CAPÍTULO 34

Olarral, Navarra

A pocos minutos de ser medianoche, en los albores del siete de diciembre, Eduardo Laborda era liberado de su celda, escoltado por un magullado Daniel Cervera y por Sergio Nogués. Había llegado la hora, el momento álgido, el ritual. Sus sentimientos se entremezclaron y se repelaron, en un cóctel difícil de digerir. Por un lado se alegraba enormemente de que la pesadilla llegara a su fin, pero por otro lado estaba angustiado por la ceremonia que en pocos minutos comenzaría y donde él era el forzoso protagonista principal. Había pensado mucho en ese momento, y se convenció repetidamente de que no debía dejarse llevar por el horror o el repudio que pudiera sentir mientras hacían el sacrificio de una vida humana. Dejaron atrás a Gisela, con la que Eduardo cruzó una mirada cómplice y llena de temor. Esperaba que todo saliera bien, que una vez acabada la ceremonia les dejaran marchar sanos y salvos, incluso aceptarían reverencialmente una amenaza de muerte si revelaban lo ocurrido en aquellas catacumbas; cualquier cosa por regresar a sus vidas anteriores. Avanzaron por el corredor en fila india, Eduardo en medio de los guardaespaldas, como un sándwich, con la mirada perdida. En su mano derecha portaba el folio que le había entregado su abuelo hacía una hora, en el cual reflejaba el salmo que debía repetir en la ceremonia. Eran unas pocas líneas, pero estaba escrito en rumano de aquella lejana época, la lengua originaria con la que se celebró el primer ritual. Más bien era la pronunciación aproximada, ya que Eduardo no sabía el idioma, y su abuelo se había asegurado de que lo recitara correctamente. Él tan sólo debía repetir aquellas palabras, que pronunciaría el sacerdote encargado de evocar al alma de su antepasado, resultándole más fácil si poseía una chuleta, aunque dudaba que le ayudase en algo, no entendía ese popurrí de letras sin coherencia alguna. Eduardo aprovechó para exigirle, una vez cumplido el trato, que cumpliera con su palabra, liberándoles a ambos cuando finalizara el ritual a cambio de su eterno silencio. Nicolau accedió sin vacilación. Se le veía eufórico, muestras de su evidente locura. Era innegable que Nicolau creía que sucedería algo milagroso durante la ceremonia, que el alma de aquel maldito asesino despiadado despertaría de su eterno letargo y resucitaría en su cuerpo. No podía imaginar cosa más absurda.

Doblaron a la izquierda por el estrecho pasadizo, con Daniel al frente. Todavía recordaba su frustrada huida, y el miedo que sintió ante la ira de su raptor. Finalmente no fue castigado en forma alguna, reuniendo valor para amenazarle de que confesaría a su abuelo si osaba tocarle o le castigaba de algún modo. Daniel se mostró aterrorizado ante esta posibilidad, su abuelo infundía algo más que respeto. También ayudó el hecho de que no se hubiera roto ningún hueso en la fuerte caída de más de veinte peldaños. Aunque, eso sí, su cuerpo posiblemente presentara un profusión de moretones y contusiones que bien pudiera parecer un cuadro de Picasso.

Eduardo accedió a la estancia donde se hallaba el sepulcro. Allí se encontraba su abuelo, un tanto apartado de la tumba, con una mirada que brillaba como los ojos de un gato en la oscuridad. Pensó que seguramente su abuelo había estado esperando ese momento mucho tiempo. Había mostrado dolor por obligarle contra su voluntad a hacerlo, y sobre todo a retenerle enjaulado en la mazmorra, pero tenía claro que era más fuerte su deseo de continuar con el legado familiar, un legado sin pies ni cabeza, de ciencia ficción. A su lado se hallaba un sacerdote, fácilmente reconocible por su hábito negro y una dorada cruz gruesa de gran tamaño colgada al cuello. Se sorprendió por su avanzada edad, al menos lo aparentaba. En cada gesto, en cada movimiento, transmitía una debilidad física abrumadora. Sin embargo, pensó que no sería mucho más viejo que su abuelo, aunque la diferencia pareciera abismal. Por la edad tan desigual que aparentaban podrían parecer padre e hijo. Estaba prácticamente calvo, delgado pero asomando una barriga desproporcionada debajo del hábito, con rostro esquelético y surcado en infinidad de arrugas. Unas gafas grandes parecían querer ocultar sus hundidos ojos.

