CAPÍTULO 32

—Aunque no te lo haya dicho aún, te agradezco que cedieras a su petición y me salvaras la vida —agradeció Gisela, inmersos en una afable conversación.

Eduardo, de pie frente a ella, con una manta rodeando todo su frío cuerpo, experimentó una alegría súbita en su corazón. Después de cinco días confinados en ese lugar tan detestable y tenebroso, privados de su libertad, por fin escuchaba palabras de agradecimiento, mostrándose incluso cariñosa. Parecía reponerse del duro golpe sufrido, y parecía olvidar el día crucis de la discusión. Era otra Gisela, la de siempre.

—Sabes que te quiero muchísimo —aseguró emocionado Eduardo—. No dejaré que te hagan daño…

Gisela sonrió desde su posición, sentada en la cama con una infinidad de mantas cubriéndola. No era capaz de quitarse el frío.

—Espero que en medio de la ceremonia no te arrepientas y desafíes a tu abuelo —inquirió Gisela sin dejar de sonreír. El gesto cambió repentinamente—. Estoy convencida de que serían capaces de matarme si te negaras. —Bajó la cabeza, horrorizada ante tal posibilidad.

—Te prometo que cumpliré las órdenes de mi abuelo a rajatabla. Daría mi vida por ti… —dejó escapar en susurros, con el corazón en la mano, henchido de amor.

¿Cómo iba a dejar vendida a su amor, una mujer que había puesto patas arriba todas sus creencias, una mujer que había llegado más lejos de lo que ninguna otra podría llegar en diez vidas? Una mujer de otra galaxia, impregnada con una belleza capaz de enamorar a los dioses; incluso a él. Por nada del mundo se permitiría que le hicieran daño. Antes yacería junto a los restos de Vlad durante días. Un escalofrío le inundó repentinamente, tal vez había pecado en exceso de bravuconería. Esto le hizo reflexionar, una vez más, sobre el procedimiento del ritual. No sabía absolutamente nada, a excepción del macabro detalle del asesinato de una persona, por mucho que su abuelo lo catalogara con distinto nombre. ¿Todavía habría alguna sorpresa más? Esperó que no, ya era suficiente. Tendría que armarse de valor para continuar con la ceremonia una vez sacrificaran a aquel pobre hombre. Por el contrario, lo que menos le preocupaba eran las consecuencias que desataría el ritual: ni se le pasaba por su imaginación que lograran despertar el alma de Vlad y se impregnaran de su fuerza, y menos todavía que pudiera albergarla en su interior. Tenía la certeza de que no ocurriría nada, absolutamente nada. Lo que le traía de cabeza era el papel que debería desempeñar durante la ceremonia. Su desconocimiento le embargaba de nerviosismo. Pero había algo a lo que no quería dar credibilidad, un pensamiento que anteriormente le desgarró el alma.

—¿De verdad que darías la vida por mí? —preguntó divertida, sacándole de su ensimismamiento—. ¿Tanto me quieres?

—Lo sabes muy bien. Aunque creo que tú no tanto… —contestó maliciosamente. Quería explorar terreno pantanoso.

El semblante de Gisela se tornó serio.

—No me hagas recordar aquella desagradable noche. Te pusiste insoportable con tu ataque de celos… —reprochó con mirada acerada.

—Lo sé, y te pido disculpas por enésima vez. Tal vez estoy enamorado de ti… —dijo con voz queda, con un rictus muy serio.

Gisela clavó sus preciosos y grandes ojos azules en Eduardo, haciendo apartar la mirada a este.

—No es momento ni lugar para decir ese tipo de cosas —dijo con voz queda, cabizbaja.

Gisela tenía razón. No era el lugar adecuado para hablar de ello, de hecho, no era el lugar adecuado para nada, ni para descansar eternamente. Se estremeció al imaginarse su tumba junto al sepulcro de aquel malnacido que sembrara el horror durante la Edad Media. Ya habría tiempo para declararle su amor, para enamorarla, para luchar por su corazón.

