CAPÍTULO 28
Nicolau Medina no se sorprendió ante las noticias recibidas por Sergio Nogués, uno de sus guardaespaldas. Le llamó pocas horas después de iniciar el viaje de regreso a Barcelona, informándole de que su nieto iba directo hacia el castillo tras reunirse con un joven en Olarral, los que seguidamente se internaron en la fortificación. Nicolau no se equivocó al poner vigilancia sobre su nieto. Antes de abandonar el castillo y poner rumbo a la mansión, ordenó a Sergio que vigilara a Eduardo y le informara de sus movimientos. Tenía sospechas de que pudiera acudir al castillo a algo más que para disfrutar del paisaje y la tranquilidad. En el día de ayer percibió su reacción al ver la llave de las mazmorras en la mano de Daniel, y su posterior urgencia por marcharse del estudio, con el pretexto de realizar una llamada telefónica. Después fue informado por otro de sus guardaespaldas de que al salir de la torre tras la rutinaria limpieza de la tumba se encontró a Eduardo en la sala de espera con semblante tenso. También en la comida posterior se mostró un tanto raro, preocupado, ensimismado, y con urgencia por regresar a casa. Todo ese cúmulo de circunstancias le hizo recelar, aunque no estaba muy seguro de que su nieto hubiera podido desvelar el secreto de la existencia de unas mazmorras en el subsuelo del castillo. Pero no le subestimó, algo que agradeció. Era un joven despierto e inteligente, digno sucesor de una estirpe legendaria.
Nicolau viajaba en su limusina con destino nuevamente al castillo. Debía reunirse con su nieto, retenido por Sergio. Tras llamarle este contándole que su nieto había descendido a las mazmorras con su misterioso acompañante, Nicolau no dudó en ordenarle que no actuara y se mantuviera a la espera. Quería que su sagaz descendiente descubriera la tumba, que percibiera el poder que emanaba del sepulcro. Esperaba que se abriera su mente al contacto con el alma de su heroico antecesor. Tenía una fe ciega en ello. Aunque le perturbaba sobremanera ese desmedido interés que demostraba Eduardo por las mazmorras. ¿Qué buscaba allí? ¿Y por qué iba acompañado de un desconocido, al parecer residente de Olarral? ¿Acaso sospechaba que fuera el culpable de la desaparición de la pareja de turistas que acogió y luego torturó hasta matarlos? Por más que su brillante cerebro buscara desesperadamente unir cabos, no conseguía su propósito. Debía estar preparado para afrontar cualquier contingencia una vez que estuviera cara a cara con su nieto.
La urgencia por llegar a su destino le estaba quemando vivo las entrañas. Necesitaba hablar con su nieto, explicarle el motivo de su retención. No podía dejar de pensar en el daño que podría causar esa detención a punta de pistola. Podría ocasionar daños irreparables en su proceder, incluso la posibilidad de que rehuyera de él definitivamente. Pero confiaba en el poder de su alcurnia, en los designios divinos. Además, le revelaría el gran secreto, el ritual, y el poder que encerraba el sepulcro. Los descendientes varones de Vlad Draculea nacían con una misión en su vida, y ninguno había fallado a su obligación en más de quinientos años. No recaería en él el peso del fracaso por no haber guiado a su nieto a cumplir con su compromiso.
Por otra parte, se maldijo por no lograr que su nieto aceptara a Vlad, que no lo admirara y lo vanagloriara como lo habían hecho todos sus descendientes directos. No conseguía llevarle a su terreno, revelarle el gran secreto. Ahora esperaba que no fuera demasiado forzada la situación, que Eduardo entendiera su postura y lograra que aceptara su compromiso. Nuevamente confió en el poder del sepulcro, en que su fuerza hiciera su efecto en Eduardo y consiguiera arrancar todos sus recelos y toda la repulsión que sentía por su antepasado. Faltaban seis días para que un nuevo ritual se celebrara. Quién sabe si, esta vez, de la manera más rocambolesca, lograban finalmente lo que durante varios siglos anhelaban, lo que durante más de quinientos años ansiaban con esperanza: el elegido. Su cuerpo tembló de emoción, de ilusión, de arrogancia. Tal vez pudiera vivir el momento sagrado que su alcurnia luchaba tan religiosa y devotamente por alcanzar, por hacer realidad. Pero antes debería persuadir la reticente alma de Eduardo, necesitaba su total convicción en tan complejo y extraordinario cometido.