—Este es el padre Agustí —le presentó su abuelo al reunirse con él. El sacerdote le tendió la mano con gesto contrito, tras acercarse con dificultad, con movimientos lentos.

—Es un placer conocerle, pese a las circunstancias —dijo con voz débil. Parecía estar en los albores de la muerte, a expensas del último aliento.

Eduardo, en un primer momento, pensó que tal vez podría ayudarle a escapar de las garras de su abuelo, que podría ser ajeno a su confinamiento y al estar obligado a participar en el ritual por amenaza de muerte a una tercera persona, pero enseguida entendió que su abuelo no se arriesgaría a algo así. Además, iban a cometer un asesinato, allí mismo. Con el comentario del sacerdote quedaron disipadas sus dudas, y sus esperanzas. Eduardo rechazó su mano. No podía estrechársela a un hombre que participaba en una atrocidad semejante.

—El sacerdote guiará tus pasos en la ceremonia —anunció Nicolau, indiferente ante el plante de su nieto.

—Acabemos cuanto antes con esto —farfulló Eduardo, girándose hacia el sepulcro. No quería postergar más la maldita pesadilla que se había apoderado de su propia vida.

—Debemos esperar a las doce en punto de la noche, cuando comience el día señalado: el siete de diciembre. Tranquilo, quedan unos pocos minutos para la gloria —confirmó su abuelo, altivo y esperanzado.

Eduardo no escuchó el comentario, reparando en ese momento en un hombre arrodillado al lado derecho del sepulcro, custodiado por dos guardaespaldas, uno a cada lado. Hasta ese momento no se había percatado de su presencia, posiblemente ocultado involuntariamente por los otros guardaespaldas, Cosmin y Mikel. Vio a Cosmin abandonar su lugar y colocarse en su puesto Sergio Nogués. La sombra humana de Nicolau no tardó ni dos segundos en colocarse al lado de su jefe, como felino que cuida a su indefenso cachorro.

Un hombre joven, de unos veinticinco años, de color tan negro como el azabache, se mantenía inmóvil y en silencio arrodillado al pie del sepulcro, cabizbajo, con el rostro bañado en lágrimas. Estaba con el torso desnudo, evidenciando una delgadez extrema, con unos brazos como palillos. Se preguntó quién sería el pobre desgraciado que acabaría su vida de una forma tan miserable, tan horripilante, sacrificado por un chalado. Seguramente sería algún inmigrante ilegal, para que su desaparición no despertara interés en la sociedad. Sintió una lástima inmensa por él. Posiblemente no se merecería un final así. ¿Y quién demonios merecía morir asesinado por la obstinación de una creencia que debería haber acabado hacía siglos? Evidentemente nadie, ni el ser más vil y despreciable. Inmediatamente este pensamiento le hizo recordar a su abuelo. Él podría merecerlo, sin lugar a dudas. Delante del joven de color, a unos treinta centímetros, se encontraba un cubo metálico, que resplandecía a la luz de los candelabros y de la infinidad de velas que reposaban sobre la losa, las cuales dibujaban exactamente la delimitación de la cruz labrada y del nombre de su antepasado. Sobre estas letras divisó una copa aparentemente de oro adornada con cinco esmeraldas dispuestas alrededor, que resaltaban notablemente; también pudo atisbar en ella, difusamente, pequeños relieves. Eduardo se preguntó qué utilidad tendrían estos objetos, aunque, evidentemente, se trataba de un ritual, lo cual podía dar pie a múltiples actos insensatos.

—Es hora de comenzar —anunció Nicolau—. Ponte en tu lugar, Eduardo —pidió en tono suave.

Eduardo se colocó donde previamente le había indicado su abuelo, a los pies del sepulcro, frente a frente. Su abuelo se mantuvo alejado de él, al igual que Cosmin, mientras el sacerdote y Daniel se apostaron cerca de Eduardo. Daniel Cervera a su derecha, pegado a él, y el padre Agustí a su izquierda, algo más apartado.