No pudo apartar aquel maldito recuerdo de su mente. Otra vez volvía para torturarle. Había meditado concienzudamente sobre ese tema, pero no conseguía ver la luz, y las sombras que se cernían sobre él eran aterradoras. Su mente conjeturaba con el futuro de su amada una vez terminado el ritual, cuando ya fuera del todo innecesaria para los propósitos de su perverso abuelo. ¿Qué planes tendría para ella? Era una testigo potencial de sus horribles actos, la cual podría desenmascarar todo su imperio. Este hecho le dejaba sin aire, como si se encontrara bajo el agua. Sentía la necesidad de compartir este pensamiento con ella, pero no quería asustarla. Él, sin embargo, no cesaba en suposiciones. ¿La dejarían marchar sin más, sabiendo que podría denunciarles? Tal vez la amenazaran para el resto de su vida, lo cual sería la mejor posibilidad que había conseguido deducir. Él sólo adivinaba la muerte como otra posibilidad. Recordó a Eder. Estaba claro que no había acudido a la Policía a denunciar su desaparición, lo que dejaba esas dos mismas posibilidades que albergaba para Gisela. O le amenazaron con matarle si se iba de la lengua, o le habían matado ya. Cabía la posibilidad de que le mantuvieran retenido en otro lugar, aunque lo dudaba. Demasiado riesgo, se decía poniéndose en la situación de su abuelo. Debería hablar seriamente con su abuelo de ese tema, y asegurarse de que a Gisela no le ocurriría nada una vez terminada la ceremonia. Esto le tranquilizó, sintió su aflicción diluirse como azucarillo en una taza de café caliente. Eso haría, no dejaría a su querida Gisela desarmada bajo ningún concepto, abandonada a los caprichos o necesidades de un hombre sin escrúpulos.

Oyó cerrarse la puerta de acceso a la mazmorra. Imaginó que Daniel, el omnipresente guardaespaldas de su abuelo, traería la comida. La verdad es que hubiera jurado que era una hora más temprana. No obstante, se alegró de que las horas pasaran más deprisa, habituado a una desesperante lentitud en el paso del tiempo en el interior de aquella enorme jaula, como si trascurriera a cámara lenta, sin fuerza por avanzar en su habitual alegre discurrir, como si las manecillas del gran reloj del mundo estuvieran oxidadas.

—Hoy toca ducha caliente, señorito y señorita —anunció Daniel, divertido. Pese a su apariencia de matón, claramente potenciada por su arma, su trabajo y su imponente físico, podía entreverse una persona divertida y humilde, incluso buena, aunque esto último podría discutirse. Pero sí, ¿por qué no? Él cumplía con su trabajo, nada más. Por contra, posiblemente participara en los asesinatos que requería los rituales. No, no podía ser buena persona. Además, en estos días de encarcelamiento, le había suplicado por activa y por pasiva que les dejaran marchar, que eran presas de un demente, que estaban siendo humillados y maltratados por la perversión de su jefe. Las mil y una súplicas no hicieron mella en el guardaespaldas, aunque sí atisbó en él una sombra de duda, de tristeza, reconcomiéndole. No era tan malévolo como los otros. Sobre todo Cosmin, que siempre le había parecido una persona de la peor calaña. Este hacía buena pareja con su abuelo, dos asesinos inmisericordiosos que seguramente disfrutaban matando, como su «querido y bonachón» antepasado: Vlad el Empalador.

—Tú primero, Eduardo —le señaló con el dedo, complacido.

Eduardo tuvo deseos de saltar de alegría. Por fin podría darse una ducha, incluso cambiarse de ropa, después de cinco días sin siquiera lavarse las manos. Se daba asco a sí mismo, parecía un pordiosero, un vagabundo. Se imaginó con una capa de mugre cubriendo todo su cuerpo. Una mueca de repugnancia le deformó la cara. Por otro lado, se deleitó ante la idea de que su cuerpo se caldeara y abandonara por unos momentos su gélida temperatura corporal, con el agua caliente deslizándose por todo su cuerpo. «Dios, qué placer», se dijo con sublime regodeo con el mero hecho de imaginarse la escena. A veces no nos damos cuenta de las pequeñas cosas que poseemos, no dándole la importancia que verdaderamente tienen, que es enorme, incluso la que puede parecer más ínfima, como un simple baño de agua caliente.

Daniel Cervera abrió la puerta de su celda, sin dejar de encañonarle, con una mirada en la que podía leerse una advertencia: no hagas estupideces o me veré obligado a disparar.

