CAPÍTULO 30
Se despertó sobresaltado, envuelto en un sudor frío, con la respiración entrecortada. Una pesadilla había sido la culpable, aunque su actual situación no desmerecía en absoluto. Eduardo miró a su alrededor, tragando saliva compulsivamente. Por un fugaz momento había pensado que aquel espantoso episodio de su vida simplemente era una pesadilla más, pero comprobó descorazonado que nada más lejos de la realidad. Estaba encerrado en unas tenebrosas mazmorras. Un suspiro de lo más hondo de su ser salió al gélido ambiente, era una situación esperpéntica. No podía quitarse de la cabeza los acontecimientos del día de ayer, con su abuelo como protagonista. La desesperación seguía rasgando su tranquilidad, el desasosiego le mantenía en un estado tormentoso. No podía creer lo que le había ocurrido. Estaba cabreado consigo mismo, con el mundo entero. ¿Cómo podía sucederle algo así?, se preguntaba incesantemente, con los puños apretados y una mueca de rabia en su rostro. Estaba abocado a vivir una pesadilla donde no podría despertarse y sentir esa indescriptible sensación al descubrir que no era real, experimentando un alivio infinito. Afortunadamente con el paso de las horas fue convenciéndose de que no era tan horrible la situación. En cinco días acabaría su suplicio, volvería a ser libre una vez terminado el abominable ritual. Este recuerdo que le colmó de un poco de tranquilidad hacía unas horas, volvió a hacer un efecto embalsamador. Cambió de postura en su estrecho camastro, casi inmovilizado por el peso de las numerosas mantas que no terminaban de hacer su trabajo, sintiendo un leve frío que le mantenía encogido. Estudió la posibilidad de levantarse y caminar un poco en el interior de la celda, pero lo desestimó al instante. No quería abandonarse al frío y la humedad reinante en ese asqueroso lugar.
Había dormido un par de horas como mucho, se encontraba cansado y derrotado, con una jaqueca colosal. Cuando trajeran el desayuno pediría una aspirina. Miró al otro lado del enrejado, donde los candelabros seguían encendidos a petición propia, sin atisbar la mortecina luz que se filtraba por los conductos de ventilación. Todavía no había amanecido. La aspirina debería esperar. Su estómago también se quejaba vehemente, no había comido nada desde el desayuno del día anterior. Tanto la comida como la cena, que un guardaespaldas le trajo, no pudo probarla, estaba con un nudo en el estómago y sentía una aflicción mental y física abrumadora. Ahora estaba hambriento, esa tensa calma que sentía, tras convencerse de que no era una situación tan dramática pese a todo, le había abierto el apetito. Aunque era un convencimiento alterable fácilmente, algo lógico. Estaba encerrado en las catacumbas de un castillo, con el amor de su vida en esas mismas condiciones, amenazada de muerte, con un ritual abominable a la vuelta de la esquina. Pero lo que más le atormentaba era haber caído en la trampa de su perverso abuelo, algo de lo que ya le avisó suficientemente su madre, incluso haciéndole jurar, por activa y por pasiva en numerosas ocasiones, que rehuiría de su abuelo. Este pensamiento le corroía sin piedad, como un centenar de hormigas voraces. Cómo podía haber sido tan despreciable, rompiendo el juramento a su madre en el mismísimo lecho de muerte. Merecía todo lo que le estaba ocurriendo, sin duda alguna. Chasqueó la lengua y la desesperación volvió a asolarle, rodando lágrimas amargas por sus mejillas. Sollozó tímidamente, intentando que no fuera escuchado por Gisela, que parecía dormida en el interior de otra celda. Ahora podía conjeturar con mayor claridad en relación a la definitiva ruptura de su madre con su abuelo. Con toda seguridad su querida madre descubrió el diabólico ritual que su familia oficiaba anualmente, huyendo aterrada y consternada. Pero ¿por qué ocultárselo? ¿Por qué no simplemente confesarle la verdad, por horrible que esta fuera? No lo entendía. Tal vez simplemente prefirió no recordar aquellos escalofriantes momentos de su vida, o simplemente no quiso contarle algo tan ficticio, pudiendo llegar a pensar que creería que estaba loca. Pero no podía dejar de sentir cierto resquemor porque ella no confiara en él. Ella sabía perfectamente que ese monstruo acudiría a él para arrastrarle al ritual, a las buenas o las malas. Por lo que le había contado él, todo varón descendiente directo estaba obligado a hacer el ritual, a exponerse a la bendición del diablo —y no de Dios— para resucitar el alma de uno de los personajes más sanguinarios de la Historia. Era una leyenda antiquísima, a la que no le daba ninguna credibilidad. Era ciencia ficción, cuentos chinos, puro folclore semejante al que se contaba en aquellas tierras. Si los antepasados de Olarral supieran lo cerca que estuvieron de la realidad… El diablo habitaba en ese castillo, un diablo de carne y hueso, descendiente del verdadero diablo, Vlad Draculea. Ahora comprendía las desapariciones que habían originado esa leyenda. Sus antepasados habían debido abastecerse de un ser humano cada año para cumplir con el ritual. Eduardo negó con la cabeza repetidamente, horrorizado.
