CAPÍTULO 35
Un silencio abrumador reinaba en la gélida estancia, tan sólo alterado por los gruñidos y gemidos de un Eduardo Laborda inmerso en una pesadilla. Amanecía por tercera vez desde el horrible ritual, confinado nuevamente en la celda de aquella tenebrosa mazmorra. Habían vuelto a encerrarle tras caer desplomado en el suelo, inconsciente. Su abuelo no había cumplido el trato y, como le confesó en una de sus visitas diarias, estaba esperando corroborar si la ceremonia había tenido éxito. Nicolau todavía albergaba esperanzas de que el alma de Vlad necesitara un tiempo para revelarse en su nuevo «hogar», el cuerpo de Eduardo. Eduardo comprendió que su vida nunca volvería a ser la misma, tanto daba si era o no el elegido. Su perverso y paranoico abuelo parecía tener otros planes. ¿Le retendría allí para siempre?, se preguntaba sin cesar.
Eduardo, finalmente, despertó de la pesadilla, incorporándose como un resorte, con resuello y con el cuerpo bañado en sudor. Miró a su alrededor, serenándose al confirmar que sólo se trataba de una pesadilla. Aunque estaba viviendo una peor. Se dejó caer en el camastro nuevamente, tapándose con las innumerables mantas, derrotado. Comenzó a respirar acompasado, descendiendo paulatinamente el ritmo, aunque una repentina preocupación no le dejó relajarse completamente. Un pensamiento cobraba fuerza, poderoso e inquietante. Tras el ritual, comenzaba a tener con más frecuencia sueños un tanto extraños: se encontraba luchando en otra época cuerpo a cuerpo, con grandes espadas arremetiendo unas contra otras en el fragor de la batalla; también habitó varios castillos y amado a mujeres que nunca había visto. Era como si ante él reprodujeran un film o una producción cinematográfica. Siempre en la misma época, muy lejana por cierto, como si Eduardo lo hubiera vivido en persona. Pero lo que más le desconcertaba de esos sueños era que parecían pertenecer a otra persona, ya que no era él quien se veía reflejado en los sueños, sino otro hombre, al que finalmente reconoció estremeciéndose. La figura de Vlad Draculea tomaba parte en todos sus sueños, y como protagonista principal. Era como si en otra vida hubiera sido aquel sanguinario y cruel asesino. Al instante recordó el ritual, el motivo de la ceremonia, lo que experimentó en ella, y lo que su abuelo esperaba impaciente. ¿Sería el elegido? Se quedó turbado por el mero hecho de dar credibilidad a algo tan absurdo, tan irreal, pero enseguida esta idea cobró fuerza en su interior. Sabía perfectamente lo que había sentido durante la ceremonia, una sensación de que un poder sobrenatural emanaba de la tumba y ascendía por el interior de su ser. No fue producto de su imaginación, ni de su aflicción, había sido real. Y ahora se sucedían sueños que pertenecían a Vlad Draculea, cada vez con más frecuencia. Y eso no era todo. Sollozó ligeramente, invadido por el horror. Sentía, en lo más profundo de su ser, que una especie de poder iba creciendo. Era algo que no podía explicar con palabras, que no podía catalogarlo ni ponerle nombre, pero tenía la extraña sensación de que un ser maligno crecía en su interior. Percibía su poder, incluso su ira. Comenzaba a estar seguro de que aquel maldito ritual había conseguido su propósito, por irreal que pareciese. Ahogó un grito debajo de las mantas, aterrado por esta posibilidad. Seguía queriendo creer que era su innata y perversa imaginación la culpable, pero algo en su interior le decía que no, que fuera lo que fuese, estaba allí, instalado en su cuerpo, creciendo minuto a minuto.
