CAPÍTULO 29
Eder Beramendi creyó desmayarse. Una repentina sensación de sofoco pareció adueñarse de él. Tuvo que apoyarse en la pared para no rodar escaleras abajo.
—¿Puede saberse qué hacéis aquí? —ladró Sergio, uno de los guardaespaldas de su abuelo, mirando fijamente a Eduardo.
—Estábamos echando un vistazo —consiguió articular, intentando disimular su temblor que se apoderaba de todo su cuerpo.
—No creo que tu abuelo lo apruebe.
Eduardo intuyó que la situación no era tan trágica como sospechó en un principio. El guardaespaldas no había bajado el arma, pero su conducta no era la esperada. No les había amenazado, ni les había arrastrado al fondo de las mazmorras para deshacerse de los intrusos que habían descubierto que aquella pareja de turistas habían sido asesinados en las catacumbas del castillo. Se tranquilizó un poco.
—También es mi castillo, Sergio, y tengo derecho a saber todo lo que ocultan estos gruesos muros —anunció con más entereza de la que sentía. Había pasado a la acción, al contraataque, a revertir la situación—. Por cierto, ¿a qué viene esa pistola? —Señaló el arma.
—No sabía qué podría encontrarme allí abajo —contestó sin titubeos, sin desviar su mirada de los ojos de Eduardo—. Ahora, ¿por qué no os sentáis? Tu abuelo está al llegar. —Bajó el arma y les invitó con un gesto de su mano a que abandonaran el umbral de las mazmorras y accedieran a la sala de espera.
Eduardo se quedó lívido nuevamente. No esperaba que su abuelo regresara al castillo tan pronto. Esta noticia empeoraba la situación. Además, necesitaba llamar a la Policía para informar de la sangre encontrada en el suelo a los pies de unas cadenas con grilletes y esposas. Eder, mientras tanto, permanecía petrificado desde que se toparan con ese hombre armado. Parecía un muñeco de cera con el rostro derritiéndose lentamente, desfigurando su semblante por el pavor que sentía.
—¿Mi abuelo está en camino? —preguntó mientras seguía al guardaespaldas—. Pero tardará mucho en llegar. No podemos esperar, tenemos cosas que hacer. Otro día ya vendré para explicarle todo. —Un torrente de excusas se arracimaron en su cabeza, deseosas de ver la luz a través de su garganta. Eduardo había dejado atrás el miedo por ser sorprendido por el guardaespaldas de su abuelo, y este no parecía muy preocupado porque hubieran registrado las mazmorras. ¿Por qué?
—No, está al llegar. No creo que tarde ni quince minutos.
El mundo se le vino encima. Tendría que dar explicaciones a su abuelo. ¿Qué le diría? Cualquier excusa sería buena. Él sólo pensaba en salir de allí y avisar a la Policía. Además, ya no sentía ni el más mínimo afecto por aquel hombre tan despiadado capaz de asesinar a seres humanos. Más bien lo aborrecía, como al maldito Vlad, que dormía el sueño eterno ahí abajo. Tal vez le diría a la cara lo que había descubierto, la opinión que tenía de él. Lo que parecía evidente era que no estaban en una situación tan embarazosa, ya no estaban retenidos contra su voluntad, y ni mucho menos sus vidas corrían peligro, como pudieron pensar en un primer momento. ¿Y si hacía la llamada antes de que su abuelo llegara? Era una magnífica idea. En el momento en que se disponía a levantarse y excusarse, Sergio, postrado de pie frente a la ventana, anunció la llegada de Nicolau. Eduardo chasqueó la lengua, e hizo una mueca de disgusto ante su poca fortuna.
Eduardo respiró hondo al escuchar cerrarse la puerta de entrada. Debía aparentar serenidad ante su abuelo, normalidad. Después le clavaría un cuchillo por la espalda en forma de llamada telefónica.
Nicolau entró en la sala de espera escoltado por su hombre de confianza, su sombra, Cosmin. Un semblante cordial adornaba una leve sonrisa, lo cual confundió a Eduardo. No parecía enfadado por su intromisión en lugar vedado.
—Hola, Eduardo. —Nicolau tendió su mano tras acercarse a él. Eduardo se la estrechó—. Por lo que me ha comentado Sergio por teléfono, parece que has descubierto el secreto que alberga el castillo. —Sus palabras no sonaban a reproche, sino todo lo contrario.
Eduardo se quedó un tanto confundido. No sabía exactamente a qué se refería. Dudó de que se refiriera a los indicios que había encontrado junto a los grilletes y el potro de tortura. ¿Se referiría a la tumba? Ya no tuvo dudas.