Mientras viajaba veloz en su limusina, Nicolau saboreó la copa recién servida, con mejor humor. Los recuerdos fluyeron con fuerza, la historia narrada por su padre y su abuelo volvió a recrearse en su cerebro con total precisión: el rito.
Condado de Armañac, la Galia
30 de enero de 1477
Irina, dotada de una fortaleza interior magnánima, soportaba estoicamente el horrible ritual. Estaba de pie en el subsuelo de la iglesia, alejada unos metros de donde se desarrollaba el rito. Razvan, su marido, se había quedado cuidando al pequeño Nicolae, mostrándose reacio a asistir a tan pavoroso espectáculo. El visteji que les aguardó en la Galia, tras darles cobijo e informales de todos los detalles, le aconsejó a Irina que se abstuviera de acudir a la ceremonia, asegurándole que el rito sería abominable, sobre todo para una mujer. Ella desestimó su advertencia, sintiéndose obligada a asistir a la herejía. Debía estar allí, al lado de su padre, observando con sus propios ojos que su deseo se cumplía. Tenía la certeza de que nada milagroso ocurriría. El hedor que despedía el féretro era insoportable, prueba más que suficiente para asegurar el fracaso del rito. Volvió a pensar, ahora incluso con más convencimiento, en cómo su padre, un hombre inteligente, se había dejado embaucar por unas historias tan inverosímiles.
Abrió los ojos tras varios segundos rezando en silencio por el alma de ese pobre hombre, un andrajoso infeliz, al que acababan de degollar por el bien del rito. La letanía del sacerdote seguía impertérrita ante la muerte lenta del desconocido. Lo observó con atención: estaba sumamente concentrado en su labor, en aquella pantomima de la que se lucraba cuantiosamente. Su hábito, suave de tela muy cara, así lo corroboraba. Tuvo que darle una fortuna para que accediera a tan sangrienta exhibición sin fundamento, jugando a ser Dios. Era muy viejo, de unos sesenta años, orondo, con una voz serena y ronca, que parecía rasgar el aire viciado de las catacumbas de la iglesia de Saint Juan. Aparte de sus prominentes orejas, lo que más resaltaba de su ser era su mirada especial, enigmática, que centelleaba en la tenue luz del subsuelo. A Irina le inquietaba su mirada, no sabía con certeza si le producía paz o la alteraba, era algo misterioso. Pero comenzaba a odiar a ese sacerdote. Se había ganado una fortuna por pronunciar una letanía eterna y por una actuación horripilante. Segó la vida de un hombre inocente solamente para sus propios fines, para una causa sin justificación real, una acción totalmente contraria a Dios; precisamente él, un sacerdote. ¿A cuántos habría engañado, robándoles inmensas fortunas a cambio de la promesa de una vida eterna? El mismísimo príncipe de Valaquia había sucumbido a esa promesa, cayendo en un burdo engaño. Parte de las riquezas que tanto sufrimiento y sangre, y su vida finalmente, le costó reunir a su padre, habían caído en saco roto.
Irina recordó las palabras de su progenitor, el cual le confirmó que había ideado un plan para conseguir una riqueza que sufragara los gastos de toda la misión: en 1475, a cambio de aceptar comenzar una nueva cruzada, le pidió al rey Matías Corvino una elevada suma de oro y tesoros varios, con lo que se aseguraba que su propósito se cumpliera. No sólo eso, si no que podría vivir su familia eternamente con la fortuna que había conseguido a lo largo de los años de reinado.
