CAPÍTULO 36

Tras despedirse de su hija, Nicolau Medina se dispuso a descender hacia las mazmorras. Mireia debía regresar al trabajo, tomando el mando de la multinacional en su ausencia. Había terminado su tarea en el castillo, una vez revelada su verdadera identidad y la repulsión por parte de Eduardo. Nicolau se quedaría, junto con todo su séquito, hasta averiguar si Eduardo era el elegido. En un primer momento fue un golpe muy duro para él al observar que el alma de su vanagloriado antepasado no había tomado el cuerpo de Eduardo, pero después supuso que tal vez necesitara tiempo para apoderarse de su ser. Todos sus antepasados desconocían lo que ocurriría exactamente tras encontrar al elegido, así que adoptó cautela. Esperaría varios días para comprobar la evolución de su nieto. No había perdido la esperanza de vivir ese momento tan mágico en ver resucitado a Vlad. Sería apoteósico, divino, algo grandioso. El gran Vlad Draculea viviendo en el siglo XXI, con un poder infinito, sobrenatural. Se apoderarían del mundo entero, que se rendiría a los pies de tan magnánimo héroe. Ya podía saborear el poder, gobernando por encima de presidentes y reyes. Sería el brazo derecho del Señor del mundo. Descendió las escaleras sumido en una nube de gloria y ambición, avaricia y poder.

Sabía que Mireia lo había pasado mal por Eduardo, sobre todo después de recibir el resentimiento y el rechazo de él, pero su nieto no le había dejado elección. Ese afán por descubrir las mazmorras le habían llevado hasta unos extremos que Nicolau nunca llegó a suponer. Él también se sentía herido por retener contra su voluntad a aquel joven por el que corría sangre de su sangre, el cual podría ser el elegido. Ahora su hija le había dejado solo en el castillo, porque para él todo su séquito no eran más que títeres a los que manejar. Aunque a decir verdad, su hija era casi una desconocida para él. Simplemente mantenían un contacto estrictamente laboral y al servicio de su vanagloriado antepasado. Su relación con su hija nunca había sido buena; problema de personalidades opuestas. Mireia, por otra parte, le recordaba mucho a su segunda mujer, la viva imagen de su madre. Siempre recordaría el temor que vivió al complicarse el parto, reviviendo lo ocurrido con su primera esposa, que falleció en el alumbramiento. Todos aquellos fantasmas regresaron para atormentarle durante horas, aunque finalmente en esta ocasión hubo final feliz, aunque no del todo. Su segunda mujer, Raquel, pudo dar a luz a Mireia sin pagar con su propia vida, pero las complicaciones en el parto dejaron a Raquel con la imposibilidad de volver a ser madre. Este hecho dejó trastornado a Nicolau, que ansiaba tener un hijo varón para resucitar a Vlad Draculea, pero tuvo que resignarse, suponiendo que era deseo del Señor. Sus dos mujeres no habían podido complacerle con un hijo. Ahora, sin embargo, todavía podía tener el momento de gloria que tanto anhelaba. Mireia, a pesar de todo, nunca le había defraudado como esclava de su alcurnia, ni siquiera en el momento en que le pidió que dejara al novio formal con el que estaba saliendo para embaucar a Eduardo. Necesitaba su ayuda, y puso todas las cartas sobre la mesa, la jugada perfecta, maestra, aunque no había salido tal y como esperaba. No obstante, el resultado podía ser igual de eficaz, todo dependía de si su nieto era o no el elegido.

Llegó hasta la celda de Eduardo, como cada día desde que se celebrara el ritual. Su nieto se mostraba decaído, eternamente postrado en el camastro. Era evidente que había sido muy duro para él los acontecimientos que se habían producido desde que comenzara el ritual. Parecía abandonado a su suerte, sin fuerzas por seguir luchando, por seguir adelante. Tal vez presentía su destino. Nicolau había llegado demasiado lejos, y sabía que no había marcha atrás: debería matarle si no era el elegido. Rezaba para que lo fuera, no sólo por el hecho de resucitar por fin a Vlad, sino por no tener que matar a su propio nieto. Sería muy doloroso para él, pero no tendría alternativa. Dejarle marchar sería un gran error. Tenía la certeza de que tarde o temprano revelaría lo ocurrido en las catacumbas del castillo, acusándole de asesinato, y lo que era peor, revelando el sepulcro sagrado de uno de los personajes más famosos de la Historia. Además, Eduardo estaba dado por desaparecido, y le interrogarían duramente. También sabía que la policía andaba siguiendo sus pasos, continuamente vigilado por ser sospechoso de las últimas desapariciones en la comarca.

—Hola, hijo —dijo Nicolau ante la indiferencia de su nieto.

—No soy tu maldito hijo, cabronazo —contestó sin mirarle, sin alzar la voz, pero con un tono desafiante, agrio—. Y me horroriza pensar que seas mi abuelo. —Tampoco se movió de su camastro, manteniéndose tumbado en dirección opuesta a su abuelo.

—Pronto todo acabará —mintió Nicolau, sin mostrar rencor alguno tras sus hirientes palabras.

