, la echaba de menos a ella. Una mujer diez físicamente, que colmaría los deseos de cualquier mortal. Se estremeció al recordarla desnuda la primera vez que hicieron el amor. Era lo más bonito que jamás había visto, y posiblemente que jamás viera. Pero todos esos excitantes recuerdos se desvanecían al recordar lo tremendamente cruel que ella se había portado, lo hipócrita que había sido, cómo le había engañado premeditadamente sin importarle sus sentimientos, mostrándose sin escrúpulos, como su abuelo. El odio se abrió paso con firmeza, apartando cualquier otro sentimiento, aunque una melancolía devastadora enseguida se instaló sin invitación previa. Suspiró profunda y prolongadamente, dibujándose una nube blanca y alargada a causa del vaho. No tardó en aparecer su madre en sus pensamientos. Eso sí que era una tortura. Sabía que ella, en algún lugar del universo, estaría muy enfadada con él tras su desplante, que jamás le perdonaría su deshonroso comportamiento, y esto le carcomía las entrañas. No podía dejar de sentir un dolor indescriptible por su perjurio, por su falta de honestidad, por haberle fallado de una forma tan ruin. No, no le quedaba ni un hálito de ilusión por vivir.

Después de toser un poco y reprimir la necesidad de orinar por no moverse de donde estaba, desvió sus agraviantes pensamientos en otro que comenzaba a tomar forma, decidido a acabar definitivamente con su existencia. Si no tenía suficiente con los varios y distintos tormentos mentales, se había unido uno más a la lista, uno que parecía acabaría convirtiéndose en número uno de su particular lista de pensamientos tortuosos, aun a pesar de parecer inverosímil desbancar al de su madre. Cada vez tenía una mayor certeza de que el espantoso ritual había desencadenado la aberración que llevaban buscando sus antepasados con avidez y devoción. Poco a poco ese poder sobrenatural que emanó del sepulcro y le embargó en la ceremonia comenzaba a crecer en su interior. Era como si fuera mujer y estuviera engendrando un bebé. La diferencia era que distaba mucho de ser un diminuto e inofensivo ser lo que iba desarrollándose en su interior. Si aquella leyenda era verídica, el alma de Vlad Draculea se apoderaría de su cuerpo. Sentía cómo iba creciendo en su interior un ser maligno, una especie que albergaba ira y maldad en grandes proporciones, no presagiando un final feliz. Se repetía mil veces que algo así no podía ocurrir en la realidad, que era producto de su imaginación. Nunca había dado crédito a un pensamiento tan irreal, tan demente, pero ahora, después de toda una serie de vivencias a cuál más ficticia, lo creía firmemente. Desconocía el límite de ese poder maligno que crecía en su interior, pero podía sentir su magnitud, atisbando el día en que no podría dominarlo. ¿Se convertiría en un ser tan maligno como aquel famoso personaje medieval? Este pensamiento hizo que se le pusiera la piel de gallina, y nuevamente prefirió la muerte, ahora con más ahínco, con más firmeza. Debía morir allí, no podía seguir alimentando ese poder maligno que albergaba en su interior. Una idea cruzó fugaz por su mente: podría dejar de comer y beber, muriendo en pocos días. Eso terminaría definitivamente con su tormento, y con el alma de Vlad, que moriría encarcelada en un cuerpo inerte. Era una buena idea. No deseaba vivir.

Un sonido sordo en la lejanía le arrancó de su autotortura. Sería la hora de la cena. «Si consiguiera escapar…», pensó taciturno, recobrando un resquicio de esperanza, de ilusión. Sin embargo, sabía que no lo conseguiría, ellos eran hombres experimentados en la lucha cuerpo a cuerpo, e iban armados, y aunque sabía que no podían matarle, sí podrían herirle. La cuestión era que no veía ni la más remota posibilidad de salir airoso. Podría implorar por su liberación, probar en ablandar su corazoncito, si es que en su interior lo albergaban, algo que dudaba.

Para su suerte, apareció Daniel, a priori el más «humano» de los guardaespaldas, aunque después de su fallido intento de fuga, no creía que lo estimara demasiado, sobre todo después de su caída libre escaleras abajo por culpa de una coz que le soltó. Al menos, podía intentarlo. No era la primera vez, y no perdía nada por probar suerte nuevamente. Atrás había quedado la mínima esperanza de que le rescataran, sabedor de que jamás encontrarían unas mazmorras que supuestamente no existían. Todo su anterior empeño en revelar su ubicación dejándose las cuerdas vocales en cada grito no había servido de nada, posiblemente no podrían escucharle ni aunque estuvieran registrando el castillo. Estaba bajo tierra entre muros de varios metros de grosor.

Se levantó lentamente, sentándose a continuación, invadiéndole repentinamente un frío sobrecogedor. Se echó una manta por encima de los hombros.

—Daniel, por favor, te lo suplico, no aguanto más aquí encerrado, debes ayudarme —imploró Eduardo, que no necesitó interpretar ningún papel.

Daniel Cervera abrió la puerta y se introdujo en la celda, sin dejar de encañonarle. Cerró tras de sí con llave y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. No se fiaba ni un pelo de él. Se abstuvo en contestarle.