Eduardo respiró hondo, preparándose para soportar estoicamente el ritual; debía hacerlo, la vida de su amada dependía de ello. Se obligó a no desviar la vista de las velas que titilaban apuntando hacia el techo abovedado, todas en una perfecta sintonía, levemente alteradas por alguna esporádica corriente de aire. No debía detener su interés, ni por un instante, en el hombre que sería sacrificado, si no quería verse abocado a fallarle a Gisela. Clavaría sus ojos en el folio, concentrándose en las palabras inconexas que debería entonar más adelante. Debía realizar el ritual costara lo que costase, mientras su corazón comenzaba a desbocarse al escuchar las primeras palabras del sacerdote, aunque no entendiera nada. Había dado comienzo la ceremonia.

El silencio sepulcral rodeaba cada palabra que el padre Agustí pronunciaba con dificultad, teniendo que esforzarse para recitar en un tono poderoso, resonando en la estancia, evocando al alma de Vlad Draculea. En una sucesión de palabras indescifrables para Eduardo, el sacerdote no levantaba la mirada del libro ajado que mantenía con mano trémula cerca de sus ojos, sumamente concentrado y con semblante tenso. Era evidente que para él era un momento trascendental, que creía fervorosamente en lo que estaba haciendo. Eduardo tragó saliva al observar un movimiento a su derecha por el rabillo del ojo. El joven de color, esposado de pies y manos, no salía de su estupor, parecía sumido en un estado catatónico, cabizbajo, como drogado. Pensó que tal vez lo estaba. Siguió mirando de soslayo, pese a obligarse a desviar la mirada del sacrificado. No podía permitirse ver asesinar a un pobre e inocente hombre. Sin embargo, estaba obligado a consentirlo, la vida de Gisela estaba en juego, así que se aferró al dicho «ojos que no ven corazón que no siente». Le pareció cruel por su parte tener un pensamiento tan trivial de algo tan horrible, pero no podía hacer nada por impedirlo. Una luz que brilló con poderío le hizo mirar abiertamente hacia el sacrificado. Un cuchillo de gran tamaño apareció asido por Sergio Nogués, quien rebanó el cuello al hombre de color con un movimiento rápido y preciso, sujetándole con la otra mano la escasa cabellera, inclinando a continuación su cuerpo hacia delante mientras la sangre manaba abundantemente, con fuerza, como un surtidor a presión. El chorro caía en el interior del cubo metálico, con un sonido estridente al principio, al golpear el metal con fuerza. Eduardo no pudo sofocar un alarido de espanto. Su cerebro no cumplió las órdenes establecidas y observó la escena al completo, con odiada atención, invadido por una inmovilidad total, incapaz de desviar la mirada. Cayó de rodillas al instante, desplomado, horrorizado, sollozando, gritando, maldiciendo, presa de unos sentimientos indescriptibles, que bien pudieran experimentarse al ingresar en el infierno. Su raciocinio quedó velado, desconectado, inmerso en un estado cercano a la inconsciencia, pero sin perder sus facultades físicas. Era como si estuviera drogado, como si su cuerpo y su mente se hubieran fraccionado. No reaccionaba ante los gritos de su abuelo, que los oía en la lejanía, a mil kilómetros de distancia.

—¡Eduardo, tienes que seguir con el ritual ahora! No podemos esperar, ¡el padre Agustí debe continuar! —exigió a voz en grito.

Eduardo, sin embargo, seguía completamente abatido, con repentinas arcadas entre múltiples sollozos, ajeno a las palabras de Nicolau. Este le zarandeó mientras gritaba su nombre, pareciendo devolverle a la realidad. Eduardo giró su cabeza y le miró, con los ojos anegados en lágrimas y un rostro deformado por el espanto y la repulsión.

—Eres un monstruo —contestó en susurros Eduardo, sin fuerzas, como si una decena de flechas envenenadas se clavaran en su corazón. No podía creer que estuviera pasando de verdad. Pese a estar preparado para el homicidio, se vio superado ampliamente por los hechos; nadie en su sano juicio podía prepararse para soportar un acto tan cruel, tan bestial, tan inhumano.

—Debemos continuar con el ritual inmediatamente. Pronto deberás repetir las palabras del sacerdote —instó nuevamente Nicolau, con el rostro compungido.

Eduardo sintió ganas de mandarle a la mierda, de desafiarle.

—No voy a seguir con esto —dijo iracundo, sin pensar, solamente guiado por su cólera. Ya no recordaba el peligro que se cernía sobre Gisela. Su mente estaba turbada por una rabia y una ira que embargaba todo su ser.