—Eso mismo me prometiste, pero aquí sigo después de haber cumplido con mi trato, sin mencionar tu despreciable maniobra para caer en tu red. Tu hija no desmerece en absoluto de ti ni de ese maldito mal nacido que yace a escasos metros.

—No blasfemes, ¡y menos mancillando el nombre de nuestro antepasado! —reprochó exaltado. No podía consentir algo así, y mucho menos en su morada. Llevaba años y años tragando toda la mierda vertida hacia el personaje al que tanto admiraba y por el que sentía fascinación. De su sepulcro emanaba un poder sobrenatural con el que se había beneficiado durante toda su vida.

Eduardo se levantó de un salto del camastro, saliendo por los aires las innumerables mantas que le cubrían, plantándose delante de él, encolerizado, con las rejas como testigo.

—¡Eres un hijo de puta que no tiene corazón, como ese salvaje asesino que sembró el terror en la Edad Media! No te diferencias en nada de él, tan sólo la época en la que os ha tocado vivir. Mereces ir al infierno —bramó iracundo.

Nicolau palideció. Su nieto parecía otra persona. Era evidente que toda esa horrible situación que estaba viviendo le sacaba de sus casillas, enfureciéndole, pero detectó algo en su mirada. Era distinta, y no sólo por el mero hecho de su cólera. Podía percibirlo, era palpable. Era la mirada de un hombre enfurecido, pero malvado, nada que ver con la bondad de Eduardo. Además, sus ojos tenían un brillo especial, intimidatorio, poderoso, dejando a Nicolau petrificado de miedo a pesar de la tranquilidad que le brindaban las rejas. ¿El alma de Vlad estaría en su interior? La excitación le embargó hasta límites insospechados.

—Tienes todo el derecho a insultarme, lo sé, y lo acepto —reaccionó Nicolau—. No era mi intención ser dueño de tus actos, y menos de encerrarte en este lugar indigno. Te pido mil perdones, aunque sé que no servirá de mucho —se lamentó sincero.

Eduardo cambió finalmente su semblante desafiante y encolerizado y una sombra de pena y aflicción pareció envolverle.

—Sácame de aquí, Nicolau —pidió con voz queda, agotado, con mirada suplicante—. Olvidaré lo ocurrido y no te denunciaré. No revelaré la existencia de estas mazmorras, te lo prometo, pero sácame de aquí, por favor —exigió con una pesadumbre y dolor que hubieran ablandado al mismísimo diablo.

Nicolau bajó la cabeza como si los músculos de su cuello hubieran desfallecido súbitamente, y comenzó a negar con la cabeza lentamente.

—Sólo quedan unos pocos días para averiguar si eres el elegido. Después todo habrá acabado —contestó Nicolau con entereza.

—Pero para eso no hace falta que esté encerrado aquí. Lo que tenga que ocurrir, ocurrirá. Da igual si estoy aquí o en otro lugar —explicó desesperado.

—Sí, pero aquí te tenemos controlado. No sabemos las consecuencias una vez que el alma de Vlad se apodere de tu ser. ¿Lo entiendes ahora, hijo mío?

—¡No soy tu maldito hijo, asqueroso asesino! —escupió Eduardo. Su mirada volvió a traspasar a su abuelo.

Nicolau dio un paso atrás ante la envestida verbal de su nieto, o más bien ante su mirada. Otra vez podía percibir ese poder maligno en sus ojos. Era como si una ira encerrada durante siglos emergiera ahora. Este pensamiento no pudo ser más revelador. En ese mismo instante, tuvo la certeza de que el ritual había tenido éxito, de que por fin se había cumplido el designio de Dios. Su nieto era el elegido, lo intuía, podía verlo en su mirada. Era como un león enjaulado, una auténtica fiera indomable. Sintió temor ante la imagen de unos barrotes demasiado frágiles ante el poder que emanaba su mirada. Cada vez estaba más convencido. No cabía en sí de dicha, de satisfacción. Iba a tener el privilegio de vivir el momento tan esperado por sus antepasados durante más de quinientos años. Dio gracias a Dios por concedérselo.

—Vlad. Vlad, ¿estás ahí? —preguntó Nicolau con voz queda, intrigado. No sabía si era una estupidez lo que estaba haciendo, pero sintió un deseo irrefrenable por hacerlo.

—¿Vlad? ¡Sí, aquí estoy, hijo de puta, mal nacido! —gritó Eduardo fuera de sí, con el rostro deformado por la ira—. ¡Libérame de una mísera vez!

Nicolau retrocedió otro paso. Sí, parecía un león enjaulado. Y corroboró que una fuerza sobrenatural emergía de lo más profundo de su ser. Era el elegido, no le cabía la menor duda. Sólo debía esperar pacientemente hasta que el alma de Vlad se apoderara de su cuerpo mortal, resucitando tal y como aseguró aquel sacerdote de la iglesia de Saint Juan, allá por finales del siglo XV. Se marchó sin mirar atrás, haciendo caso omiso de los insultos y agravios, poniéndole la carne de gallina. No era el Eduardo que conocía. En su interior albergaba un ser superior.