CAPÍTULO 33
Zaragoza
El día en el hotel transcurría tranquilo, monótono, como era habitual entre semana. Sin embargo, Jorge Salas no experimentaba serenidad. Se sentía embargado por una angustia que le estaba resquebrajando el alma, un tormento conspirador que le hacía difícil su existencia. Ya habían transcurrido cinco largos días desde que su mejor amigo había sido declarado desaparecido, sin atisbar el más mínimo avance en su búsqueda. Cuatro días atrás fue informado de esta trágica noticia por un amigo común, que lo había leído en la prensa. Jorge, después de una primera reacción un tanto perpleja, creyó que el suelo bajo sus pies desaparecía y se veía abocado a una caída libre de indefinible altitud pero de mortal consecuencia. Cogió rápidamente su teléfono móvil y probó sin fortuna encontrar línea en el móvil de Eduardo. La ansiedad le devoró por momentos, y el horror se plasmó nítidamente en un pensamiento: Drácula era el culpable. Un terror indescriptible se apoderó de él, arrebatándole todo el sentido común, prorrumpiendo en una sucesión de gemidos y movimientos espasmódicos durante unos momentos. Otra vez su peor pesadilla se reproducía en la vida real para torturarle. Se veía incapaz de dominarse ante las aterradoras imágenes que se reproducían en su mente. En cuanto pudo controlarse medianamente, todavía arrastrando los síntomas de su fobia, llamó a la Policía para informarles de lo que sabía al respecto. Debía avisarles de que el mismísimo conde Drácula estaba detrás de la desaparición de su amigo, al que posiblemente habría convertido en vampiro. Se retractó en decir lo que pensaba, le tratarían de loco, pero recalcó incansable, sobre todo una vez cara a cara con los agentes que requirieron su presencia, sus sospechas sobre Nicolau Medina, dejando claro al agente al mando de la Policía Nacional de Zaragoza que él era el culpable. Sin embargo, hasta el momento, seguían en una desesperante nulidad de avances en el caso.
Unos golpes en la puerta de su despacho le hicieron saltar de su asiento, tan absorto como estaba en sus pensamientos. Seguidamente se abrió la puerta y un hombre desconocido vaciló en el umbral.
—¿Jorge Salas? —preguntó con semblante jovial.
—Sí, soy yo. ¿Quién es usted? —Jorge lo miró un instante. Iba bien vestido, elegantemente, con el pelo corto engominado. Tendría unos treinta y cinco años. Pensó que sería algún cliente importante. Tenía un porte imponente, siendo alto y delgado, con una perilla que realzaba su atractivo físico.
—Me llamo Javier Gimeno, soy inspector de Policía, y estoy al mando de la operación policial en Zaragoza en la búsqueda de su amigo. ¿Tiene un momento? Me gustaría hablar con usted.
—Oh, ¡por supuesto! —Jorge reaccionó con súbito interés. No deseaba otra cosa en estos instantes que informar nuevamente de sus sospechas a un agente más receptivo—. Adelante, por favor, siéntese.
—Gracias. —Javier cerró la puerta tras de sí y se sentó frente a él, en una silla que invitaba a la comodidad.
—¿Le han encontrado ya? —preguntó presa de una exaltación repentina, al suponer esta posibilidad.
—No, todavía no. Sé que usted habló con mis compañeros sobre el tema. Pude hojear el informe, pero me gustaría escucharle en persona. La verdad es que estamos un poco desconcertados. Han desaparecido por arte de magia. La Policía Foral de Navarra anda como loca. Ya son cuatro desaparecidos en menos de dos semanas, y no hay ni rastro de ellos.
Jorge sintió como si un puñado de brasas incandescentes brotaran de su estómago a través del esófago. No había desaparecido por arte de magia, sino por arte del diablo. Se apresuró a compartir sus sospechas.
—Como ya les dije a sus compañeros, tengo sospechas de que el culpable sea su abuelo, ese tal Nicolau Medina. Estoy seguro. La pareja de turistas que desaparecieron anteriormente fue vista por última vez en ese siniestro castillo, donde pasaron la noche. En blanco y en botella…
—Sí, sabemos ese hecho tan revelador, que fue comunicado precisamente por Nicolau. Sin embargo, hemos registrado el castillo y su mansión en Barcelona y no hemos encontrado ni el más mínimo indicio de culpabilidad.