—¿Te refieres a la tumba de Vlad? Debo confesarte que no me ha hecho ninguna gracia encontrármela en las tenebrosas mazmorras —se sinceró Eduardo, sosegado, con cara de circunstancias.
—Oh, vamos, no me dirás que tú también crees en todas esas historias sobre vampiros… —dijo sin perder su sonrisa.
—La verdad es que no, pero en un lugar así… —Se removió en su asiento. Miró a Eder, quien todavía no había recuperado el color en sus mejillas. Sintió una repentina sensación de rabia, incapaz de aplacar—. Lo que sí he podido constatar es una mancha de sangre bastante grande al lado de unas cadenas con grilletes ancladas al muro. Sin olvidar un bonito potro de tortura —ironizó presa de su furia.
Nicolau arrugó la frente, en un sinfín de arrugas que la cruzaban. Su mirada se hizo penetrante.
—¿Una mancha de sangre? —preguntó perplejo. Su mirada buscó a Sergio, que se mantenía inmóvil en la ventana. Este se encogió de hombros—. Siento contradecirte, pero dudo mucho que ahí abajo haya restos de sangre —aseguró sin perder ni un ápice la compostura. Debía ocultar por todos los medios la sangrienta realidad. Torturó y asesinó a aquella pareja de jóvenes por puro placer, algo que no había hecho nunca con anterioridad.
—¿Ah, no? ¿Y qué hacen unas cadenas con grilletes y un potro de tortura ahí abajo? —No podía contener su cólera. Sus ojos chispeaban.
—Por el amor de Dios, Eduardo, ¿puede saberse qué mosca te ha picado? Estás sumamente furioso conmigo, y no sé por qué, la verdad. Esos objetos que tú mencionas se colocaron ahí en la Edad Media, hijo mío. ¿Qué piensas, que los utilizo? Me dejas consternado. Creía que nos conocíamos lo suficiente. Esa es una acusación muy grave… —Su irritación subía por momentos.
Eduardo se quedó pensativo, un tanto avergonzado. ¿Y si sus miedos y divagaciones habían hecho que su percepción ocular se nublara? Tal vez no fuera sangre lo que vieron. La luz era mortecina con la linterna, y estaban aterrorizados. Las dudas volvieron a acosarle sin piedad. Se vio indefenso para seguir acusándole, sin más argumentos en los que apoyarse. Quería volver al ataque pero su cerebro no enviaba señales que su garganta pudiera articular.
—Por qué no vamos al estudio y hablamos tranquilamente como dos seres adultos —sacó del trance a Eduardo—. Tengo algo importante que contarte, ahora que ya has descubierto la tumba de Vlad.
Su abuelo mantenía la serenidad, algo que estaba poniéndole de los nervios. No podía ser que tanto él como Eder estuvieran tan equivocados en referencia con los desaparecidos. Entonces ¿por qué fueron retenidos en primera instancia a punta de pistola? Era algo que había olvidado y que no terminaba de cuadrar. Pensó rápido. Si su abuelo no estaba preocupado por lo que habían descubierto, tal y como afirmaba, no debería haber problemas en que su amigo se marchara a casa sin impedimento alguno. Era una buena idea.
—Está bien, subamos para aclararlo todo. Eder, tú puedes marcharte a casa —alzó la voz para que no hubiera dudas. Seguidamente miró fijamente a su abuelo en busca de su reacción. Fugazmente atisbó una pequeña sombra de pánico, aunque desapareció enseguida.
—Antes de que se marche —anunció Nicolau, con sus ojos puestos en Eder—, tengo que dejar clara una cosa. Bajo ninguna circunstancia debes revelar la existencia de la tumba. A nadie, ni a tu familia, ni amigos… Absolutamente a nadie. ¿Lo entiendes? Debes prometérmelo.
Su mirada acerada empequeñeció a un asustado Eder. Le aterrorizaba ese hombre, que bien podría ser el mismísimo Drácula. Miró a Eduardo en busca de apoyo, que mantenía sus ojos pegados en su abuelo. Carraspeó para pedir atención.
Eduardo se quedó reflexivo. Aquellas palabras le confundieron, una vez más. No era lo que esperaba oír. Su abuelo estaba notoriamente preocupado, pero no de lo que sospechaban había perpetrado en las tenebrosas mazmorras, sino por el hecho de que pudiera revelar la existencia de la tumba.
—¿Tanto te preocupa que salga a la luz el sepulcro de nuestro antepasado? —preguntó Eduardo, intentando sonsacarle algo relevante, ignorando a su amigo.