Debía escapar de allí a cualquier precio. Ahora que no tenía la certeza de su libertad, tenía que arriesgarse. No soportaba ni un minuto más en un lugar como aquel, torturado por su soledad, sus remordimientos, su dolor, el engaño, la traición. Era una carga demasiado elevada para soportarla en aquel infierno que era la mazmorra del castillo donde habitaba el diablo. Una procesión de sentimientos crueles y despiadados se arremolinaban en su mente: el engaño de Gisela, que en realidad se llamaba Mireia, tal como le aseguró una vez acabado el ritual; la traición a su madre, rompiendo el juramento hecho en su lecho de muerte; la traición y el engaño de su abuelo, que había ideado toda clase de artimañas para llevar a cabo su misión sin importarle lo más mínimo las funestas consecuencias, despreciando la vida y la dignidad de su propio nieto; y la ¿muerte? de Eder Beramendi. Cada vez tenía más claro que le habían matado; su abuelo no se habría arriesgado a dejarle con vida teniendo en su poder una peligrosa información que podría revelar y acabar en cualquier momento con todo su imperio de maldad y rituales, de devoción al sepulcro del mismísimo diablo.
El inconfundible sonido de la puerta secreta al cerrarse interrumpió su incesante autoflagelación mental. No encontraba ni un segundo de alivio, de serenidad, de tranquilidad consigo mismo. Aquellos pensamientos le torturaban sin piedad. Supuso que era hora del desayuno. Uno de los guardaespaldas vendría con la bandeja en una mano y una pistola en la otra. Nicolau y su séquito al completo estaban en el castillo, por lo que era habitual que los guardaespaldas se relevaran en la labor de atenderle. La posibilidad de atacar a uno de ellos al adentrarse en el interior de la celda había cobrado fuerza en su mente, pero se veía incapacitado para salir airoso. Aunque también tenía claro que la desesperación acabaría enturbiando su sentido común, y podía sentir que pronto haría una locura en pos de su libertad; muy pronto, tal vez en ese preciso momento. Se incorporó del camastro enfundándose una manta encima de sus hombros, acercándose a la reja. Observó furtivamente el hueco donde parecía nacer otro corredor, recordando ver a uno de los guardaespaldas horas después de acabado el ritual entrar en él con dos sacos de sosa cáustica. Llegó a comprender para qué utilizaban un corrosivo tan potente: seguramente para deshacerse de los cuerpos; en este caso, del cuerpo del sacrificado. No sabía con certeza el poder corrosivo en un cuerpo humano, pero podía suponer que lo consumiría antes de que comenzara la putrefacción, no dejando ni hedor, ni rastro de los cuerpos.
Por el corredor apareció Sergio Nogués con la bandeja del desayuno, no pareciéndole el más adecuado para sus intereses de huida, aunque algo le apartó de cualquier atisbo de solidez, dejándole pasmado. Tras él caminaba una mujer joven, tremendamente familiar, pese a su nulidad por reconocerla.
—Hola, Eduardo —dijo la joven al acercarse a las rejas, mirándole a los ojos. El guardaespaldas entró en la celda y cerró la puerta tras de sí, ordenándole que se sentara en el camastro. Eduardo obedeció sin prestarle la menor atención, estaba fijamente concentrado en la muchacha.
La observó detenidamente. Enseguida cayó en la cuenta del parecido físico con Gisela, o Mireia, para ser más exactos. Era un calco a ella, aunque se distinguían en el color del pelo y el de los ojos. El cabello era negro azabache y sus ojos color marrón oscuro. Todo lo demás, tanto su rostro como su cuerpo, incluso sus gestos, era la viva imagen de su diosa, su exdiosa. Por un momento creyó que sería su hermana gemela, pero comenzó a sospechar si no sería ese su verdadero aspecto. Se habría teñido el pelo de rubio, incluso las cejas. Y el color de sus ojos… Habría usado lentillas de color azul. No cabía otra explicación.
—Hola, Gisela —soltó Eduardo convencido. Sintió un desgarro en su interior, como si un animal devorara sus entrañas. Ella le había utilizado para sus fines de la manera más cruel posible—. Oh, perdón: Mireia —dijo iracundo.