Eduardo dejó la manta que cubría su cuerpo y se encaminó con paso decidido. Daniel se apartó para que él marchara delante. Eduardo caminaba insultante, como un rey sobre una alfombra roja ante una multitud de miradas de admiración. Por fin una pequeña tregua a su inhumano confinamiento. Miró a Gisela al pasar a su lado con una sonrisa de oreja a oreja, diciéndole adiós con la mano. Ella le sonrió y le sacó la lengua burlonamente. Accedió al corredor, con Daniel siguiendo sus pasos a una prudencial distancia. La luz de los candelabros iluminaba con suficiencia el pasadizo, dotándole de una imagen diferente a la que recordaba. La oscuridad con la que lo recorriera la última vez todavía le producía escalofríos con sólo recordarlo. Era largo, estrecho y bajo, y como no se diera prisa se congelaría antes de subir las escaleras. Sin el abrigo de la manta se vio totalmente indefenso ante el frío y la humedad que tan fervorosamente se adherían a su cuerpo. Pasó por delante del corredor que bifurcaba hacia el sepulcro de su antepasado, dirigiendo una mirada desinteresada. Siguió avanzando con rapidez, con el eco de sus pasos y el de su celador resonando con fuerza en el claustrofóbico pasadizo. No hacía falta girarse para saber que estaba allí, con el arma en la mano, no dejando opciones a una posible fuga. Esta posibilidad ya había circulado por su mente con anterioridad. Su instinto de supervivencia hizo plantearse las opciones de huida, sobre todo en los momentos más desesperantes a lo largo de esos cinco días que llevaba retenido. Existía una posibilidad real, un ataque que le podría reportar la libertad. Había meditado sobre ello largo y tendido, concentrado en recrear la escena en su mente, madurando las alternativas y las posibles consecuencias. El momento perfecto era cuando Daniel se adentraba en su celda. En una de sus múltiples visitas podía esperar a un pequeño descuido por su parte para saltar sobre él y reducirle. Pese a que siempre accedía a la celda sin dejar de encañonarle, tenía la seguridad de que no le dispararía, era demasiado valioso para su abuelo como para que Daniel pudiera arriesgarse a matarle. Eso le daría una mínima ventaja para abalanzarse sobre él sin recibir un disparo. Después sería una lucha cuerpo a cuerpo, en la que esperaba que el factor sorpresa también le diera ventaja. Una vez reducido, sería tarea fácil encerrarle allí y huir con su gran amor. En su mente lo había recreado multitud de veces, saliendo vencedor en muchas de ellas. Pero la realidad y el sentido común le hacían retractarse. Podría apretar el gatillo inconscientemente al atacarle, algo a lo que no podía arriesgarse. También sabía que, aunque no apretara el gatillo, él era un hombre preparado para situaciones así, todo lo contrario que él, que ni siquiera de niño tuvo una pelea. Se vio indefenso ante el fornido cuerpo de Daniel, aderezado con unas anchas espaldas que le conferían una imagen de poderío físico indestructible. Recordó qué fácilmente le redujo Cosmin cuando lo atacó por sorpresa. Se avergonzó al recordarlo: pareció un niño luchando contra un adulto. No duraría ni segundos en las manazas de Daniel. Por lo que desestimó arriesgarse a recibir una bala por nada. No merecía la pena, sabiendo que regresaría a su vida tranquila una vez acabara aquella pesadilla.

Comenzó a ascender las escaleras, con un sabor agradable en su boca. Era el sabor de la libertad, que empezaba a sentirla con fuerza al atisbar la puerta de salida de esas horribles catacumbas. Esa sensación le embargó y le turbó el pensamiento. La idea de ser libre era demasiado poderosa para abandonarse a la realidad, para aceptar que no era más que una ilusión, que era producto de su imaginación. Los latidos del corazón comenzaron a retumbarle por todo su cuerpo, como si un amplificador los intensificara. La idea de fugarse se abrió paso con decisión en su mente. Estaba tan cerca del mundo real, de su salvación. Sólo debía deshacerse de esa sombra armada para volver a ser libre. Sabía que su abuelo no estaba, y posiblemente estuviera Daniel solo en el castillo. Podría salir de la fortificación corriendo, pedir auxilio antes de que reaccionara su celador. Pero necesitaba unos metros de ventaja. Avanzando por las escaleras se le ocurrió que era el lugar idóneo para deshacerse de él durante el tiempo suficiente como para salir a la carrera y cruzar los muros sin ser alcanzado. Sólo debía empujarle escaleras abajo. Incluso, teniendo suerte, se retorcería el pescuezo. Sí, era una buena idea. Rodaría unos cuantos metros por la escalera, los suficientes para que él saliera huyendo despavorido, descendiendo a la carrera la ladera pidiendo ayuda. Después regresaría escoltado al rescate de su diosa. La cuestión era cómo conseguirlo. Daniel se mantenía apartado, no sería una tarea fácil sorprenderle.