—Es algo que me horroriza sólo de pensarlo. Imagínate lo que sucedería si se revelara su existencia. Sería un hervidero de historiadores y demás carroñeros, ansiosos por indagar en el interior de la tumba para autentificar su identidad. Sería una profanación. Después querrían que su sepulcro estuviera expuesto al público, como una barraca en una feria. No, no puedo permitir que su descanso eterno se borre de un plumazo para el resto de los días. —La mente de Nicolau se mostró brillante una vez más en su dilatada vida. Con este ideado discurso, totalmente sincero por otra parte, esperaba mostrarse inocente ante su nieto de sus acusaciones.
Eduardo no consiguió su propósito. Otra vez sintió la sensación de haberse vuelto loco en unas divagaciones más propias de psiquiátrico. Su abuelo se mostraba indiferente a las acusaciones vertidas anteriormente, sin darle importancia, lo que reafirmaba que estaba totalmente equivocado con el hecho de que hubieran sido asesinados por su abuelo.
—¿Prometes no revelar esta información, joven? —preguntó Nicolau con dureza.
Eder se quedó petrificado. No sabía qué contestar. Estaba en un mar de dudas. Ese hombre había matado a dos jóvenes. Se volvió hacia Eduardo, quien le miraba expectante.
—Si quieres te espero hasta que hayas terminado de hablar con él —propuso Eder susurrando. No es que fuese de su agrado mantenerse ni un segundo más en ese castillo tenebroso, pero no podía dejar a su amigo tirado.
—No, no, tú marcharte a casa —confirmó Eduardo con voz queda—. Estaré bien, no te preocupes. Haz caso a mi abuelo y no digas nada de nuestras andanzas. Nada de nada. Cuando acabe de hablar con mi abuelo hablaremos del tema.
—¿Seguro?
Eduardo asintió convencido. Ya tendrían tiempo de pensar en cómo obrar. Ahora ya dudaba en llamar a la Policía. No estaba seguro de su culpabilidad. Tenía que encontrar las respuestas necesarias para aclarar su desvencijado cerebro.
—Sergio, deberás llevar al pueblo al joven. No tiene vehículo y el trayecto es largo —propuso Nicolau con amabilidad. A continuación miró a su nieto—. Es hora de subir al estudio, Eduardo —dijo con entusiasmo.
Todos abandonaron la sala de espera. Eduardo comprobó, al acceder al vestíbulo, que los otros dos guardaespaldas estaban allí, esperando. Él siguió a su abuelo hacia las escaleras, mientras se volvió para ver a su amigo cruzar la puerta de acceso al castillo acompañado de dos guardaespaldas. Cosmin subió tras ellos. Otro de los guardaespaldas se quedó en el vestíbulo. Ascendieron las escaleras en silencio.
Mientras, Sergio acompañó a Eder hasta uno de los vehículos, dispuesto a llevarle hasta el pueblo. Eder sintió alivio por escapar de las garras de Drácula, de su castillo. Los momentos allí vividos fueron horribles, eternos, devastadores para su salud. No regresaría a ese lugar por nada del mundo. Cuando se disponía a abrir la puerta del coche, con Sergio sacando la llave del bolsillo, sintió una punzada en la espalda. Milésimas de segundo después un fogonazo interior subió hasta su cerebro procedente de su corazón, el cual dejó de latir al instante. Había recibido una cuchillada por la espalda en su órgano vital por otro de los guardaespaldas. Su cuerpo inerte se desplomó en el suelo, hecho un jirón.
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—Eduardo, Eduardo… —pronunció una vez que accedieron al interior del estudio, a salvo de la presencia de Cosmin, que se quedó en el exterior de la estancia—. Siento decirte que me has defraudado. Aunque no te lo tendré en cuenta. Sobre todo ante lo que tengo que revelarte. Creo que todavía no estás preparado para digerir la información, pero has acelerado los plazos unos días.
Eduardo se mantenía expectante, sin poder intuir lo que su abuelo quería confesarle. Por más que su cerebro insistió en descifrarlo, no consiguió dar lucidez; no tenía ni la más remota idea. ¿Sería una treta para mantenerle alejado de sus sospechas, para desviar su atención del posible homicidio que había cometido?
—Bien —continuó Nicolau ante el mutismo de Eduardo—, quiero que dejes atrás todos esos prejuicios sobre nuestro antepasado y escuchar lo que te dicta tu corazón. ¿De acuerdo? —Sirvió dos copas de whisky de malta, acercando una a su nieto.
Eduardo dio buena cuenta de la copa en un sediento trago. Le hacía falta algo de serenidad a su perturbado ser, y nada mejor que un licor potente.
—Lo intentaré —masculló sin demasiada convicción. Era algo impensable lo que su abuelo pedía. Por otra parte, cada vez estaba más intrigado. ¿Qué demonios querría decirle?, parecía muy importante.