Nicolau hizo un gesto a Cosmin, el cual desapareció de la estancia al instante. Eduardo se mantuvo en el suelo, derrotado, con espontáneos gemidos de dolor, con súbitas convulsiones a causa de las arcadas. En ese momento se sintió el hombre más despiadado del mundo. ¿Cómo había podido acceder a algo así? La imagen de su madre apareció nítida en su mente, con dedo acusador. Los sollozos se acentuaron, retumbando en cada rincón de la mazmorra. Mientras tanto, se llevaron el cuerpo inerte del hombre sacrificado, sin que Eduardo reparara en ello. Luego, el sacerdote cogió un pequeño cazo cilíndrico de metal con mango, provisto de un pico para verter líquido. Lo sumergió en el cubo y vertió la sangre en la copa de oro, dejándola en su lugar originario.

Los chillidos sacaron del trance a Eduardo, que se mantenía inmóvil a los pies de la tumba, literalmente tirado en el suelo. Dos guardaespaldas de su abuelo traían en volandas a Gisela. «Oh, no. Dios, no lo permitas». Eduardo volvió a la realidad tan súbitamente como anteriormente se había desvanecido, poniéndose de pie de un salto y acudiendo en su ayuda con una determinación del más digno combatiente. Cosmin le agarró por sorpresa y le redujo con facilidad. A pesar de su furia y su ira, parecía una marioneta en manos de aquel coloso. Sergio Nogués, a continuación, puso el cuchillo manchado de sangre en el cuello de Gisela.

—¡No! —gritó despavorido Eduardo, mientras Gisela comenzó a suplicar por su vida, dominada por el pánico.

—Si quieres que la chica siga con vida, deberás continuar el ritual —instó Nicolau con urgencia.

Eduardo miró a Sergio, el cual mantenía un semblante impertérrito, aunque el destello en su mirada indicaba claramente que no dudaría en degollarla si su jefe se lo ordenaba. Eduardo prorrumpió en una serie de maldiciones, sacudiéndose entre los poderosos brazos de Cosmin, como si el diablo se hubiera apoderado de su cuerpo, intentando zafarse a la desesperada. No lo consiguió. Poco a poco fue abandonándose a su desdicha, a las poderosas garras de su depredador.

—Eduardo, por favor, haz lo que te piden —suplicaba Gisela entre sollozos, una y otra vez.

Eduardo, horrorizado ante la idea de que el cuchillo segara la vida de Gisela, asintió ante una nueva orden de su abuelo, aparentemente preocupado por la demora del ritual. Se colocó frente al sepulcro, con el folio arrugado nuevamente en su mano, dispuesto a acatar los deseos de su abuelo. Ya había pasado lo peor, ahora leería en voz alta aquellas malditas frases y todo habría acabado, se dijo buscando una calma que no sentía. El padre Agustí le pidió que se arrodillara. Después continuó con su retahíla, acercándose hasta la tumba e introduciendo los dedos en la copa de oro. A continuación el sacerdote esparció gotas de sangre sobre los espacios libres de velas de la losa. Lo repitió dos veces más, recitando continuamente en un rumano de la Edad Media, evocando al alma de Vlad. Después le entregó la copa a Eduardo y le pidió que repitiera sus palabras, las cuales aparecían en el folio. Eduardo asió la copa y comprobó que estaba llena de un líquido color carmesí. Al no percatarse de que el sacerdote la había llenado con la sangre del sacrificado, pensó que sería vino. Por nada del mundo podría imaginar que la copa contendría sangre humana, y menos encontrándose en semejante estado de estupefacción. Con voz queda repitió las palabras que tenía impresa en la chuleta, rezando al compás del maestro de ceremonias. Una vez concluida esta tarea, el padre Agustí le pidió que bebiera de la copa. Eduardo accedió sin vacilar. Todavía retumbaban en su mente las súplicas de Gisela, con el enorme cuchillo a punto de acabar con su preciosa vida. Haría lo que fuera por ella, estaba locamente enamorado de su diosa. Tras un sorbo, el sacerdote cogió la copa y, mojando los dedos en su interior, dibujó la cruz en la frente del descendiente directo de Vlad Draculea. La sangre corrió tímidamente por su frente hasta detenerse en las cejas, aunque una gota bajó vacilante por su nariz. El sacerdote volvió a depositar la copa en el lugar predeterminado, por primera vez en un silencio total, retomando seguidamente el incansable retumbar de palabras inconexas para Eduardo, aunque su mente estaba demasiado turbada para concentrarse en el sacerdote. Eduardo tenía la mirada perdida, vacía, desprovista de vida. En ese momento comenzó a percibir una sensación extraña en su ser. Era algo que no podía calibrar, que no podía explicar, pero que comenzaba a trepar por el interior de su cuerpo. Tras unos momentos de confusión, dedujo que una especie de poder sobrenatural emanaba de la tumba, pudiendo palparlo en el ambiente, penetrando en su cuerpo. Todas las alarmas saltaron dentro de él, recordando las palabras de Nicolau que aseguraban que el elegido acogería al alma de Vlad en su cuerpo, fundiéndose ambas. Un pavor descomunal se adueñó de él ante esta posibilidad, pese a su escepticismo. ¿Y si realmente ocurría? «Dios bendito, ayúdame. Por favor», suplicó para sus adentros. Rezó para que todo fuera producto de su imaginación. Tal vez todos esos momentos de tensión y aflicción vividos en las catacumbas del castillo le estaban pasando factura. Se obligó a convencerse de ello. Pero habían sido demasiado nítidas las sensaciones que le embargaron durante unos momentos. No obstante, se percató de que ese supuesto poder sobrenatural había cesado, se había evaporado totalmente. Alarmado, se miró el cuerpo, las manos, dedicando unos segundos a cerciorarse de que seguía siendo él, de que no estaba dominado por otro ser, por otra alma, algo que corroboró tras unos segundos de minucioso autochequeo. Nada había cambiado en su ser, ni interior ni exteriormente. Resopló aliviado, y consternado a la vez por haber creído en algo tan estúpido. Pero no era momento para reprocharse nada, había vivido un infierno, y todavía no había acabado. Ahora debía asegurarse de que su abuelo cumplía con su palabra, y les dejaba a él y a su gran amor en libertad. Temió por la vida de Gisela, su abuelo era capaz de cualquier cosa, se lo había demostrado con creces.