Cuando Eduardo llegó a la puerta secreta ya tenía claro cómo hacerlo. La idea surgió de improvisto, repentina y fugaz, con una claridad embriagadora. Al pararse ante la puerta, Daniel se acercaría imprudentemente, momento propicio para asestarle una patada de karateka, o más bien una coz de mula endemoniada. Tal y como había previsto, al llegar a la puerta secreta, Daniel se acercó peligrosamente, deteniéndose dos escalones más abajo, ordenándole que la abriera. Eduardo, de espaldas a él, se dispuso a accionar los tres mecanismos del cierre. Asentó la pierna izquierda firmemente en el suelo, mientras la otra la dejó ligeramente en el aire. Se inclinó levemente hacia delante, apoyando ambas manos en la puerta, discretamente disimuladas en la acción de querer abrir la puerta. Reunió todas las fuerzas posibles en la pierna derecha y se concentró para no fallar. Sin pensárselo dos veces, dominado por la adrenalina, le soltó una coz descomunal, golpeando fuertemente su pecho. Daniel, sin tiempo si quiera a reaccionar, salió disparado hacia atrás, cayendo de espaldas sobre los peldaños en un ruido sordo al que acompañó unos gemidos sofocados. Eduardo, observando su caída y su posterior descenso vertiginoso por las escaleras, como si fuera un balón deforme y gigantesco, accionó el mecanismo y salió corriendo a toda mecha. La adrenalina fluía generosa, corriendo por sus venas en una simbiosis perfecta. Necesitaba correr más rápido que el viento si no quería verse alcanzado antes de la meta. No podía arriesgarse a conjeturar si Daniel estaría malherido y, por lo tanto, incapaz de perseguirle. Él debía correr y correr, sin pensar en nada más.

Atravesó la sala de espera como un relámpago, con el miedo incrustado en su cuerpo y la esperanza de verse libre nuevamente. Irrumpió en el vestíbulo y el impecable mármol del suelo le hizo patinar en su deseo de detenerse para abrir la puerta de entrada al castillo y escapar de la morada del diablo, cerca ya de su meta. El resbaladizo suelo le hizo darse de bruces contra la puerta, perdiendo el equilibrio y cayendo al suelo de espaldas. La ansiedad y el miedo le envolvieron sin piedad, gimiendo de puro terror. Miró en dirección a la sala de espera, horrorizado ante la posible llegada de su captor. De momento no aparecía. Se levantó de un salto y accionó el pomo, tirando con fuerza a continuación. Ante su desesperación, la puerta no cedió. Repitió varias veces la acción, desenfrenadamente, como poseído por un demonio, emitiendo sonidos guturales. Nada, la puerta no se abría. Estaba cerrada con llave. Maldijo hasta en hebreo. ¿Para qué demonios cerraban con llave una puerta que desde su exterior prescindía de pomo? ¿Tal vez para anular una posible fuga? Muy listo. Desató toda su furia mentalmente en la familia de Daniel, no olvidándose de ningún pariente posible. Se giró nuevamente presa de un pavor que le hizo llorar tímidamente. ¿Qué podía hacer? No tenía escapatoria. Su mente sólo pensaba en correr, en escapar de su celador. Miró a su derredor, indeciso, aterrado. No podía quedarse allí parado, en cualquier momento aparecería Daniel, y nada contento con su actitud. Dudó en subir a la primera planta. ¿Para qué? Entonces, ¿correr hacia dónde? Decidió adentrarse en la cocina y abastecerse de un arma con la que poder defenderse. Corrió desesperado y asió un gran cuchillo jamonero. Podría cortarle en finos filetes con una simple insinuación. Ahora necesitaba una buena ubicación para el ataque. Con la respiración acelerada, pensó que el mejor sitio era colocarse al lado de la puerta, la cual se abría hacia dentro, pudiendo esconderse detrás, preparado para clavar la estocada. Sin tiempo que perder avanzó hacia su ideada posición, a la vez que escuchó pasos acercándose. Daniel se acercaba, dispuesto a darle una lección, y a volver a encerrarle en esas asquerosas celdas, en el submundo.