—Con esa actitud no llegaremos a ninguna parte —reprochó—. ¿No has percibido algo al contacto con el sepulcro? —preguntó expectante. Deseaba escuchar una afirmación, comprobar que el alma de su antepasado había hecho el trabajo previo.
—Por supuesto que sí —aseguró Eduardo mirando complacido a su abuelo—, un terror espeluznante. Eder no hacía más que comentar que era la tumba de Drácula —confesó divertido.
El rostro de Nicolau demudó. Su decepción era máxima. Tendría que lidiar con todo tipo de adversidades, podía intuirlo. El castillo entero pareció derrumbarse sobre él. Pero no le quedaba alternativa, debía llegar hasta el final, como la hija de su venerado Vlad Draculea.
—Siento que pienses así, y que te tomes a la ligera un tema tan delicado —expresó apesadumbrado, cabizbajo. Se aclaró la garganta antes de comenzar—. Lo cierto es que nuestra familia, desde la muerte de Vlad, hace más de quinientos años, ha mantenido sin descanso una búsqueda sagrada. De generación en generación hemos seguido fieles a la voluntad del Señor y a cumplir con nuestra obligación. Todos y cada uno de nosotros no hemos fallado en nuestro compromiso, venerando a ese hombre heroico al que tú, sangre de su sangre, repeles con ímpetu. Posiblemente guiado por toda esa parafernalia llena de falsedades que la Historia narra. Una Historia contada por sus enemigos, Eduardo, no debes olvidarlo.
Nicolau hizo un paréntesis, bebiendo un poco del licor ambarino. Eduardo puso los ojos en blanco. Otra vez volvía a la carga con su obstinación de convencerle en algo tan incomprensible para él. No entendía tanta insistencia. No se dignó en contestar. ¿Qué podía decirle? Por otro lado, ¿qué diablos estaba diciendo de una «búsqueda sagrada»?
—Desde su muerte —prosiguió una vez aclarada su garganta con el licor que le hizo recobrar fuerzas— nuestros antepasados no han cesado de buscar «al elegido», el cual será un varón descendiente directo del príncipe de Valaquia.
«¿El elegido? Qué dice este viejo chocho…», se dijo incrédulo. Tuvo que apartar la mirada de sus inquisitivos y penetrantes ojos grises, que intentaban leer en su mente. Carraspeó, incapaz de encontrar lucidez en sus confusos pensamientos.
—Después me reprochas que creo en historias ficticias… Eso parece más un guion de una película de intriga y suspense.
—Puedo asegurarte que no lo es —confirmó en un tono que no dejaba lugar a dudas—. Entiendo que pueda parecerte ciencia ficción, pero lo entenderás mejor cuando percibas el poder que emana el sepulcro.
—Pues puedo asegurarte que he estado junto a él varios minutos y no he percibido ese poder —replicó tan serio como le fue posible.
—Ese poder sólo puede percibirse una vez al año, durante el rito que se celebra en memoria de su muerte el mismo día en que su corazón dejó de latir. —Nicolau pareció retomar su entusiasmo.
—¿Se hace una ceremonia en cada aniversario de su muerte? —quiso saber, interesado ahora.
—Así es, una ceremonia espiritual. Los descendientes directos que no hemos obtenido la bendición de Dios para ser el elegido, nos vemos beneficiados por su poder. Un poder que va más allá de cualquier lógica.
Eduardo estuvo a punto de preguntarle, irónicamente, si no se referiría a atravesar paredes y cosas así, pero finalmente se abstuvo. No quería más discursos insulsos. Por otra parte, no sabía cómo reaccionar ante esta situación. ¿Su abuelo se había vuelto majara? Era una posibilidad, aunque la desestimó. Su lucidez era palpable. Tal vez su alta creencia en aquel ser despreciable le vendaba los ojos, velando su realidad.
—¿Y bien, qué poderes os brinda? —preguntó ante su silencio, más por educación que por interés.
—¿Poderes? No, no, me has entendido mal. Percibimos su poder, el cual nos brinda, por ejemplo, una salud de hierro, una inteligencia superior, una fuerza extraordinaria. Envejecemos más despacio de lo normal, como puedes observar.
Eduardo clavó sus ojos en él. Desde que le conociera, el día del funeral de su madre, le extrañó sobremanera su «juventud». Aparentaba no más de sesenta y cinco años. Recordó que lo atribuyó a la cirugía plástica, dado su elevado patrimonio. También podía percibir esa buena salud de la que gozaba, y de su gran inteligencia. Su abuelo no le había engañado en cuanto a sus cualidades, pero bien podían derivarse de efectos más banales.
—Sí, realmente tu estado es envidiable para un hombre de tu edad. Pero tal vez sea una bendición del Altísimo —advirtió Eduardo, sabedor de su fe cristiana.