—Sé que estarás tremendamente enfadado conmigo, pero lo que he hecho ha sido de buena fe, créeme —aseguró con voz queda, avergonzada.
—¿Enfadado? —gritó sarcásticamente, dominado por la rabia, soltando a continuación una carcajada diabólica. ¿De qué hablaba aquella mujer? Enfadado era un término demasiado vulgar para emplearlo tras una situación tan cruenta y malévola. Recordó todo el montaje que su abuelo y esa mujer habían tejido paso a paso: primero él intentó, educadamente, llevarle a su terreno, y después, al fracasar, ella irrumpió en su vida como un vendaval, hechizando y arrebatándole de una vida sencilla y placentera, desmoronando todas sus creencias. Poco a poco, sutilmente, fue allanando el camino para que cayera en las garras de Nicolau, aunque lo más sorprendente fue su actuación en el interior de aquellas mazmorras durante días. Eso sí que fue digno de un Óscar.
—Me has utilizado como a una marioneta. Has jugado con mis sentimientos, con mi vida. Eres una bruja —dijo encolerizado Eduardo.
—Sólo traté de abrirte los ojos, de que aceptaras a tu abuelo y al glorioso antepasado al que ambos pertenecemos. Por nada del mundo quería hacerte daño. El plan era convencerte de ello y de que participaras en el ritual voluntariamente. No quería que la situación llegase a estos extremos. Comprendo que no me perdones nunca, y es algo que merezco. Sólo quería que supieras que te quiero mucho, y que siempre te tendré en mi corazón.
—Tienes razón, no te lo perdonaré nunca, jamás. —Pese a todo, mantuvo una cierta serenidad—. Y te mereces lo mismo que tu padre: el peor de los futuros. Espero que el Señor, si realmente existe, os «recompense» adecuadamente. No sé si tu maldad te impedirá comprender la tortura que me estáis infligiendo gratuitamente. Si realmente me quisieras tanto como proclamas, no dudarías en liberarme de aquí, aun poniéndote en contra de tu padre.
—No puedo hacerlo —lamentó Mireia, contrita—, al menos de momento, mi padre necesita constatar si el alma de nuestro antepasado ha resucitado en tu cuerpo. Llevamos siglos rogando por ese momento. Pero te prometo que si no eres el elegido, regresarás a tu anterior vida.
—¿Me prometes? ¿Tú? —ladró fuera de sí—. ¿Te ha enviado el monstruo de tu padre para calmarme? Seguro que sí. ¡Márchate de aquí y no vuelvas más, hija de perra! —gritó como un poseso, enrabietado y enfurecido.
Mireia se marchó triste y apenada, cabizbaja y con una inusual desgana en su contoneo al caminar. Eduardo, envalentonado por su rabia, se vio con fuerzas para intentar escapar, pero se percató de que el guardaespaldas también se había marchado, y con él la posibilidad de un ataque sorpresa ahora que se sentía el hombre más fuerte del mundo, capaz de cualquier cosa. Pegó con los puños cerrados contra los gruesos y oxidados barrotes, dando rienda suelta a su rabia y su ira. Tras unos momentos de locura, la impotencia se abrió paso dando lugar a sollozos, dejándose desvanecer en el frío suelo, abandonándose a su desdicha. No había nada en el mundo que pudiera ayudarle a sobrellevar aquella situación, ni siquiera un simple pensamiento que le diera aliento. No encontró nada en su interior más que aflicción y horror, resentimiento e ira.
—Madre, perdóname, por lo que más quieras —susurró llorando a mares. Ese pensamiento era el peor de todos, con diferencia. Nunca se perdonaría traicionar el juramento hecho en el lecho de muerte de su querida madre. Por lo visto, él estaba purgando por ello. Pensó que se lo merecía, pero también que ya era suficiente. Clamó al cielo una vez más en busca de ayuda divina.