Echó otro vistazo ansioso al otro lado de los barrotes herrumbrosos. Seguía sin amanecer. Miró hacia el cuerpo inmóvil de Gisela, que no hacía ni el menor ruido. Parecía estar profundamente dormida. Le habían desprovisto del teléfono móvil, incluso del reloj de pulsera, y ahora se sentía perdido. Le ofuscaba no tener conciencia de la hora en la que vivía, aunque también le habían desprovisto de eso: de la vida. Pero tal vez por poco tiempo. La certeza de que su amigo Eder habría llamado a la Policía en el día de ayer al no recibir noticias suyas volvió a su mente con fuerza. Él intuiría que algo malo habría pasado, no dudando en cómo obrar. Además, él podría guiarlos hacia las catacumbas, sabía el acceso. Sólo era cuestión de horas. Pero esa convicción comenzaba a taladrar sus esperanzas. ¿Por qué no había acudido ya a su rescate? La policía hubiera actuado al instante. ¿Qué había hecho retener a Eder de una llamada de alarma en el día de ayer? ¿Por qué no había avisado todavía a la Policía? La angustia se apoderó de él. ¿Le habría ocurrido algo? Su mente comenzó a elucubrar sin cesar, sin límites racionales. ¿Y si su abuelo había ordenado retenerle en algún otro lugar? Sus esperanzas cayeron en pozo sin fondo. Repentinamente tuvo esa seguridad, una seguridad aplastante, endemoniada. Se removió en el camastro, con una aflicción que le hizo reprimir un grito de espanto. Sus escasas ilusiones por terminar cuanto antes con esa pesadilla se desvanecieron. Aunque también existía otra posibilidad: tenía la certeza de que acabarían dándole por desaparecido, la cuestión era cuándo. Su mejor amigo podría tardar un par de días en preocuparse, lo mismo que sus empleados. El problema era que dudaba en que consiguieran descubrirles, enterrados en un subterráneo que no existía para el ojo humano. Se esforzó por no perder los nervios, convenciéndose de que pasarían esos cinco días que restaban para el ritual de forma anodina, sin peligro ni amenaza alguna, y que una vez consumada la ceremonia sería libre otra vez. No debía temer nada. Sólo debía cumplir con su obligación por ser descendiente directo de Vlad Draculea y toparse con un malévolo demente que creía en una historia así. No culpó a los ingenuos antepasados pertenecientes a la Edad Media que creyeron en la resurrección del voivoda, velados por una desmesurada religión. Pero ahora, en pleno siglo XXI, no entendía que continuaran con algo tan despiadado e irreal.
El sonido sordo, lejano, al cerrarse la puerta de la mazmorra le sobresaltó, sacándole de su ensimismamiento. Comprobó que había amanecido, incorporándose de la cama con renovadas energías. Era una bendición romper con una noche tan tétrica y perturbadora, y ahuyentar el hambre que padecía. También ayudaría a templar el cuerpo, si es que el desayuno no desentonaba con las comidas que finalmente no probó en el día de ayer. Estaban bien atendidos pese a todo, tal y como prometió su abuelo.
Daniel Cervera apareció con dos bandejas humeantes. Era el único guardaespaldas que descendía allí desde su confinamiento. Dejó una bandeja en el suelo y se internó en la celda de Gisela, que pareció despertar. Depositó la bandeja en el suelo, apartado del camastro, vigilando cualquier movimiento de ella, con una pistola en una mano para posibles contratiempos. Gisela se mantuvo inmóvil y en silencio. Después cogió el balde con orina y defecaciones y se perdió de vista, no sin antes volver a cerrar la puerta enrejada de la celda.
—Buenos días, Gisela —saludó Eduardo con voz melosa. Ella, enfundada en un sinfín de mantas, giró la cabeza en su dirección. Sólo se asomaban sus ojos y su cabello.
—Buenos días, Eduardo —contestó con voz cansada—. Aquí hace un frío horrible —protestó con voz queda.
El deseo por parte de Eduardo de interesarse por su estado quedó interrumpido por el regreso de Daniel con el balde limpio, dejándolo donde estaba. Después hizo la misma operación con él, sin dejar de apuntarle con su arma. Eduardo se mantuvo sentado, no tenía intención de jugarse la vida, al menos de momento. Le pidió una aspirina. Daniel asintió.