—Pero habrán encontrado sus huellas dactilares… —repuso Jorge con los ojos desorbitado.
—Sí, las hemos encontrado en el castillo, pero eso no prueba nada. Sabemos que Eduardo estuvo allí en más de una ocasión, como usted mismo reveló a mis compañeros. Sin embargo, no hemos encontrado huellas del otro desaparecido, Eder Beramendi, lo cual es extraño. ¿Usted le conocía?
—¿A Eder? No, y Eduardo nunca me habló de él. Lo cual me resulta un tanto raro. No teníamos secretos. —También pensaba que podría haber gato encerrado con ese tal Eder. Pero ¿el qué? No podía entender el significado de que le ocultara la amistad con ese hombre, sobre todo después de que, como le habían informado la policía de manera rotunda, habían visitado juntos el castillo unos nueve días antes de darles por desaparecidos.
Javier Gimeno se mantenía impertérrito, con una mirada inquisitiva y perspicaz, concentrado en cada letra que de la boca de su interlocutor emanaba.
—Usted le dijo a mis compañeros que su amigo registró el castillo con anterioridad.
—Sí, así es. Sospechaba que su abuelo tenía algo que ver con las desapariciones de los turistas, aunque no lo confesó tan expresamente.
—Usted, sin embargo, no lo dudó.
—Bueno, registró el castillo. ¿Para qué iba a hacerlo si no?
—Sin embargo su amigo no encontró nada… —aseguró el agente.
—Así es. Es evidente que posee otro escondrijo —confirmó Jorge, con severidad.
—Puede ser. Estamos trabajando para averiguarlo. —Javier se tomó unos segundos, repasando unas anotaciones en su libreta—. ¿Qué sabe de Nicolau? —Su mirada, entornada, retornó a su interlocutor.
—Que es descendiente directo de Vlad Drácula —confesó con tono poderoso, haciéndose oír claramente. Para él esa afirmación ya era prueba suficiente para culpabilizarle de las desapariciones.
—Esto es algo que no hemos podido confirmar. No hay ningún archivo que dilucide tal afirmación. De todos modos, Nicolau lo desmiente categóricamente.
—Es algo lógico. No pretenderán que confiese tal información —aseguró muy convencido. Nicolau debía ocultar el secreto, preservar su inocencia. Confesarlo sería atribuirse las desapariciones y quién sabe qué más. Allí vivía el puto conde Drácula. Se estremeció al pensarlo.
—No creo que fuera importante esa información. Aquel personaje al que usted se refiere vivió en la Edad Media, y aunque me consta que fuese sanguinario, eso no significaría nada. A no ser que crea usted en vampiros —inquirió sarcásticamente Javier.
Jorge carraspeó avergonzado y se removió en su asiento, incómodo. Ese convencimiento vendaba los ojos de su racionalidad, dejándole en evidencia como un estúpido. Debía tener cuidado con sus comentarios.
—Aparte de ese hecho —continuó el agente—, ¿sabe algo más sobre él?
—Sé que la madre de Eduardo huyó de Nicolau Medina al cumplir la mayoría de edad, y que no dejó que se acercara a su nueva familia nunca. También hizo jurarle a Eduardo que, tras su muerte, rehuiría de Nicolau para el resto de su vida. —Para él eran pruebas evidentes de que aquel hombre era malvado, perverso. ¿Qué más necesitaban para acusarle y encarcelarle, para arrancarle la confesión de sus horribles actos? Sabía que podía estar un tanto influenciado por su fobia, pero quedaba patente que había varios datos que hacían levantar sospechas en torno a la figura de Nicolau Medina.
—Juramento que, por lo visto, no cumplió…
—No. Yo mismo le animé a conocer a su abuelo, por desgracia. No tenía ni la más remota idea de quién era en realidad. —No prosiguió por miedo a volver a parecer un completo idiota.
—En esas visitas al castillo, ¿le contó algo… no sé, algo que resultara extraño o inquietante?
—No…, la verdad es que no. —Jorge exprimió sus recuerdos en busca de algún dato esclarecedor, pero no halló nada. Que él recordase, su amigo no comentó nada que pudiera poner en tela de juicio a Nicolau.