Parecía haber terminado la ceremonia, al adoptar por fin silencio aquel incansable sacerdote en una demostración de superación de sus cuerdas vocales. Se incorporó mirando a ambos lados. Se sorprendió al verse observado por todos, con sus miradas fijas en él, como si acabaran de ver a un extraterrestre. Sobresaltado, volvió a mirarse con el corazón en un puño, pero no vio nada raro. ¿Por qué demonios le miraban así? Incluso Gisela le dedicaba una mirada inquisitiva. Se percató, incrédulo, de que Gisela se había liberado de sus opresores, pero se mantenía inmóvil, concentrada en él, con el semblante recompuesto y un destello en sus ojos que evidenciaban excitación. El miedo y la aflicción habían desaparecido de repente de ella, era como si el mundo a su alrededor hubiera cambiado. ¿Tendría algo que ver lo que había experimentado al final del ritual? Finalmente, parecieron regresar al mundo de los vivos, como si hubieran pulsado el botón de reproducción tras haberlo pausado.

—Eduardo, ¿qué has experimentado? —inquirió Nicolau una vez que llegó a su lado, con evidente excitación, la misma que parecía sentir Gisela. Ansiaba saber si finalmente su nieto era el elegido, si el alma de Vlad había resucitado en el cuerpo de Eduardo tras más de cinco siglos de anhelante espera.

Eduardo no podía desviar la mirada de Gisela. ¿Por qué no la retenían contra su voluntad? ¿Por qué no escapaba? ¿Por qué demonios le miraba de esa forma?

—Gisela, ¿qué te han hecho? —preguntó Eduardo con un hilo de voz, sin prestar atención a Nicolau, que esperaba respuestas.

El rostro de Gisela se demudó al instante, bajando la cabeza.

—Lo siento, Eduardo, no soy quien crees. En realidad me llamo Mireia, y soy hermanastra de tu madre —anunció con voz trémula, un tanto avergonzada.

Eduardo, tras unos segundos de incredulidad y con el ceño fruncido, sintió que su sentido común se rompía en mil pedazos contra el suelo, que todo su mundo se desvanecía entre tinieblas, que el aire se hacía tan denso que le costaba respirar, hasta que perdió la consciencia invadido por una profusión de pensamientos incoherentes, incapaz de hilvanarlos, como retazos de miles de rompecabezas.