—¿Cuándo va a hacerme una visita mi abuelo? —preguntó irónico.
—Tu abuelo no está, ha regresado a Barcelona. Volverá dentro de cinco días, para la ceremonia.
Eduardo se estremeció al oír mencionar el ritual. Le daba pavor esa fecha. Y el hecho de no poder hablar e intentar convencer a su abuelo de su demencial comportamiento tampoco le ayudó a sentirse mejor. Hubiera preferido verle y hacerle entrar en razón, aunque su ira y su furia hubieran, posiblemente, echado por tierra esa posibilidad.
Daniel, imperturbable, se marchó, dejando solos a ambos, en el lugar menos apropiado para tejer un amor en efervescencia. Eduardo vio con agrado una taza de café humeante y un vaso de leche caliente, tan necesarios para ahogar el frío que le entumecía todo su cuerpo. Tampoco faltaba un cruasán, dos tostadas, una napolitana rellena de chocolate, un vaso de zumo de naranja y tarritos de mermelada y fresa. Un desayuno de campeones. El muy cabrón de su abuelo quería recompensar su «fidelidad». Se tragó la aspirina inmediatamente, deseoso de que su efecto fuera instantáneo. A continuación tomó la taza de café con adoración, impregnándose del calor que reconfortaba sus manos, mirando furtivamente a Gisela. Se había sentado en el camastro, frente a él, presta a desayunar, en silencio, cabizbaja. Apenas atisbaba sus bellos rasgos con facilidad, la mortecina luz que proyectaban los lejanos candelabros y la distancia considerable que les separaba eran los culpables. Deseaba poder sentarse a su lado, abrazarla, estrecharla fuertemente contra su pecho. Ya no sentía tanta aflicción por ella, había superado el inicial tormento que vivió al verla arrastrada hasta las catacumbas. Parecía serena; desolada, pero serena. Cierto era que la oyó llorar débilmente en alguna ocasión durante la noche, lo que le desgarraba el corazón en finas tiras, atormentándole más de lo que ya estaba. Aparte de eso, Gisela parecía llevar bien aquella pesadilla donde, indirectamente, la había introducido él. Era una mujer fuerte, algo que ya sabía. La verdad era que no habían hablado mucho, manteniendo largos periodos de silencio. Sus estados de desolación les envolvía en un mutismo continuo, en una alarmante languidez.
Eduardo se bebió el café despacio, saboreando el reconfortante calor que emanaba la taza y que penetraba en su cuerpo, sin dejar de observar a su amante, la que se había convertido en su gran amor, de la que se había enamorado inconscientemente, derribando todos los muros establecidos por sus creencias. Le dolía el alma verla encerrada, un ángel relegado al infierno, una diosa que no debía estar cautiva por un degenerado.
—¿Qué tal has pasado la noche? —preguntó Eduardo con el corazón en un puño. Era una pregunta que le costó formular. Necesitaba saber que estaba bien, aunque era obvio y estúpido preguntarlo.
—He intentado no pensar demasiado. Podría volverme loca… —Su tono de voz era diferente, sin duda desprovisto de la fuerza habitual.
—Siento tanto que estés aquí por mi culpa… —volvió a disculparse. Ya lo había hecho en el día de ayer, narrándole todo lo concerniente a su abuelo y a la historia demencial.
—Tú no tienes la culpa… —susurró, comiendo con apetito.
—Lo sé, pero no puedo dejar de sentirme culpable. Es algo horrible lo que nos está sucediendo. ¡Es una puta locura! —bramó con una fugaz ira.
—Eduardo, por favor, tranquilízate. Todo esto pasará —aseguró muy convencida y con una sorprendente entereza. Gisela estaba hecha de otra pasta, y no sólo exteriormente.
Eduardo la admiró una vez más, esta vez más allá de su belleza. No le extrañó que estuviera locamente enamorado de ella. Una mujer así quebrantaría la religión de cualquier hombre. Esa serenidad que trasmitía le tranquilizó, sumiéndole en un leve sosiego. Tenía razón, todo esto acabaría, exactamente dentro de cinco días. Nuevamente le vino el recuerdo de Eder, necesitando desahogarse.
—Lo que me preocupa es que la policía no haya acudido a nuestra ayuda. Estoy convencido de que Eder, el chico del pueblo del que te hablé, debería haberlos llamado al no dar yo señales de vida. Algo ha debido de ocurrir, estoy seguro —se lamentó con profundo dolor.