Eduardo, apesadumbrado, vio cómo hacía caso omiso a sus súplicas, mostrándose indiferente a sus demandas, a su dolor. Sabía que ese hombre se jugaría algo más que el puesto de trabajo si traicionaba a su abuelo, si le liberaba.

—Daniel, te pagaré el doble de lo que te paga mi abuelo si me dejas escapar. Nos podemos escapar los dos, así no tendrías que rendirle cuentas a mi abuelo —ofreció desesperado. Era una idea brillante. Esperó que sus ojos refulgieran de avaricia.

—Cállate de una puta vez, no voy a liberarte por nada del mundo, maldito cabrón. Pagarás por lo que me hiciste, y me complace verte sufrir… —contestó malhumorado y resentido.

Eduardo no pudo reprimir un llanto silencioso. Quiso volver a la carga con súplicas pero un nudo en la garganta se lo impidió. Sus pocas esperanzas se hundieron como barco alcanzado por un misil. Creyó morirse de pena, de desolación. Repentinamente, la desazón que le embargaba por su nula recompensa a sus plegarias fue convirtiéndose en rabia, un remolino de sentimientos nefastos que fueron agraviando su aflicción. La rabia contenida y todos esos momentos de angustia, dolor y ansiedad fueron alimentando su ira, sintiendo cómo se apoderaba de él. Sintió deseos de matarle con sus propias manos, se lo había ganado a pulso. Una ira descomunal comenzó a ascender por su cuerpo, como serpiente reptando. Podía sentirla, palparla, pensó que en breve se haría corpórea. Horrorizado, comprendió que esa ira emergía de ese ser maligno que habitaba en su interior, la supuesta alma de Vlad se abastecía de su propia cólera. Intentó reprimir su furia, la rabia que sentía, pero ya era demasiado tarde, se había inflado como un globo aerostático. Ahora su cuerpo parecía ingobernable, se había adueñado de él aquel ser repugnante que asesinó sin piedad en otra época.

Eduardo comenzó a sentir mareos, a nublársele la vista. La imagen de Daniel depositando la bandeja con su cena se volvió difusa, deformándose la figura del guardaespaldas en una sucesión de formas variables. Luego todo se hizo borroso, como una televisión sin antena. Cerró y abrió los ojos con ímpetu varias veces, conmocionado, parecido a un estado de embriaguez por exceso de alcohol, como si estuviera borracho como una cuba. Comenzó a perder la sensibilidad en su cuerpo, paulatinamente, avanzando como si estuviera sumergiéndose en agua helada. Después, la inconsciencia.

Daniel cogió el balde donde el preso hacía sus necesidades y se encaminó hacia la puerta de la celda, dispuesto a vaciarlo y limpiarlo, sin dejar de observar a Eduardo. Se había percatado de que había estado a punto de desmayarse, pero parecía haberse recobrado en el último instante. El confinado le miró y Daniel advirtió algo extraño en su mirada. Parecía la de otra persona. Esto le dejó un tanto confundido, sorprendido. Además, podía percibir su ira en la mirada penetrante que exhibía, y algo más, aunque no supo describirlo. Esto le hizo apretar más firmemente la empuñadura de su arma, algo le decía que tuviera cuidado. Sabía perfectamente para qué se hacía el ritual y, aunque conocía el poder que dotaba a los descendientes directos de Vlad, era susceptible a la leyenda que Nicolau proclamaba. Se preguntó si se había hecho realidad aquella majadería.

Eduardo, dominado totalmente por el alma de Vlad, esperó la ocasión perfecta para el ataque. Llevaba siglos encerrado en su anterior cuerpo, esperando el momento en que un descendiente directo fuera lo suficientemente receptivo y cualificado para albergarlo en su interior. Por fin lo había conseguido. La ira era su fuente de alimentación. Ahora debía escapar. Esperó a que aquel hombre armado pasara a su altura, observando con minuciosidad cada paso que daba. Cuando llegó a su altura, a un par de metros de distancia, Eduardo, poseído por Vlad, señaló el suelo con un dedo, a los pies de Daniel.

—Cuidado —le advirtió con aire despreocupado, como si un objeto estuviera en el suelo y pudiera tropezarse. Daniel miró al suelo instintivamente.

Vlad, al mando del cuerpo de Eduardo, en una centésima de segundo, se abalanzó sobre él recorriendo la distancia que les separaba en un abrir y cerrar de ojos, antes incluso de que Daniel se percatara de que no había nada en el suelo. Fue un ataque excepcional, como fiera que salta sobre su presa, con una determinación y ferocidad brutales. Con un gemido animal, gutural, le asió por detrás y le giró la cabeza bruscamente con una fuerza sobrenatural, rompiéndole el cuello. Daniel se desplomó como un muñeco. Cogió las llaves del bolsillo de su chaqueta y salió de su celda a grandes zancadas, con la adrenalina invadiendo cada rincón de su «nuevo» cuerpo. Se introdujo por el corredor directo hacia las escaleras que le sacaran de las catacumbas del castillo.