—Por supuesto que es una bendición del Señor, a través de nuestro querido antepasado —aseguró convencido—. ¿Y bien? ¿Qué me dices? —inquirió expectante.
—No sé a qué te refieres —dijo titubeante.
—Si aceptas cumplir con tu compromiso como buen descendiente de Vlad III Draculea, como todos los descendientes directos han hecho con devoción. —El tono era triunfal, desbordado.
Eduardo no supo qué contestar. Desde luego no le hacía ninguna ilusión formar parte de un rito donde los anfitriones parecían ser dos asesinos, en diferentes épocas. Recordó el motivo por el que estaba allí. Había acudido para indagar sobre las sospechas que apuntaban a su abuelo como culpable de la desaparición de aquellos turistas. Nicolau estaba consiguiendo distraerle. Pese a no albergar la misma convicción que le había llevado a buscar las mazmorras, debía aclarar ese punto. Ya no tenía la certeza de llamar a la Policía una vez se marchara del castillo. No sabía cómo obrar. Por otro lado, no era el momento de presionar a su abuelo en busca de respuestas sobre ese tema, estaban inmersos en una conversación, atípica eso sí. Además, no sabía cómo abordarle. Ya le había echado en cara sus pensamientos, su creencia en que los habían asesinado en las mazmorras, y él pareció no darle importancia, como si fuera un hecho intrascendente, completamente falso. Así que decidió seguirle la corriente por ahora:
—¿Y qué ocurrirá si soy el elegido? —preguntó sin interés alguno. No creía en ese tipo de historias.
Nicolau bebió de su copa hasta vaciarla. La dejó sobre la mesita que les separaba, con lentitud. Parecía tomarse su tiempo antes de revelar la vital información.
—Será algo fascinante, al menos para mí. Y lo sería para cada miembro de nuestra alcurnia. Aunque dudo que pienses lo mismo, dado tu aireado rechazo sobre Vlad. —Se recostó en el sillón, haciendo una pausa—. El elegido será capaz de albergar en su interior el alma de Vlad Draculea, apoderándose de su cuerpo y fundiéndose con su propia alma.
Eduardo se quedó atónito. Tras un primer momento de achacar definitivamente la demencia a su abuelo, enseguida rectificó. Pudo comprender que se trataba de una de esas antiguas leyendas, de la que su abuelo se la había tragado hasta el fondo, pobre ingenuo de él. Sólo pudo sentir lástima. Y llevaban más de quinientos años esperando al elegido… «Serán cazurros…». Y más que deberían esperar, porque no lo encontrarían jamás. Tuvo deseos de despertarle del ensueño, de darle dos bofetadas y decirle que ya era mayorcito para seguir creyendo en memeces como esa. Estaban en el siglo veintiuno, por el amor de Dios…
—Oh, vaya —exclamó Eduardo con un entusiasmo fingido—. Me has dejado de piedra…
Nicolau le observó con vehemencia, percibiendo su escepticismo. Al principio sintió decepción, pero enseguida comprendió que su total falta de creencia no sería ningún obstáculo para convencerle. Con que aceptara cumplir con el rito era más que suficiente. Decidió hacerse el ingenuo.
—Bien, celebro que te entusiasme. Dentro de seis días se celebrará el rito. Intuyo que desearás participar. No te arrepentirás, te lo aseguro. Y en el caso de que no seas el elegido, te beneficiarás de una vida larga y sana, potenciando todos tus sentidos.
Eduardo sonrió forzosamente. ¿Podía marcharse ya?
—Sí, claro, estaré encantado… Ahora…
—Ni que decir tiene —interrumpió Nicolau, con una alegría inmensa en su ser— que si fueras el elegido habríamos terminado con la misión que Irina, la hija de Vlad, comenzó hace más de cinco siglos —confirmó eufórico. Pero no quería profundizar en el tema, sabedor de su interés forzado. Ahora dudaba en revelarle el detalle importante y delicado del ritual. Intuyó que lo aborrecería. Sin embargo, no contárselo podía acarrearle problemas cuando llegara el día clave. Debía ver su reacción, y asegurarse de su aceptación. No podía dejarle marchar sin aclarar ese punto tan discordante.
—Bueno, creo que debo marcharme ya —anunció con urgencia Eduardo, deseoso de escapar de allí y de hablar con su buen amigo Eder sobre el tema que verdaderamente le preocupaba.
—Espera, Eduardo, todavía tengo que confesarte algo importante.
«¿Aún más? Joder, este no acaba en todo el día…», pensó Eduardo impacientado.
—Debo confesarte un detalle importante referente al ritual. Es algo un tanto… inhumano, pero que el Señor lo bendijo en su día. —Nicolau se levantó de su asiento y se puso frente al retrato de Vlad—. Para que el ritual tenga éxito hay que sacrificar a un ser humano —dijo con su poderosa voz, sin que se atisbara debilidad alguna.