Los pasos resonaron con más fuerza sobre el mármol. Podía sentirlos muy cerca. Estaba en el vestíbulo. Sin embargo, el sonido de sus zapatos le tenía un tanto desconcertado. Algo había en ellos que no cuadraba, como si caminara a cuatro patas. Tal vez estaba malherido y cojeaba, o algo así. Poco tardó en averiguarlo. Una voz resonó poderosa, taladrando sus tímpanos:

—¡Eduardo! —gritó una voz aterrada. Era Gisela.

Ahora comprendía su anterior confusión con el sonido de los pasos. Eran cuatro zapatos. Daniel y Gisela. No cabía otra opción.

—¡Eduardo! —exclamó ahora Daniel—. ¡Tengo a Gisela a mi lado, y juro que la mataré si no sales de tu madriguera ahora mismo! —gritó para que le escuchara con claridad. Daniel no sabía que estaba tan cerca.

Eduardo creyó desmayarse, sintió unas ganas locas de llorar, incluso de clavarse el maldito cuchillo jamonero en el corazón. Todo su plan se había ido al traste en cuestión de segundos. Ni por un instante pensó en la posibilidad de que Daniel usara a Gisela para ganarle la partida. No era un buen jugador de ajedrez, aunque, para ser justos, estaba en una situación alarmante, desesperada, lo que hacía velar la capacidad cerebral.

Estaba acorralado, todas sus opciones habían desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. No podía poner en peligro a Gisela, además, la idea de atacarle por sorpresa se había ido al cuerno, ya que Daniel la mantendría aferrada, encañonándola continuamente. Maldijo su poca fortuna, su nula fortuna para ser más realistas. Ahora los remordimientos y el arrepentimiento se abrían camino en sus sentimientos. Había sido un estúpido por creer que podría escapar del castillo de los horrores. Ahora podía verse en peligro ante la furia y la venganza de Daniel. Pidió a todos los santos de este mundo que no se hubiera roto ningún hueso en la escalofriante caída por las escaleras.

—Si no te rindes ahora mismo, la mato —gritó Daniel, iracundo.

Eduardo, atemorizado, dejó el largo y afilado cuchillo encima de la mesa y se encaminó hacia la puerta. La abrió despacio, muy asustado. No sabía cómo reaccionaría el guardaespaldas después de su vil jugarreta. Vio a ambos en medio del vestíbulo, Daniel sujetando fuertemente por detrás a una aterrorizada Gisela, que lloraba quedamente, con el arma apoyada en su sien. El rostro de Daniel tenía abundante sangre, seguramente de alguna brecha en la cabeza. El golpe debió de ser brutal.

—Ya está, tranquilo —dijo con un hilo de voz—. Siento lo ocurrido, Daniel, de verdad. Estaba ciego por la libertad. Lo siento… —claudicó Eduardo.

—Serás hijo de perra —bramó iracundo, atravesándole con la mirada—. Debería matarte ahora mismo. Mejor aún, ¡darte una paliza como a un perro!

Eduardo se estremeció ante la rabia contenida de su celador.

—No puedes matarme, mi abuelo me necesita —suplicó con voz queda, aterrado.

Daniel cerró fuertemente su mandíbula, como cocodrilo que agarra su presa, seguramente reprimiendo su ira, su deseo de darle un escarmiento.

—¡Vamos, maldito bastardo, a tu celda! —ordenó Daniel—. Te has quedado sin ducha. Y me parece que te vas a quedar sin comer en todo el día, hijo de puta. No puedo tocarte, pero me las apañaré para que me lo pagues con creces. Casi me parto el cuello, maldito cabrón.

Eduardo obedeció sin rechistar, cabizbajo, totalmente arrepentido de su ingenuo acto, con un nudo en la boca del estómago ante las posibles consecuencias. Avanzó sin dejar de mirar de reojo a su furioso captor, temeroso por si le golpeaba a traición.