Los pensamientos de Irina desaparecieron violentamente, como si un huracán los hubiera borrado de la faz de la Tierra. Se percató de que el ritual parecía haber acabado, estando todos los presentes en silencio, en espera, con sus miradas puestas en el ataúd. Sin tiempo a nada más percibió la presencia de su padre. Era algo inexplicable, como si su padre estuviera a su lado; podía sentirlo. Miró con ansiedad, presa de una exaltación incontrolable, al féretro donde yacía el putrefacto cuerpo de su progenitor, esperando que su resurrección se hiciera realidad. Sin embargo, la tapa del ataúd no se movía, no daba paso a su resucitado padre, pero seguía percibiendo su presencia. Incluso juraría que el alma del difunto reptaba por su cuerpo, fundiéndose, impregnándose de su fuerza espiritual. Estaba contrariada, no había sentido nada parecido con un muerto, con un cadáver que parecía tan vivo como ella. Miró al sacerdote, el cual miraba fijamente el ataúd, seguramente esperando con viveza lo mismo que ella. Sin embargo, su padre no alzó la tapa del féretro, ni pronunció palabras infernales desde su ultratumba. No ocurrió nada. Nada físico, al menos. Pero Irina seguía con el corazón alocado ante la insistente presencia de su padre, que parecía hacerse, por momentos, corpórea. Comenzó a mirar a su alrededor, parecía que le faltara el aire. Intuía que su padre aparecería de un momento a otro, saliendo de algún escondido lugar del subsuelo. Estaba convencida, su alma se percibía con fuerza, podía sentir su poder dentro de ella. Su angustia comenzaba a devorarla. ¿Finalmente había resucitado? ¿Podía ser cierto? Miró en busca de comprensión en la guardia real de su padre, los que se mantenían sosegados, ajenos a lo que ella percibía. Era evidente que ellos no percibían a su señor, a su príncipe. ¿Eran alucinaciones suyas? Desvió su vista hacia el sacerdote, inquisitivamente, quien le correspondió con una mirada indescifrable, típica en él. Sin embargo había una sonrisa cómplice en su semblante, escalofriante. Ella estaba tan asustada que no pudo moverse, parecía clavada en una de las losas de aquel subterráneo. Sentía el deseo vehemente de hallar respuestas a sus dementes preguntas que se formaban alocadamente en su cerebro. Con inquieta satisfacción vio acercarse pausadamente al misterioso sacerdote.
—Debemos hablar en privado, Irina —aconsejó con gesto grave el sacerdote.
Irina asintió por toda contestación. No sentía fuerzas ni para hablar. Una mano fuerte la asió del brazo, invitándola a acompañarle. Ella se dejó llevar, buscando con la mirada a Moise, en espera de que les siguiera para velar por su seguridad. Estaba tan asustada que era incapaz de confiar en aquel viejo y enigmático sacerdote. Moise pareció sentir su miedo, y acudió raudo tras ellos. Ella se sintió aliviada, con la protección del visteji estaría a salvo.
Ambos se adentraron en una estancia pequeña, disponiéndose el sacerdote a cerrar la puerta tras de sí cuando se topó con el demoledor cuerpo de Moise. Se sobresaltó al verle allí, siguiendo sus pasos, no se había percatado de su presencia.
—Perdone, pero debo hablar a solas con su señora —anunció el sacerdote con gesto irritado.
Irina dudó en intervenir. Deseaba que el leal guerrero estuviera a su lado, protegiéndola de ese misterioso sacerdote. Pero ¿de qué tenía miedo? La pregunta se diluyó al instante. Era su excesivo nerviosismo por los hechos acaecidos hacía unos instantes lo que había creado esa especie de temor.
Moise, impertérrito, esperaba a que ella le trasmitiese sus órdenes. Había visto en su mirada una emergente súplica de protección.
—Estaré bien, Moise. Puedes esperar fuera, gracias —dijo Irina con voz cálida, en muestra de agradecimiento.
Moise se dio la vuelta, imperturbable, con el adusto rostro invariable, sin mostrar el más mínimo gesto en sus facciones. El sacerdote cerró la puerta.
—Debo felicitaros por vuestra extraordinaria protección de la que os servís —dijo el sacerdote tomando asiento en una silla desvencijada, invitando con un gesto a Irina para que hiciera lo propio.
Irina se sorprendió del mobiliario tan escaso y viejo de aquella estancia. Tal vez le había enjuiciado mal. Pero su mente estaba en otra parte. Ansiaba tener respuestas a la extraña situación vivida.
—Padre, ¿ha conseguido resucitarle? —preguntó, dominada por una sensación de demencia.
—Bueno… —dudó el sacerdote—. Como ya le comentara en el día de ayer, no era seguro el éxito en tan dificultosa tarea. No siempre se consigue el consentimiento divino de nuestro Señor para renacer un cuerpo inerte. No ha habido suerte en esta ocasión, siento decirle —confirmó con evidente tristeza.