—¿Sacrificar?… ¿Que qué? —El tono de voz subió escandalosamente. Estaba presa de una sensación de espanto tan grande que creyó ver las paredes cerrarse paulatinamente hasta aplastarle—. Si es una broma, no tiene ninguna gracia —susurró azorado, esperanzado porque así fuera, aunque no lo creía. Su abuelo no era devoto del sentido del humor. Y mucho menos de una broma de tan poco gusto.
—No es ninguna broma —confirmó con una seriedad abusiva—. El ritual está aprobado por la Iglesia, por tanto, también por nuestro Señor. Sé que es difícil de comprender, pero es necesario para el éxito de la ceremonia.
Eduardo no salía de su asombro.
—¿Cómo puede Dios aprobar un asesinato? ¡Eso es una majadería! No puedo creer lo que estoy oyendo… ¿Quieres decir que cada año asesináis a un persona inocente? —preguntó fuera de sí.
—Sacrificamos, Eduardo, sacrificamos, que es muy distinto. Dios nos ha bendecido con ello a lo largo de los siglos…
—¡Y una mierda os ha bendecido Dios! ¡Tú estás chalado! ¡Estás para que te encierren! —saltó de su sillón, incapaz de reprimir su ira por un salvajismo tal.
—¡No tolero que hables así, jovencito grosero! ¡No eres quién para juzgar los designios del Señor! No eres más que un niñato que es incapaz de aceptar a su familia —tronó Nicolau, iracundo.
—Una familia de asesinos… Ahora entiendo a mi madre, que escapó de las garras de unos monstruos. —Sus ojos escupían fuego.
—¡No somos unos asesinos, por el amor de Dios!
Eduardo se giró y se encaminó hacia la puerta.
—Me voy de aquí antes de que me vuelva loco… —masculló Eduardo.
—Espera, Eduardo, por favor, tenemos que hablar —pidió Nicolau, con voz reconciliadora.
—No hay nada de qué hablar —ladró. Abrió la puerta dispuesto a marcharse del castillo a toda velocidad, pero se encontró a Cosmin taponando la salida, con semblante intimidatorio. Se quedó observándolo un instante. Parecía decidido a no apartarse.
—Eduardo, te lo pido por favor. Acepta tu compromiso, cumple con tu obligación a la que has sido predestinado —suplicó Nicolau desesperado.
—Ordena que se aparte —exigió a su abuelo, refiriéndose a Cosmin.
—No puedo hacer eso… —susurró abatido.
—¿Vas a retenerme otra vez? —Su furia seguía quemándole las entrañas.
—Sólo si tú quieres. Acepta lo que te pido, lo que todos miembros de nuestra alcurnia te pedimos.
—No voy a ser partícipe de algo tan abominable —recalcó.
Nicolau bajó su mirada al suelo, afligido. Comprendió que ya no había marcha atrás. No podía hacer nada por convencerle, se mostraba totalmente reacio. Suspiró derrotado. Sus peores presagios se cumplieron. Maldijo interiormente su poca fortuna. Pero debía seguir con el plan, hasta el final. No tenía otra opción. Debería retener a su nieto contra su voluntad, no podía dejarle marchar; le denunciaría, revelaría la existencia del sepulcro, y encontrarían la sangre todavía reciente de su última fechoría.
—Lo siento mucho, pero no me dejas otra opción. —Miró a Cosmin e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
Eduardo miró a ambos, alternativamente. Se temió lo peor. Sin perder ni un instante, arremetió contra Cosmin con todas sus fuerzas, envistiéndole como un toro. Lo arrastró unos pasos hacia atrás, pero enseguida su adversario se deshizo de su ataque, derribándole al suelo con un movimiento rápido de pies y ayudado por sus musculosos brazos. En un abrir y cerrar de ojos estaba inmovilizado, tumbado boca abajo sobre el impecable mármol. Su asedio había durado menos que un ejército de mutilados asaltando Constantinopla.
—Llevadle a las mazmorras, no podemos arriesgarnos a mantenerle encerrado en el castillo —ordenó un consternado Nicolau, que desapareció rápidamente.
—¡No, Nicolau, no puedes hacerme esto! ¡Soy tu nieto! —vociferó mientras lo veía alejarse. Soltó una retahíla de improperios, sin resultado alguno. Su abuelo ya no estaba.