Javier Gimeno, inspector del grupo de homicidios perteneciente a la Policía Nacional de Zaragoza, necesitaba algún dato esclarecedor para unir las piezas del rompecabezas. Parecía evidente que Nicolau Medina estaba relacionado con las cuatro desapariciones en la comarca de Olarral, pero hasta el momento no conseguían obtener pruebas. Javier y su equipo se encargaban de investigar la desaparición de Eduardo Laborda, colaborando codo con codo con la Policía Foral de Navarra, encargada del caso. Hasta el momento se mantenía sereno, sin dejar que la frustración o el nerviosismo enturbiaran su trabajo. Debía estar despierto y atento a cualquier nimiedad que a la postre podría ser definitiva y crucial para resolver el caso. Pero la realidad era, pese a tener a un posible sospechoso, que estaban tan perdidos como el presidente del Gobierno trabajando de jornalero y no ganando más de mil euros mensuales.
—¿Todavía no han descifrado el significado de que estuviera su coche en un lugar tan apartado? —preguntó incrédulo Jorge. Hacía unos días habían encontrado el Seat Ibiza de Eduardo a unos veinte kilómetros al sur de Olarral, en un camino sin aparente destino alguno.
—No. Creemos que sus raptores lo dejaron allí para despistarnos. Hemos rastreado la zona sin encontrar ni rastro de Eduardo.
Jorge Salas bajó la cabeza apesadumbrado. Tenían esperanzas de encontrar el coche de Eduardo para que les guiara hasta él, pero finalmente no había sido así. Estaba claro que su abuelo había dejado el coche allí a propósito, después de morderle en la yugular y convertirle en vampiro. Un escalofrío le inundó por completo.
—Hábleme de esa amante…, Gisela —continuó el agente.
—No sé quién es. Como ya informé a sus compañeros, tan sólo sé su nombre y que llegó huyendo de Figueres de un novio con el que había cortado recientemente. No sé nada más. Ni siquiera la vi —contestó con resignación.
—Al parecer, también ha desaparecido. Hemos puesto anuncios en la prensa, por las calles y en internet para que preste declaración y nos ayude a encontrarle, pero no ha dado señales de vida. Hemos estado investigando en los lugares públicos donde se veían alguna vez y en la tienda de informática que posee Eduardo para que nos ayudaran a crear un retrato robot. La verdad es que no ha sido de gran ayuda, porque una vez cotejado la base de datos de reconocimiento facial, no hemos podido identificarla. —No pudo ocultar su decepción. No había manera de avanzar en el caso. No desestimaban que ella pudiera estar implicada en las desapariciones, no debían obviar ninguna posibilidad. El caso estaba tomando una magnitud que comenzaba a preocuparle sobremanera.
Jorge Salas no podía quitarse el horror que le embargaba. Llevaba noches donde apenas dormía, envuelto en pesadillas sobre Drácula, incluso en una de ellas era atacado por Eduardo, el cual le dejaba sin una gota de sangre. Por otro lado, la aflicción por no saber cómo se encontraría su amigo era devastadora. Se preguntaba si estaría vivo, si estaría muerto, si volvería a verle. No podía abandonar aquellos torturadores pensamientos, no podía soportar más esa traumática situación.
—Deben sonsacar la información a Nicolau —propuso Jorge a bocajarro—, él es el culpable, deben rescatar a mi amigo cuanto antes de donde quiera que esté, si no será demasiado tarde. Deben hacer hablar a ese maldito monstruo —exigió enfurecido, fuera de sí.
—No es tan fácil, se lo aseguro. Hacemos lo que podemos. Comprendo cómo se siente, pero él tiene sus derechos y, pese a que pueda parecer culpable de las desapariciones, no hemos encontrado ni el más nimio detalle que lo confirme. Está tan limpio como cualquier otro ciudadano.
Jorge deseó gritar con todas sus fuerzas, se sentía impotente, con el corazón roto en mil pedazos. Debería visitar a un loquero si no quería acabar en un psiquiátrico.
—Bueno, creo que es todo —anunció el agente levantándose de la silla. Le tendió la mano, la estrecharon en un fuerte apretón y se marchó con gesto contrito. No soportaba ver sufrir a nadie por «su» culpa, por no conseguir resolver el caso. Se marchó con determinación, decidido y convencido en encontrar los indicios o pruebas concluyentes que desenmascararan al culpable.