Gisela le miró fijamente, en la penumbra, pero no dijo nada al respecto. Era su vía de escape, su única vía de escape. Tal vez su abuelo, intuyendo el peligro que podría acarrear su «puesta en libertad», se aseguró de retenerle para asegurarse del éxito en su plan. Se quitó esos punzantes pensamientos de la cabeza, observando nuevamente a su amor. Cuando todo acabara, le pediría el matrimonio. Sí, estaba convencido de ello. No tan convencido, sin embargo, de que ella aceptara. Habían mantenido una relación de lo más superficial, ambos cómodamente instalados en una aventura libidinosa, ¿y ahora pretendía pedirle que se casara con él? Intuía que diría un NO rotundo. Pero qué mejor forma que acabar con semejante pesadilla que celebrándolo con la promesa de una vida eterna juntos. Ya estaba divagando otra vez, y lo que era peor, no estaba resultando la idea de ahuyentar el martirio que estaba sufriendo en aquella mazmorra. Tal vez ni siquiera aceptara comenzar un noviazgo, incluso podría rechazar mantenerse como amante. Recordó la última vez que se habían visto, discutiendo acaloradamente por sus celos. La lujuriosa relación se había tambaleado, quedando pendiente hablar del tema. No era el momento adecuado para ello, pero sí para una nueva disculpa.
—También tengo que pedirte perdón, una vez más, por mi imperdonable comportamiento la última vez… —dijo con voz entrecortada. Después de tantos acontecimientos surrealistas en los últimos días, no había pensado en ello, olvidando el sabor amargo y la angustia que le producía aquel triste episodio. Ahora volvía a vivirlo intensamente en su interior. Parecía un masoquista.
—Ya hablaremos de ello… —contestó en tono cortante.
Fue como si recibiera una cuchillada en el pecho. Percibió su dureza en las palabras, su tajante confirmación de que ya saldarían cuentas. No era la situación ideal para poner las cartas sobre la mesa, lo sabía, pero no pudo sentir temor por una ruptura total, definitiva. Tal vez, pensó, el estado en el que se encontraba Gisela era el culpable de su aparente enojo. Rezó para que tan sólo fuera ese motivo. Ya recordaba como algo lejano sus devastadores celos que sintió, originados por su brillante imaginación, aunque no podía negar la posibilidad de que se hubiera acostado con otro. Se sorprendió al percibir otra vez el dolor por esos supuestos cuernos. Pero no podía hablar de infidelidad, tan sólo era una amante, un regalo de Dios en forma de lujuria, creada como la mujer perfecta. Ahora estaba a su merced, embobado como un quinceañero. Dejó a medias el desayuno, el nudo en la garganta le privaba continuar.
Miró en dirección hacia el resto de la amplia estancia abovedada, la que estaba libre de barrotes, donde los candelabros seguían ajenos a su sufrimiento, un sufrimiento por partida doble, o triple… Estaban anclados a lo largo de la pared sur de la mazmorra, dejando en penumbra a las tres celdas, que se orientaban a lo largo de la pared norte. Él estaba preso en la más alejada del corredor, en la parte este, mientras que Gisela estaba encerrada en la más cercana al corredor, separados por una celda central. Los barrotes cilíndricos y oxidados enlazaban con las paredes gruesas de enormes piedras y con el techo, el cual era abovedado, de más de tres metros de altura, apoyándose en gruesas columnas de piedra. El suelo era bastamente empedrado, irregular. El hedor a moho y a azufre era penetrante, aunque parecía adueñarse por momentos otro olor que no sabía identificar. Era algo así como si cerca de allí estuvieran friendo carne en una barbacoa, a fuego lento, aunque dudó mucho de que fuera ese el origen. Enarcó las cejas, desestimando ese pensamiento. Cerca del potro de tortura, frente a él, volvió a reparar en el hueco que se abría en la pared, semejante a una puerta. Sin duda, otro corredor parecía nacer. ¿Adónde llevaría? En su indagación con Eder no habían descubierto esa entrada, inmersos como estaban en el potro de tortura y en la mancha de sangre. Recordó aquel guardaespaldas que se cruzó cuando le arrastraban hacia allí, con dos sacos vacíos de sosa cáustica y todos los accesorios para su protección. Tal vez viniera de ese lugar inexplorado. Pero ¿para qué podrían necesitar un corrosivo tan potente? Realmente le intrigaba. No obstante, bastante tenía ya como para preocuparse por algo tan insignificante, estando inmerso en una sucesión de acontecimientos que acribillaban incesante su tranquilidad y cordura. Retornó con desidia a la bandeja que todavía exhibía la napolitana, una tostada y medio vaso de zumo, comiendo bocados pausados e indolentes. La pesadilla continuaba.