Aparecieron otros dos guardaespaldas, que ayudaron a Cosmin a obedecer la orden de su jefe. Le llevaron en volandas sin dificultad, pese a los pataleos desesperados, infructuosos. Descendieron las escaleras hacia el infierno, las cuales se hallaban alumbradas por los candelabros, mientras Eduardo maldecía a voz en grito e insultaba a cada familiar nacido y por nacer de sus raptores. Se cruzaron, en el pasadizo de las mazmorras, con otro guardaespaldas, el cual llevaba entre sus manos enguantadas dos sacos vacíos de plástico. También portaba gafas de protección y una mascarilla de cirujano. Eduardo, pese a su estado de arrebato, lo observó extrañado. ¿De dónde venía aquel hombre de esa guisa? Pudo distinguir las letras impresas en los sacos, cayendo rápidamente en la cuenta de que eran los que vio en el trastero: sosa cáustica. Sus preguntas se agolparon inconscientemente, mientras su cerebro descontrolado pedía a gritos ayuda.
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Los candelabros continuaban encendidos, mientras su martirio seguía tan vivo como la llama de estos. Habían pasado más de cuatro horas desde que le encerraran en una de las celdas que albergaban las mazmorras. Intentaba mantener alejada la ansiedad que hacía un par de horas había sufrido hasta extremos devastadores. Su incredulidad iba a la par. Definitivamente, su abuelo estaba loco, rematadamente loco, peligrosamente loco. Estaba encerrado para ser obligado a cumplir con el deseo de su demente abuelo: tomar parte en el ritual. Se levantó de un brinco del camastro y comenzó a dar vueltas alrededor de la estancia, a punto de perder el control emocional que mantenía celosamente.
Le habían suministrado varias mantas y sábanas limpias para el colchón del camastro, de hierro tan oxidado como los barrotes, anclado a la pared. También le habían dejado un par de botellas grandes de agua mineral y un balde y papel higiénico para hacer sus necesidades, ante el estupor de Eduardo. No había agua corriente, ni luz eléctrica, ni un miserable retrete, pero su mente no estaba para banalidades semejantes. Un problema mucho más gordo se cernía sobre él.
La bandeja con la comida que le sirvió Daniel Cervera seguía intacta. Tan sólo había tocado una de las botellas de agua mineral. La comida tenía muy buena pinta, nada que ver con los típicos purés que servían en las celdas que recreaban algunas películas que solía ver en el cine. Aunque la celda tampoco era la típica. Simplemente no tenía apetito. No podía tenerlo.
Comenzó a dar saltitos ante el frío que comenzaba a instaurarse en su cuerpo. Ni siquiera la manta que llevaba puesta encima conseguía templar su temperatura corporal. La humedad era palpable. Un sonido sordo rompió el silencio reinante. Después voces amortiguadas se escucharon en la distancia. ¿Vendría su abuelo a hacer algún tipo de trato? No contemplaba la posibilidad de que le mantuviera allí durante mucho más tiempo, tal vez fuera una jugarreta para asustarle y así obtener su deseo.
Como había intuido, apareció Nicolau, junto a Cosmin.
—Sé que las condiciones son inhumanas, pero se construyó en la Edad Media —anunció contrito, disculpándose. Eduardo no contestó, manteniendo su ira y su odio retenidos, de momento. Ante su mutismo, Nicolau continuó—. Siento que tengamos que vernos en estas circunstancias, de verdad que lo siento. ¿Has recapacitado ya sobre tu obligación por y para tu alcurnia? —inquirió con dureza en su mirada, evaporándose su anterior misericordia.
—Jamás participaré en algo tan espantoso y tan demencial. Te aborrezco a ti y a ese asesino al que veneras. Aunque por lo visto no sois tan diferentes. Ambos sois unos monstruos de la peor calaña. —No pudo contener su ira, hablando a través de ella. Toda esa expectativa de llegar a un trato se desvaneció como el vaho que exhalaba a cada palabra. Su semblante deformado por la rabia y el odio desafiaba a su abuelo.
Nicolau bajó la cabeza lentamente, con una evidente tristeza. Su nieto era tan tozudo como su madre. Aunque este, a diferencia de su madre, no tenía opción de marcharse y obviar sus obligaciones.
—No me dejas otra opción que seguir reteniéndote en este asqueroso lugar, aunque prometo cuidarte bien hasta el día del ritual. Por cierto, tienes visita… Tampoco me has dejado otra opción…
Eduardo relajó su cuerpo al escuchar a su abuelo, aunque enseguida se tensó. ¿Una visita? Notó que la boca se le secaba. Siguió con la mirada a Cosmin, que desaparecía por el corredor. ¿Quién podría ser? Por su cabeza pasó la posibilidad de que pretendiera convencerle utilizando vilmente a alguien conocido. Se estremeció. Antes de que su mente elucubrara sin fundamentos, oyó sollozos ahogados provenientes del pasadizo. El alma se le encogió aterrada. Su atención estaba en la boca del corredor, con el corazón desbocado. Finalmente aparecieron los guardaespaldas con una chica llorando y pataleando. Era Gisela. El mundo se le vino encima, todos esos enormes y gruesos muros se derrumbaron sobre él. «Dios, no». Parecía una novela de terror. Esperaba que tuviera el mismo desenlace feliz que los protagonistas ficticios solían tener. Pero era la vida real, la puta y jodida vida real. No había desenlaces felices en una situación como aquella.