Irina bajó su mirada con un suspiro. Era elocuente que no había resucitado, pero esa sensación tan extraña que recorrió su cuerpo al finalizar el rito la tenía desconcertada. Ahora dudaba en si contarle su experiencia o callar para siempre. No podía obviar lo que tan nítidamente había sentido, aunque fuese irracional a la mente humana. Había sido tan real la presencia de su padre, había percibido su proximidad como si todavía estuviera vivo, a escasos metros de distancia, escondido en algún recoveco del subsuelo de la iglesia. Y había sentido su alma fundirse con la suya. Era algo que no podía explicar, algo que si contaba podía acabar en la hoguera, algo que ella misma repudiaba pensar que fuera verdad, que realmente hubiera ocurrido. Pero no pudo negar la evidencia, no era fruto de su anhelo por tener de nuevo a su padre en el mundo de los vivos lo que la había llevado a imaginar tales hechos.
—Pero… —prosiguió el sacerdote, sacando del ensimismamiento a una perturbada Irina. El semblante del clérigo cambió radicalmente—. He percibido la fuerza de su alma, el enorme poder que emana del féretro. Y sé que usted también lo ha sentido. He visto la turbación reflejada en su rostro. Todavía la mantiene, por cierto.
Irina alzó la cabeza como un resorte. Se topó con la mirada penetrante y enigmática del «resucitador». Se quedó perpleja ante sus palabras. Parecía que no había sido la única en percibir toda aquella sucesión de locura. Su boca se secó como charco en el desierto. Tragó dificultosamente, ansiosa por compartir sus demenciales experiencias.
—Sí, ha sido algo muy extraño —dijo titubeante—. Comenzaba a pensar que me estaba volviendo loca. Pero usted también lo ha percibido. —Sus manos se entrelazaron con fuerza, meditando en sus palabras, en encontrar la pregunta perfecta entre un torrente de interrogantes que circulaban veloces por su cabeza.
—Digamos que tengo ese don —confesó el sacerdote, nuevamente sacando del océano de dudas a la incrédula Irina—. No se preocupe, no ha perdido la cordura. El rito ha conseguido un efecto distinto al que pretendíamos. No le hemos resucitado, pero hemos logrado algo. —Se recostó en la silla, con los codos apoyados en los reposabrazos y las manos formando un solo puño, apoyando sobre ellas la barbilla, meditabundo.
Irina contuvo las ganas de preguntar sobre lo que había dejado en el aire, pero esperó a que continuara. Percibió su concentración en desentrañar el significado de aquellos insólitos hechos. No pudo negar la aureola que rodeaba al sacerdote, algo divino parecía albergar en su ser. Esa mirada extraña, única, enigmática, hacía intuir que estaba impregnado por alguna gracia divina. Debía estarlo si realmente había logrado en alguna ocasión resucitar a un difunto. No creía en ello, ni mucho menos, pero algo le decía interiormente que podía estar equivocada. Y no podía obviar su poder en percibir lo que aparentemente ella sola había sentido: el alma de su padre resucitar. El tiempo pareció detenerse, el sacerdote hacía caso omiso a su silenciosa petición; estaba en ascuas, expectante por conocer la opinión de aquel siervo de Dios capaz de hablar con los muertos y resucitarlos.
Tras una eternidad, el sacerdote volvió en sí, carraspeando a la vez que fijaba su inquietante mirada en Irina.
—Creo tener la respuesta, Irina. Pero debo saber si está dispuesta a oírla o, por el contrario, desea enterrar definitivamente a su padre, dejando atrás toda esta locura. —El tono grave no dejó indiferente a Irina. Preveía algo que podría salirse de los límites de la racionalidad, pero ya estaba curada de espanto. Además, no podía marcharse sin hacer todo lo posible por cumplir los deseos extravagantes de su difunto progenitor. Y por hallar las respuestas a todos esos sucesos extraños acontecidos en el rito.
—Deseo oír sus razonamientos, padre. Y deseo llegar hasta el final con esto —confirmó muy segura de sus palabras.
El sacerdote asintió levemente, complacido.
—El rito ha conseguido despertar el alma de su padre, adquiriendo un poder sobrenatural, no lo suficiente como para resucitar su cuerpo, pero sí para que un descendiente directo, una hija, como es el caso, pueda percibir su poder.
Irina no parpadeaba, atenta a todo cuanto decía el misterioso clérigo. Su explicación daba cierto razonamiento a lo sucedido, dejándola más tranquila en relación con aquellos demoníacos sucesos. Pero no en otras cuestiones.
—Y dígame, padre, ¿qué significa exactamente ese poder que emana del féretro? —preguntó una desconcertada Irina, necesitada en averiguar todo lo concerniente a ese hecho divino.
El sacerdote se incorporó del respaldo y apoyó sus brazos sobre las rodillas, sin abandonar la profunda seriedad.
—Estoy completamente seguro de que podría resucitar en otro cuerpo —anunció mirando fijamente a su interlocutora. Esperó unos segundos a que sus palabras penetraran en los muros de la mente de una joven extasiada por tanta fantasía—. Resucitaría una vez que su alma se apoderase de un cuerpo en vida. Un cuerpo que debería pertenecer a un varón con la misma sangre fluyendo por sus venas.
Irina se quedó patidifusa. No esperaba una respuesta como esa. No parecía tener fin la irrealidad dentro de aquella iglesia de controvertidos milagros. ¿Y qué esperaba?, había acudido en pos de resucitar a su difunto padre. Se esforzó en poner en orden sus pensamientos, en esclarecer la explicación del sacerdote. Su cerebro era un caos total.
—¿Quiere decir que resucitaría apoderándose del cuerpo de un varón, vivo, por el que corriera la misma sangre que la suya? —preguntó incrédula.
—Sí, de un descendiente directo. Pero no de uno cualquiera. Posiblemente, ese… elegido, tenga que ser receptivo a esos poderes extrasensoriales…
—Creo que va usted a hacerme perder la cordura, padre —aseguró trastornada.
—Usted misma lo ha sentido. Debería no subestimar el poder divino del Señor. No intente deshacerse de la verdad que su ser ha percibido durante el rito.
Irina suspiró. El clérigo tenía razón. Ella misma había percibido su poder, su presencia. No podía negarlo, negarse a sí misma la realidad.
—¿Y qué me aconseja usted que haga, padre?
—No soy quién para guiar sus pasos. Sólo usted puede decidir el futuro de su padre. Lo que sí puedo es orientarla. —Se removió en la silla—. Si quiere seguir con esto, le advierto que podría resultar tortuoso. Debería hacerse un ritual con cada varón descendiente directo de su difunto padre, hasta encontrar a la persona adecuada. Pueden pasar generaciones hasta entonces.
—Tengo un hijo de tres años —anunció con la voz entrecortada, sorprendida por sus propias palabras. Se estremeció al imaginar a su hijo presenciando semejante atrocidad.
El sacerdote la miró con los ojos entornados, clavándose como afiladas estacas.
—Debería esperar a que se convirtiera en un hombre. Con suerte, tal vez fuera el elegido.
—Pero, dígame, padre, sinceramente, ¿usted cree que puede producirse algo tan… tan… ilusorio? —terminó diciendo, sin encontrar la palabra exacta que definiera sus pensamientos.
—Por supuesto que sí, hija. Le aseguro que he vivido cosas más asombrosas que esta. Y no sea tan testaruda en negar sus propias experiencias. Usted mejor que nadie debe darle credibilidad. Lo ha vivido en persona.
—Lo sé, pero me cuesta digerirlo.
—Le entiendo perfectamente, hija. Pero debe recordar que, a veces, los designios del Señor son inescrutables.
Irina, apesadumbrada, aceptó su inesperado encargo divino. Debería entregarse a la voluntad de Dios y cumplir con su nueva e irracional misión. Tendría que esperar más de diez años para proseguir lo que ese día había comenzado. Debería, junto con su familia, crear un hogar en aquellos parajes tan lejanos de su tierra natal. Su melancolía se abrió paso entre la niebla que su mente albergaba. Estaba tan confusa todavía, tan fuera de su habitual lucidez, con su alma perturbada por unos hechos inadmisibles para su mente terrenal. Se santiguó repetidas veces, ignorando al sacerdote, que se mantenía a la expectativa de que dieran por terminada la charla. Sólo deseaba que Dios la guiara por el camino adecuado. Rezaría por ello todos los días de su vida.