—¡Gisela! —exclamó con la voz quebrada y los ojos anegados de lágrimas.
Ella le miró fijamente, sollozando todavía más. Estaba tan aterrada que no podía pronunciar ni una mísera palabra.
—¡Eres un hijo de puta! ¡Eres un mal nacido que no mereces más que la muerte en ese puto potro! —vociferó Eduardo fuera de sí, agarrando los barrotes e intentando arrancarlos de cuajo, como si de un superhéroe se tratara.
Ante un gesto de Nicolau, inmutable ante las palabras de su nieto, encerraron en la celda más lejana a Gisela, temblando y sollozando alarmantemente.
—Gisela —susurró Eduardo, llorando de impotencia y aflicción.
—Os mantendré aquí hasta el día D. Ahora, para asegurarme de que cumplirás con tu compromiso, te diré algo. Y no dudes de mis palabras. —El tono amenazante de Nicolau hacía temblar los muros—. Si no te sometes a mi voluntad, a la voluntad del Señor, y te niegas a participar en el ritual, mataré a Gisela —confirmó con una convicción que puso los pelos de punta a Eduardo.
Hablaba en serio, muy en serio, Eduardo lo percibía. Cayó desplomado al suelo, como si un rayo le hubiera alcanzado. Comenzó a susurrar palabras ininteligibles, con las manos en la cabeza, en un estado de shock. Escuchó los sollozos de Gisela aumentar considerablemente, pronunciando un apenas audible «no» infinito, taladrando sus oídos, pese a escucharla vagamente, como si una distancia mucho mayor los separara. Eduardo no podía reaccionar, era como si le hubieran inyectado algún tipo de droga. «Gisela», se decía continuamente. Estaba enamorado de ella, locamente enamorado, pese al muro levantado alrededor de su corazón. Ahora ella estaba en peligro de muerte, y él podía salvarla. Al mismo tiempo, era el culpable de que estuviera en esta situación.
—¿Harás el ritual, tal y como te ordene? —bramó Nicolau.
Eduardo se mantuvo hecho un jirón, tirado en el suelo con el tronco ligeramente incorporado, sin reaccionar.
—¡Eduardo! —La voz de Gisela, suplicante y acompañada de llanto y horror, rasgó el aire gélido y húmedo de las catacumbas del castillo. Un sollozo escandaloso volvió a apoderarse de ella, que se mantenía en posición similar a su amante.
Eduardo pareció reaccionar, velado por el shock. Su mente recobró la lucidez, estudiando las posibilidades. Sólo había una: aceptar el trato. Salvar a Gisela de la muerte. No tenía otra opción. Se sorprendió al sentir vivamente que daría su vida por ella. Intentó convencerse de que el ritual no sería tan horrible, aunque una sombra pavorosa cruzó fugazmente su mente. Un hombre inocente moriría. Pero posiblemente moriría de igual manera aunque él rechazara el trato. Sin embargo, en su mano estaba salvar la vida de Gisela. «Gisela…». La quería tanto… Además, el maldito ritual no implicaba dificultades para él, simplemente debería seguir el juego a su odiado abuelo. Una fábula en toda regla, aunque tan real como espeluznante.
—Por favor, Eduardo —susurró Gisela envuelta en llanto, articulando las palabras con dificultad—, ¡no quiero morir! —exclamó con voz desgarradora, sin cesar de sollozar.
Eduardo levantó la mirada, nuevamente desafiante, clavándola en Nicolau. Despedía fuego.
—Participaré en el ritual… —aseguró con rabia en sus palabras—. Haré lo que quieras, pero no le hagas daño a Gisela —suplicó, hundido nuevamente en la pesadumbre y la aflicción.
—Así será —afirmó medianamente entusiasmado Nicolau. También sentía amargura por haber tenido que llegar hasta ese extremo en su afán de cumplir el deseo de Dios y de Vlad. Su nieto no le había dejado alternativas.
—Juro que tendrás tu merecido, hijo de puta —amenazó Eduardo fuera de sus casillas, recobrando su cólera, apretando ambos puños con todas sus fuerzas. En ese momento sintió tanta furia, que de haber podido le hubiera matado con sus propias manos, pese a que jamás había usado la violencia en su vida, ni para dar un puñetazo siquiera.